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miércoles, 28 de junio de 2017

#UnAñoMás: Orgullo y Perjuicios (Día Internacional del Orgullo LGBT+)



Había nacido hombre, pero se veía como chica. ¿O era al revés? Eso ya no importaba. Ahora era M. White, una persona más, con una apariencia única. Las instrucciones en el bolsillo derecho, su “arma” en el izquierdo. Era momento de trabajar.
Aquella tarde, el museo estaba casi vacío. Un antiguo convento del Virreinato transformado en un lugar de arte, historia y cultura, con la entrada gratuita los domingos y cerrado los lunes. M. White caminaba por los pasillos vacíos, con el eco de sus tacones retumbando en las viejas paredes, y aquel pantalón sastre blanco que le abultaba todo, su saco del mismo color y el cabello recogido tras la nuca. Todo le daba un aire de severidad.
Pasó cerca de ella una mujer, de cabello castaño largo, vestida pulcramente, con algunos libros y documentos sobre los brazos. M. White se había acercado a ver un retablo enorme, que mostraba a una monja de rostro serio, ojos grandes y enorme hábito de color marrón oscuro, sentada en una silla junto a una mesa, con un libro abierto sobre ella y cientos de ellos acomodados al fondo en un enorme librero.
-Hermoso cuadro de Sor Juana…
M. White volteó a ver a la mujer de los libros, y no entendió ni una palabra. La mujer se dio cuenta y, soltando una risita, repitió aquello mismo en inglés. Las visitas eran extranjeras, al parecer.
-Tengo entendido que era una poetisa excepcional…-, dijo M. White con voz de asombro, una voz suave, cantarina, pero firme.
-Era muy versada en diversos temas, y conocía a muchos autores de la época, para una mujer de aquellos tiempos. Por eso era monja: ninguna mujer sería bien vista indagando en el conocimiento humano si no era rica o religiosa.
La mujer de los libros se acercó más a su inesperada visita guiada. Le sorprendió ver a una persona tan diferente a las demás. Su apariencia le causaba admiración, pero también algo de distanciamiento.
-Aún así, se que murió enferma, arrepentida por sus obras, por su forma de ser. Escribió algo horrible de sí misma, ¿no?
La mujer de los libros asintió.
-“He sido y soy la peor que ha habido… Yo, la peor del mundo.” Firmada por ella en un libro de expiaciones. Un confesor la obligó a quemar su biblioteca personal, expiando sus pecados, sus poemas, su obra. Acercarse a Dios para salvar su alma de los pecados que había cometido como mujer y como poetisa. Una injusticia…
M. White miró a la mujer de los libros, con sorpresa en los ojos.
-Eso es horrible. Una mujer tan lista y apreciada… reducida a nada. Además era lesbiana.
La mujer de los libros soltó una carcajada que retumbó en las paredes. M. White solo pudo sorprenderse.
-Es solo un rumor. Infundados porque la mayoría de sus textos eran regalos para su amiga, la virreina y condesa de Paredes, con quién entablaba una amistad sin precedentes. Y porque en sus poemas siempre reivindicaba a la mujer como un símbolo de poder, y al amor como algo libre, que no tiene rostro. “Ser mujer, ni estar ausente, no es de amarte impedimento; pues sabes tú que las almas distancia ignoran y sexo…”
M. White miró hacia el suelo, tratando de analizar lo que la mujer le decía. Una mujer ejemplar, más allá del pensamiento de su época, con ideas que le hubiesen costado más que una larga penitencia. Todo su pensamiento era…
-Maravilloso. Una mujer digna de gente como nosotros…-, dijo M. White, recalcando la última palabra.
La mujer de los libros se sonrió.
-Pues muchas gracias. Me alegra saber que varios de nuestros visitantes ponen atención, en especial aquellos que vienen de tan lejos. La dejo disfrutando de las instalaciones, señorita. Un gusto…
M. White vio a la mujer alejarse.
-El gusto es mío.
Mientras la mujer seguía caminando entre los pasillos, con aquel montón de libros entre los brazos, M. White seguía admirando el cuadro de Sor Juana, la interesante mujer que había tomado una buena decisión en el momento menos oportuno. Los pasos de la mujer seguían escuchándose. Y M. White la siguió.
Su caminar era decidido, y entre los pasillos vacíos del museo parecía una sombra blanca, el fantasma del pasado. La mujer de los libros escuchó el retumbar de los tacones, y fue aminorando el paso. Tal vez su invitada quería más información. O simplemente estaba perdida…
-Oh, disculpe que la interrumpa. Pensé que no la podría alcanzar…
M. White ahora casi corría, tratando de no resbalar en el suelo de madera.
-No se preocupe. ¿Se le ofrece algo…?
-A decir verdad, sí.
La sonrisa de M. White puso un tanto nerviosa a la mujer de los libros, y cuando sintió la patada en el abdomen, no le cabía duda de que algo iba mal.
Los libros cayeron, dispersos en el suelo como piedras al azar en un campo. La mujer cayó de costado, agarrándose el vientre, tratando de soportar el dolor y de volver a respirar. Sintió un escalofrío, un miedo aterrador que le subía por la espina dorsal. Aquella sombra blanca se acercaba a ella, pateando los libros, haciendo que sus tacones se escucharan en el pasillo como clavos de su ataúd.
M. White, de pie ante la mujer de los libros, se agachó para verla un poco mejor. Ya no sonreía. Estaba analizando.
-¿Dónde está?
La mujer no entendía lo que le estaban preguntando. Negaba con la cabeza y trataba de balbucear, pero las palabras no salían de su boca.
-¿No sabes o no me quieres decir? Te lo voy a preguntar una vez más-, decía, mientras levantaba su dedo. -¿Dónde está?-
La mujer volvió a negar. M. White se levantó, insatisfecha. Le dio una patada en el vientre una vez más a la mujer, y luego otra, esta vez en las costillas. La otra ni siquiera gritaba. Una y otra vez, trató de aguantar las patadas, pero era inútil. Los zapatos de tacón de M. White le hacían bastante daño. La última patada que le soltó fue en la cabeza, y le abrió la frente con el tacón.
-¡No sé de lo que hablas, por favor!-, gritó la mujer, cuya sangre le escurría por la sien y le manchaba la cara de escarlata brillante.
-Eso es mentira y lo sabes. Te lo recordaré de la manera más educada que conozco.
M. White se metió la mano en el bolsillo, y sacó su “arma”. No era más que una larga cuerda enrollada sobre sí misma, pintada de colores: rojo, naranja, amarillo, verde, azul y violeta. Se la mostró de cerca a la mujer, quién a pesar de la sangre pudo verla claramente, y se sorprendió, toda pálida y sin poder moverse.
-¿Quién te dio…?
M. White compuso una sonrisa en su lindo rostro.
-Un buen amigo en común. Me pidió que te encontrara a ti, que eres la responsable de restauración del museo. También me pidió que preguntara por un tal Roger Wingates, un amante tuyo que nuestro amigo conoce pero que no encuentra, lamentablemente. Ese tal Roger Wingates y tú tuvieron algo que ver, una serie de ataques y declaraciones en contra de nosotros. Y luego, tu querido Roger se puso violento y masacró a varios de ellos en una marcha. Los arrolló y se dio a la fuga. A ti no pudieron culparte porque sólo tenías una opinión que dar. Estabas escudada tras las faldas de cierto sector del gobierno y de la iglesia.
La mujer se armó de valor, y le escupió en la cara a M. White.
-¡Tú y los tuyos son basura! ¡El Lobby es un grupo de degenerados que deben morir! Roger hizo bien, obró bien ante los ojos de Dios y de la familia. Y ustedes siguen ahí, envenenando a nuestros niños con sus mentiras. Él está en Texas. Y tú jamás lo vas a encontrar…
M. White se limpió la cara, y acto seguido, le soltó una fuerte bofetada a la mujer, la cual escupió sangre y chilló como una rata.
-Que desagradables son ustedes los creyentes. Bien. Mi amigo dijo que te dejara este regalo, y me dijo que te dijera que el Lobby no se olvida tan fácil de sus buenos amigos…
Deshizo el nudo de la cuerda, y la agarró entre sus dos manos. La mujer trató de levantarse, pero su costilla rota no le permitió moverse tan lejos. M. White se abalanzó, y rodeó el cuello de la mujer con la cuerda, apretando fuerte. La otra trató de soltar patadas, y sus uñas le agarraban el cabello a aquel fantasma blanco, pero no le hacían daño. M. White apretó más fuerte, y escuchaba las arcadas de la mujer, quién trataba de soltarse, soltando patadas al aire y a sus libros en el suelo. Apretó aún más fuerte, hasta que la cuerda se quedó marcada en el cuello de su víctima, y soltó su último aliento. Los ojos de la mujer estaban inyectados en sangre, y la lengua lucía morada.
M. White se levantó, se acomodó el traje blanco y el cabello. Miró a la mujer ahí en el suelo, con la cuerda aún alrededor del cuello, y no sintió lástima. Sacó de su otro bolsillo el teléfono, y llamó.
-¿La encontraste?-, dijo la voz de un hombre al otro lado de la bocina.
-Deberías estar orgulloso. Sufrió. Al menos me dijo lo que querías saber. Roger está en Texas. Creo que iré para…
-Espera. Tienes que venir primero conmigo. Tengo que decirte algo antes de que te vayas. Por favor…
La voz de súplica del muchacho hizo que M. White suspirara.
-Muy bien. Ahora déjame salir del museo, y te buscaré. No llames, no te muevas de ahí.

Colgó y se guardó el teléfono de nuevo en el bolsillo. Caminó despacio, vigilando los pasillos. El museo estaba vacío, sin duda. El mismo museo la ayudaba. Y al pasar por el otro pasillo directamente a la salida, M. White sonrió, cuando Sor Juana le dirigió una mirada severa. Una mirada que, para aquel fantasma blanco, decía: “Bien hecho. Ahora eres uno de nosotros…”

domingo, 18 de junio de 2017

#UnAñoMás: Ya Viene... (Día del Padre)



Pedro era un hombre maduro. Casi 60 años, cabello canoso, medio calvo, con barba y bigote igual de blancos, veteados con algunos pelos negros. Sus ojos pequeños, su rostro arrugado, y su ropa algo vieja, todo demostraba que vivía en la miseria. Pero no: solamente le daba todo a quienes importaban de verdad.
Desde pequeño, Pedro sabía que podía ver cosas, eventos que no habían sucedido aún. Le asustaban, pero cuando sucedían, se sentía más tranquilo. Muchas eran cosas buenas, asuntos que podían traerle beneficios. Otras solo eran desgracias: la muerte de su madre, la cual vio a los trece y no pasó hasta que cumplió los 30, el accidente de uno de sus hermanos, y varias relaciones terminadas. Todas eran inevitables, dolorosas… Pero a veces había esperanza.
Aquel buen hombre tenía la costumbre de ver desgracias, concentrarse en ver aquellas donde aparecieran niños y niñas, algunas donde pudiesen morir o perder a su familia. Trataba de llegar antes de que pasaran, planeaba todo con cuidado. Muchas veces llegaba a tiempo, para rescatar a los niños de accidentes, o de encontrar a los huérfanos después de desgracias familiares. Nadie lo veía ni lo notaba. Y con el corazón en la mano, Pedro procuraba y cuidaba a las pobres criaturas. Ellos terminaban llamándolo “papá” después de un tiempo.
Uno de esos niños ya era un adulto, y a quién de cariño Pedro le decía Panda, por sus ojeras y su cara redonda. Como el niño no recordaba nada del accidente donde sus padres habían muerto, tampoco recordaba su nombre. Panda ayudaba a Pedro a cuidar a los más pequeños, en especial a las niñas. En aquel pequeño departamento, en un edificio abandonado en el centro de la ciudad, era donde Pedro y sus hijos adoptivos se escondían, para pasar desapercibidos.
Una noche, Panda y Pedro estaban sentados en la mesa, después de un largo día con los pequeños, tomando un café algo desabrido y tibio. Panda era el único de los hijos de Pedro que conocía el secreto de su padre, y cómo había dado con cada uno de ellos, para así salvarlos de un destino aterrador. Los pequeños dormían en colchonetas o colchones viejos colocados en el suelo de todo el departamento, rodeados de paredes antiguas de pintura desconchada y juguetes. Había unos cuantos libros y cuadernos, con los que Pedro y Panda enseñaban a los niños más grandes.
-Deberías considerar llevarlos a un albergue, dónde puedan hacerse cargo de ellos. No serás joven por siempre ni tan fuerte como lo fuiste hace 15 años conmigo. Tenemos que darles una vida digna a estos niños.
Pedro vio a su muchacho, y sonrió, algo cansado.
-No puedo dejarlos solos. Ellos aprendieron a confiar en mí, y aunque no saben lo que hice para salvarlos… No puedo dejarlos en manos de nadie más, y es lo último que voy a decir.
Panda notó a su padre molesto. Le puso la mano encima de la suya, vieja y arrugada.
-¿A qué le tienes miedo?
Los ojos de Pedro de apagaron, como si la poca alegría que les quedaban se hubiese desvanecido.
-A nada…
Panda conocía bien a su padre como para ver en su mirada que algo pasaba.
-No te creo, Pedro. No me mientas por favor…
Ninguno de sus niños le había llamado por su nombre, y mucho menos el mayor de todos, en el que más confiaba.
-Temo que algo se lleve a mis niños, a todos. Yo los rescaté, yo los salvé de la muerte, y ahora debo protegerlos…
-Pero los salvaste de la muerte. Están a salvo, pero no estarán bien cuidados si algo te pasa. Los salvaste de un cruel destino y ellos te estarán siempre agradecidos si mejoras su vida, pero…
Pedro se levantó, pálido y asustado. Panda conocía aquello: la mirada perdida, con las pupilas dilatadas. Estaba teniendo una visión, y por el rostro de su padre, no era algo agradable.
-No es la muerte, no es el destino. Esas son sólo palabras, conceptos, ideas… Es quien las causa, y viene para acá.
Panda también se levantó, alarmado. Se asomó por la ventana, pero no había nada. Sólo la calle vacía de gente, y uno o dos coches pasando por enfrente. Uno de esos coches, uno rojo bastante elegante, se detuvo del otro lado, en la banqueta de enfrente. De él no parecía salir nadie, hasta que una sombra se deslizó por la puerta del piloto. Era un hombre, de eso no cabía duda, aunque el muchacho no podía verlo con la oscuridad y lo tenue de las luces de la calle.
El hombre del auto rojo caminaba rodeando aquella bestia que manejaba, y abrió las cuatro puertas. Las dejó así, como si no temiese que algún extraño entrara a robar el auto. Después, el extraño sujeto entró una vez más al auto, y puso la música a todo volumen, haciendo que todo retumbara. Era una canción de metal, tan fuerte y estridente, que iba ascendiendo poco a poco, haciendo más y más ruido en la calle. Panda reconoció la canción al instante: Thunderstruck, de AC/DC.
-Trata de intimidarnos. Ve con los niños, llévalos a la recámara, que no salgan…-, dijo Pedro, asomándose por la ventana, mientras el muchacho corría por todas partes para levantar a los niños, que se asustaban cuando el muchacho los zarandeaba.
En la calle, la luz de uno de los faroles de la calle iluminó la silueta de aquel hombre misterioso. Era un muchacho, no más grande que Panda, desnudo de la cintura para arriba, con el enorme pecho velludo al aire, y descalzo. Miró hacia arriba, directamente a la ventana del departamento abandonado, desde donde Pedro lo observaba, con miedo, precaución, ira.
-¡Viejo amigo! Seguramente me viste venir, y seguramente podrás ver lo que va a pasar en cuanto te haga bajar de aquí-, dijo el muchacho, con potente voz, sonriendo.
-Sabes muy bien que no. No puedo ver nada cuando estás cerca. Sólo vi como llegabas, como cada vez…
Pedro estaba asustado, pero confiaba. Su alma estaba tranquila. Si algo debía de pasar, que pasara. Pero con sus niños no.
Panda estaba rodeado de niños que estaban asustados. Miraba a Pedro y buscaba respuestas.
-Su nombre es Elihú. Un muchacho corrompido por su enorme poder. Lo conocí cuando teníamos la misma edad, pero yo me consumí con los años, a comparación de él. Creí que podíamos arreglar varias cosas, rescatar personas y ayudar. Pero Su propio poder lo puso en su contra. Se dejó llevar por su orgullo, y empezó a destruir. Y cuando destruía, muchos inocentes morían. Lo podía ver hacerlo, y llegaba antes para rescatar a los niños. A veces era demasiado tarde, como contigo, Panda. Siempre estuvo ahí, como un emisario de la muerte, mientras yo llegaba para rescatarlos…
-¡Y ahora los quiero a todos! Déjamelos, Pedro. Bien sabes que es su destino. Tú me los arrebataste, y por algún motivo sabía que lo harías. Ahora deja que haga con ellos lo que debí hacer, cumplir mi misión.
Los gritos de Elihú desde la calle retumbaban en las paredes de los edificios que los rodeaban, No parecía querer irse. Pedro lo miraba desde arriba, preocupado, con las manos temblorosas en el borde de la ventana.
-Vas a tener que llevarte a los niños, muchacho. A todos. Si es necesario que baje a enfrentarlo, que sea ahora mismo. No puedo ver lo que va a pasar, pero sé que los vas a cuidar bien. Serás tan buen padre y hermano para ellos como lo fui yo. Ahora ve y sal con los niños por atrás…
Panda estaba desesperado. Los niños lloraban y el más pequeño lloraba entre sus brazos.
-No te voy a dejar, no estás a salvo y los niños tampoco. Vamos todos juntos, podemos escapar de él…
-No se puede. Es una fuerza indómita, imparable, peligrosa. Si lo dejamos entrar, ni tú ni yo ni nadie podrá detenerlo. Si logramos huir, nos encontrará como lo hizo ahora. No tiene remordimiento, pero sí una voluntad de hierro bastante mal encaminada. No lo voy a repetir, muchacho. Llévate a los niños, y salgan.
Las palabras de Pedro eran incuestionables, tan duras y frías, que Panda se sintió peor de asustado. Se levantó y empezó a jalar a los niños, haciendo que todos se tomaran de las manos para empezar a salir del departamento. La música abajo sonaba aún más fuerte, y a Pedro le dolía la cabeza. Volteó para mirar por última vez a sus niños, y unas lágrimas solitarias le corrieron por el arrugado rostro.
-¡Baja de una puta vez con los niños y te dejare ir en paz! Dame lo que vine a buscar y no te destruiré. Podrás seguir viviendo hasta el último día, sin la carga de tantos niños en tus manos, de tanta sangre derramada. Será como si nunca hubieses tenido las visiones.
Pedro se asomó aún más por la ventana, con miedo y coraje.
-¡Deja a mis niños en paz! ¡Arrójate por un edificio, muérete o algo, pero deja a mis pequeños en paz!
Elihú dibujó una sonrisa, y mientras se movía, la luz de la calle dibujaba extrañas sombras en sus músculos.
-Tú lo buscaste, amigo. Ahora van a bajar…
El muchacho abajo echó a correr, y con el hombro golpeó la pared del edificio. Todo el lugar empezó a cimbrar, y del techo caían pedazos de yeso viejo. Las paredes se cuarteaban, y los gritos de los niños retumbaron escaleras abajo. Pedro se agarraba de donde pudiese, mientras el yeso y el cemento le cegaban. Los pulmones se le llenaron de ese polvo que ahogaba, y sus toses no le dejaban guardar bien el equilibrio. Elihú volvió a arremeter, y esta vez, Pedro sintió que el edificio se inclinaba. Otro golpe más, y tal vez todo se vendría abajo. Las paredes se abrían, y el piso crujía, como un animal malherido.
De repente, los gritos de los niños cesaron, y el edificio dejó de temblar. Era como si todo se hubiese detenido, como un mal sueño. Pedro echó a correr escaleras abajo, saltando las piedras caídas y los escalones que se habían desmoronado. La tos lo atacaba y sus ojos no podían ver bien por donde iba, pero eso no le importaba. Ahí no estaban sus niños. No había rastro de ellos en la oscuridad.
La luz de la calle le guió hasta el vestíbulo, y la puerta del edificio arrancada. Afuera se veía una sombra: la sombra de la muerte. Elihú estaba de pie, esperándolo. No había rastro de los niños: tal vez habían podido escapar. Pedro se fue acercando poco a poco, tratando de ver a través del polvo, tropezando con piedras y varillas.
-Aquí me tienes… Déjalos ir, y tendrás un premio más grande. Podrás acabar con mi vida. Quedamos tan pocos como tú y yo… Déjalos ir…
Cuando salió del edificio, Pedro miró más de cerca a su antiguo amigo, quién esperaba. Pero entre sus manos ya tenía algo más, un premio mucho mayor del que Pedro le ofrecía. Levantaba con ambas manos alrededor del cuello el cuerpo inerte de Panda, con los pies colgando por encima del pavimento. Pedro palideció.
El muchacho soltó su último aliento, mientras Elihú lo dejaba caer, justo a los pies de Pedro, quién se agachó para agarrar a su muchacho, tratar de despertarlo, pero era imposible. La sangre le corría por la nariz y uno de los oídos, con los ojos inyectados en sangre y el rostro azul. Estaba muerto. Lleno de rabia, Pedro miró a su enemigo, pero se quedó quieto, asustado, sin palabras.
Elihú lloraba, con las manos temblorosas y el rostro desencajado. Miró a Pedro a los ojos, y el viejo notó el miedo en la mirada del otro.
-Vino a mí. Ni siquiera los perseguía. Los niños se fueron, y él se acercó. Me dijo que había sido el primero de los niños que rescataste de mis manos. Que dejara a sus hermanos en paz. Ni siquiera recordaba su verdadero nombre. Maté a un muchacho que debió morir hace mucho, y ni siquiera encuentro la finalidad. Es algo horrible… Si mi fuerza solo sirve para eso, para matar, no hay nada bueno en hacerlo. Tú salvaste a todos esos niños. No puedo enfrentarme a eso…
Descalzo y semidesnudo, con el hombro lleno de polvo, Elihú se marchó caminando por la calle. Volteó una sola vez para ver a Pedro.
-Llévate a esos niños y dales una mejor vida. O te buscaré a ti…
Salió corriendo, con pasos ligeros, perdiéndose en la oscuridad. Pedro lo miró alejarse, y mientras abrazaba a su muchacho muerto, los demás niños salían de la oscuridad de un callejón. Una de las niñas más grandes, Altea, cargaba al bebé, que había dejado de llorar. Algunos corrieron para abrazar a Pedro, y los demás lo rodeaban, de pie, como pequeños fantasmas a su alrededor. El hombre miró hacia el otro lado de la calle: el auto seguía ahí, pero la música hace tiempo que se había acabado.
-¿Dónde está el hombre malo?-, preguntó uno de los pequeños, uno de ojos hermosos y cabello negro.
-Se ha ido. Vamos a tener que irnos de aquí. Hay que dejar este lugar…
Los niños caminaron hasta el auto, y empezaron a acomodarse como pudieron. Pedro dejó a Panda recostado en el suelo, con los ojos cerrados, y le dio un beso en la frente. Si hubiese podido ver eso… Tal vez su hijo estuviese vivo, y todos los demás muertos. Camino hasta el auto y arrancó el auto, recorriendo las calles solitarias.
El sueño lo venció saliendo de la ciudad, y orillando el auto en la carretera, entre unos arbustos, Pedro se quedó dormido. El sueño que tuvo era una visión. Los niños sonreían, jugaban con otros pequeños, en un albergue. Estarían a salvo, felices, bien cuidados. Y él sonreía, porque los visitaba cuando podía, y…
El sonido de un camión que pasaba en ese momento por la carretera lo despertó. La caja del camión tenía una enorme bandera estadounidense pintada en el costado, como si ondeara con la velocidad del aparato. Vio a sus niños, durmiendo en los asientos de atrás, y a su lado, Altea con el bebé entre sus brazos. Sonrió, y volvió a dormir.

Esta vez, su sueño cambió. Había muchos colores, como el arcoíris, y sangre, sangre y gritos…
 
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