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lunes, 20 de noviembre de 2017

#UnAñoMás: Altamar (Día de la Revolución Mexicana)



La barca de Andrés ya había dejado la costa, y la banda de guerra que se escuchaba desde el malecón se hacía cada vez más lejana. El enorme barco de velas que zarpó después de que los fuegos artificiales se dejaran escuchar en la plaza ya iba aún más lejos que su pequeña embarcación. La celebraciones de la Revolución no le importaban en lo más mínimo. Él se iba a pescar, como cada tarde, en solitario, acompañado sólo de su caña y su red. En tierra no tenía nada, pero en el mar, en aquel profundo mar azul casi negro, lo tenía todo…
Tomó la caña y lanzó el anzuelo hacía el agua, sin importarle donde caía. La suerte estaría con él y le ayudaría a sacar algo, tal vez un pez verdaderamente grande. El hilo de la caña se tensó un poco, tal vez por efecto del agua que corría bajo la barca, pero nada más. Los peces no parecían querer morder el anzuelo. Tal vez estaban ocupados con sus asuntos de peces, aquellos que los hombres no entienden y los peces olvidan en segundos. Tal vez las corrientes se los habían llevado a todos. O tal vez ni siquiera los peces tenían antojo de tan miserable carnada.
-Tranquilos, tranquilos, ya les dará hambre. Porque yo tengo hambre también…-, decía Andrés, mirando el agua con sus pequeños ojos, tratando de vislumbrar a través del agua y los rayos del sol que se reflejaban en la superficie, buscando a los pequeños peces. Sólo podía ver un tremendo azul intenso, que iba oscureciéndose conforme se veía más al fondo. Era como una enorme cueva llena de agua.
Mientras Andrés observaba atento el fondo del mar, algo golpeó el piso de la barca, como si hubiese caído desde algún lugar del inmenso cielo azul. El muchacho se dio la vuelta, acomodándose la gorra sobre la cabeza, para que el intenso sol no le quemara tanto la cara.
En el piso de la barca había un pez, que aún luchaba por no morir, golpeando la madera de la embarcación y salpicando lo poco de agua que quedaba en su cuerpo plateado. Era un pequeño atún, que no pasaba de los 15 centímetros. Abría y cerraba su boca con desesperación, y sus agallas dejaban ver un interior rojo lleno de branquias resecas.
-Mira tú, que casualidad… ¡Les hablo y se suben!-, exclamó el solitario pescador. Estiró su mano callosa, y antes de que pudiese tomar al pequeño atún entre sus manos, algo le golpeó en la muñeca. En el fondo de la barca, una vez más, había otro pez. Esta vez era un pez rojo, de un color rosado en el vientre, con ojos igual de rojos.
-Por favor, ¿qué significa esto? Si así son cuando los trata uno bien, lo voy a hacer más seguido…
Otro pez, pero esta vez, este lo golpeó en el rostro, como una bofetada azul y gris que cayó atronadoramente en el suelo de la barca.
Andrés miró al pez con extrañeza, mientras los tres animales se retorcían en el fondo de la balsa. Frunció el ceño y trató de pisar a uno de los peces con su pie descalzo, pero falló, porque el animal se escurrió rápidamente.
-¡Estúpidos animales, malditos sean!
Pero por más que pataleaba, no pudo pisar a ninguno. Andrés estaba desesperado, y no se dio cuenta, hasta que fue demasiado tarde, que el mar alrededor de la barca estaba hirviendo. El agua saltaba y formaba círculos, salpicaba gotas saladas por todas partes. Andrés se quedó quieto, de pie en medio de su barca, cuando los peces empezaron a saltar por el agua.
Eran cientos de ellos, de todos los colores: amarillo apagado, grises que brillaban como la plata, de color negro lustroso. Largos, pequeños y hasta hinchados con picos, con forma de luna, con largos hocicos llenos de dientes afilados. Algunos le daban a Andrés de lleno en el pecho, en las manos, en las piernas, y dos que tres en la cabeza, y cuando caían al fondo de la barca, algunos hasta le mordieron los dedos de los pies. Perdió el equilibrio, y cayó de sentón en el piso de la barca, aplastando a algunos peces.
-¡Ya, déjenme en paz, basta!-, gritaba el joven pescador, mientras los peces seguían saltando, directo a él, o cayendo de regreso al mar.
Fue cuando todo se calmó, aunque los peces en el fondo de la balsa seguían saltando. Se escuchaba como un chapoteo bastante pegajoso, una sarta de golpes viscosos contra la madera y el metal. Andrés se extrañó al ver la balsa llena de peces luchando por no morir (algunos ya estaban tiesos), y de que el mar estuviese tan tranquilo. Se incorporó un poco, haciendo a un lado los peces de la balsa con sus pies y con sus manos.
Se asomó por el borde de la balsa, de rodillas, con sus dedos bien aferrados al madero. Ahí solo había algunas ondas de agua que aún chocaban contra su balsa, y el profundo mar azul más al fondo. Fue cuando el pescador escuchó otro chapoteo, un pez que había salido del agua directo a su balsa, con un potente crujido al final, señal de que había aterrizado sobre otros peces.
El muchacho volteó rápidamente. Ese golpe en la barca la había mecido incluso, y se había escuchado como quién deja caer un fardo en el suelo. Ahí, en el suelo de la barca, había un pez, aún más grande que todos los demás. Su cuerpo era naranja, un naranja intenso, con un vientre blanco como pus. Su rostro era ancho, como el de una persona sin nariz y con unas enormes agallas abiertas en lugar de orejas. Su boca parecía querer respirar, y sus ojos enloquecidos miraban a todas partes, independientes uno del otro. En vez de aletas tenía una especie de garras, como unas largas manos llenas de venas y que terminaban en uñas afiladas, que arañaban el suelo de la barca y a los peces. La cola era larga, y se movía de izquierda a derecha.
No fue la apariencia del pez lo que hizo que Andrés palideciese de terror, sino el grito de aquella cosa. Sí, el pez había gritado, como lo haría un hombre malherido. Se arrastró poco a poco hasta donde estaba el muchacho, soltando alaridos estridentes y muy aterradores. Era como si lo torturaran, como si caminar por ahí con aquellas aletas y agitando su cola le hiciese daño.
-¡Aléjate, aléjate!-, decía el muchacho, soltando patadas que hacían que los peces muertos saltaran. Pero no detuvo al pez que, poco a poco, se acercaba a él, arrastrándose y gimiendo. Cuando ya lo tuvo casi entre las piernas, el pez se detuvo. Empezó a respirar rápido, con aquellas agallas que parecían melena de león, y sus garras se hundían en la madera.
Su último grito fue horrible. Algo agudo al principio, y gutural después. Parecía que aquella criatura se desinflaba, y quedó quieta en el fondo de la barca, antes de que su cuerpo empezara a burbujear. El pez se deshizo, y su cuerpo se diluyó entre los cadáveres de los demás peces.

Andrés no tardó en reaccionar. Se lanzó al motor y lo hizo funcionar. La barca avanzaba un poco más lento, por el peso de los peces muertos. El pescador solitario estaba asustado, temblaba, quería dejar atrás el mar. Y aunque el motor hacía un ruido infernal, aquel grito aterrador seguía retumbándole en la cabeza…

jueves, 2 de noviembre de 2017

#UnAñoMás: Ollin Miquiztli [FINAL] (Día de Muertos)



Otra mañana fría le daba la bienvenida a los muertos en su estancia en nuestro mundo. La gente caminaba por la calle de Donceles como siempre lo habían hecho. Algunas de las librerías de usado ya estaban abiertas, y el viento penetraba en las puertas, haciendo volar las hojas de libros antiguos y carcomidos.
Siguiendo derecho por aquella calle, se llega hasta el Museo del Templo Mayor, el cual se encuentra a la derecha de dicha calle. Caminando un tramo de República de Guatemala se llega a ver el conjunto de restos de piedra que alguna vez fueron el templo más grande de la religión mexica, y uno de los edificios más grandes de Mesoamérica, que desafiaba toda regla arquitectónica, gracias a estar construido sobre una chinampa, flotando en un lago de agua salada.
Ahora no era ni la mitad de su esplendor original, aunque muchos seguían visitándolo, imaginándose el tamaño y la imponencia de aquel edificio, que incluso pudo haber sido más grande que la Catedral Metropolitana, justo al frente de él.
Quién no ponía atención caminaba directamente frente al templo, sin ver siquiera lo que había en sus paredes, sin observar bien los detalles en sus paredes, en sus figuras, en las líneas de las escaleras. Fue una mujer quién miró más de dos veces dentro del terreno del museo. En la pared de calaveras, que representaba un tzompantli, una larga línea roja alteraba la apariencia blancuzca de aquella pared. Las calaveras del centro estaban manchadas de algo escarlata que brillaba intenso con el sol que se lograba colar por entre los edificios del Centro Histórico. Fue la segunda vez que observó cuando notó que algo de verdad andaba mal. Y ya la tercera vez, con un grito fuerte y alterado, fue cuando un policía que andaba por ahí acudió a ver algo horrible.
Sobre la pared de calaveras, en el tramo que le faltaba por encima, se encontraba el cuerpo de una mujer. La cabeza no se alcanzaba a ver, y el cuerpo estaba doblado por encima del borde de la pared, haciendo que sus piernas cayeran encima de las calaveras de arriba. De entre sus genitales corría la sangre que manchaba en una línea recta las calaveras justo debajo de ella, como una cascada grotesca en miniatura sobre la piedra blanca. Donde la sangre hacía su charco, había algo que no se veía muy bien, hasta que los policías decidieron entrar al templo. A los pies de la pared de calaveras, lleno de sangre y polvo blanco, había un feto. Se distinguían las piernas y sus manos, pero la cabeza aún parecía la de un pequeño animal, una rana o un anfibio con ojos a cada lado de la cabeza, la boca semiabierta y la mirada vacía.
Jacobo Silver alcanzó a llegar rápido antes de que retiraran el cuerpo. Las fotos que había tomado eran aterradoras, e incluso él se había puesto pálido. Esta vez, el asesino no había tenido piedad, pero su creatividad parecía no conocer límites. Estaba asqueado.
-No me haga sospechar de usted, señor Silver.
Jacobo volteó para ver al oficial Buendía acercarse a él. El policía se veía bastante enfadado, pero también temblaba, como si alguien le manipulara las manos. Todo lo que sostenía temblaba antes de caer al suelo. Su nerviosismo era evidente.
-Le dije que esto pasaría. El asesino está siguiendo un patrón específico, inspirado en la magia de estos días, o sólo lo hace para llamar la atención. ¿Ya habló el muchacho traumatizado?
Buendía asintió.
-Dijo que “el monstruo” le había dicho que no era digno de morir. Lo veía como un ser enorme, delgado, con el rostro pintado con una línea negra atravesándolo horizontalmente y sin el pie derecho. Iba acompañado de una mujer, toda vestida de rojo, con el cabello negro suelto…
Silver se quedó pensando un momento, antes de empezar a hablar.
-Hay una leyenda azteca antigua, en donde los dioses se reúnen para crear al sol y la luna. Dos de ellos, uno grande y hermoso, y otro pequeño y enfermizo, se ofrecen como sacrificio. El día pactado, frente a una hoguera, ambos son obligados a arrojarse al fuego. El dios enorme e imponente se acobardó ante la hoguera, mientras que el dios enfermizo, llenándose de valor, se arrojó primero, seguido del otro. El dios enfermizo salió primero transformado en el sol, porque su valentía había encendido su alma, mientras que el otro dios, ya envalentonado también, había surgido del mismo tamaño y esplendor que su hermano. Sin embargo, Quetzalcóatl, enfurecido por ese hecho, tomó a un conejo y lo estampó contra el segundo sol, convirtiéndolo en la luna, un astro que no merecía brillar tanto por su falta de honor y valentía.
Buendía se quedó en silencio un momento, analizando las palabras del reportero.
-No entiendo. ¿Tiene algo que ver con los asesinatos?
-Al menos con el primero sí, oficial. Un muchacho de buena posición, relativamente guapo, que es rechazado por el asesino. En cambio, elige a un simple y pobre vagabundo, a quién le saca el corazón, símbolo de la energía que necesita el sol en su tránsito diario en el cielo.
-Bien, señor Silver. ¿Pero la mujer qué culpa tenía? No entra en ningún plan divino o…
Jacobo Silver volvió a sonreír.
-Se equivoca, oficial Buendía. Si hablamos de sacrificios, en la época azteca, una mujer embarazada muerta durante el parto era igual en importancia al mejor guerrero muerto en combate. Se le enterraba con honores, en ceremonias tan complejas que simulaban el sepelio de un guerrero, con cantos de batalla y armas en la tumba, así como con su bebé si es que este también moría. El espíritu de la mujer muerta en parto acompañaba al sol todos los días, y lo recibía en el ocaso para dormir durante la noche. Si una mujer embarazada no recibía los honores suficientes o no se le enterraba de acuerdo al ritual, su espíritu vagaba durante las noches como una bella mujer, que se lamentaba por aquellos hijos que la muerte le había arrebatado. Se le llamaba cihuacóatl, mujer serpiente…
-¿El asesino estará recreando estas leyendas para infundirle miedo a la gente de la ciudad? Es un pensamiento algo pesimista, ¿no, señor Silver?
-Tal vez. O es alguien con mucha imaginación y ganas de hacer las cosas así. En todo caso, el asesino está acompañado de una mujer que podría representar a la cihuacóatl. No va a ser difícil encontrarle…
-¿Y cómo sabe eso?
-El hombre estará vestido de un dios prehispánico. Tezcatlipoca para ser exactos. El Dios era delgado y escuálido, bastante aterrador, con garras en las manos, el rostro surcado por una línea negra y con el pie amputado, del cual sólo salía el hueso descubierto.
Buendía fue el que sonrió esta vez.
-Que original disfraz, entonces. No va a ser complicado encontrarle. Habrá que disponer de agentes en toda la zona. No podrá ir lejos si…
Jacobo Silver empezó a chistar al oficial.
-Ya es demasiado tarde, oficial. El asesino ha tomado las víctimas que necesitaba en estos días y no volverá a aparecer…
El reportero se había quedado en silencio, pálido, con los ojos abiertos. La mujer de la noche pasada, aquella a la cual no podía dejar de ver, en el restaurante… Un presentimiento cruzó por su cabeza.
-Al menos que haya aún más simbolismos, oficial Buendía.
Ambos salieron caminando del Templo, mientras Buendía conducía al estupefacto reportero a un lugar más apartado de la gente.
-¿A qué se refiere? ¿Qué otras señales podría haber en esto? Ya tengo suficiente con tres muertes como para que…
-La señales. El asesino está inspirado en leyendas prehispánicas. Está matando en la ciudad que era el centro religioso y político más grande de Mesoamérica. Un lugar de gozo y alegría, donde la muerte no era temida, sino adorada como un dios, o un camino directo a la gloria o al descanso.
-Sigo sin entender…
Jacobo Silver se tranquilizó.
-Yo tampoco lo entiendo bien, pero hay algo que se me escapa… Tenemos que ir a comer. Todo se hace más claro con la barriga llena, oficial. Además, falta que pague la apuesta que ha perdido. ¿Sanborns?
Ambos sonrieron, pero no dijeron nada.
Después de la comida, el reportero y el policía se quedaron en la mesa apartada de toda mirada y oído indiscreto. Ya no había comida, y faltaban las palabras.
-Quiero que me explique lo que piensa de esto, señor Silver. Sin rodeos, sin mentiras. Si usted está implicado en todo esto, será mejor que…
-¡Ay, por favor! Ya le expliqué que no tengo nada que ver en este asunto. Es cuestión de lógica, oficial. Llevo más de veinte años trabajando para la nota roja, que uno aprende a ver las señales de los criminales, en especial de uno tan específico como este. ¿Va a dejar de inculparme en algo que desconozco o prefiere que le ayude?
Buendía puso los ojos en blanco.
-Muy bien, adelante. Quiero escuchar su teoría…
Jacobo tomó un sorbo de refresco antes de continuar.
-El Árbol de la Noche Triste…
-¿Dónde Hernán Cortés lloró al verse derrotado?
-Sí, ese mismo. Es un símbolo histórico de la derrota, no sólo de la momentánea que sufrieron los españoles, sino también del imperio mexica en general. El árbol aún se conserva, viejo y retorcido, en una plaza de la ciudad, no muy lejos de aquí. Si el asesino busca una salida triunfal, será en ese lugar.
-¿Volverá a matar?
-No lo creo. Ya han sido bastantes muestras de horror y muerte por dos días. Tal vez sólo va a dejar un mensaje, para aquellos que sepamos ver bien las señales. El final de su camino es dónde inició el nuestro, al menos de manera simbólica, como el lugar dónde el águila devoraba una serpiente, hace cientos de años. Veamos… ¿Podremos ir ahí a averiguar si tengo razón?
Fue como si alguien le hubiese picado el trasero al oficial Buendía con un fierro candente.
-¿Está usted loco? ¡Son puras suposiciones! ¿Cómo va a creer que el asesino se va a presentar en el lugar que usted ha imaginado sólo porque sí?
Silver se levantó, un poco más despacio que su compañero, a quién ya lo estaban viendo los demás comensales.
-Primero vamos a guardar la calma. Me adelantaré hasta el lugar que le he comentado. Es una plaza pequeña, en Tacuba…
-Claro que sé dónde es. ¿Por qué quiere ir usted solo?
-Cerciorarme de mis propias teorías. Puede seguirme sin que nadie más se dé cuenta. Cuando lleguemos y vea que estaba en lo correcto, creo que esta vez yo pago la comida.
Silver guiñó y salió del restaurante casi trotando de la emoción, mientras una de las meseras, de amplia falda a colores, se hacía a un lado para dejarlo pasar. Buendía se acercó a la caja para pagar la cuenta y salió directo a su coche.
Después de un rato, la tarde empezaba a caer en la ciudad, y el tráfico por la Calzada México-Tacuba era casi interminable. Jacobo Silver, a bordo de un taxi particular, no se había dado cuenta de que aquella misma avenida había sido alguna vez uno de los caminos (específicamente, calzadas) que conducían al centro del Lago, a Tenochtitlán. El taxi se detuvo frente a la plaza, un pequeño cuadro vacío dentro de la ciudad, con un enorme árbol en el centro. Ese no es, pensó.
Caminando a la plaza se dio cuenta que la gente ya estaba saliendo, aunque poco a poco. Dentro de la plaza había una iglesia blanca, de donde salían las personas, y algunos se quedaban admirando el verdadero espectáculo de aquella noche. Era una ofrenda enorme, un camino de sal y tierra, bordeado por miles de pétalos de cempasúchil, y el cual daba a una pequeña mesa donde se presentaban diferentes platillos en distintos niveles, con un enorme pan de muerto al centro. Las fotografías de personajes célebres adornaban el camino, el cual también estaba iluminado con veladoras blancas. Aunque el viento mecía las llamas, no se apagaban. Detrás del enorme altar se escondía, en parte, un tronco blanco, el cual descansaba en la tierra tras una valla de metal.
El Árbol de la Noche Triste. Jacobo admiró con cuidado el tronco, un pedazo enorme de madera ya muerta que aún resistía al tiempo y a la contaminación, y que a esa hora de la noche y a la luz de las veladoras parecía un enorme fantasma, quieto en la inmensidad.
El viento arreció un poco más, y la gente abandonaba la plaza más aprisa, como si el aire enfurecido les trajese malas noticias, o una vibra inconfundible.
-Ya viene-, murmuró Jacobo para sí.
Volteó a la iglesia, pero ya no había nadie. La plaza estaba vacía, y el único árbol frondoso dentro se mecía, haciendo crujir sus ramas y las hojas muertas que aún colgaban de ellas. Cuando miró de nuevo a la ofrenda, ahí estaba ella, de pie, en medio del camino de sal y tierra.
La mujer del vestido rojo y cabello largo y negro le miraba fijamente. No se movía, y el vaporoso vestido se mecía con el viento nocturno, mientras las velas parecían avivarse más.
-Lo sabía. Representa muy bien su papel, señorita. La mujer serpiente…
Ella le sonrió, y abriendo la boca, su voz se convirtió en un sonido que a Jacobo le heló la sangre: miles de sonajas, como los cascabeles de las serpientes.
Jacobo Silver empezó a temblar y sintió el miedo circulando en sus venas. Aquello no era normal, y mientras la mujer avanzaba lentamente hacía él, trataba de retroceder, dando traspiés y casi tropezando.
-¿Dónde está él? Quiero verlo-, exigió el reportero, mientras la mujer seguía avanzando y emitiendo ese aterrador sonido.
Entonces, la noche se calló. Los grillos dejaron de cantar, y hasta el sonido de los cascabeles se detuvo. Ni las hojas del árbol ni el viento emitían sonido alguno, y el frío devoraba todo. Jacobo sintió que sus huesos calaban y la piel le quemaba con ese frío atroz.
Las pisadas se escuchaban detrás de él. Un pie descalzo primero, un hueso después. Jacobo se volteó presa del miedo y de la curiosidad. Ante él, se erguía aquel personaje que el muchacho del callejón había descrito en sus delirios. Alto y delgado, de piel oscura y pegada al hueso, con una línea en su rostro, y ojos delirantes de pupilas contraídas en una mueca de locura. Llevaba un penacho de plumas viejas y carcomidas, y su pie derecho había sido cortado. En su mano larga de gruesas garras aferraba una especie de piedra negra pulida, un espejo de obsidiana.
-Tezcatlipoca…
El ser mostró sus afilados dientes y se relamió la boca con una lengua azulada larga y viscosa.
-¿Cómo te atreves a pronunciar mi nombre?-, dijo la criatura con una voz espectral, gorjeante.
-Todos te conocen. Eres un símbolo, un dios, una leyenda…
La criatura enfureció, soltando un rugido potente al cielo.
-¡Nos han olvidado! Todos han sepultado en el olvido a las fuerzas que dieron origen a este mundo. Ahora les ponen otros rostros, los llaman “fuerzas de la naturaleza” o “leyes de la física”. ¡Somos la burla! Y el agua del lago sagrado ha desaparecido. Los ideales de la ciudad antigua se perdieron y ya no flotan hacia la gloria, sino que se pudren en la tierra seca.
-No se han olvidado. Están presentes. La noche de muertos es un ejemplo. Encienden el camino de las almas al mundo de los vivos. Muchos de nosotros todavía tenemos memoria.
Ahora la criatura se reía, con un sonido como el del hielo o el viento frío.
-Mira más allá, siervo humano. Mira lo que tengo preparado para ustedes…
Tezcatlipoca levantó su espejo negro, y mostrándolo de frente a Jacobo, el reportero pudo ver en él imágenes nítidas, como quién ve un vídeo en una pantalla de celular. Imágenes del futuro, del agua, de los dioses, y del sol manchado de sangre…
-¡Alto ahí!
La voz del oficial Buendía retumbó en la plaza, haciendo que Jacobo apartara la vista de aquel espejo. Tezcatlipoca miró al hombre quién empuñaba una pistola con ambas manos, y vio en sus ojos el temor de enfrentarle.
-¡Suelte eso o dispararé…!
La criatura estaba a punto de abalanzarse contra el policía, cuando el reportero se interpuso.
-¡Déjalo, déjalo ir! No puedes contra su poder. Todos ellos ya se van, mira…
El oficial Buendía bajó la pistola, y miró hacia donde Jacobo le apuntaba. El árbol de la Noche Triste estaba abierto, como un portón de madera vieja, y el camino de la ofrenda estaba repleto de gente, siluetas de personas que apenas si se podían ver en la noche. Eran almas de muertos, de todas las épocas y culturas, caminando hacia la puerta al más allá, mientras la cihuacóatl los recibía con un abrazo que jamás podrían sentir, atravesando su cuerpo hasta la oscuridad.
Jacobo y el oficial Buendía se quedaron apartados, viendo a las siluetas de hombres, mujeres y niños atravesar el árbol hacía la oscuridad eterna. Tezcatlipoca avanzó hacía el camino de flores, mirando como cada una de las almas transitaba por ahí, como un depredador observa detenidamente a sus presas.
-Era una lección, ¿no es así?-, preguntó Jacobo a la criatura. Esta lo vio detenidamente.
-Para que nunca más nos vuelvan a olvidar. Y si es necesario venir cada año, así lo haré, hasta que aprendan la lección. Sangre y muerte es lo que somos, una para vivir, y la otra para seguir más allá. Guarde en su corazón lo que ha visto, señor Silver, porque yo mismo vendré por usted, cuando Mictlantecuhtli así lo disponga…
El enorme ser se acercó a la mujer, y le susurró algo al oído. Ella le sonrió, y lo tomó de la mano. Ambos avanzaron por el camino de las flores, la tierra y la sal, mientras las veladoras se iban apagando a su paso. En el lugar dónde ellos habían estado de pie se dibujaban unos extraños símbolos: una calavera sonriente envuelta en dos tiras de papel con elementos prehispánicos.
-Ollin Miquiztli-, dijo Jacobo, sonriendo al ver aquellos símbolos grabados en el suelo.
-¿Y qué significan?-, preguntó el oficial Buendía, mientras las últimas veladoras se apagaban, y el crujido del árbol indicaba que este se estaba cerrando al fin.
-La muerte en movimiento. Cuando morimos, no desparecemos mientras la gente nos recuerde. Seguimos viviendo, en otro plano, con otra energía que los vivos no comprendemos, pero que para los muertos es como un último pedazo de fuego al cual aferrarse.
El policía carraspeó.
-Y acerca de lo que vio, puedo preguntar…
-No le diré nada. Puede que aún vivamos para verlo. Mientras tanto, yo invito la cena…
-Pero…
-Le dije que tendría razón después de todo. Era un presentimiento. Vámonos…
Ambos salieron de la plaza, mientras el viento frío levantaba los pétalos del camino de sal y tierra. El aire se perfumó con el olor del cempasúchil y el humo de las veladoras apagadas.
Nadie se dio cuenta que, bajo el símbolo de la muerte en movimiento, al pie del árbol de la Noche Triste, empezaba a manar agua. Un chorro de agua fría, oscura y salada.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

#UnAñoMás: Ollin Miquiztli [PARTE II] (Día de Muertos)



Aunque había sido uno de los trabajadores de limpia quién había reportado al pobre de Sebastián al día siguiente al encontrarlo pasmado sobre el suelo del callejón, nadie se imaginaría el segundo horror de la noche. El cuerpo de un vagabundo tirado en el callejón de los libros, más allá de la Casa de los Azulejos, como un presagio de que el Día de la Muerte había llegado.
El hombre había aparecido ahí, en el suelo mugriento y frío, con las extremidades extendidas sobre el suelo, y el vientre abierto en cuatro direcciones, semejando una cruz que dejaba salir sus entrañas. La sangre ya se había secado bajo de su cuerpo, formando un enorme charco de sangre. Impresa en el suelo, se hallaba una única huella de un pie largo y huesudo, un pie izquierdo que aparecía varias veces en la sangre alrededor del cuerpo.
-Si me lo preguntan, se ve bastante extraño. Aunque lo de las huellas se explica bastante bien.
El que había levantado la voz por entre el tumulto de policías, locatarios y reporteros se llamaba Jacobo Silver, corresponsal de la nota roja, y alguien que no dudaba en dar su opinión sincera y afilada.
Uno de los policías, un tal Buendía, se le quedó viendo. El hombre era de poca paciencia, así que esperó a que la gente se calmara entre todo el barullo, para preguntarle algo al cronista.
-¿Ah, sí? ¿Cuál es su explicación?
Jacobo Silver mostró los dientes con aquella sonrisa mordaz y burlona.
-El que lo mató iba descalzo. Caminando en círculos, con el pie izquierdo siempre por dentro. Si no tenía ningún motivo para hacer algo así, tal vez se esté burlando de ustedes. Pero bueno, ustedes son los profesionales, ¿no es así? Los dejaré investigar…
Todos los policías estaban serios, y sólo Buendía soltó un gruñido. Silver se alejó un poco para tomar fotos, y aunque la escena era bastante cruda y desalmada, era su deber captar el mejor lado de todo aquello. Una foto específica, y se ganaría un buen dinero. No era sorpresa: la gente en la Ciudad de México buscaba siempre la nota de Jacobo Silver en el diario Sensacional de la Mañana, un periódico de medio pelo que, a pesar de todo, tenía fama de ser “morboso pero sabroso”, como decían por ahí.
-Oficial-, dijo el reportero cuando la gente se dispersó y sólo quedaron los policías. Buendía se acercó de mala gana.
-¿Va a hacer un circo con esto?
-La verdad, no quisiera. La ciudad muestra el peor de sus rostros durante un día tan especial. El Día de Muertos inicia con uno…
-Diario hay muertos, señor Silver.
El reportero volvió a sonreír.
-Pero este es especial. Muerto en un callejón que antaño era hermoso, cerca de edificios emblemáticos, de una manera brutal, y con la coincidencia de que se hallaba tan cerca de otra escena bastante aterradora…
Buendía sabía que Silver se refería al muchacho que habían hallado a unos metros, casi muerto de frío, asustado y traumatizado.
-Tal vez ni siquiera lo vio…
-Claro, oficial. Dígame una cosa: ¿por qué el asesino se tomaría la molestia de hacer todo eso? Ya sabe, la línea de huellas alrededor del cadáver. ¿Por qué alguien se gastaría el tiempo haciendo eso?
El policía le daba la razón al reportero esta vez. Había visto cosas muy violentas, carentes de todo escrúpulo y sin humanidad en su esencia. Pero esto se le hacía raro y obsceno, y aunque se le podía ver cierto significado, no había algo que lo respaldara inmediatamente.
-No lo sé, y preferiría que no preguntara por eso. Vamos a hacer una investigación y se les darán los detalles después.
Jacobo Silver se alejó despacio.
-Gracias por la información, oficial. Ah, y por cierto, cuando le hagan la autopsia, fíjense bien. Le falta algo a su amigo-, dijo, mientras daba vuelta a la esquina del callejón, y señalaba el cadáver.
Buendía mostró los dientes, y no dejó que la burla del reportero le afectara más el día.
Entrada la tarde, Jacobo Silver salía de la pequeña oficina que ocupaba dentro de las oficinas del periódico. El tono de su teléfono le indicó que tenía una llamada. Se llevó el aparato al oído.
¿Cómo lo supo?-, dijo una voz conocida. Era el oficial Buendía, con un tono de voz que no dejaba lugar a dudas de su enojo y confusión.
-¿Acerca de qué, oficial?-, contestó el reportero, divertido y también intrigado.
-De que le faltaba el corazón al desdichado del callejón, Silver. Si esta es su forma de hacer noticias nuevas…
Silver soltó una carcajada.
-¡Es usted muy creativo, señor oficial! Pero créame cuando le digo que no hice eso. Sé que los reporteros de nota roja de antaño solían acomodar a los muertos y suicidas en poses para favorecer el dramatismo de sus fotografías y por ende, de sus notas. Pero sería incapaz de matar a alguien sólo por hacer noticia.
-¿Entonces cómo sabía usted que le faltaba el corazón?
-Hay que observar bien la situación, oficial, no basta sólo con ver lo que pasó. El cadáver tenía abierto el abdomen hasta el pecho, dónde se asomaban las costillas. En el hueco debajo de los dos pulmones, tras las costillas, siempre se asoma el corazón, o al menos una parte. En esta ocasión no se veía. Vamos, pensé que ya lo había visto…
-No juegue conmigo, Silver. ¿De qué está hablando?
Jacobo Silver adoptó una actitud más seria antes de hablar. Esto se estaba poniendo interesante.
-Véalo usted de este modo. Un asesino prácticamente invisible, a quién nadie vio, hasta donde sabemos y sólo hasta que el chico traumatizado recupere el habla. El cuerpo de un vagabundo a quién no fue difícil atraer y matar. Son hombres débiles, que por comida o drogas le harían caso a quién fuera. El cuerpo con el vientre abierto, sin corazón y con las extremidades estiradas a los cuatro horizontes. Y bajo él, la mancha de sangre con las huellas de un pie izquierdo marcadas alrededor, formando un círculo. ¿No lo ha visto?
Buendía suspiró, desesperado, antes de preguntar.
-No se vaya por las ramas, Silver. ¿De qué se trata?
-Es muy sencillo: el asesinato es un ritual, una especie de procesión de los muertos. ¿Qué mejor lugar que un sacrificio ritual que México Tenochtitlán? Aunque bueno, ya no es un lago ni existe el Templo Mayor. Tal vez el asesino vuelva a tomar una víctima más esta noche. Lo veré mañana, si es que pasa. Por ahora, tengo una cita y no quiero perdérmela por nada del mundo. ¿Quiere atrapar al asesino, oficial?
-Por supuesto, pero…
-No hay pero que valga. Los reporteros de nota roja sabemos que la gente así de enferma volverá a matar, porque la atención cuenta, y cada cuerpo que la gente vea en las calles es un punto extra. Si mañana hay un cuerpo más, yo invito el desayuno. Sanborns de la Casa de los Azulejos a primera hora. Buenas noches y cuidado con los muertos.
Cuando Silver colgó el teléfono, dos niños pasaron por la banqueta, corriendo. Uno de ellos vestido de vampiro, y el otro de un superhéroe que no alcanzó a distinguir. Los dos llevaban una canasta con forma de calabaza en la mano, en la cual ya llevaban algunos dulces.
Jacobo Silver siguió su camino, y después de algunas cuadras, llegó al Sanborns, a la hermosa Casa de los Azulejos. Tal vez la gente había olvidado que cerca de ahí habían matado a un hombre, porque el hermoso restaurante, que alguna vez fuese el patio interior de la casa, estaba lleno. El ambiente olía a chocolate y pan de muerto, y Jacobo pidió lo mismo. Sería una noche solitaria, aunque bastante mágica.
Frente a su mesa, una mujer de vestido rojo y largo cabello negro pasó corriendo. Alcanzó a mirarle, y en sus ojos pudo ver alegría, tal vez un gozo abrasador, como el fuego del rojo en su vestido. Brindó por ella con un sorbo de chocolate. Por ella y por los muertos.
 
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