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sábado, 31 de octubre de 2015

¡El Apache!



Como cada temporada, Guillermo preparaba una extensa campaña para desprestigiar al Halloween. Sus pensamientos se encaminaban más a representar con más fuerza al Día de Muertos que a otra celebración venida del extranjero, y sin embargo, pese a toda la información que poseía, ni siquiera el Día de Muertos era totalmente originario del país.
Guillermo había aprendido a hablar náhuatl, a elaborar arte y manualidades prehispánicas y, por supuesto, a bailar las danzas de antaño. Sin embargo, y aunque no pudiese vestir a diario con taparrabos y tocado de plumas, compraba ropa muy fina (lo que pudiese solventar con su trabajo en el área del diseño), y llevaba siempre la barba tupida, al estilo hipster, con aquellos lentes de pasta sin aumento. También llevaba algunos tatuajes muy discretos, pero sólo los mostraba cuando bailaba disfrazado.
En todo caso, el muchacho era especial, no sólo por su conocimiento y por defender bien las raíces del país y la cultura prehispánica, sino por su forma de hablar. No se juntaba con gente que no tuviese algo que decir, y mucho menos con los ignorantes, a quienes odiaba en secreto. Constantemente hacía reseñas de libros y de películas, y constantemente también contestaba de mala forma si alguien se atrevía a cuestionarle. Casi no se notaba, pero Guillermo estaba obsesionado con odiar a las personas.

La campaña estaba lista: a través de las redes sociales, trataría de promocionar libros, películas y eventos en vivo para fomentar el Día de Muerto y no otra cosa. Basta ya de disfraces extranjeros, se decía a sí mismo cuando elaboraba sus planes. Prefería ver a niños vestidos de catrín o a niñas de calaveras de azúcar que de vampiros o princesas, o cosas así. Y cada vez que alguien le daba la contraria, o le hacía ver que ni el Día de Muertos era tan original, Guillermo saltaba. Era común ver a gente ofendida en las redes sociales por sus comentarios, aunque también se sabía de gente que había sido humillada hasta el extremo, y difamada.
Guillermo tenía poder, y le gustaba usarlo a su conveniencia. Sentirse más que los demás era su especialidad, y pensar que sabía todo lo ponía casi eufórico.

Ese año, un amigo de Guillermo llamado Iván, lo había invitado a un evento especial el 1º de Noviembre, donde se mostraría una gran ofrenda de muertos y danzas tradicionales, además de talleres para conocer más de la historia de aquella celebración. Como Iván sí tenía coche, acordó pasar por él a las 8, ya que el evento comenzaría una hora después, y con el tráfico, tal vez llegarían un tanto justos de tiempo.
El evento fue sensacional, aunque no era lo que Guillermo esperaba. No sólo había gente, sino mucha gente, y se sentía atrapado entre personas que, o no les interesaba el tema, o sí, pero no sabían demasiado. Quería agarrarlos y azotarlos contra el suelo hasta que entendieran. En especial a los niños: la mayoría iban disfrazados, pero no como deberían. Había vampiros y zombies, brujas y princesas, pero ninguna pequeña catrina o algún diablito perverso. Nada de eso: todos eran extranjeros.
Al final del evento, y después de comer y tomarse una cerveza, Guillermo y estaba harto. Le preguntó a Iván si ya podían irse, y como su amigo tenía que trabajar al otro día, aceptó. Se dirigieron al estacionamiento improvisado, el cual estaba cerca de una gran extensión de árboles y pasto, y más allá, el evento, donde aún podían verse las luces y los adornos de papel picado flotando.
Guillermo se sentó del lado del copiloto, pero Iván tardó. Se palpaba los bolsillos y parecía preocupado. Cerró la puerta del piloto y se asomó por la ventanilla.
-Oye, creo que olvidé mi celular en el salón de las calaveritas literarias. ¿Me esperas? No me tardo.
-Ok, no hay problema. Con tal de no regresar ahí…
Iván sonrió y salió caminando rápido hasta el lugar del evento. Guillermo tuvo que meter las manos en los bolsillos de la sudadera, porque su amigo había dejado la ventanilla medio abierta, y se metía el aire frío.
Pasaron al menos dos minutos hasta que Guillermo empezó a sentirse intranquilo y desesperado. Fue cuando, del lado del piloto, más allá de los árboles, escuchó un crujir de ramas. Tal vez un animal que pasaba por ahí, un perro o algo parecido. Y aunque había un farol encendido cerca de ahí, no alumbraba tanto como para ver que había sido. Enfocó su vista a través de los lentes sin aumento, y no vio nada, más que la sombra de algo que parecía un arbusto.
Le quitó importancia de nuevo y volteó a ver si Iván regresaba. No había nadie en el camino de regreso, y al fondo se escuchaba a Chavela Vargas cantar “La Llorona”.
Otra vez el sonido de ramas y hojas pisadas. Esta vez, Guillermo se tomó un poquito más de tiempo, pensando que podía espantar al animal si le veía moverse. Cuando se asomó de nuevo, lo que vio lo hizo palidecer, y casi se le caen los lentes del asombro.
Del otro lado del pasto, cerca de un árbol solitario, estaba una persona, vestida de payaso, sonriendo, con los ojos bien abiertos, y las manos pegadas a los costados. Guillermo lo vio durante unos minutos, antes de que empezara a caminar hacía el coche. Del fondo de su disfraz sacó un cuchillo, afilado, muy grande, y que brillaba aún en la oscuridad de aquel lugar.
El muchacho se acercó al volante y empezó a tocar el claxon, esperando que alguien lo escuchara o que el desconocido se asustara y corriera. Pero no pasó. El payaso seguía caminando y Guillermo, asustado, seguía tocando violentamente el claxon. Si esperar más, y con el payaso a metro y medio del coche, se quitó el cinturón de seguridad y, tratando de abrir la puerta, se desesperó. El payaso ya estaba del otro lado de la ventanilla, tocando el vidrio que estaba abajo con la punta del cuchillo. Guillermo soltó un grito, y abriendo la puerta, salió del coche.
Caminó de espaldas, tratando de buscar al payaso. Pero ya no había nadie. Sólo el coche, solitario y con la puerta abierta.
Entonces, chocó contra algo detrás de él, que lo hizo soltar un grito más fuerte. Pero no era nada más que Iván, quién reaccionó al grito de su amigo y trató de tranquilizarlo.
-¿Qué pasó?
Guillermo seguía respirando entrecortadamente, y no dejaba de ver al auto. No había nadie más que ellos dos, e Iván estaba muy nervioso por su comportamiento.
-Creí ver algo, pero no hay nada. Creo que era un animal-, mintió Guillermo, ya más tranquilo.
-Ok, está bien. Si quieres respira. Voy a subir.
Iván dejó a su amigo tranquilizarse, mientras se subía al coche. Respiró, se estiró un poco y regresó a su lugar. El susto había pasado. Cerró la puerta mientras le preguntaba a su amigo.
-¿Encontraste tu celular?
Iván respondió, algo taciturno:
-No, pero mira lo que traje…
Guillermo ya había cerrado la puerta cuando volteó a ver.

Ahí no estaba Iván, y no traía su celular.
Era el payaso, de enorme sonrisa y ojos bien abiertos, con el cuchillo en la mano…

viernes, 30 de octubre de 2015

¡La Muerte!



Por fin había ocurrido: después de muchos intentos, una importante publicación mensual había decidido publicar uno de los relatos cortos de Isela, una joven escritora que había hecho fama a través de otras publicaciones menos conocidas, y de las cuales ni siquiera estaba orgullosa.
Aquella mañana, la conferencia de prensa daba mucho de qué hablar, no por el texto de la muchacha, el cual era impecable, sino por su actitud. Nadie había dicho nada, ya que estaban ahí precisamente para conocer todos los detalles de aquella nueva criatura caída en las garras de las publicaciones; pero era una necesidad morbosa, esa de saber todo acerca de alguien. Por supuesto, Isela se comportaba como ella misma era casi siempre: era arrogante, y contestaba con total suficiencia y confianza de como quién cree saberlo todo.
-Tu relato trata acerca de la muerte y el miedo que causa estar de repente en la oscuridad de la nada. ¿Te basaste en la propia experiencia o sólo en lo que podías aprender del tema?-, dijo una muchacha de lentes de pasta y cabello azul. Los organizadores habían decidido que esa sería la última pregunta.
Isela le miró con rostro despectivo, pero se decidió a contestar.
-Más bien encontré una nueva inspiración: me imaginé a todos los demás, a los hombres y a las mujeres, sumidos en la oscuridad. Y a mí también, pero viéndolos a todos, desde arriba. Así considero la muerte: la escasez de conocimiento de todos…
Todos murmuraban, y nadie más se atrevió a decir nada, mientras el moderador de aquella conferencia daba por terminada la sesión. Todos aplaudieron, más que por emoción, por mero “respeto”. Sin embargo, había alguien que ni hablaba ni aplaudía: la chica del cabello azul seguía mirando a Isela mientras se movía y sonreía, contestando en privado a la gente que tenía la audacia de acercársele.

Después de que el auditorio se hubiese vaciado de gente, Isela recordó haber olvidado uno de los ejemplares de la revista donde salía su artículo en la mesa. Regresó, dejando a los moderadores y organizadores del evento esperándola en el vestíbulo del edificio.
Entrando de nuevo en el auditorio, encontró sobre la mesa la revista, y se acercó a grandes pasos para tomarla. Sin embargo, a sus espaldas escuchó el fuerte golpe de la puerta al cerrarse, y el eco rebotando en las paredes.
Isela volteó para ver quién había entrado detrás de ella. Malditos conserjes… Pero no había nadie. Tal vez hubiese sido el viento, o ella misma sin darse cuenta. El lugar estaba en calma, a media luz, con todas las sillas plegadas sobre la pared… excepto una, al fondo, todavía colocada, y casi escondida en la penumbra.
La muchacha se dio cuenta que había alguien ahí, sentado todavía, revisando algo en su celular, ya que se veía parte de un rostro iluminado por la pantalla. Bajó del estrado, con la revista entre las manos, y se acercó.
-¿Se te perdió algo?-, le dijo a aquella persona, quién ni se inmutó.
Pasaron unos segundos hasta que la figura de la chica de cabello azul se levantara de la silla y caminara hasta donde pudiese verse su rostro. Tenía el celular en la mano y los lentes brillaban con el reflejo de los focos.
-A ti sí, me imagino. No pude comprar la revista, aunque tuve oportunidad de leer el cuento en la página de internet. Eres muy buena…
Isela le miró con sarcasmo.
-Eso es obvio. La gente no comprende lo que uno hace por ellos. Parece que tengo que pensar por todos los demás cuando escribo. Las personas son ignorantes, querida, eso deberías saberlo bien. No todos tenemos el gusto de saber más que los demás.
-Eso lo entiendo. ¿Pero no crees que eres demasiado dura con la gente? Digo, ellos te leen, y tú les pagas mal. Deberías de ser un poco más… ¿cómo es? ¡Ah, sí! Humilde…
Eso fue lo que hizo enojar a Isela, no tanto por lo que la chica de cabello azul había dicho, sino por cómo se lo había dicho: como si ella misma fuera una de esas personas ignorantes que tanto odiaba.
-¿Y tú que sabes de humildad? ¿Sabes qué sería lo único que me haría cambiar de opinión frente a la gente? La muerte: estar en peligro mortal, enferma de cáncer, algo así. Saber que pronto se va a acabar mi tiempo en este asqueroso mundo de mierda. Eso sería lo único que me haría cambiar de opinión…
Isela se dio la vuelta, dándole la espalda a la chica de cabello azul, sin importarle si esta le contestaba o si se iba detrás de ella, humillada. Lo segundo sería preferible…
Sin embargo, lo que escuchó a sus espaldas era algo en lo que no había pensado. Tal vez la chica del cabello azul se había intimidado tanto, que estaba tan nerviosa como para vomitar. Porque ese era el sonido, de arcadas, de alguien que quiere volver el estómago.
-¡Por favor, no seas ridícula…!
Isela, al darse la vuelta para burlarse de la muchacha, no la vio. Sin embargo, sobre el suelo alfombrado del auditorio, había vómito, algo de color oscuro, casi negro, con cosas verdes flotando encima.
Olía asqueroso, como a petróleo y cabello quemado. Isela ni siquiera se acercó más, no hacía falta: el olor subía, casi se podía ver, como volutas de vapor. Sin embargo, la chica no estaba. O había salido corriendo, o se estaba escondiendo.
-Si necesitas ayuda, iré por ella. No tienes que ser tan melodramática, y deja de esconderte, por el amor de Dios…
La muchacha se acercó a la gran ventana del auditorio, la cual daba hacía un terreno baldío, a cuatro pisos más abajo. La abrió con cuidado para poder ventilar aquel asqueroso aroma.
De repente, escuchó unos pasos amortiguados detrás de ella, como de alguien que corre. Pensó rápido, y se dio la vuelta, haciendo que su espalda quedara contra el filo de la ventana. Medio cuerpo quedó por arriba, con el aire refrescando su espalda. Hacía ella corría la muchacha del cabello azul, pero ya no era como la recordaba, ni siquiera con la luz a media intensidad: su cabello y su apariencia seguía siendo la misma, pero ya no traía lentes. En su rostro se dibujaban arrugas, como su sus mejillas tuviesen agallas de pescado, que subían y bajaban con la respiración. En vez de ojos, había dos pequeñas rendijas negras, sin nada más, como una nariz deforme y demasiado sumida en el cráneo, y la boca era una rajada recta, de lado a lado, roja, sin dientes, sin expresión.
Aquella cosa se acercó tanto como podía a Isela, quién había puesto a tiempo las manos para apartarla, apretando sus pechos con sus manos pálidas.
-¡No, déjame, vete!-, decía Isela, con miedo en su voz y tratando, con todas sus fuerzas de apartarse de la cosa esa, dejar espacio entre ellas y correr, lo más que podía. La revista se le había caído de las manos, y había caído en el vómito.
La cosa movió los brazos rápidamente, y apartó las manos de Isela de encima. Se acercó y puso su horrenda cara de pescado deforme frente a la de ella. Emanaba un olor desagradable: como a salmuera con un animal muerto dentro.
-Te voy a enseñar a ser humilde, pedazo de mierda-, croó aquella cosa, con la boca medio abierta, pero sin moverla.
Isela soltó un grito al escuchar aquella cosa como salida de una alcantarilla, pero la criatura fue más rápida. Abrió la enorme boca, respirando por aquellas asquerosas branquias, y le tapó la boca a la muchacha, ahogando su grito en su propia garganta.
Después, empezó a comer, mientras Isela seguía consciente. El dolor era inimaginable: era como si una sierra estuviera dentro de la boca de aquella criatura, desgarrado su piel y su carne, mientras los restos salían por las agallas, como si fuese una trituradora o podadora.
Cuando la criatura acabó con Isela, lo único que quedaba era un cráneo blanco, limpio, sobre los hombros de la chica muerta. Dejó que el cuerpo cayera en la alfombra, y tomó el cráneo, arrojándolo por la ventana, hacia el terreno baldío, más abajo. El cráneo no se rompió: rebotó en la tierra y entre las plantas, marcado por la muerte, y la desgracia que traía dentro.

La Muerte, aquella mañana, había reclamado a su primera víctima…

jueves, 29 de octubre de 2015

¡El Valiente!




Después de lo que le había pasado aquella noche, Roberto supo que todo ese tiempo se había equivocado.
Y es que su presunción no conocía límites. No sólo se jactaba de su inteligencia y sus habilidades, sino también de su físico. Ir al gimnasio era su pasión, y si no lo publicaba en las redes sociales, sus ansias de más se incrementaban, se desbordaba.
Puede que tuviese el cuerpo más envidiable y aún más que usara ese atractivo visual, junto con su inteligencia, para conquistar mujeres (y uno que otro hombre), pero Roberto carecía de algo: humildad. Podía demostrar todo, excepto un poco de respeto hacia quienes no fueran iguales que él. Humillaba a los que se le acercaban para pedirle consejos, o incluso a la gente que no tuviera las mismas percepciones de la vida que él. Los pocos que lo trataban se daban cuenta de que algo no iba bien, pero no le hacían caso. Lo admiraban por cualquier otra cosa, cualquier tontería, y seguían sus pasos como perros amaestrados.

La noche en que todo cambió en la vida de Roberto, él se encontraba haciendo ejercicio en el gimnasio. Podía pasar horas ahí, y más los fines de semana, ya que prefería no salir a divertirse a costa de mejorar su aspecto. Sus enormes músculos le daban un aspecto glorioso a su cuerpo cuando se movía en cualquier aparato en el que estuviera. Ya fuera corriendo, levantando pesas, haciendo pierna, presionando… Era su elemento, su lugar, su vida.
Escuchaba un poco de música, de esa que muchos consideraban fresa. Algo de rock indie, folk, música clásica. Cualquier cosa que dejara de ser igual que lo que los demás escucharan. Sin embargo, a pesar de haber cerrado sus oídos a cualquier perturbación, podía ver lo que pasaba. Y no es que pasara nada interesante, porque el gimnasio estaba casi vacío, y los únicos dos instructores de la noche ni siquiera estaban por ahí. La gente se iba retirando poco a poco, primero a las duchas, luego a sus casas. Y por las enormes ventanas, Roberto miraba hacía la calle, mientras la gente pasaba sin ponerle demasiada atención. ¡Estoy aquí, contémplenme!, decía su mente, pero ninguno le hacía caso. Ni siquiera el muchacho gordo que pasó por ahí, sonriendo de algo que una amiga le contaba al caminar. Era como si todo ese esfuerzo realizado en su cuerpo no sirviese para nada, ni para aquellas personas tan idiotas que no lo veían.
Al final solo quedaban dos personas, además de él: un muchacho bajito pero con músculos prominentes, y otro más delgado, pálido, que estaba decidiendo sin mucha suerte lo que haría a continuación. Aún quedaba otra hora antes de que el local cerrara, por lo que Roberto decidió hacer un poco de ejercicios para tonificar la espalda, en una máquina que, sentado, empujaba con ambos brazos hacía el centro de su pecho.
Desde ahí podía ver todo lo que los otros dos hacían. El chico bajito hacía pesas, acostado en una especie de banca alargada y acolchada, levantando sobre su cuerpo al menos unos cincuenta kilos. El otro, el pálido, seguía de pie, observando los aparatos, hasta que fijó su mirada en el otro muchacho, mientras levantaba con precaución las pesas.
Eso llamó la atención de Roberto. Casi siempre había gente que, además de ir a los gimnasios a hacer ejercicio, iba a ligar. No siempre terminaba en toqueteo, pero con tan solo palabras se podía convencer a casi cualquiera. Él mismo lo había hecho, y al parecer, estaba pasando una vez más. Pero no era normal: que el muchacho pálido mirara al otro fijamente era más raro. Parecía como si lo estuviese cazando, vigilando sus movimientos.

Fue cuando ocurrió todo. El muchacho pálido, acercándose al otro, se puso detrás de él, poniendo su cuerpo justo por detrás de su cabeza. Al menos, pensó Roberto, le ayudaría a levantar más peso y después le haría la plática. Pero no: el pálido puso ambas manos sobre la barra de metal de las pesas, y empezó a presionar, haciendo que el metal chocara contra el pecho abultado del otro muchacho, quién pataleaba para querer liberarse. Roberto dejó de inmediato el aparato, levantándose, y aunque casi se hace daño por querer salir así de rápido, se quitó los audífonos y los colgó sobre su cuello. Se acercó a los dos muchachos, y decidió enfrentar al pálido.
-¿Qué te pasa? Eres un animal, déjalo…-, dijo. Las palabras salieron lo más natural posible. De haber sido otra ocasión, hubiese dejado todo. Pero no había instructores disponibles, y sólo estaba él, defendiendo a un cualquiera de una posible agresión.
El muchacho pálido levantó la mirada, le sonrió, y siguió apretando. El rostro de aquel chico era horrible: los pómulos marcados, los ojos hundidos y los labios resecos. Tenía el cabello algo largo, muy lacio y delgado. Parecía un cadáver.
Roberto estiró los enormes brazos por encima del muchacho bajito, y con todas sus fuerzas, empujó a aquel chico pálido, e hizo que chocara contra una de las ventanas. Ya no le importaba nada: se acercó a zancadas hasta aquella ventana, y sin darle oportunidad de quitarse, Roberto agarró al muchacho pálido del cuello de la playera y lo acorraló contra el vidrio. Luego, sin darse cuenta, lo empezó a estrangular. Sentía la fuerza de sus brazos recorrer sus extremidades hasta los dedos, como un fuego que quema pero no hace daño. De repente se sintió como aquellas veces cuando alardeaba de su cuerpo, de saber más que los demás, así de bien. Era Dios…

A Roberto lo encontraron unos cinco minutos después los entrenadores, y tuvieron que hacer lo imposible por quitarlo de ahí, hacer que despegara los dedos y dejara de apretar. Porque, aunque él lo jurara, jamás habían visto a un cliente tan feo y pálido como el que él juraba estaba ahorcando. Y tampoco pudo dar razones por las que ahogara a ese pobre muchacho con las pesas contra su pecho, hasta matarlo. No sabía por qué, más en su interior, al recordar eso, se sentía mejor, superior a cualquier otro.
Era Dios, y estaba metido en problemas…

miércoles, 28 de octubre de 2015

¡La Dama!



Se decía que Rita Malverde era la más hermosa y talentosa cantante en los años 40. Siempre vestía muy elegante, y se contoneaba al caminar. Sus amistades eran variadas: desde sencillas personalidades del arte, hasta estrellas del cine y rostros conocidos de la política. Pero, a pesar de sus contactos, jamás había entablado una relación formal con nadie. Creía que los hombres eran poca cosa, y que ninguno merecía ese tipo de atención que se le puede dar a una persona cuando se enamora. Tenía amigos hombres, muchos, pero ninguno que le correspondiera. Y casi siempre, si uno se atrevía a echarle los perros, ella los desechaba. Los difamaba frente a todo el público, y la gente le creía.
Si las condiciones y la educación del mundo de aquellos años lo hubiesen permitido, dirían que Rita Malverde era una perra sinvergüenza.

Cierta vez, después de un concierto en vivo para la radio, un hombre muy elegante se le acercó a Rita. Por su porte podía decirse que era un político, aunque más bien daba la apariencia de ser alguien de muy buena educación, rico. Se dirigió a ella con la mayor educación posible, ya que era conocido su humor de malas pulgas, en especial cuando conocía a alguien nuevo. Sin embargo, Rita cayó esa noche en las redes del encanto y los modales de aquel hombre, por lo que no se permitió tratarlo mal, ni siquiera hacer un gesto de repudio.
El hombre llevaba un traje muy bien planchado, zapatos de charol limpios y brillantes, guantes, pajarita y pañuelo en la solapa. Su cabello estaba bien peinado, y hasta su bigote lucía recortado y arreglado. Si Rita se hubiese fijado alguna vez en alguien por el físico, diría en aquella ocasión que los ojos de aquel caballero eran maravillosos: tan verdes que parecían soltar un resplandor sobrenatural.
Para sorpresa del público invitado a la transmisión, Rita y el hombre elegante se apartaron de la multitud para platicar. A ella se le veía tan animada, y él también parecía divertirse con la plática de la mujer. Soltaban carcajadas de vez en cuando, y durante unos veinte minutos ambos platicaron bien, sin contratiempos, y mucho menos sin que ella le pusiera caras o le dijera cosas hirientes. Toda una sorpresa.
Para el público aquella noche, parecía que al fin Rita Malverde se había conseguido a un hombre de bien, que la trataba como ella quería: como una dama y una diva, que la entendía bien. Para los que vieron las noticias quince días después, algo en aquel caballero le había hecho sentirse tan cómoda, que había caído en su trampa…

Después de cinco días de aquel encuentro, y de aparecer en algunos eventos y fiestas juntos (las fotografías así lo acreditaban), Rita y el hombre de sus sueños no aparecieron de nuevo, ni juntos ni separados. Ella tenía invitaciones para cantar en una película y también en otras transmisiones de radio, incluso había preparado un espectáculo privado para el Presidente. A ninguno asistió. Y es que, como se ha dicho antes, pasaron quince días a partir de su encuentro idílico, que Rita apareció por fin, en el titular de los periódicos.

MUERE RITA MALVERDE.
“LA DIVA CON VOZ DE NINFA” APARECE MUERTA.
ASESINATO SIN RESOLVER CONMOCIONA A LA POBLACIÓN.
Hubo de todo: investigaciones públicas y privadas, homenajes por todo lo alto, un espléndido funeral. Lo que jamás se había sabido era el hecho de cómo habían encontrado los policías a Rita. Una tarde, una mujer que paseaba por el parque en una colonia muy alejada de la capital, vio algo entre las plantas cerca de una banca. Era un cuerpo desnudo, de una mujer, pálido y en descomposición. Llevaba el cabello bien peinado aún, pero lleno de ramitas. El peinado fue lo que hizo que la mujer gritara, no por el hecho de estar aún casi intacto, sino porque el cabello, tan bien recogido, descansaba en la cabeza de Rita Malverde.
Y su cabeza, a su vez, descansaba en un agujero hecho en su vientre. En el pecho, escrito con una navaja, se podía leer: PERRA SINVERGÜENZA. Se buscó al misterioso acompañante de la cantante durante meses, pero jamás se dio con él.

Un fanático de la cantante, varios años después, dio con una de las últimas fotos tomadas a Rita y a su novio en público. Tomados de la mano, salían de la ópera, y ella parecía tener el rostro serio y una mirada que, más que mostrar orgullo, era de miedo. Y la mano de su acompañante la apretaba de la cintura, con un pequeño detalle que sólo una cámara hubiese podido ver: que esa mano, la de aquel galante hombre de ojos verdes, era una enorme garra, con afiladas uñas y escamas, como la pata de un pollo.

martes, 27 de octubre de 2015

¡El Catrín!




Como buen muchacho que era, y viniendo de una familia acomodada, Miguel nunca había imaginado su vida laboral en una oficina, trabajando temprano para conseguir lo que quería. En todo caso, se había hecho de varios amigos, la mayoría hombres, quienes perseguían, cada fin de mes, una misma meta: planear fiestas y salidas, y desvelarse. El chiste era disfrutar.
Miguel y sus amigos se hacían llamar los Niños Buena Onda, compartiendo no sólo el espacio de trabajo, sino también los mismos orígenes y las mismas prácticas. Se jactaban de tener lo necesario, y de siempre estar a la altura, por encima de todos los demás, burlándose de las personas en las redes sociales, subiendo fotos de ellos tomando, y sonriendo falsamente. Y cómo parecía que las fotos se veían todas iguales, no faltó quién hiciera la diferencia: Miguel iba mucho mejor vestido que todos sus amigos, y con eso demostraba que, a pesar de su empleo, él podía ser mejor que nadie.
Sin embargo, un día en la oficina, la suerte le cambió. A Miguel le habían pedido un sencillo informe, y a pesar de todo, no estaba dispuesto a hacerlo, para así terminar con algunos pendientes, y porque no estaba en disposición de seguir órdenes tan sencillas como esa. Confiando en que nadie lo iba a saber, Miguel le propuso a Fabián, un becario que hacía servicio social ahí, que se hiciera cargo del informe. Fabián, temeroso, lo hizo, pensando que Miguel era alguien mucho más importante. Poco tiempo después se supo del excelente trabajo que Fabián había hecho con ese informe, y a pesar de estar becado aún, ya tenía una plaza asegurada en la oficina cuando terminase los estudios.
De haberse tratado de otra persona, Miguel hubiese reaccionado diferente, alegrándose de que alguien sencillo hubiese escalado rápidamente por algo bien hecho. Pero el odio consumía su razón y le apretaba tanto el corazón, que no pudo ocultar su coraje, ni siquiera con sus mejores amigos, a quienes trataba peor que basura, a pesar de su fidelidad.
Decidió acorralar a Fabián un día que el chico había bajado a la bodega donde se guardaban los archivos. Lo agarró del cuello de la camisa y lo empujó hasta la pared, a pesar de que Miguel era más bajo que el chico. Las carpetas y papeles que llevaba Fabián en sus brazos se le cayeron, pero temía más por su seguridad que por eso. Ambos se vieron a los ojos, Fabián asustado, Miguel enojado.
-¿Te crees muy listo, no? ¿Por qué hiciste ese informe?
Fabián tragó saliva antes de hablar.
-Me lo pediste…
-Así es, me lo debes a mí. Escúchame bien. O declinas la oferta del jefe, o los Niños Buena Onda te vamos a hacer la vida imposible, ¿captas?
Sin afirmar nada, Fabián se soltó de las manos de Miguel, se agachó para recoger sus cosas del suelo y salió caminando rápidamente de ahí, subiendo los escalones de dos en dos.
Miguel se quedó ahí abajo, solo, con todo su coraje. Empezó a patear las estanterías y hasta hizo que una de las cajas de abajo saliera volando. Todo se quedó en silencio, mientras el muchacho jadeaba, tratando de romper algo más, sacar su enojo, su…
-Si fuera tú, no volvería a hacer eso…
Saltando de la impresión, Miguel se dio la vuelta hacia donde había escuchado la voz. Sentado, sobre una de las estanterías, había un chico, muy joven, con una sonrisa muy blanca y ojos claros muy abiertos. Llevaba por vestimenta una especie de mono verde, que le cubría todo excepto las manos y los pies descalzos. Sobre la cabeza, de cabello rizado, llevaba un sombrero amarillo, muy largo, que le caía por encima del hombro hasta las rodillas.
-¿Quién eres…?-, preguntó Miguel, casi susurrando para esconder su temor.
-Tú deberías saberlo, Miguel. ¿No les bastó con dejarme aquí cuando me estaba muriendo y ahora preguntas “quién soy”?
Miguel recordó todo de repente, ya fuera por el miedo de aquella presencia en la bodega o porque se había propuesto olvidar todo que ni siquiera se acordaba de aquello.
Hace tiempo, para subir de puesto, Miguel había acordado junto a los Niños Buena Onda jugarle una pesada broma a uno de los muchachos de la oficina, llamado Rubén, quién ni siquiera les había hecho algo malo. Lo único que le calaba a Miguel era que el otro muchacho trabajaba bien, lo hacía todo mejor que los demás, y eso era imperdonable. Aquella vez, hicieron que Rubén bajara a la bodega por un supuesto encargo. Después de verlo bajar, Miguel arrojó hacia las escaleras una especie de líquido en un frasco, sin saber que era veneno para ratas, algo que al contacto con el aire se transformaba en gas mortal.
Después de cerrar la puerta, y pensando que el pobre Rubén sólo saldría con aroma a peste, Miguel y sus amigos regresaron al trabajo. No había huellas ni nada que los incriminara. Y lo peor fue que, cuando encontraron el cadáver, los amigos no hicieron nada. Asustado, Miguel los amenazó a guardar silencio. Todos se habían olvidado de aquello.
Hasta ahora…
-Imposible…
El espíritu de Rubén miraba atentamente a Miguel, sonriendo, como si supiera algo que el otro no.
-Hay miedo en tus ojos. Creo que ya lo recordaste al fin, y eso me alegra bastante. Nadie supo qué había pasado, y sólo pensaron que había sido un accidente. Eso me llenó de rabia, Miguel, de una ira incontenible…
-Yo… bueno, nosotros no…
-Ah, claro… Ustedes no querían. Y lo hicieron, de todas maneras lo hicieron. Ya es muy tarde para arrepentimientos, amigo mío-, dijo aquel ser, moviendo las piernas, columpiándolas como si fuese un niño travieso, divirtiéndose con el dolor de una mosca sin alas.
Miguel estaba pálido, y no se podía mover.
-¿Vas a matarme…?
El ser soltó una sonora carcajada.
-No, no, eso sería demasiado fácil. La gente imbécil como tú no merece morir. ¿Qué pretendías hacerle a ese muchacho? ¿También lo ibas a matar “por accidente” como a mí? Eres una basura…
Como si fuese llevado por el viento, desdibujando sus contornos y disolviendo sus colores, el ser se desapareció. Miguel pudo moverse, buscando entre los pasillos y las estanterías, tratando de ubicar a aquella cosa que tenía un rostro tan conocido… No había nadie, sólo estaban él y varios documentos viejos, cajas, muebles rotos, material inservible…
-No, no es nada-, se dijo a sí mismo. Miguel respiraba entrecortadamente, tratando de serenarse. La sangre volvió a correr por sus extremidades, y sintió de nuevo las ganas de caminar, y de salir de la bodega.
Caminó hasta las escaleras. Sólo alcanzó a subir dos escalones, cuando sintió que alguien lo empujaba. Cayó de bruces, apoyándose en ambas manos. Pero poco le bastó, porque una fuerza lo hizo caer al fin al suelo, presionándole el pecho contra el filo de los escalones. El viento soplaba ahí dentro como si estuviera al aire libre. Una voz terrible se levantó como si viniera del suelo, y Miguel alcanzó a ver, por encima de su hombro, al terrible espectro que se levantaba a sus espaldas, empujándolo cada vez más en el suelo.
Era el mismo ser que hablaba y se parecía a Rubén, con la misma ropa colorida y el gorro que flotaba ahora en el aire. Sn embargo, su cara se había arrugado, y sus ojos se hundieron en las cuencas, como un par de canicas negras. Su boca había crecido tanto, que las comisuras llegaban hasta las orejas, con enormes dientes afilados y una lengua que se movía de arriba abajo, soltando saliva.
-¡VAS A SENTIR LO QUE DUELE, LO VAS A SENTIR, MUCHACHITO PRESUMIDO…!
La criatura presionaba más y más, y mientras Miguel se quedaba sin aire, con la vista nublada y un grito de terror atorado en la garganta, sintió que le bajaban los pantalones. Después, se desmayó…

Lo encontraron dos horas después, cuando uno de sus amigos notó la ausencia, y cuando pudieron abrir la puerta de la bodega, que estaba atorada. Estaba en el suelo, inconsciente, con los pantalones abajo, desgarrados y manchados de sangre. Cuando Fabián ayudó a voltearlo, se dieron cuenta del horror.
Alguien le había arrancado el pene, a mordidas.

lunes, 26 de octubre de 2015

¡La Calavera!



Caminando por la calle, Perla se creía lo máximo, aunque no todos lo dijeran. Le encantaba verse bien, a pesar de sus muy cuestionados métodos de adelgazamiento. Y, por supuesto, la crítica era lo suyo: si no te veías igual a ella, o si no te cuidabas lo bastante para ser perfecto (ya fuera corporal o intelectualmente), te lo hacía ver, muchas veces con consecuencias terribles y problemas de por medio. Al pasar por las plazas, tal vez muchos dijeran que era una hermosura. Y tal vez otros, preocupados, dijeran que ya parecía un bellísimo esqueleto…

Después de una ligerísima comida y de buscar ropa bonita en las tiendas, Perla se fue caminando hasta su casa, que no quedaba tan lejos de aquellos lugares que más frecuentaba. Esquivando a la gente y tratando de no codearse con los “indeseables”, la muchacha se tuvo que subir a un tramo en donde sólo había pasto y un poco de lodo. Sus zapatillas se ensuciaron un poco, pero nada que no tuviera arreglo. Entonces, sin fijarse por donde iba, Perla tropezó con algo tan duro como una piedra, pero que dio tumbos cuando ella misma trató de detenerse para no caer.
-¡Qué maldita…!
Volteando para ver lo que era, se encontró con algo blanco, lleno de lodo, que sin duda le pareció algo así como una piedra, lisa y llena de surcos. Pero acercándose más, frunció el ceño al ver que había tropezado con un cráneo humano.
Si hubiese querido llamar la atención, hubiese gritado. Pero Perla se lo calló muy bien. Con sus delgados dedos, y cuidando bien las uñas, tomó el cráneo desde abajo, dejando que el lodo manchara su piel. Lo vio con cuidado: tenía las cuencas vacías y negras, y esa eterna sonrisa, con dientes tan blancos y bien cuidados que parecían falsos. La forma era perfecta, redonda y algo achatada desde arriba, con las líneas de las uniones bien definidas, quebradas como si fuesen grietas en una pared.
Algo había en esa calavera que le causaba admiración, ya fuera su perfección o el hecho de que, a pesar de ser humana, nadie más se la hubiese encontrado antes. Era obvio: alguien tuvo que morir para que aquello estuviera ahí en la calle. Un vagabundo, tal vez.
-Pero no creo que fueses un vagabundo, querida. Te ves tan bien cuidada, tan bella, tan…
Pero lo que iba a decir se le quedó atorado en la garganta, porque a través de las cuencas vacías de los ojos de aquella calavera, Perla vio algo que la aterrorizó, como el reflejo de algo tan horrible, que no podía pronunciar. Se incorporó rápido y arrojó la calavera al suelo, soltando un ridículo gritito de espanto.
-¡No es cierto, no, pero yo…!
La muchacha, asustada, salió del pasto casi corriendo, con el rostro pálido y los ojos desorbitados. No le importó cuando casi hace caer a un señor menudo y gordito, y mucho menos cuando pasó tan cerca de un poste de luz que casi le tira el bolso.
-¿Le pasa algo señorita?, dijo el señor, mirándola con extrañeza.
Perla reaccionó un poco, aunque ya había bajado la banqueta, caminando por la orilla de la calle.
-¿Y a usted que le importa? Viejo imbécil…
Un camión, que no había alcanzado más que a acelerar más, pasó por ese mismo carril, llevándose a Perla de paso, antes de frenar y casi chocar con uno de los postes de luz. El impacto fue tan fuerte que, sobre la banqueta, junto al aterrado hombrecillo, había una mano, con las uñas hermosas y una pulsera brillante, cercenada desde la muñeca, y aún moviéndose.

La Muerte, aquella tarde, había reclamado a su segunda víctima…

domingo, 25 de octubre de 2015

¡El Soldado!




El Mayor Gonzalo Martínez había aprendido que los secretos de una nación eran lo único que podía hacer la diferencia al momento de una guerra, incluso si esta se desataba dentro de su propio territorio. Aunque el país estaba en completa paz (o al menos eso le hacían creer a la gente), nadie imaginaba que la mayoría de los secretos de estado estaban confiados en una sola persona. El Mayor Martínez había sido designado para eso: pasar desapercibido en muchos ámbitos, sin dejar de servir a su país, contribuyendo también a guardar los planes más importantes de los altos escalones de su gobierno.
Durante un fin de semana, disfrutando con su familia de las playas de Cancún, Martínez había recibido instrucciones específicas de algo nuevo: el presidente le vería en un lugar pactado en secreto, para confirmarle nuevas instrucciones de sus planes a corto plazo con cierto sector de la población: los estudiantes de cierta universidad, inconformes con los recortes de presupuesto. Un tema viejo, pero que necesitaba plantearse mejor para no levantar sospechas.
Vestido de civil, con sandalias y playera vaporosa de color blanco, el Mayor se dirigió hasta el hotel donde el presidente le esperaría. No parecía haber mucho movimiento, y tampoco podían verse cerca los elementos de seguridad del Estado Mayor. Al parecer, nadie sabía que el presidente estaba ahí. Eso era profesionalismo.
Martínez llegó hasta la recepción del hotel, indicándole que tenía una cita con cierta persona en la suite de lujo. La recepcionista le indicó como llegar y él le agradeció con una sonrisa. Subió al elevador, y cuando éste se detuvo en el cuarto piso, salió caminando tranquilamente por el pasillo, hasta el fondo y luego a la derecha. La enorme puerta doble de madera rezaba “Suite Presidencial” en una placa de metal, y deteniéndose frente a ella, tocó con los nudillos.
Nadie le contestó, aunque la puerta se movió un poco hacia dentro. Cerciorándose de que no había nadie viendo en el pasillo en ese momento, abrió por completo la puerta de la suite.
Ahí no había nadie, y tampoco lucía que estuviese ocupada. Las luces estaban encendidas, y la enorme cama impecablemente tendida. No había mesas, ni proyectores, ni personas trabajando con papeles. El Mayor Martínez no sabía qué estaba sucediendo. Entró a la suite y caminó hacía el baño, esperando encontrar a alguien dentro. No había nada. Se dio la vuelta, justo cuando la puerta de la suite se cerró. Se dio cuenta que, en una de las sillas tapizadas de recinto, ya había alguien sentado.
Martínez jamás hubiera aceptado a aquel personaje entre sus amigos cercanos, mucho menos en algún pelotón. Iba vestido de una especie de túnica negra, que le cubría los pies descalzos. Las manos, pálidas, descansaban sobre el regazo, y la mirada de aquella persona estaba fija en el Mayor, sin pestañear. No parecía sonreír. Aquel extraño personaje le miraba como si esperara que Martínez hiciera algo extraordinario, o que incluso le corriera a gritos. Pero no pasó nada, al menos por unos minutos, hasta que el Mayor decidió hablar.
-¿Quién es usted? ¿Dónde está…?
El hombre sentado en la silla movió una mano hacia arriba, como pidiendo silencio.
-No tiene derecho de hablar aquí, Mayor. Su presencia es indeseable, aunque yo mismo le haya mandado llamar-, dijo el desconocido, con voz como susurro, misteriosa e implacable.
El Mayor se quedó helado, y una vena se le dibujó en la sien, tratando de aguantar la furia y las ganas de despellejar a ese sujeto.
-No le permito que me hable así. Está usted con…
-Ya sé quién es usted, Mayor Martínez. El presidente no vendrá, no se moleste en esperarlo. Espero sepa para qué he venido esta noche.
El Mayor no dijo nada. Esperó a que aquel incómodo invitado se delatara, pero no lo hizo. Estaba igual de impasible que cuando llegó.
-¿Tiene que ver con…? ¿Cómo supo lo de los estudiantes?
El misterioso hombre se levantó de la silla, caminando hacía Martínez, haciendo susurrar su túnica sobre la alfombra de la suite.
-No, Mayor, no sé nada de eso. Aunque, como es natural, tengo mucha hambre.
Algo en la mente y la fuerza vital de ese desconocido hizo que el Mayor Martínez, a pesar de ser un hombre fuerte, se arrodillara frente a él, como si algo lo estuviera presionando contra el suelo. No podía resistirse, era más fuerte que su propia voluntad.
-Vamos a ver…
El hombre misterioso acercó uno de sus dedos índices a la frente de su víctima, tocándolo con una fría yema, que parecía quemarle la piel al contacto. Era como dejar salir sus pensamientos a través de su cráneo. Imágenes de su pasado iban y venían, en especial aquellas que había jurado con su vida guardar en lo más profundo de su mente.
-Planean matar a los estudiantes. Una nueva matanza masiva, que originales…
La voz del desconocido se escuchaba tranquila, como si aquello que estuviese haciendo le gustara, o simplemente como si eso fuera natural en su quehacer diario.
-Van a reprimir las marchas. Leyes para invadir la privacidad en internet. Censura de diarios independientes. Recortes, muchos recortes.
Era imposible que ese hombre no supiera nada más. El Mayor se limitó a no dejarlo pasar más allá: sus secretos personales, su vida oculta. A pesar del esfuerzo y el dolor, era demasiado tarde. El dolor era más intenso, e incluso gritó.
-¡BASTA!
-¡No, no me detendré! Vaya, ¿pero qué…?
El misterioso hombre había llegado hasta un secreto íntimo muy indecoroso. El rostro de un muchacho, el placer de verlo desnudo, de penetrarlo una y otra vez mientras su esposa e hijos no estaban…
-Así que es gay de clóset… Le gusta, y a usted también le gusta él. Sin embargo, yo le conozco.
El misterioso desconocido quitó el dedo de la frente del Mayor Martínez, quién se desplomó en la alfombra, temblando y murmurando cosas. A pesar de ello, el otro siguió hablando, consciente de que su víctima le escuchaba.
-No tuvo reparos. Ese muchacho estuvo triste por usted, al enterarse de que era casado. Se mató… En aquel entonces nunca pude ver su rostro, no sabía que usted…
El Mayor se retorcía como un animal asustado, mientras en su cabeza giraban imágenes incongruentes de secretos fragmentados y borrados. Decía sin parar un nombre ininteligible.
-Así es, él se mató por su culpa. No puedo matarle, Mayor, pero esto será peor que la muerte, créame. Nunca volverá a verme.
El desconocido parecía ya no estar ahí más, como si nunca hubiese entrado o salido siquiera. Hasta pasadas dos horas el Mayor fue encontrado, acurrucado en el suelo, sudando y con los ojos desorbitados, murmurando cosas.
-Yo lo hice, yo lo maté, y los mataré a todos, a todos…

sábado, 24 de octubre de 2015

¡La Mano!




Como terapeuta, Valeria era muy buena, una profesional en todos los sentidos. Y como persona lo era aún más: la gente que solía tratar, en especial la gente mayor, le prodigaban mucho cariño y respeto, y usualmente recibía los mejores regalos. Su escritorio lucía diario un ramo de flores frescas, y en las paredes del consultorio había varias fotos, de gente que la apreciaba bastante. Los muebles mostraban siempre regalos más pequeños: tazas, adornos de porcelana, hasta juguetes. Todo eso era muestra del cariño que la gente le tenía a una persona que les ayudaba siempre a escuchar sus problemas y resolverlos.
El único que aún no le había mandado nada era Sebastián, un muchacho de apenas 19 años que había sufrido un gran trauma en su niñez, derivado de violación y de violencia, lo que terminó en el asesinato de su madre a manos de su padrastro, y que él tuviese que vivir con sus tíos. A simple vista, Sebastián parecía un muchacho triste y solitario, pero cuando Valeria pudo hablar con él por primera vez, resultó todo lo contrario: se expresaba muy bien, sin esconder nada y sin temer a contar lo que había vivido.
En una de las sesiones, Valeria le había preguntado acerca de las armas: qué opinaba de ellas, y si sentía que, al verlas, cambiaba su manera de ver su situación. Sebastián se puso serio, pero no triste ni acongojado. Era más bien como si estuviese analizando lo que ella le preguntaba. Al final, contestó como en un susurro:
-Las armas no deberían existir. Sólo las herramientas: lo que construyes es más provechoso que lo que destruyes. Aunque hay algo que sirve siempre para las dos cosas…-, dijo el muchacho, mirándose el regazo.
Valeria anotaba todo lo que le pareciera interesante, aunque la entrevista estaba grabada.
-¿Y de qué estamos hablando, precisamente…?
Sebastián tardó unos minutos en responder.
-La mano.
Levantó la suya derecha, delgada, dura y áspera.
Valeria se sorprendió de la respuesta.
-Suena interesante…
-Y lo es, doctora. No necesita más. Sin importar que los humanos jamás hubiésemos inventado las armas, la mano hubiese hecho lo propio con nuestros enemigos. Destruir a alguien a mano limpia parece más sensato y honesto que usar un arma corriente y hasta ilegal.
-¿Y para construir?
-Lo hace tan bien. Al menos las cosas que nos rodean. No podemos hacer un hijo con las manos, ¿verdad? Aunque en mi caso, se puede destruir a uno, con ambas…
Valeria terminó aquel día la sesión mucho antes de tiempo, aunque como siempre, le agradeció a Sebastián la sinceridad y el tiempo. También le dijo que lo esperaba la siguiente semana.
Y así, la semana se convirtió en tres meses…

Como era de esperarse, Valeria llamó después de ver que Sebastián no se presentaba a la semana de su última consulta. Nadie le respondía en casa. Lo tomó como algo normal, y sabía bien que no debía presionarle. Él encontraría la forma de regresar si es que lo necesitaba.
Valeria continuó con sus demás consultas, y de repente recibía regalos, como siempre. Un día, casi sin esperarlo, su secretaria le esperaba al iniciar el día con una caja. Era un paquete, enviado por Sebastián, pero enviado por otro de sus amigos. La secretaria también le entregó una carta, envuelta en un sobre amarillo.
-El muchacho me dijo que Sebastián quería que leyeras primero la carta. Dice que has sido de mucha ayuda y que desea que el regalo te guste.
Valeria tomó el paquete, contenta e impresionada a la vez. La caja no pesaba mucho, aunque lo que iba dentro parecía no estar bien envuelto, y constantemente pegaba tumbos en las paredes de cartón.
Cerró la puerta de su consultorio y se sentó en la silla detrás del escritorio. Dejó la caja sobre este y tomó el sobre con ambas manos. Sacó la carta con cuidado, la desdobló y empezó a leer en voz alta, para sí misma:
-“Querida doctora Valeria: Yo sé que las cosas conmigo no van bien, pero al menos ha podido mostrarme un lado más humano y amable de mí que no podría creer que tenía. Sé también que mis tíos no se han portado conmigo bien, pero ahora me respetan un poco, porque estoy cambiando mi forma de ver las cosas. ¿Recuerda aquella herramienta que sirve para crear y destruir? Bueno, también mi mano ha servido de mucho. Anoche pude hacerles un regalo a mis tíos, uno que no podrán olvidar jamás. Y puesto que usted ha sido de gran ayuda, este regalo para usted significa mucho. Que lo disfrute.”
La carta terminaba con el nombre del chico y una carita feliz. Valeria sonrió, entre apenada y contenta de hacer lo que debía, aunque al final, la misiva del chico había sido algo extraña. Le había dado un regalo a sus tíos, y eso estaba bien, pero no parecía muy contento con ello, como si le hubiese costado trabajo asimilar que ellos siempre habían sido parte de su vida.
Puso la caja en su regazo y empezó a abrirla, ayudándose de un abrecartas que encontró en el cajón de arriba. Sin destaparla por completo, se dio cuenta que el regalo estaba envuelto en bastante periódico, pero aún así no era suficiente para mantener seguro el contenido. Dentro del papel periódico más cerca de la tapa, había algo escondido, y Valeria pensó que podía ser una tarjeta o una postal.
Sin embargo, al percatarse de que era una fotografía lo que estaba ahí abajo, se aterró de lo que la imagen mostraba. La fotografía era una instantánea, que a pesar de haber sido tomada de noche y con flash, mostraba a detalle a dos personas, recostadas en una cama, con las cobijas a la mitad del cuerpo y las caras en un rictus eterno de terror, con sangre salpicándoles el cuello, las mejillas y el pecho. Eran una pareja, un matrimonio de mediana edad, muertos.
Valeria, pensando que podía ser una broma, le dio la vuelta a la foto. En el dorso había algo escrito:
CON MIS PROPIAS MANOS.
Dejando la foto en el escritorio, Valeria se levantó asustada, mirando la caja. Aún no podía ver lo que había debajo del periódico, pero por el olor que soltaba la caja se lo imaginaba. Ahí dentro había manchas de algo oscuro y pegajoso. Metiendo dos dedos en la caja, movió un poco el envoltorio, y se asomó.
No pudo gritar: ahí en la caja había algo que no podía imaginar. Sebastián había hecho su trabajo tan bien, que había decidido regalarle a su terapeuta la herramienta con la que había hecho “felices” a sus tíos.
Su mano derecha, arrancada con algo filoso, descansaba con la palma hacía arriba, blanca, espectral.
 
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