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martes, 23 de octubre de 2012

Muerte en el Museo (PARTE 3)


Javier, Carlos y Luis se quedaron un momento en la oficina, tratando de entender todas las pistas. Luis imprimió las hojas con las notas, y se las dio a Javier para que las repasara. Leyó cómo si no hubiera un mañana para hacerlo. Después de analizar un poco, respondió:
-Los miembros del equipo del códice estaban en tensión. Por un lado, la señorita Turrubiates quería sacar el proyecto para darle una credibilidad mejor al museo, junto con el señor Daniel. Por otro lado, el señor Colín argumentando que los fondos del señor Flores serían mejor aplicados a la búsqueda del cuchillo de la mentada profecía…
-Hasta ellos pueden ser cómplices, ¿no lo crees?-, dijo Luis. Javier asintió sin mirarlo.
-Puede ser, pero prefiero creer que es cuestión de una sola persona. En todo caso, César se mantuvo un tanto escéptico, y Ricardo era más creyente, por ello también pidió un poco de clemencia para invertir en el cuchillo, pero Daniel no le hizo caso a ninguno de los dos.
Luis asintió, tratando de entender mejor lo que Javier decía. Buscaba una respuesta, jugueteando con las yemas de sus dedos sobre la mesa.
-¿Y Alejandro Cienfuegos? Eso de tener “trabajos pendientes” fuera del proyecto dudo que sea algo real. Es antropólogo, se dedica a buscar reliquias. Tal vez aprovechó un momento de debilidad para buscar el cuchillo por sí mismo…
-Tal vez, pero pensemos que también Ricardo es antropólogo, y no necesariamente está haciendo una búsqueda…
-Por que él espera que la hagan otros, por eso dona su dinero, y podría darlo todo para que la causa sea efectiva. Pero Daniel no quiso, se quería reservar un secreto más además de los que tenía, por eso lo mataron. Pero si quería decirme algo, con el poema es suficiente. Lo importante es saber, con exactitud, el significado de los números que encontraste, Luis. ¿Nos enseñas el papel?
Luis volvió a sacar de su bolsillo el papel, entregándoselo al médico en la mano extendida. Carlos se acercó para volver a ver los números en el orden correcto. Eran cifras pares, por lo que decidió separarlas mentalmente, aunque, después del 14, algo no cuadraba.
-Si se supone que eran cartas de la lotería, está mal. El juego varía de número de cartas, pero la mayoría usan 54. La que jugamos tenía 50. Y aquí está el número 62, y por eso está mal. No hay ninguna carta marcada con ese número, estoy seguro-, dijo el jefe de guardias.
Javier volvió a mirar, tratando de entender cómo era el procedimiento mental de Carlos. Había 14, La Muerte, 62, 37, 35, 23 y 46, de eso no había duda. Pero Carlos había dicho que las cartas del juego no llegaban después del 54 o 50. Miró un tanto confuso el papel de nuevo, tratando de buscar alguna cifra mal escrita, o que estuviera confundida. Pero no había nada, la caligrafía de Daniel siempre había sido perfecta. Y de pronto, vino la idea, la simple idea de que no era una sola cifra. Te enseñaron a separar el hígado de la vesícula, tonto médico, no a tratarlos cómo uno sólo. ¡Qué tonto soy!
-Hay que separar las cifras en este número. No es 62, sino un 6 y un 2. No contamos tan bien cómo esperaba. Y Daniel no puso ceros por temor a que alguien encontrara toda la cifra completa. El número 6 en la lotería, ¿qué figura representa?-, dijo Javier.
Carlos cerró los ojos, concentrándose y repasando mentalmente sus cartas. Hasta que, por fin, recordó que los guardias en turno ese día le habían hecho burla, por que le habían dicho que la chica de la carta 6 podría hacerle sentir mucho placer…
-Es La Sirena, señor Carrillo.
Javier asintió sorprendido. Recordó la carta, con el ser sobrenatural, mitad pez, mitad mujer, con una cola escamosa color rojo, sumergida en el agua, y con el torso de mujer saliendo a la superficie, con largo pelo negro ondulado cayendo a sus espaldas, una mano al aire, y los pechos descubiertos.
-Pero otra vez la Sirena no se relaciona con nada que haya leído en poemas prehispánicos. No le veo sentido, en serio-, dijo Luis, buscando desesperadamente la razón de todo eso.
-Yo menos, pero tengo una teoría. Carlos, ¿hay alguna pieza en el museo que simbolice a la sirena o algo parecido?-, dijo Javier. Antes de que Carlos contestara, Luis interrumpió, con un tono de voz demasiado exagerado.
-¿Y eso en qué nos va a ayudar? Sabemos dónde está el códice, el mapa que Daniel quería que siguiéramos ya no sirve de mucho. Además, la pista de La Muerte no la encontramos en ninguna pieza de museo que tuviera que ver con ello.
-No precisamente. Tal vez Daniel estaba a punto de esconder la carta en una pieza clave, y no alcanzó a hacerlo. Entonces, el asesino cometió el crimen…
-Y dejó el poema para que alguien lo encontrara por él. El asesino sabía que llegarías, Javier.
Las palabras de Luis causaron conmoción en la felicidad de Javier, que ya estaba más que minada, a punto de destrozarse. Los planes de Daniel estaban a medio terminar, pero era mejor, ya que de otra manera hubiera sido imposible seguir el rastro.
-Muy bien, es hora de actuar. Carlos, necesito dos favores: Que me digas si hay una pieza relacionada con la sirena o el mar, y aparte quiero que nos conduzcas a la caja fuerte dónde está el códice cuando terminemos de recorrer el camino, así no causaremos sospecha. Y tu, muchachito, guarda ese papel, o memoriza los números, sería mejor.
Los otros dos asintieron, pero Carlos tomó la palabra.
-Hay una pieza que parece estar relacionada, más que ninguna. No es del mar, pero es algo que vive en el agua. Está en la sala del Preclásico, después de la sala de los Orígenes, detrás de la Sala Azteca
-Perfecto, vamos entonces, pero ni una palabra, es cómo si apenas hubiésemos descifrado parte del misterio.
Y Javier tenía razón. Dejaron la oficina, y Luis empezó a pensar que sería mala idea contarles a las personas de afuera lo que habían descubierto, al menos la parte más importante. El asesino buscaría la forma más cruel de presionarlos para descubrir la verdad.
Cuando llegaron a la sala Azteca, encontraron a todos los invitados, menos al otro guardia de seguridad. Se oían pasos lejanos, de quién busca poco a poco.
-¿Dónde está el otro guardia?-, dijo Javier, revisándolos a todos. Se veían algo asustados.
-Fue a revisar, se escuchó un ruido, pero tal vez no sea nada. ¿Descubrió algo, señor Carrillo?-, preguntó Glenda, sentada en un taburete especial para las visitas cansadas.
-Es una teoría, pero ahora lo vamos a descubrir. Quiero que nadie se separe, ni por un momento. Carlos, llévanos por favor.
El guardia asintió, con la gorra ya puesta y la linterna encendida, caminaron hacía el fondo, hasta llegar a una intersección entre la sala de Teotihuacan y un pasillo oscuro. En una de las paredes del pasillo decía ORÍGENES, con letras amarillas, y un párrafo que explicaba algo que nadie pudo leer.
Dentro, la perspectiva del museo cambiaba. Había un apartado para conocer el trabajo general de la Antropología, con un mural que representaba mujeres de distintas etnias. Más allá, un mapa que explicaba la división de México en Mesoamérica, cuna de las civilizaciones precolombinas, y Aridoamérica, un vasto lugar sin vestigio importante.
Luis alcanzó a ver la sala de Orígenes, dónde había piezas de piedra, puntas de lanza, cráneos y huesos adornados, una maqueta de la caza del mamut, que a Javier le pareció aberrante a esas horas de la noche, y una especie de suelo de cristal. Todos se asomaron, para mirar un conjunto de huesos de mamut genuinos, enterrados ahí debajo. Era espectacular, a pesar de las luces ámbar.
Carlos los guió más allá, hacía la entrada de la sala del Preclásico. Fue cuando, inesperadamente, escucharon un grito de dolor, proveniente de aquella sala. Retrocedieron un poco, hasta escuchar que algo golpeaba el suelo con un sonido hueco.
Carlos y Javier se asomaron primero, a ver si por el borde de la entrada alcanzaban a ver algo. Afortunadamente, la linterna alcanzó a alumbrar por completo un buen trozo de la sala. No había nadie, no que fuera de peligro. Luis alcanzó a ver, junto con los demás miembros de aquella fiesta macabra, el cadáver del otro guardia, en el suelo.
Javier corrió primero, alumbrado con la linterna de Carlos, que se acercó consternado, poco a poco. Miró el cuerpo del otro guardia, en el suelo, boca abajo, lánguido. En la nuca tenía una especie de pico cómo los que usan los escaladores para fijarse a las piedras de la montaña. Estaba formándose un charco de sangre alrededor de su cabeza.
-¿Per quién lo hizo? Se supone que todos estábamos juntos, ¿no?-, dijo Trilce, sin dejar de mirar el cuerpo sin vida, con el rostro aplastado contra el suelo.
-Tiene un hilo, mire. Es una trampa, colgada desde el techo para el que tuviera la estupidez de entrar a la sala. Tal vez haya otras, o sea la única, no lo sé. Alguien nos está cazando, eso creo…
Javier dejó de analizar el cuerpo, para ver hacía el techo, desde provenía el hilo casi invisible que sostenía al pico. ¿Quién pudo haber sido tan hábil para montar una trampa similar? Descartó a Glenda y a Trilce. Ahora sólo quedaban dos arqueólogos, un restaurador muy antipático, y un guardia con una extraña afición al misterio. Y obviamente Luis, aunque se le hacía demasiado patético para que él cometiera una estupidez similar.
-Si le interesa, señor Carrillo, ahí está la pieza que venimos a buscar-, dijo Carlos, haciendo que el médico bajara la mirada y entornara los ojos hacía donde apuntaba la linterna. En una urna de plexiglás, a unos dos metros, estaba una extraña vasija negra, una especie de jarrón hecho de barro, que tenía la forma de un pez, sostenido en la cola, con la boca abierta. Tal vez Carlos tenía razón, ni siquiera parecía fauna marina, más bien era de un lago.
-¿Quién conoce esa pieza?-, dijo Javier, tratando de que alguien se delatara. Pero había olvidado que todos eran expertos, y que conocían perfectamente cada pieza. Alejandro se acercó y la examinó con cuidado, poniéndose unas gafas que sacó del bolsillo de su saco.
-Periodo Preclásico, es de los remanentes de la cultura olmeca que vivieron en el centro del país, en especial en Morelos y el Estado de México. Está hecha de arcilla, eso creo. Así que la convierte en una pieza demasiado frágil…
-Gracias, señor Cienfuegos. ¿Alguien me ayudaría a quitar la protección, por favor?
César asintió y se acercó a Javier, poniéndose cara a cara, para levantar la urna. No parecía demasiado pesada, pero tenía seguros especiales, que activaban las alarmas del museo en caso necesario.
-No se preocupe, las alarmas suenan en la central de guardias nada más, nadie va a venir-, dijo Carlos, cuando salió el contenedor, y dejó libre la pieza de barro. Luis se acercó, sin tocar, para mirar su contenido. Había algo al fondo de la vasija, pero no podía alcanzarla con sus dedos cómo salchicha.
-Está al fondo, eso creo. ¿Tienes algo con qué sacarla, médico?-, dijo el muchacho, mientras Javier y César ponían en contenedor sobre el suelo.
-Claro, apártate…
Sacó de su maletín unas pinzas similares a las que había usado con el primer poema, pero un poco más largas. Carlos le iluminó el fondo de la vasija para que no se equivocara. Había algo de forma rectangular ahí abajo, y con un movimiento leve de las pinzas, logró sacarlo.
Glenda advirtió que era otro papel, pero sin sangre, y doblado perfectamente orilla con orilla, para que cupiera en la vasija.
-¿Qué dice?-, dijo Ricardo, acercándose para saber qué era. Luis seguía observando, de repente al papel, de repente a César o a Trilce, y de nuevo al papel, que se abría por acción de los dedos de Javier.
Efectivamente, era otro poema, relacionado con el agua, y con otro número:

Que sean puestos ya
Los collares de flores.
Nuestras flores del tiempo de lluvia…
6

-Otra vez Nezahualcóyotl… Del poema “Alegraos”. Es una especie de oda a la primavera, a la naturaleza siempre naciente-, dijo César, antes de que Luis pudiera contestar.
-¿Pero cómo supo que estaba precisamente ahí, señor Carrillo?-, dijo Ricardo.
Todos miraron al médico, pensando que podía estar pasando algo raro.
-En el primer poema, el 14 tenía que ver con la Muerte de acuerdo con las cartas de la lotería. Carlos y Luis me dieron la idea de que tal vez había un orden a seguir.
Javier estaba atorado en un problema. Debía de recordar algo más, lo que fuera, cómo pretexto y no mostrar el papel de Luis. Vamos, piensa en algo, lo que sea…
-Así es, bueno, Carlos dio la idea de las cartas de la lotería, que estuvo bien. Y yo di otra. Pienso que Daniel dejaba las pistas en un orden cósmico, ya saben, cómo estaban ordenados los mundos sobrenaturales para los aztecas. Primero el mundo de la muerte, luego el mar y las aguas de Tláloc, y después los cielos. Y entre todos ellos, la tierra, el hogar de los hombres. Bueno, creo que no me voy equivocando, vamos bien, ¿no?
La respuesta de Luis pareció aliviar la tensión de todos. César y Ricardo se miraron algo nerviosos, y Trilce asintió. Alejandro no dejaba de mirar el papel que tenía Javier entre manos.
-Bueno, ¿y qué sigue?-, dijo Glenda.
-Pensamos que si viene algo del cielo, tiene que ser una entidad sobrenatural que venga en la lotería. Afortunadamente sólo nos queda una, ya que la mayoría de las cartas son de cosas y animales que existen. ¿Alguien conoce otra pieza, ahora relacionada con el infierno?
-¿De qué carta se trata?-, dijo Alejandro.
-Es la carta del El Diablo, es la única que parece tener las características especiales…
-Pero el diablo es malo, ¿por qué tendría que estar en el cielo?-, dijo Glenda a Luis. Pero antes de que contestara, alguien la interrumpió.
-Creo saber qué sigue, vengan…-, dijo Ricardo.

Estábamos más que atorados en un problema de proporciones gigantescas. Al menos el pretexto que propuse sirvió para que no hubiera más muertes, pero aún así, seguíamos cuidándonos las espaldas.
Ricardo Flores nos hizo regresar a la sala Azteca, ahora más allá del jaguar gigantesco y de la piedra del Sol, que aún seguía adornada con el cuerpo de Daniel sobre el suelo.
Miré la pieza enorme de museo a donde nos habían conducido. Parecía un monolito, cuadrado, con extrañas formas parecidas a calaveras y corazones humanos, con dos cabezas de serpiente en la parte superior, y unas garras asomando por arriba y abajo. Era una especie de deidad, demasiado horrible, que imponía su terror en toda la sala, a esa hora de la noche.

-Es Coatlicue, la diosa de la tierra. Tiene un collar de corazones y calaveras. Parece más un monstruo que una verdadera diosa de la fertilidad. ¿Ven sus garras? Por eso los conquistadores pensaron que era una imagen del diablo, de la maldad encarnada. Al menos no la destruyeron. Busque con cuidado señor Carrillo-, dijo Ricardo al pie de la estatua, cómo cuando un padre responsable deja que su hijo maneje el auto por primera vez.
Pero no era necesario. En la base de la estatua, entre un pie y la cabeza de serpiente que salía del vientre hacía el suelo, había otro papel, igual doblado cuidadosamente. Javier lo tomó, pensando que tal vez si jalaba muy fuerte la estatua se desmoronaría.
Ahora, cuando salió el papel, Luis lo tomó y lo leyó en voz alta para que todos los presentes pudieran escuchar. No era algo sumamente especial:

Nos dejaste sin provisión en la tierra,
Por esto, a mí mismo me desgarro.
2

-Otra vez tuvo razón, señor Carrillo. Poema “Estoy Triste”, de nuevo de Nezahualcóyotl. Daniel no dejó nada a la imaginación, me parece. Sí lo quería conducir a una pista una y otra vez. ¿Y ahora qué sigue?-, dijo César.
-Tiene que haber algo más. Tal vez ya hayamos llegado al final, no lo sé, aún nos falta el nivel terreno, dónde vivían los hombres…
Sin saber la carta, Javier ya sabía lo que venía. Tal vez Luis se había inventado su mentira a la perfección sin darse cuenta. Miró a Carlos, que estaba pensando también en lo mismo, ya que el sabía el siguiente número. Es el 37…
Pero, justo cuando se retiraban a “pensar”, un silbido casi imperceptible llenó la sala durante un segundo, y el grito de dolor fue de Ricardo. Otra trampa se había activado, y su mano derecha había sido atravesada por un cuchillo serrado, de la palma al dorso.

***

viernes, 19 de octubre de 2012

Muerte en el Museo (PARTES 1 Y 2)


Muerte en el Museo
Luis Zaldivar




Agradezco a todos mis lectores, y va dedicado al mejor detective del mundo, mi amigo Javier Carrillo, quien ha inspirado este relato. ¡Gracias a todos y gracias a la vida!





















-Se nos acaba el tiempo, señorita Chávez, un tiempo que lamentablemente era demasiado corto... ¿Tiene usted la información requerida, verdad?-, dijo la voz en la computadora. Muchas veces las charlas eran con sólo la voz y muy rara vez podía verle la cara a la otra persona. Flor Chávez lo sabía, y ya estaba acostumbrada.
-No se preocupe de nada señor. Tratamos de buscar lo necesario para hacer frente a cualquier amenaza. Luis envió el informe de lo acontecido el 16 de septiembre y las confesiones completas-, dijo Flor, rebuscando en sus archivos todo lo que le fuera útil.
La voz en la computadora esperó un poco.
-¿Ha visto últimamente al señor Carrillo? ¿Cómo está?
-Lo veo aturdido, tranquilo, con mucho tiempo para pensar, tal vez. Pronto llegará el momento justo para darle lo que usted le manda, señor...
-No deje la vigilancia, señorita Chávez. Él es todo lo que tenemos, y no quiero errores. Nos dedicamos a salvar vidas, y eso vamos a hacer.
Y la voz se apagó. Flor resopló aliviada, y cerró la laptop. Tenía que mandar el nuevo archivo pronto...






Empezaré por decir que lo que tengo ha sido con esfuerzo, y que incluso la amistad con Javier es el fruto de un esfuerzo compartido cómo ningún otro. Hace casi 1 mes que vivimos esa mala experiencia en la casa Gomezcaña y ahora descansamos, por un breve tiempo. Es en los días de noviembre próximo cuando hemos de cumplir 9 años de amistad sincera.
El hecho de habernos conocido en circunstancias tan especiales me hace recordar que todo ello nos llevó a ser lo que somos, y a asumir, en mi caso, el futuro incierto de nuestros actos. Y ahora que estamos preparados para cualquier cosa, tenemos que prepararnos mejor, para lo que sea.
¿Cómo nos conocimos? Bueno, no fue gran cosa. Yo tenía que completar información para un proyecto de la tesis, y me dirigí al único lugar disponible para mis propósitos...

Luis acababa de entrar a una pequeña oficina en lo alto del recinto. Una señora muy bien vestida, con anteojos azules y las uñas haciendo juego con ellos, revisaba unos papeles mientras él observaba. Estaba nervioso, pero no podía hacer nada más que esperar.
La señora por fin habló:
-Perfecto señor Zaldívar. Ha sido muy específico con su petición y creemos que puede obtener el permiso. Por lo que a mí respecta, la investigación filosófica de la cultura azteca debe ser todo un reto...
Luis asintió nervioso.
-Sí, y muy complicado. Pero creo que será una excelente oportunidad de comenzar algo en grande.
La señora se quitó las gafas y sonrió de manera satisfactoria. Tomó todos los papeles y los depositó de nuevo en la carpeta.
-Me parece perfecto jovencito. Cómo sabe, mañana es primero de Noviembre, y el museo permanecerá cerrado, pero la Biblioteca estará a su disposición más o menos hasta las 9 p.m. Contamos con que encontrará la información deseada, ¿no es así?
-Eso creo, pero más vale venir temprano para apresurarme. No es mucha información pero lo que pueda hacer será suficiente.
-Entonces bienvenido sea. Lo esperamos mañana para que comience con su investigación lo más pronto posible. A la gente le damos una semana de prorroga para utilizar la biblioteca, por lo que le sugiero no perder tiempo.
Los dos se levantaron de sus respectivas sillas y se dieron la mano. Luis sonreía tímidamente, y la señora esbozó una verdadera mueca de felicidad, incluso con esos lentes un tanto ridículos.
-Por supuesto, haré todo lo posible por aprovechar mi tiempo aquí…

Por otro lado, Javier se encontraba en su trabajo cómo profesional del crimen. Cuando me contó, nunca lo pensé de manera abierta, pero él desentrañaba algunos misterios mucho antes de que nos asociáramos. Era sorprendente pensar en lo que hacía, y más imaginar las posibilidades…
Aunque no dejo de pensar siempre que mi amigo es un profesional para las cosas que hace, es un trabajo algo asqueroso, y más tratándose de cadáveres. Lo bueno es que, con los muertos que hemos tratado, no ha habido tanto problema. No están en proceso de putrefacción…

La sierra especial cortó el pecho con un crujido que retumbó en el espacio cerrado del quirófano del área forense del Hospital General. Habían llevado tarde aquél cadáver, y el único médico de guardia era Javier Carrillo, un profesional en el área forense desde hacía ya unos 2 años. Trabajaba con los cadáveres de crímenes, haciendo algunos ensayos primero y corrigiendo después. Era una ciencia exacta, un trabajo que merecía buscar bien por todas partes.
Y el desdichado que acababa de abrir había llegado con una urgencia inusual para ser las 11 p.m. del 31 de octubre. Incluso los policías de la PGR habían puesto un monitor con la imagen de un importante jefe de la policía, llamado “comandante Méndez”. El hombre que veía desde el monitor tenía un rostro severo, y analizaba a cada movimiento que daba Javier.
-¿Algún problema señor Carrillo?, dijo el comandante Méndez, mirando con sumo cuidado el trabajo del joven médico.
Javier estaba viendo uno de los costados del hombre, y se había descuidado por completo del pecho abierto cómo una extraña flor de carne y sangre. La cara inexpresiva del hombre muerto miraba también hacía el monitor, con ojos vacíos y la lengua de fuera. Había algo cerca de sus costillas.
-Acabo de encontrar algo sumamente interesante, comandante. En primera, déjeme explicarle los pormenores de lo que encontré primero. Hombre latino de alrededor de 45 años, al parecer con buena salud, ya que su piel no muestra otros rasgos que nos indiquen enfermedades. El cadáver lleva dos días en estado de descomposición, lenta, eso es obvio. No hay traumatismo craneal, y sólo tiene ambas piernas rotas. Todos los órganos en orden, el corazón sin fallas, ni siquiera hay apendicetomía ni una posible vasectomía. A excepción, obviamente de lo que acabo de encontrar.
-¿Y de que se trata, señor Carrillo? Me dijeron que su trabajo es algo que se aprecia de verdad, no me decepcione.
Javier esbozó una sonrisa detrás del cubre bocas, entrecerrando los ojos un poco por detrás de los lentes cubiertos con gafas especiales de trabajo. Se ajustó aún más los guantes.
-Para nada, comandante. Lo único raro que he visto aquí es que el costado derecho presenta un tipo de perforación… Efectivamente, son disparos…
Javier revisaba con cuidado la piel casi mohosa de aquel hombre, y encontró al menos tres agujeros de bala, de un calibre grande. Los agujeros tenían los pliegues de la piel hacía dentro, cómo debían ser los disparos, por eso pudo identificarlos.
-¿De qué calibre piensa usted que pueda ser?-, dijo el comandante, sin quitar el ceño de seriedad de su rostro.
-Entre 7 y 8 mm…
-Cuerno de chivo. Señor Carrillo, está ante la víctima de un narcotraficante. Necesito que me haga un informe y después…
Pero Javier se levantó y metió la mano dentro del costado, por la abertura del pecho, cuidando de no ensuciarse tanto con el pulmón y los restos putrefactos del interior. Sacó de dentro las tres balas que nunca salieron, y de un tirón, una costilla que crujió y se levantó con un buen trozo de piel y músculo necrosado. El comandante se impresionó de inmediato.
-¿Pero qué es lo que hace?
-Procedimiento estándar, señor comandante. Esta costilla ya estaba rota y se encontraba dentro, obstruyendo el paso hacía las balas. Esto no lo hizo el cuerno de chivo, señor. A este hombre le dispararon después de una tremenda golpiza. Lo torturaron rompiéndole las piernas, y cómo no confesó, lo asesinaron. Era fácil ya con dos costillas rotas. Tal vez lo abandonaron a que se muriera lentamente…
-Eso no concierne que lo investigue usted, señor Carrillo. Por favor, limítese a entregarme un reporte sencillo con los detalles de la necropsia. Y con todo respeto, si quiere ser detective, los exámenes empiezan la siguiente semana. Pasarán a recoger el cadáver en una hora, así que le recomiendo que lo cierre con cuidado. Muchas gracias…
Y el monitor se apagó. Javier se quitó un momento el cubre bocas, a pesar de la peste, y su rostro hizo un gesto de asco. No fue el olor del cadáver, sino la forma en la que lo había tratado ese tal “comandante”.
Terminó de arreglar el cadáver en menos de media hora. Después, se quitó todos los aditamentos, y volvió a mirar el rostro sin expresión de aquel hombre.
-¿Qué fue lo que les dijiste para que te trataran de esa forma? Ni siquiera traes identificación, y tu cara se ve terrible, amigo narcotraficante. Espera…
En la mano derecha, llena de moho y de lodo, había una extraña inscripción que no había visto. Era un tatuaje, o algo así, hecho con tinta roja. Parecía una línea horizontal, y sobre ella, una serie paralela de tres puntos. Eso también debía memorizarlo para el informe final…

Cuando comenzó el 1º de Noviembre, las calles ya se sentían con el festejo del día de muertos. La gente iba y venía, niños con disfraces, adornos por todas partes, música alusiva…
Lo que me impresionaba más en esos días era el delicioso olor del pan de muerto, de almendras o nueces; del dulce de calabaza, de las cocadas, de las paletas. Era un sentimiento muy grande de pertenencia. Pero tenía que apresurarme, para poder llegar temprano a la biblioteca.
Cuando llegué en el autobús, cerca de Chapultepec, divisé el Museo de Antropología e Historia, un edificio de más de 30 años de edad, de fachada gris y recta, rodeado de árboles y de caminos a través del bosque. En la entrada principal había una enorme estatua de Tlaloc, el dios azteca de la lluvia, que se veía pesado y demasiado grande. Caminé hacía dentro, pasando una enorme fuente que brotaba por encima del paso al estacionamiento. Delante estaba una puerta más grande, coronada por un arco tallado con motivos prehispánicos, y dentro, el gran atrio o vestíbulo.
Debía tener cuidado de no mojarme, ya que el techo del vestíbulo era una enorme fuente, llamada El Paraguas, sostenida por una columna gigantesca en el centro, que estaba igualmente adornada con motivos aztecas, cómo si fuera un “árbol de las almas”. Cruzando la fuente, estaban las puertas de cristal que daban directamente a la recepción del museo.
Ahí ya me esperaban, la señora que me atendió el día anterior, y un guardia del museo, al parecer estaban revisando unos papeles o algo así…

-Bienvenido señor Zaldívar, llegó muy justo a tiempo, por lo que veo es puntual cómo me dijo.
-Así es, señorita…
-Dígame Glenda, por Glenda Lugo, por favor. Mire, necesito arreglar algunos asuntos antes de poder acompañarlo. ¿Podría esperarme un momento por favor?
Luis asintió, mientras Alma y el guardia de seguridad se iban caminando hacía una de las oficinas, mientras discutían acerca de sus asuntos privados. Miró por encima del cubículo circular de la recepción, hacía los jardines interiores del museo, y se puso a pensar en lo que venía a continuación, cuando alguien le tocó el hombro. Luis se asustó demasiado, volteó y miró a un hombre, enfundado en traje negro, con un rostro amable y divertido, a pesar de ya tener alrededor de unos 50 años.
-Buenos días joven. Lo siento, pero el museo hoy no está disponible y…
-No, no se preocupe, señor. Yo solo vine a usar la biblioteca, y mi semana comienza hoy. Disculpe, Luis Zaldívar…-, dijo el muchacho, estrechándole la mano al hombre, que la tomó, divertido.
-Mucho gusto. Soy Daniel Ramírez, director general del museo…
Luis palideció. No lo había reconocido inmediatamente, y mucho menos por haber sido uno de los hombres del momento en las noticias en casi todos los medios. Balbuceó un poco y luego dijo:
-Lo siento señor Ramírez, no lo reconocí, pensé que…
-No te preocupes muchacho. Creo que la señorita Glenda no va a venir pronto después de todo. ¿Quisieras acompañarme por favor?
El señor Daniel hizo un movimiento con su mano y le indicó el camino. Luis lo siguió un poco apenado aún, y se dirigieron a las puertas de cristal que daban al museo.
El olor de los jardines bien cuidados hizo que Luis pusiera más entusiasmo en lo que se proponía, y más por que, de frente a ellos, bordeando un poco las áreas verdes, se encontraba la entrada a la sala Azteca, la más imponente de todas. En la entrada, un enorme tigre tallado en piedra gris recibía a los visitantes, con sus enormes ojos y sus fauces abiertas. Y en la pared del fondo, puesta en un pedestal enorme, e iluminada con cuidado, la Piedra del Sol, un calendario en forma circular que se usaba, presumiblemente, para marcar los días y las fechas. En el centro, y rodeado de varios símbolos que Luis no pudo identificar, había un rostro con la lengua de fuera, y una mirada penetrante.
-Es Tonatiuh, el dios del sol. Pensamos que es un calendario, y lo es, pero no sabemos si ese era su uso correcto. De todas maneras, espero que encuentres agradable todo el museo-, dijo Daniel.
-No se preocupe señor director, ya lo conozco un poco a detalle, pero ahora que vendré tendré tiempo para visitarlo. De todas maneras, dudo que pueda hacerlo. Es una investigación un poco complicada…
Doblaron el paso hacía la derecha, subiendo unas escaleras, haciendo caso del cartel que indicaba las direcciones a la biblioteca, sanitarios y la sala de Etnografía.
-Y dime, ¿de qué se trata la investigación?-, dijo el director, mientras subían los últimos escalones para llegar a la sala de Etnografía, aunque ellos se irían derecho.
-Es acerca de la forma de pensamiento en la cultura azteca. Me enfoco en la tesis para la carrera de Filosofía.
-Eso suena un poco complicado. Hay suficiente material, aunque te dejaré que lo hagas a tu manera. Vamos, tengo que explicarte la mecánica de búsqueda…
Llegaron a una puerta blindada al final del pasillo, dónde Daniel introdujo su llave maestra. Dentro, Luis se encontró con un enorme recinto repleto de enormes estanterías, llenas de libros de todos los tamaños, cajas, folios, y demás objetos que se encontraban muy bien ordenados. Daniel se acercó a la central de computadoras, que estaba sola, y encendió una. Buscó el programa para la biblioteca, mientras Luis miraba asombrado hacía ambos lados, mirando tal cantidad de libros.
-Como verá, señor Zaldívar, tenemos un estricto orden temático para los libros. Esto quiere decir que si quiere un libro en particular no lo encontrará en orden alfabético, al menos no al principio. Los libros se dividen por culturas, quiero decir, Maya, Azteca, Olmeca, etcétera. A partir de ahí, podrás encontrar los libros por orden alfabético, siempre con la computadora. Te dejo solo, tengo una reunión con algunos de los inversionistas para los recursos del museo. Y espero verte pronto por aquí…
Otra vez volvieron a darse la mano antes de que el director se dirigiera a la puerta.
-Disculpe…-, dijo Luis, un poco alarmado. El hombre se dio la vuelta.
-¿Dime?-, dijo Daniel, con una sonrisa.
-Muchas gracias…

El muchacho se la pasó buscando libros con títulos algo difíciles:
-Clases sociales en la época prehispánica.
-Moctezuma y el vínculo con el Sol.
-Sacrificios antes del fin del mundo.
-La serpiente emplumada.
Pero el que más le hizo bien para lo que necesitaba era un libro llamado “Flor y canto”, que contenía poemas de la cultura azteca, y en específico, del rey Nezahualcóyotl. La poesía náhuatl llamada in xóchitl, in cuícatl, literalmente “la-flor-y-el-canto”, era una expresión de reyes y nobles de aquellas épocas, en donde se exaltaba a la naturaleza, a los dioses, al mundo e incluso a las tristezas de la gente. Pero de ahí, de tan profundos poemas, venía lo que Luis podía entender cómo “filosofía azteca”.
Pasando las 8 de la noche, y después de haber comido en la cafetería y revisado un montón de libros (con un poco de avance), Luis cerró la computadora. Las luces de la biblioteca se habían encendido a las 6 p.m., por lo que dispuso de buena vista hasta que se cansó. Miró el reloj de su celular, bostezó y decidió recoger las copias que había sacado de los libros que revisó.
Caminó hasta la puerta de la biblioteca, y no se preocupó por dejarla medio abierta, ya que los guardias, o al menos el que se quedara, siempre revisaban el lugar para acomodar lo que faltara. Miró hacía el suelo, y encontró una nota. Tenía 12 números, pero no decía nada más:

146237352346

         -Qué raro, no es un número telefónico… ¿Alguien olvidó esto?-, dijo Luis a la oscuridad, seguro de que alguien todavía estaba ahí. Pero nadie le contestó, ni siquiera un huichol que se asomaba en el pasillo hacía Etnografía, que obviamente era un maniquí.
Luis se guardó el papel en el bolsillo de la chamarra, seguro de que encontraría al dueño. Mientras iba caminando hacía las escaleras, pensó en la noche de muertos, que era en ese momento. Todos los niños felices pidiendo dulces en las casas de los vecinos, los altares con velas, flores, comida y adornos para los difuntos, y hasta las películas de terror mexicanas que habrían de estar pasando en esos momentos. Ya le urgía regresar a casa.
Después de haber bajado las escaleras, llegó de nuevo a la sala Azteca, que ya estaba iluminada con las tenues luces ambarinas que suelen poner en los museos por las noches. Vio el adorno de araña y de calavera en la recepción, allá a lo lejos después de los jardines, y se alegró de haber terminado pronto. De repente, sintió una presencia extraña detrás de él, cómo si alguien pasara justo a sus espaldas corriendo. Se dio la vuelta, pensando que sería uno de los guardias. Pero sólo estaba la piedra del Sol, redonda, de frente, con esa cara apuntándole directo, cómo un vigilante nocturno que se dedica a atormentar a los incautos. Y a sus pies, cómo un sacrificio, estaba Daniel Ramírez, el director del museo…

***

Luis retrocedió lentamente, tratando de olvidar la escena grotesca. El director Daniel estaba tendido boca arriba en el suelo, frente a la Piedra del Sol, con los ojos abiertos y la garganta cortada. La camisa estaba abierta, mostrando su torso envuelto con una toalla blanca. Los brazos y los pies estaban estirados hacía arriba y abajo respectivamente, y había un inmenso charco de sangre en el suelo de la sala.
El muchacho chocó con la puerta de cristal, y se volteó rápidamente para abrirla. Del esfuerzo, ni siquiera se había dado cuenta que las copias habían caído al suelo, pero la puerta no cedió. Tenía que buscar quien lo ayudara, y aunque golpeó la puerta, nadie lo escuchó.
-Maldita sea… Piensa, Luis, piensa. Esto no está pasando, vamos maldita sea, ¡piensa!
Y recordó que el día que había ido a su entrevista inicial con Glenda, había un pasillo que apuntaba directamente al museo, entrando por…
La Sala Maya! Sí, ya recuerdo, está al final del museo…
Caminó hacía la derecha, alejándose del pasillo que daba hacía la biblioteca, y entró en otras salas. Pasó por la Tolteca, con un enorme Atlante de Tula coronando el centro, frente a un ventanal. Luego en la Zapoteca, con muchas piezas de oro cubiertas en urnas de plexiglás. La Olmeca con una enorme piedra circular con forma de rostro felino. Y al final la Maya, con figuras de piedra y de colores de jade y ónix.
Y la encontró, una puerta de metal que tenía el letrero de SOLO PERSONAL AUTORIZADO. Leyó la advertencia, y se contagió de una risa nerviosa.
-Al diablo…
Empujó la puerta, y con un chasquido, comenzó a sonar una tenue alarma, que llenó por completo el espacio de todas las salas del museo. A esas alturas, alguien ya debió haberse dado cuenta que una persona ajena había violado un punto de seguridad, pero Luis no hizo caso. Reconoció casi al instante el pasillo, ya que se había confundido al llegar a la cita ese día, pero al menos un guardia le había dado razón para encontrar la puerta correcta.
Caminó rápidamente, recorriendo el pasillo hacía las oficinas. Buscó la puerta de la señorita Glenda, y la abrió.
Pensó que no encontraría a nadie, y mucho menos que sólo estuviera Glenda sola. Ahí, junto a la dueña de la oficina, había otras cuatro personas, vestidas muy elegantes, charlando y platicando de cosas que el muchacho no pudo entender. Todos se voltearon para verlo, pero sólo Glenda se levantó de su silla. Traía una taza de té humeante en la mano derecha.
-Señor Zaldívar, ¿entró por la puerta de seguridad? Si se activó la alarma, los guardias no van a estar muy contentos. ¿Por qué no salió por la puerta normal?-, dijo la mujer con esa voz divertida que siempre tenía.
Los otros invitados miraron al muchacho con consternación, eran tres hombres: Uno demasiado alto, de espaldas gruesas y piel morena. Otro más menudo, fornido, de rostro joven. Otro más alto, de piel blanca, cabello rizado y lentes, con mirada severa. Y además, una mujer, de estatura corta, peinado espectacular y un hermoso traje ejecutivo color azul mezclilla.
-La maldita puerta no abría, señorita Glenda. Tiene que venir a ver algo, no sé quién lo hizo, pero necesito que…
-¿De qué rayos habla, señor Zaldívar? Más le vale no haber estropeado una pieza del museo por que si no…
Pero en ese mismo instante, uno de los guardias entró corriendo por donde Luis había entrado. Era chaparrito, gordo, pero con cara de niño, amable. Pero ahora estaba jadeando, y en sus ojos había miedo nada más. Todos los invitados de Glenda se levantaron.
-¿Carlos? ¿Qué pasó…?
El guardia no respondió a la pregunta de Glenda, ya fuera por que le faltaba el aliento o tenía miedo en serio. Luis sabía lo que pasaba: El guardia ya había visto todo.
-Tiene… Tiene que venir… Todos…
El guardia salió corriendo de nuevo, y todos lo siguieron, primero Glenda con Luis casi a lado, y los invitados atrás. Llegaron a la sala Maya, y después de atravesar las demás, y llegar a la sala Azteca, vieron lo que había pasado.
Ahí estaban los dos guardias, Carlos y otro que Luis no pudo identificar, mirando más de cerca el cadáver de Daniel. Le apuntaban con las linternas para poder ver más de cerca. Glenda soltó un grito, pero no se movió. La otra mujer palideció y se abrazó del hombre alto de cabello rizado. El más alto de todos, el moreno de espaldas anchas, se acercó para ver, sin poder dar crédito a lo que pasaba. Todos estaban consternados.
-¿Pero cómo pudo pasar esto?-, dijo el hombre menudo, el que tenía cara de amabilidad, pero ahora era de profunda tristeza. A Luis le empezaron a temblar las manos.
-Yo sólo lo encontré, y cómo la puerta estaba cerrada, fui a buscar ayuda. De haber sabido que había guardias aquí los hubiera buscado, pero nadie me vino a abrir. ¿Quién le hizo esto?-, dijo Luis.
Todos lo miraron, tratando de explicarse lo que pasaba. Los guardias retrocedieron, pero ni siquiera ellos sabían la respuesta. Glenda dejó de sollozar, y decidió actuar un poco. Caminó hacía el pasillo de las escaleras de la biblioteca, y abrió una de las cajas que estaban puestas en las paredes de cada sala. Eran teléfonos de emergencia, conectados con las líneas habituales de las oficinas. Sacó el auricular, pero no se escuchaba tono de marcado.
-Lo intenté ya, señorita Lugo. Por eso fui a avisarle a usted. Alguien cortó las líneas, no podemos llamar a nadie desde afuera. Pero si hay alguien que tenga celular, podemos…
Pero el hombre más alto hizo que todos guardaran silencio. Nadie quiso hablar, y Luis pudo escuchar un sonido que parecía lejano. Era cómo si alguien tocara una puerta, llamando a alguien tal vez. Todos miraron hacía los jardines, menos Glenda, que se quedó cerca del teléfono. Había alguien allá, en la recepción. Al parecer Carlos y el otro guardia habían descuidado la puerta de entrada al museo.
-¿Quién es?-, dijo la otra mujer.
-Vamos a ver...-, dijo Luis, tratando de no parecer tan nervioso.

Alguien había cometido un asesinato, eso era de esperarse. La verdad, yo estaba asustado, pero también veía en esa oportunidad la forma de poder descubrir cosas que no iban del todo bien. Era el primer crimen que veía en toda mi vida, y eso fue algo estresante.
Pero mientras iba a investigar quién era aquella persona, mi mente empezó a tranquilizarse. ¿Por qué el asesino tendría que quedarse en la entrada del museo y llamar a su siguiente víctima?
En lo personal, sabía que ese hombre era de fiar…

Javier estaba vestido de bata blanca, con un maletín especial dónde tenía sus cosas en el bolsillo de la bata estaba un gafete del SEMEFO que lo acreditaba apto para el trabajo que desempeñaba. Esperó hasta que un muchacho alto y gordo salió de una puerta que daba a las oficinas. Del otro lado, dentro del museo, había gente, de pie, mirándolo.
-¿Quién es usted? Esperaba a alguien de más categoría-, dijo Javier, mirando la pinta algo desaliñada del muchacho.
-El que debería preguntar primero soy yo, pero ya que se adelantó, espero poder contestar. Soy Luis Zaldívar, soy estudiante. Tenemos un problema y no sé que es lo que hace aquí…
-Javier Carrillo, médico forense del SEMEFO. Recibí una llamada del director del museo para que viniera inmediatamente. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
Luis se quedó pensativo. El enorme visitante era tan alto cómo el hombre moreno que se quedó en la sala Azteca, pero su rostro era más amable, y su cabello era castaño. Detrás de los lentes, sus ojos parecían mirar a través de todo, pero eso no le importó en absoluto.
-Yo sé dónde está, y creo saber por qué lo llamó, ¿Es amigo suyo?-, dijo Luis, caminando de regreso a las oficinas. Javier lo alcanzó con dos zancadas de sus enormes piernas.
-Sí, fue amigo de mi padre por muchos años. Creo que necesitaba ayuda profesional, si no, no estuviera yo aquí.
Luis asintió, sn siquiera voltearlo a ver. Javier se dio cuenta que estaba algo nervioso.
-¿Pasa algo, señor Zaldívar?
-Sólo déjeme decirle algo. Creo que el director sí quería sus servicios. Tal vez presentía… ¿Por qué no vino la policía con usted?
Javier se quedó parado, en medio de la oficina de la señorita Glenda. Luis también se paró, y se dio la vuelta. Su rostro era de enojo, o de verdadera confusión.
-No entiendo lo que me dice. El señor Daniel me llamó para hablar conmigo, y me pidió que trajera mis cosas, nada más. No entiendo por qué querría yo traer a la policía…
Luis se acercó un poco más a Javier, y aunque le sacaba casi media cabeza de altura, no le dio miedo.
-¿Sobré qué platicaron? Tiene que decirme, por favor-, dijo Luis, un poco retador.
-Lo siento mucho amigo, pero no le voy a decir, por que son cosas privadas. Así que, o me llevas con el director, o ya veremos de qué puedo ser capaz. No necesito discutir…
Luis sonrió, pero de nervios, con los ojos mirando a todas partes, desesperado.
-Ya veremos señor Carrillo, si cuando vea lo que tengo que mostrarle no me dice a que vino…
Volvieron a caminar, esta vez, Luis iba enojado, y Javier más confundido que nunca. Él sabía que don Daniel lo requería para algo de suma importancia, y le había pedido que llevara su material, ya que sería necesario. Ahora no entendía nada.
Llegaron a la sala Azteca, y entre las piezas de museo, había gente mirando hacía el recién llegado. Una mujer de tacones llegó caminando, para hablar con Javier.
-Glenda Lugo, subdirectora del museo…-, dijo la mujer, dándole la mano. El médico vio que tenía rostro de preocupación.
-Javier Carrillo, SEMEFO. Me llamó el director Daniel hace una hora, ¿sabe donde está? ¿Sucede algo?
El rostro de Glenda se puso más fúnebre, y señalo un camino entre la gente y las piezas. Javier caminó justo a un lado de hombre alto, pero no le tomó importancia. Todos lo miraban, algo expectantes, a través de la penumbra. Javier se acercó a la piedra del Sol, iluminada por las lámparas ámbar, y recordó con sarcasmo las enormes monedas de 10 pesos.
Los guardias estaban ahí, vigilando el cuerpo del amigo de su padre, mutilado sobre el suelo, con los ojos perdidos en el techo. Javier no pudo creerlo, mirando el cadáver desde ahí, con esa nobleza, y sabiendo quién era, un hombre tan culto, pero a la vez alegre, cómo un padre cuando el suyo faltó…
-Vine a verlo por que él me lo pidió. Sabía que algo andaba mal cuando lo escuché, pero no quise preguntarle. Pensé que no sería nada, el estrés obviamente. Dijo que tenía que decirme algo, que tenía cosas que darme. Pero nunca creí que lo encontraría así…
Nadie dijo nada, mientras Javier se iba acercando, para mirar mejor el cuerpo. La sangre estaba esparcida, el cuello cortado y la ropa manchada. La tolla en su pecho… No es una toalla.
Tomó el maletín y sacó unas pinzas. Se acercó para tomar lo que al principio le pareció una toalla, pero no era eso. Tomó esa cosa de un extremo con las pinzas, y la levantó, despegándola del pecho. Era una hoja, con letras de tinta negra.
-¿Pero qué dice?-, dijo el hombre del pelo rizado, acercándose a mirar un poco más. Había letras, algo cómo un poema. –No lo mueva, por favor. Déjeme leer:

QUE ALLÁ VAYA YO…
SI YO NUNCA MURIERA.
SI YO NUNCA DESAPARECIERA.
14

Todos empezaron a cuchichear acerca de lo que decía el papel, hasta los guardias estaban confundidos. Luis bajó la mirada, tratando de no confundirse más, y esperando que lo que tenía en mente fuera lo correcto.
-Yo lo acabo de leer, señor Carrillo. Es un poema prehispánico. Es…
-De Nezahualcóyotl, ya lo sabemos-, dijo el hombre alto, con un tono de suficiencia y autoridad. Javier lo miró, pero no le hizo caso.
-¿De qué trata el poema, señor Zaldívar?-, dijo Glenda, sollozante aún.
-Se llama “Estoy Embriagado”, si no me equivoco. Esperen.
Caminó hacía el montón de papeles que había dejado caer, y encontró una copia de un pequeño libro de poemas. Luego, comenzó a leer rápidamente:

Estoy embriagado, lloro, me aflijo,
Pienso, digo,
En mi interior lo encuentro:
Si yo nunca muriera,
Si nunca desapareciera.
Allá donde no hay muerte,
Allá donde ella es conquista,
Que allá vaya yo…
Si yo nunca muriera,
Si yo nunca desapareciera.

Todos guardaron silencio, apagando sus cuchicheos.
-No le encuentro sentido, pero si el poema habla de la muerte, y hay un cadáver, bueno, eso es evidente, creo yo…
Todos miraron al muchacho. Después, a Javier.
-No soy detective. Sólo reviso cadáveres, día y noche. Pero si quieren mi opinión, la nota ni siquiera es de su asesino…
Otra vez las expresiones casi silenciosas. ¿Cómo diablos podría haber dicho eso?
-¿Y en qué se basa, señor, para decir algo así?-, dijo el hombre alto.
-Por que reconocería la letra casi al instante. Esta carta la escribió el mismo Daniel, pero dudo que lo que le hicieron lo hubiera hecho él mismo. Además, la carta tiene un número, e 14 si no me equivoco. No tiene nada que ver con el poema, ¿o sí?, dijo Javier, mirando otra vez a Luis, sin soltar la hoja con las pinzas.
-Nada.
-Perfecto, entonces, necesito revisar el cuerpo. Y también pedirle un favor, señora Lugo.
La mujer se acercó, sin querer ver la hoja que aún colgaba de la mano del médico.
-Dígame…
-Necesito que cierren el museo, no importa nada más. Si el asesino sigue aquí, tendré que descubrirlo…
-¿Pero no sería mejor llamar a alguien más capacitado para eso?-, dijo la otra muchacha, que se había quedado cerca del enorme jaguar de piedra.
-La policía se va a tardar mucho más. Y pueden dejar salir al verdadero culpable sin que hagan nada o se den cuenta. Creo saber lo que tengo que hacer. Primero déjenme revisar el cuerpo, si gusta alguien quedarse, sería mejor tener testigos.
Todos se apartaron, incluidos los guardias, para dejar que Javier trabajara con el cadáver de Daniel. Se puso los guantes y lo revisó. El corte de la garganta, las costillas, los pies… Pero cuando levantó una de las manos, vio algo que nadie había visto. Se estremeció.
-¿Qué sucede?-, dijo Carlos, el guardia gordito, abanicándose un poco con la gorra. Luis estaba recogiendo sus papeles, pero se limitó a escuchar lo que pasaba.
-Le faltan los dedos. ¿Podría alguien alumbrarme?
Carlos le hizo una seña con la cabeza al otro guardia, un hombre un poco más viejo que él. El hombre tomó la lámpara de su cinturón, y disparó el rayo luminiscente hacía dónde indicaba Javier.
Y en efecto, al cadáver le faltaban los cinco dedos de la mano izquierda, desde la segunda falange. Del meñique al índice se veían unos muñones rojizos, pero el pulgar había desaparecido. Glenda se aterrorizó, todos sufrieron escalofríos, y el guardia más viejo corrió al baño, por que no aguantó la impresión de las heridas.
-Creo que no hay tanto tiempo como yo pensaba-, dijo Javier, dejando la mano de Daniel en su lugar.

***

Teníamos el tiempo en contra nuestra. Habían dado ya las 9 p.m. cuando Javier decidió comenzar a interrogar a los presentes, seguro de que el sospechoso se encontraba ahí, y de que cada pista sería pieza clave para resolver el misterio.
Recuerdo perfectamente cada palabra, ya que Javier (a fuerza), me obligó a tomar nota de lo que recababa. Creo que desde ahí se hizo la costumbre de poder hacer algo por él, aunque fuera poca cosa.
Estábamos nerviosos todos, pero al final de cuentas, me atreví a hacerlo, y a poner atención. El viento soplaba allá afuera de manera incontrolable, y aunque estábamos en la oficina de Glenda, todo se escuchaba perfectamente. La noche de muertos nos tenía muchas más sorpresas.

Sospechoso #1: Glenda Lugo (La Subdirectora).

Glenda se sentó de manera imperiosa en su propia silla, mientras Javier la miraba, recargado en una pared. Un poco alejado, Luis tomaba notas en la computadora de escritorio, así se le hacía más fácil que a mano.
-Señorita Glenda Lugo, ¿ese es su nombre completo?-, dijo Javier, cruzando los brazos.
-Es Glendalis, pero es un poco largo, y más cuando se trata de firmar papeles importantes…
-Perfecto. ¿A qué hora fue la última vez que vio al señor Ramírez co vida?
-Fue a las 2 p.m. Asistí a la junta con todos los beneficiarios del museo, con la gente más importante de aquí. Obviamente la mayoría se fueron ya, pero me quedé con algunos en una reunión privada, recorriendo el museo, explicando sobre las novedades…
-¿Y cuales son esas novedades?-, preguntó Javier. Luis anotaba lo más importante, y aunque aún le temblaban las manos, tenía que hacerlo para salir de ahí con vida.
-No se nos permite hablar de ello, al menos que sean objetos en exhibición. Pero tratándose de un asunto como éste… Hasta hace un mes, un equipo especial de antropólogos encontró en una vieja hacienda en el Estado de México un códice. Lo llamamos Códice Sanctórum. Es una pieza de incalculable valor, el cual resguardamos con los demás códices que hemos encontrado, y son de acceso restringido. Puedo mostrarles algo…
Glenda se acercó a un cajón de llave, lo abrió, y sacó un enorme folder con fotografías del códice, dónde se veían las antiguas hojas de fibras de maguey esmeradamente pintadas, donde se representaban hombres, mujeres, y eventos diversos. Pero lo que le llamó la atención a Javier fue que la mayoría de las escenas eran de sacrificios humanos.
-Son escenas de sacrificios en honor al Sol, para mantener lo que los aztecas llamaban un “equilibrio” en los ciclos, para apaciguar a los dioses, y que estos no desencadenaran el fin del mundo. Pero, lo más interesante, era que en gran parte, los sacrificios se hacían a una deidad en específico…-, dijo Glenda, señalando el dibujo. Eran cuatro hombres, sosteniendo a una víctima encima de una roca. La sangre brotaba cuando el sacerdote clavaba el cuchillo ritual en el pecho, justo antes de sacar el corazón.
-Al dios del Sol, ¿no?-, dijo Luis, mirando el dibujo de cerca, sin importarle las notas.
-Eso pensamos, pero no encontramos ninguna referencia a Tonatiuh. En contraste, dimos con un nombre no tan común en los registros: Tloquenahuaque…
De nuevo, las ideas regresaron a la cabeza de Luis. Javier lo notó cuando el muchacho abrió los ojos y sonrió.
-¿Te dice algo ese nombre, muchacho?-, dijo el médico.
-Por supuesto. Tloquenahuaque fue un dios que causó controversia cuando fue nombrado en la época moderna. Se cree que pudo haber sido una deidad creada por Nezahualcóyotl cuando empezó su reinado en Texcoco, cómo queriendo imponer la adoración de un dios único. El dios del rey era único, omnipotente y andrógino. Era perfecto para ser adorado, aunque las referencias indican que no se le rendía mucho culto…
-Exacto. De alguna manera, señor Carrillo, este códice nos dice que se hacían sacrificios a este dios por alguna razón que desconocemos. El rey Nezahualcóyotl lo menciona en el poema que acaba de encontrar allá afuera: Allá dónde ella es conquiste, Que allá vaya yo. Tal vez no quería morir, y los sacrificios eran para poder vivir para siempre. Es una idea, pero puede que ayude para resolver el homicidio-, dijo Glenda, sacudiendo un poco las fotos del folder, entusiasmada.
-Tal vez, pero no hay que aventurarnos. Al menos, con sus palabras, sé que usted no pudo haber sido. Estaba demasiado impresionada con el cuerpo allá afuera. ¿Alguien de sus amigos sabía acerca del códice?
-Por supuesto, señor Carrillo. Todo el comité de beneficencia lo sabe, y quieren aportar ingresos para su investigación. Ese códice tiene la clave para encontrar algo que estamos seguros que está más cerca de lo que podemos pensar. Y sé quién puede decirle esos datos…

Sospechoso #2: César E. Colín (El Restaurador).

-Siéntese, señor Colín-, dijo Javier, indicándole al hombre alto el lugar cordialmente. Los dos se miraron seriamente, pero parecía no haber rencillas entre ellos.
-¿En qué puedo ayudar?-, dijo César, con voz potente, juvenil.
-Es restaurador del museo. Glenda nos dijo que usted podía ayudarnos con una cuestión, y creo que fue por lo que mataron al señor Ramírez: El Códice Sanctórum…
-Es un descubrimiento reciente. Yo lo estuve examinando durante unos días antes de llegar a la conclusión de que había algo extraño en la escritura, a excepción de algunas partes que pudimos descifrar, la mayoría no ha podido saberse bien lo que dice…
Luis lo miró, un poco desconcertado. Esto iba más allá.
-Creo, y estoy un poco seguro, de que alguien de los presentes quería el códice para algo más. ¿Qué tiene ese códice de especial? ¿Hay algo en él para otros propósitos?-, preguntó Javier.
César no se inmutó.
-Meramente académicos, señor Carrillo. Pero no sólo es el tesoro del conocimiento lo que hemos encontrado ahí. Mire…
César señaló exactamente una página de las fotos de Glenda, una dónde había un sacrificio, y debajo, la imagen del cuchillo de ónix negro con mango verde. La explicación que había debajo estaba en náhuatl, aunque había partes en otras partes de la hoja que Luis no pudo leer.
-¿Qué es eso?-, dijo Javier, analizando el dibujo del cuchillo.
-Se llama el Cuchillo del Último Sacrificio. Hace treinta años que lo encontraron, y hace treinta años que lo perdieron. Pero nosotros, al menos el comité de siempre, sabemos dónde está. El director del museo, el de esa época, guardó el cuchillo en una bóveda especial en este museo, la cual nadie sabe donde está, ni siquiera Daniel. Lamento que con su muerte se haya llevado ese secreto. Estábamos muy cerca de saber para qué utilizaban esa pieza…
Javier lo miró, sin decir palabra durante un minuto.
-¿Notó un comportamiento extraño en el señor Daniel últimamente?-, preguntó el médico. Luis regresó a las notas.
-Solamente lo vi un tanto ansioso, preguntando siempre por los avances del códice, nada más. Creo que le hartaba no tener muchas noticias al respecto, pero al menos yo hacía lo posible por buscar respuestas y no generar tantas preguntas. Después de la junta de hoy, y de que uno de los miembros lo cuestionara severamente por el trabajo realizado, no lo vi en todo el día. Se encerró en su oficina, parece…
-¿Peleó con alguien?
César asintió, cruzando los enormes brazos.

Sospechoso #3: Alejandro Cienfuegos (El Coleccionista).

-¿Peleó usted con el director del museo, señor Cienfuegos?-, preguntó Javier, recargado de nuevo en la pared. El hombre moreno de estatura media, y rostro de joven se sentó, algo molesto. El hecho de que hubieran ventilado su discusión con Daniel lo enojaba un poco.
-No crea, señor Carrillo, que teníamos algo. No estaba en contra de él, más bien, de lo que hacía. Siempre preocupado por el códice, pero había algo más importante. No estaba poniendo empeño en la búsqueda del cuchillo.
-Pero dígame, usted es coleccionista, ¿no es así?
-Pues sí. Soy antropólogo de profesión, pero me dedico a coleccionar piezas que luego buscan los mejores museos del país, en especial este. Soy beneficiario de alguna manera, y el cuchillo hubiera sido de esas piezas de incalculable valor. Obviamente hubiera sido algo que no hubiera podido poseer, ni en mis sueños…
Javier se llevó la mano derecha a la cabeza, que ya empezaba a dolerle.
-¿Entonces por qué reclamarle?
-Por qué en verdad deseaba que encontraran esa pieza… Está bien, lo admito, yo quería encontrarla primero, que hubiese algo de crédito en mi nombre. Nadie sabe dónde está esa bóveda, pero al menos hubiera dado con ella tarde o temprano.
-¿Entonces no tenía nada en contra de Daniel?
Alejandro no dijo nada, se removió un poco en su asiento, y miró al techo, suspirando.
-Ya le dije señor Carrillo, que no había sido nada personal. En todo caso, estaba algo molesto, pero era por la lentitud de sus acciones. Fui parte del equipo que trataba de descifrar el códice, pero hubo ciertas rencillas por el trabajo. Cualquiera puede decirle eso, darle más pistas. La señorita Turrubiates podría decirle cosas, pero yo no quería, al menos no quise nunca hacerle daño…
-¿Es la muchacha de afuera, verdad?-, preguntó Javier.
-Así es, es experta en la cultura azteca, una de las mejores, y parte del equipo del códice. Yo sólo me enteré de ciertos problemas, pero nunca participé en todo. Mi trabajo externo no me permitía asistir siempre aquí. Espero pueda dar con el maldito que hizo esto…

Sospechoso #4: Trilce Turrubiates (La Experta).

-¿Podría contarme acerca del trabajo que desarrollaban en torno al códice?-, dijo Javier cuando invitó a sentarse a la señorita. Ella se acomodó el cabello, y metió sus manos entre las rodillas. Luis seguía tomando notas, esperando encontrar más pistas del asesino.
-Por supuesto-, dijo Trilce, haciendo una pausa. –Básicamente me enfoqué en la escritura, que en gran parte era de origen náhuatl, pero otra, y la que creemos más importante, no ha sido traducida. No tenemos ni idea de lo que contiene o de lo que dice. Por ejemplo, la parte dónde viene el Cuchillo del Último Sacrificio creemos que es para la deidad Tloquenahuaque, una especie de sacrificio que invierte el efecto, convirtiendo a los dioses en mortales, y al hombre en un perfecto ser eterno. Aquí se sacrifica a una mujer no virgen…
Luis se sorprendió de las palabras de Trilce, por que eso era un concepto nuevo, una forma diferente del pensamiento.
-¿Hubo problemas al emprender el proyecto, señorita?-, dijo Javier, seguro de que algo había pasado para que sólo quedara César dentro del proyecto.
-Por supuesto. Diferencias con el señor Colín, acerca del cuidado que se le debía de dar al documento, las formas en las que se debían traducir los fragmentos que aún no sabemos de que se trata. En fin, la mayoría de los miembros comenzaron a obsesionarse, a faltar, cómo Alejandro, o a dar sus propias teorías fuera de la práctica habitual…
Javier frunció el ceño, y aunque ya no le dolía la cabeza, se sintió intrigado por eso último: A dar sus propias teorías fuera de la práctica habitual…
-Me imagino señorita Turrubiates que ustedes basan sus estudios en el método científico.
-Así es-, dijo ella, cruzando la pierna envuelta en unas extrañas medias de color rosa, mostrando una de sus zapatillas.
-Lo imaginaba, como médico forense siempre debo basarme en un ejemplo específico y un método aún más exacto. ¿A qué se refería con la afirmación de que el equipo no se basaba en los procedimientos habituales?
Trilce puso cara de cansancio, pero a leguas se veía que estaba nerviosa.
-Algunos de los compañeros decidieron interpretar el códice de una manera más literal. Pensaban que tenía instrucciones específicas para realizar sacrificios totalmente funcionales, que era más bien el manual para alcanzar la inmortalidad. Y en verdad lograban convencer con sus teorías, sólo que decidí no separarme de mis convicciones, y mucho menos cuando era un trabajo encomendado por Daniel. Nunca quise fallarle en ese aspecto, y siempre fui completamente profesional.
-¿Y quiénes eran  esos miembros del equipo?
-Personas con poca profesionalidad. En especial una persona que no aportaba demasiado, a excepción de su dinero…

Sospechoso #5: Ricardo Flores (El Filántropo).

-Yo aporto una buena cantidad a las actividades académicas del museo de vez en cuando. Tengo estudios profesionales en historia y antropología, y he escrito dos libros muy completos referentes a los temas que se tratan en el museo. He tenido actividad en algunos países, y eso me ha hecho conservar cierta fortuna para ayudar a las investigaciones, eso es todo-, dijo Ricardo, pasándose una mano por el cabello rizado. A través de las gafas podían verse unos ojos que analizaban todo a su alrededor.
Javier, que se había sentado, lo miró un tanto divertido. Ricardo no tenía mucho de intelectual, aunque lo fuera, y de todos los sospechosos, se veía algo diferente. Hasta parecía divertirle un tanto la situación. Si lograba pescarlo con el arma homicida, no se lo hubiera pensado dos veces.
-Entiendo, señor Flores. Tengo unas cuantas dudas en relación a la credibilidad que le daba al trabajo del equipo del Códice Sanctórum, en especial si Daniel ordenó un trabajo serio en manos de la señorita Turrubiates. ¿Dudaba usted del trabajo realizado?
Ricardo frunció el seño, y con sus ojos claros tenía un semblante divertido.
-No dudaba del trabajo de la señorita Turrubiates, al contrario, era un excelente trabajo el que hacían. Pero hubo cierto cambio de planes en mi entendimiento de las cosas, señor Carrillo. Recibí un correo electrónico anónimo acerca de la verdadera naturaleza del códice. Aseguraba el contacto que ahí había instrucciones para conseguir la inmortalidad. Por supuesto me llamó la atención bastante, y me puse a pensar en lo que podía significar resolver la escritura. La señorita Turrubiates me indicó que dejara mi obsesión, pero incluso César me apoyaba, incluso mucho más que Daniel. Abandoné el proyecto por obvias razones, pero nunca me importó realmente eso. El códice tenía mucha información disponible, pero…
-Pero sólo faltaba el cuchillo, ¿no es así?-, preguntó Luis, y hasta Javier se sorprendió.
-Sí, sólo faltaba eso. Doné un poco de dinero, lo admito, cómo soborno para que Daniel comenzara a buscar esa pieza de incalculable valor, pero todos esos fondos fueron a parar para restaurar la biblioteca. No me molestó en absoluto, pero hubiera dado más por que encontraran ese cuchillo. Pero aún así, aunque diera todo mi dinero, jamás lo hubiera hecho.
Javier se quedó en silencio, tomó un bolígrafo, y empezó a manipularlo y girarlo entre sus enormes dedos. Luis seguía apuntando en la computadora, tratando de anotar todo con precisión.
-¿Por qué cree que Daniel ya no quiso seguir con la búsqueda?-, dijo el médico.
-No sé, nunca lo entendí. Y si le hubiera preguntado, seguro hubiera evadido cualquier respuesta. Era un hombre misterioso, ¿sabe? Creo que usted también lo conocía, tenía secretos tanto propios cómo de la gente que él conocía. No sería raro que supiera cosas de la persona que lo asesinó, y al revés, que esa misma persona supiera algo de él que no le pareció, o algo que estaba ocultando…
A Javier se le encendió el foco imaginario encima de su cabeza, y abrió los ojos, chascando los dedos.
-El asesino de Daniel sabía algo del director. Creo que por eso no le quitó el poema del pecho. ¡Se lo puso para llevarnos por las pistas! Debe de haber más, de eso no estoy muy seguro, pero no es el único poema que hizo. Creo que de eso se trataba nuestra cita. ¿Podría llamar al jefe de guardias cuando salga por favor?
Ricardo Flores asintió, sorprendido con las teorías de Javier, que se levantó, aún con demasiadas dudas en su cabeza. Santo cielo, Daniel, ¿qué carajo hiciste?

Sospechoso #6: Carlos (El Jefe de Guardias).

Carlos, el Jefe de Guardias del museo, llevaba al menos 5 años trabajando ahí, a veces rolando el turno de la guardia nocturna. Era algo que lo hacía feliz, ya que a la vez que trabajaba, aprendía un poco más de la historia antigua, del legado de las culturas.
Nunca había pasado nada que lamentar. Al menos un par de niños perdidos, visitantes extranjeros con dudas. Eran pocas las cosas que sucedían dentro de las paredes de cada una de las salas. Pero esa noche, su percepción de las cosas había cambiado. Nunca había visto un homicidio, y menos de esa naturaleza. Algo cambió, y lo sabía.
Se sentó frente a Javier, que se encontraba algo emocionado. El señor Ricardo les había contado a todos de las teorías que el médico tenía, y al parecer, estaba más cerca de su objetivo. Pero faltaba algo…
-Sé que es el Jefe de Guardias del museo. ¿Por qué hizo la guardia esta noche?
Carlos se quedó pensativo, pero debía contestar, antes de resolver sus dudas.
-Muchas veces me quedo los días feriados, así le doy a los compañeros oportunidad de que se diviertan. Y a veces hacemos reuniones en la caseta de vigilancia, o cosas así. Hoy sólo me quedé con Emiliano, el señor que me ayuda a veces. Cuando oímos la alarma de la puerta, fuimos a revisar, y encontramos el cuerpo. No pudimos llamar a nadie, por que todas las líneas estaban desconectadas. Aprecio su ayuda. Son cosas que usualmente nunca pasan…
Javier asintió. Se acomodó los lentes, y sin hacerle caso a las teclas de la computadora de Luis, prosiguió:
-Me imagino que conocía al señor Ramírez…
-Tanto cómo usted no. Pero sí, hablamos un par de veces, y obviamente asistía a ciertas juntas del consejo. En especial a la del códice, para acordar la forma en la que se iba a resguardar después de su estudio. No está en la biblioteca, cómo podría creerse, sino en la oficina del director, aunque nadie más lo sabe. Creo que fue una petición personal del señor Ramírez.
Javier se puso de nuevo a jugar con el bolígrafo. Daniel guardaba muy bien sus secretos, al parecer.
-¿Dijo algo cuando le hizo esa petición?-
-Solamente me comentó que estaba en su oficina, en una caja fuerte especial que usaba para cosas importantes. No me dijo ninguna manera de abrirla ni mucho menos, pero eso no importaba. A los miembros del consejo les dijo que estaba en la biblioteca, incluso la señora Glenda lo cree así. Lo más extraño fue que el señor Ramírez me dijo que esta vez había creído en la lotería y el azar, y que así estarían a salvo sus secretos… Y acerca de eso, tengo una duda.
-¿De qué trata?-, preguntó Javier. Hasta Luis Dejó lo que estaba haciendo, y se concentró en la plática de ambos hombres. Carlos se acercó, cómo si fuese a confesar un terrible pecado.
-El poema que encontraron, ¿usted le preguntó al muchacho si no tenía nada que ver el número 14, no es así…?
Javier asintió, y Luis se acercó.
-No le veo yo ninguna relación, señor Carlos. No encontré nada referente a ese número en el poema, ni en ningún otro de Nezahualcóyotl. Si algo quería decirnos el señor Daniel, se fue con su vida…
-Es que, no sé si esto sirva de algo. Cuando escuché los fragmentos, sabía que hablaban de la muerte. Y cuando vi el número 14 en la hoja, bueno fue inevitable…
-Vaya al grano, por favor-, exclamó Javier, perdiendo un poco la paciencia.
-Lo siento. Bueno, es que el día de la independencia, nos pusimos a jugar lotería con unas planillas que compró Emiliano. Llevó hasta los frijoles y nos pusimos a apostar, con monedas de 10 pesos. Jugamos toda la noche, pero recuerdo cada carta, no exactamente, sino sólo las que más me llamaron la atención. Y ahora que tomó usted la carta del pecho del señor Ramírez… La carta 14 de la lotería es La Muerte, precisamente…
En base a la lotería y al azar…
Cuidar sus secretos…
El número 14 y el poema de la muerte…
Para Javier, ahora todo tenía sentido. Se le cayó el bolígrafo, por que sus manos empezaron a temblar. Luis lo observó, preocupado.
-¿Pasa algo?
-Daniel sabía guardar sus secretos de una manera original. Relacionó la lotería y un poema para guiarnos hasta un lugar en específico. Quiere que busquemos algo, y está de acuerdo en ello. Es un mapa del tesoro, pero no sé por qué nos quiere llevar al códice si ya sabemos dónde está. En todo caso, el 14 es el primer número de una serie, eso creo. La caja fuerte donde está el códice debe tener una clave. Pero, ¿cómo llegamos a los demás números?
Luis se había olvidado por un buen rato de lo que había pasado. Recordó todo como si fuera una película en reversa, cómo si regresara en sus pasos, y se encontrara de nuevo en el pasillo vacío de la biblioteca, con ese papel en la mano.
Sacó de su bolsillo el papel que habían dejado en el suelo para él. Por que ahora entendía que era para él. Lo desdobló y miró de nuevo la serie numérica:

146237352346

Lo mostró a Javier, que reaccionó sorprendido. Se quedaron viendo un minuto, hasta que el muchacho dijo:
-Creo que Daniel no sólo pensó en ustedes para guardar sus secretos.

Por alguna razón comprendí que estaba metido en un problema más grande. Al revisar los motivos posibles de todos los sospechosos, Javier comprendió que esto estaba yendo hacía un camino más peligroso, y nadie podía echarse para atrás.
Trataríamos de comprender por qué Daniel guardó tan celosamente un secreto de tal magnitud, por qué, al parecer, no creía en su equipo, en sus amigos más cercanos. Tenía que buscar una salida más extraña a sus problemas, con gente ajena al problema, pero que pudiera ayudar.
En lo personal, no sabía lo que debía de hacer. Estaba completamente asustado en ese momento para pensar en nada más, pero decidí ser fuerte, y seguir con el misterio hasta el final…

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