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miércoles, 21 de marzo de 2018

#UnAñoMás: El Ciclo (Día de la Primavera) FINAL



Omar regresaba a su casa. Vivía solo, y no se preocupaba por si su familia estuviese al pendiente de sus idas y venidas. Su familia ya no estaba. Con los viajes que efectuaba, alguna vez ellos tendrían que desaparecer.
Saltar a través de las dimensiones había sido algo maravilloso las primeras veces. Poder observar las copias exactas del mundo en el que vivíamos era una aventura nueva cada día, pero conforme pasaba el tiempo, sus expectativas se iban complicando. Cada universo que visitaba era un paso atrás, un tramo cada vez más lejano para regresar a casa. De repente, su familia dejó de existir, y él se encontró solo en mundos que, sin duda se parecían al suyo en algunos instantes, pero que nunca serían del cual había partido. La curiosidad de Omar lo atrapó en un viaje sin salida, condenado a viajar a un nuevo mundo cada vez.
Y toda la culpa de ello la tenía un brujo, o al menos, un hombre que sabía cómo viajar. Cuando entró en su casa, lo vio ahí, sentado en el sofá.
-Quiero volver-, dijo furioso el muchacho, azotando la puerta tras de sí.
El hombre, vestido todo de negro y con las manos entrelazadas sobre su regazo, negó despacio con la cabeza.
-No. Tuviste tu oportunidad de regresar cuando sabías el camino. Ahora todo se convirtió en un proceso sin fin, un círculo eterno de visitar mundos en donde nunca perteneciste. Te dije que la curiosidad te iba a estancar en esto, y no me hiciste caso. Es tu deber pasar cada día en un nuevo mundo, viendo las maravillas que cada uno tiene que ofrecerte. ¿Qué viste en este?
Omar no dijo nada por un rato, hasta que el enojo se le pasó, y pudo hablar.
-Una mujer cayó desde el castillo de Chapultepec. Vio un fantasma o algo así…
-No, no es eso. En este mundo, las almas de los que fallecieron de forma violenta se manifiestan en forma de sombras. Tal vez ella no lo sabía, pero casi todos conviven con esas sombras a menudo. Lo saben, lo enseñan en las escuelas. Dime que más has visto, tengo la curiosidad.
Omar no pudo más que sentarse en otro sillón, lo más apartado posible de aquel hombre.
-He visto cosas horribles. Hombres que se convierten en asesinos sin que ellos lo sepan. Uno mató a una chica mientras la grababa, y su “yo” del pasado lo veía todo.
-Döppelganger, si. Continúa.
-Había monstruos que se escondían con forma humana y que mataban sin piedad a sus víctimas, disfrazados de muchachos comunes y corrientes. Espectros que se aparecían en los parques para cazar niños y adultos en las noches. Hombres muy fuertes que podían destruir un edificio a golpes. Pero también había cosas hermosas…
El mago se acomodó en el sillón, al ver que la mirada del muchacho cambiaba.
-¿Eras muy bellas?
-Sí. Un hombre que podía ver el futuro trataba de salvar a sus hijos adoptivos. Una madre que le arrebató con valentía a su hijo de las manos de una bruja. Amores que se reencontraban más allá de la muerte y los sueños. Un detective muy hábil que le hacía frente a un monstruo y a la muerte misma. Un abuelo y su nieto jugando y siendo felices. Y un sueño aterrador de extraterrestres que se disolvía con el nacimiento de un bebé. No todo era malo.
El mago se levantó. Caminó hacia la ventana, y sonrió.
-No todo es malo. En todos los mundos hay maldad, pero también hay cosas buenas que envidiarles. Todos eso sueños, esos deseos. He visto cosas más allá de lo que viste tú: aquel monstruo que devoraba gente disfrazado de un chico inocente salvó a su mundo sacrificándose. El bebé que nació de un sueño apocalíptico ahora es un hombre de bien. Y el muchacho que vio su futuro homicida se convirtió en un gran cineasta.
El hombre se acercó al muchacho, quién aún estaba sentado, y lo miraba con ojos curiosos.
-Si quieres regresar al lugar al que perteneces, tienes que hacer algo por mí antes. Así como hay cosas buenas y malas, en el lugar del que vengo pasaron cosas malas, cosas que me afectaron, y que era necesario arreglar. Mis poderes no pueden solucionar nada, pero por eso te encontré, y te di la oportunidad de ver las cosas más maravillosas. Sirenas y extraterrestres o seres sin sexualidad no son lo único maravilloso. Aún más, la vida es importante también…
El hombre alargó su mano blanca y huesuda hacía Omar, que no se movía.
-¿Qué tengo que hacer?
-Acompáñame. Te llevaré al final de tu viaje. No tendrás que ver un mundo nuevo nunca más, sólo el tuyo, al cual perteneces. Ayúdame y volverás a tu hogar, con tu familia. Lo prometo.
Omar dudó un momento, y aunque estaba en ello por culpa de su curiosidad, tal vez ese mismo espíritu de aventura lo salvaría esta vez. Asintió y le dio la mano al hombre, y aunque apenas estaba a punto de levantarse de su asiento, sintió como una fuerza extraña lo jalaba hacía arriba. Ambos estaban viajando a través del espacio y quizá también del tiempo. Omar se sentía mareado, y el hombre parecía estar a kilómetros de distancia, aunque su mano le apretaba fuertemente.
Al cabo de unos minutos de volar en el vacío, llegaron a un sitio desolado. Era un paraje natural, durante una noche algo calurosa. Estaban rodeados de plantas secas y cerca se erguía un árbol, que mostraba su frondosidad. A lo lejos se podía ver una casa, con dos ventanas iluminadas.
-Aquí es dónde yo vivía antes de dedicarme a la magia. Un lugar en donde se me permite observar pero jamás actuar. Es un castigo por desafiar las leyes naturales y tratar de cambiar el destino de alguien a quien yo amaba.
Omar trató de entender lo que escuchaba. Aquel hombre había sido alguna vez como él, un muchacho lleno de curiosidad que había perdido a alguien. Por intentar recuperar a esa persona con la magia, algo ocurrió, y se quedó como él, atrapado en un bucle interminable.
-¿Cómo puedo ayudarte entonces? Tú mismo no pudiste cambiar nada, ni siquiera con el poder que posees. ¿Qué te hace pensar que yo cambiaré algo?
El hombre miró con seriedad al muchacho.
-Viniste conmigo, eso es algo que nunca había pasado. Sólo yo podía venir aquí, como un castigo hacia mi insolencia. Ver una y otra vez lo que pasó y arrepentirme para nunca ser perdonado. Contigo aquí cambiaremos el curso de lo que sucedió. Tú no deberías existir en este mundo, y acabas de cambiar para siempre las cosas con tu presencia. Vamos…
El hombre empezó a caminar directo hacia la casa, rodeando algunas plantas secas en su paso. Omar tuvo que brincar sobre un hormiguero escondido entre dos enredaderas. Un paso más, y hubiese metido el pie en donde no.
-La persona a la que vamos a ver…
El hombre suspiró, sin que el muchacho lo notase siquiera.
-Era una muchacha hermosa. Amable, tierna, muy lista. En el pueblo todos la querían, y muchos muchachos como yo la pretendían, aunque yo nunca me acerqué a ella. Fue en esta noche cuando todo sucedió: ella tenía en su recámara un adorno, algo que pretendía llevar al día siguiente en una ceremonia que en este mundo es muy común cada año. Sin embargo, su suerte cambió cuando aquel adorno se incendió con una vela que cayó por accidente. La luz que vez en la ventana es de esa vela, ya que la energía eléctrica en su casa se ha ido. Fue algo terrible…
La cara del hombre se ensombreció, a pesar de que la noche era oscura y profunda. Omar tenía calor, pero aún así seguía caminando, escuchando las palabras de aquel hombre consumido por el dolor.
-Puedo apagar la vela si así lo desea…
-No servirá de nada. La vela y aquel adorno son elementos importantes. Si uno falta, el otro terminará el trabajo que ambos no pudieron cumplir en el destino de aquella joven. Ambos tienen que ser destruidos. La magia lo puede todo, excepto cambiar el destino de alguien, y eso lo aprendí de la peor manera posible. Mis poderes no pueden salvarla, pero tu curiosidad lo hará. Y como recompensa te devolveré a tu mundo, sano y salvo: una promesa que la magia cumplirá. Ve a su recámara, trae esos dos objetos y te ayudaré a destruirlos. No podré regresar aquí, pero al menos sabré que ella está bien, y es feliz.
Llegaron hasta la casa, dónde la luz de la vela aún titilaba intensamente, como una estrella más en aquel oscuro cielo de primavera.
-Déjeme dentro de la recámara, ayúdeme a subir…
-No puedo. La magia no funcionará para ayudarte. Usa tu propia magia, la que tienes en tu interior. Toma…
El hombre estiró la mano, y con un corte invisible, hizo que su palma sangrara. La cálida sangre roja escurrió en la palma del muchacho, quién primero se aterró, pero al contacto con la sangre su cara era de asco.
-¿Está loco o qué?
-Una promesa de sangre. Haces esto, y te ayudaré a volver. No hay nada más sagrado…
Omar asintió, y cerró el puño, guardando para sí la sangre que aún manchaba su mano. La casa era enorme, y estaba rodeada por una reja que al muchacho no le fue difícil de sortear. Con sus amigos ya trepaba árboles desde muy pequeño, así que una cerca así de pequeña era relativamente fácil. Aunque la casa fuese muy grande, solamente estaba levantada en una sola planta, por lo que sería fácil entrar por la ventana.
Se acercó tanto como pudo, y aunque la luz de la vela apenas iluminaba su rostro, podía ver por dentro. Aquella era una imagen muy bella y tranquila: una recámara cualquiera, con una cama solitaria en un rincón, y más allá, la vela sobre una mesita, sobre la cual también descansaba el adorno del que hablaba aquel hombre. Era una especie de abanico, algo hermoso que alguien con mucha habilidad haría con sus propias manos. Estaba hecho con papel o palmas secas, y era algo que Omar nunca había visto en su mundo. Tenía que entrar por él sigilosamente.
Empujó la ventana, y esta, para su sorpresa, se abrió despacio, chirriando un poco. El aire cálido de afuera se coló hacia la recámara. Ahí dentro era más fresco. Y no hacía calor. Puso sus pies descalzos en el interior de la recámara, y sintió el frio suelo en su piel.
Omar sentía curiosidad: cómo era la muchacha, qué la hacía tan especial para que todos los que la vieran cayeran a sus pies. Se acercó a la cama, y la miró: era bellísima. Su piel blanca y trémula a la luz de la vela, su cabello negro, suelto, y aquellos ojos que, imaginó, eran como dos gemas preciosas cuando estaba despierta.
Quería tocarla, poder despertarla para ver su mirada, y mientras más se acercaba, en su corazón nació un vacío, un espacio que se fue haciendo más y más grande. Algo le faltaba, y era ella: una muchacha hermosa y su belleza que, a pesar de la oscuridad, resplandecía desde el interior.
Sin querer, su pie tropezó con el borde de una alfombra que se encontraba bajo la cama, y sus manos toparon con la mesa, la cual se tambaleó, dejando caer la vela sobre aquel hermoso abanico de palma. La llama no tardó en encenderse, y el fuego empezó a quemar también la alfombra. Poco a poco, el fuego empezó a crecer, y a iluminar el lugar.
La muchacha se removió entre las sábanas, pero no se despertó. Omar no sabía que hacer: el calor se volvía insoportable, y el fuego se interponía entre él y la cama de la muchacha.
-¡Despierta, despierta…!-, gritó el muchacho, tratando de despertar a la muchacha, quién sólo se revolvió aún más en la cama, sin darse cuenta que, en pocos segundos, las llamas devorarían sus sábanas, consumiéndola también a ella.
No lo pensó más: armándose de valor, Omar saltó entre las llamas, aunque los pies descalzos no soportaran el calor intenso del fuego. Fue su grito de dolor el que hizo que la muchacha, por fin, se despertara, y también gritara.
El fuego creció, y empezó a consumir también las sábanas. El muchacho alcanzó a subirse a la cama antes de quemarse más, y agarró a la muchacha de ambos brazos.
-¿Quién eres? ¿Qué está pasando?-, gritó la muchacha, histérica y aterrada. El fuego le quemaba un poco la cara. Omar la jaló, y ella tuvo que levantarse encima de la cama para alejarse lo más que pudiese del fuego. Instintivamente, ella se abrazó a su salvador.
-No te preocupes, te voy a sacar de aquí.
Con las fuerzas suficientes, e incluso pensaba que aún más, Omar cargó a la muchacha, como quién carga a su mujer después de recién casados, y con más arrojo que antes, brincó por encima del fuego. Aunque las llamas le quemaban las plantas de los pies y más arriba, el miedo y su propio valor no le impidieron seguir corriendo. La ventana estaba abierta, y con todas sus fuerzas, soltó a la muchacha, quién salió despedida hacia afuera, cayendo en el césped que crecía verde bajo su ventana. Omar tropezó, y el fuego se acercaba cada vez más a él, pero se levantó, cojeando un poco, y salió por la ventana lo más rápido que pudo. La muchacha ya no estaba ahí: había corrido, rodeando la casa, mientras gritos de hombres y mujeres salían por todas partes.
El muchacho salió corriendo lo más rápido que pudo, e incluso cuando volvió a saltar la reja, su pie quemado, el izquierdo, le dolía bastante. El hombre, al pendiente de todo lo que pasaba, había visto el humo saliendo de la ventana de la muchacha, y estaba alerta. Al ver al muchacho acercarse, cojeando y respirando como un animal herido, lo jaló hasta quedar bajo las hojas del árbol solitario. Sacó de entre sus ropas un frasco con un ungüento color café, que olía amargo y dulce a la vez. Se lo untó en el pie quemado, y aunque primero ardía, Omar sintió como se le refrescaba la piel.
-¿Dónde está? ¿Dónde está ella?-, preguntó el hombre, tratando de guardar la calma.
Omar tardó un momento en responderle. El hombre pudo ver su rostro a la luz de la Luna: estaba cansado, y su rostro estaba lleno de hollín del incendio.
-Ella… corrió. Está a salvo, no le pasó nada…
El hombre miraba a Omar con ojos bañados por las lágrimas, y asintió, nervioso aún.
-Impediste lo que parecía inevitable. Hiciste lo mejor, y salvaste la vida de aquella mujer. Cuando murió, no hice más que estudiar lo que ahora sé, me enajené con una fuerza tan poderosa que, al final, terminó conmigo, encerrándome en un universo aparte para siempre. Sólo quiero verla feliz, vivir más, y podré morir tranquilo algún día con aquel sentimiento de culpa ya desvanecido.
Omar ya estaba más tranquilo, escuchando a aquel hombre. Después de un rato, se animó a hablar.
-Ella es hermosa. Es una muchacha preciosa. Tenía miedo, y aunque sus ojos eran como las piedras más bellas de este mundo o de cualquiera, vi en ella el miedo a la muerte. Ahora sé por qué estudiaste tanto para salvarla. De dónde vengo no le tememos a la muerte, y aprendemos a vivir con ella. Pero ella no merecía eso, creo que por eso la salvé…
Ambos se quedaron mudos, y el hombre solamente asentía.
-Vamos a casa. Prometí llevarte sano y salvo, y casi pierdes un pie. Aún así, tu corazón valiente late más que nunca. Y el de ella también. Un último viaje te hará bien…
Aunque aún le escocía la quemadura, Omar sintió de nuevo el inevitable tirón a través de la oscuridad. Iba a casa, por fin…
Llegaron, y aún era de día. Se encontraban entre flores, hermosas flores de color naranja que olían muy bien. Estaban a la orilla de un inmenso lago, uno tan grande que la mayoría pensaría que era la orilla misma del mar. A lo lejos, el hombre y el muchacho contemplaron la ciudad que se levantaba en medio del lago: enormes edificios que tocaban la punta de las nubes, y en el centro de todo aquel ajetreo se podía ver un enorme templo, una pirámide desde dónde la música de una caracola ceremonial anunciaba la llegada de un nuevo día.
-Tienes suerte de estar vivo, y de vivir en este mundo. Un mundo que no fue conquistado. Ve a casa, y procura vivir como tú quieras-, dijo el hombre, apoyando su mano en el hombro de Omar, quién ahora era el que lloraba por volver al hogar. Sintió las hierbas entre los dedos de los pies, y la brisa de aquel lago salado.
-Gracias. También tú cuídate. Puedes venir a este mundo cuando quieras. Y te enseñaré algo muy hermoso cuando…
Omar se iba alejando del hombre, cuando, inesperadamente, algo salió del agua. No era algo que el hombre esperaba, pero sí algo que ya había visto antes en aquellos lugares. Era una especie de arácnido enorme, del tamaño de dos hombres, el cual saltó desde el fondo del lago, hincando sus enormes patas en el lodo, y chirriando por una boca babeante. Múltiples ojos se enfocaron en Omar, quién no tuvo oportunidad de quitarse a tiempo, justo cuando las enormes patas delanteras de aquella cosa se clavaban en su cuerpo, atravesando su pecho y su vientre, en un estallido de dolor y sangre que lo mató al instante.
El hombre se quedó quieto, de pie en la orilla de aquel lago, con la sangre del muchacho en el rostro, y los ojos desenfocados, justo para ver como la criatura regresaba al agua, jalando a su presa hacia el fondo del lago. Si tan sólo lo hubiese salvado…
Una promesa de magia que se rompe, puede cambiar todo lo que se ha hecho antes…
Omar ya estaba muerto, pero recordó que, si no hubiese sido por él, su amada estaría muerta también. El destino no podía cambiarse, ahora estaba seguro. Se concentró, y en su mente la volvió a ver. Aquel hermoso rostro, su piel blanca, su cabello castaño, y los ojos más hermosos de cualquier mundo…
Llévame hasta ella, llévame hasta ella por favor. No dejes que muera…
Su mente lo llevó hasta el lugar que él pedía. Reconoció el lugar: la plaza del pueblo, en un día caluroso de domingo. El domingo de Ramos después de aquella primavera dónde Leonora moriría.
La buscó incesantemente, pero la gente se agolpaba en la plaza, tratando de entrar a la iglesia.
-¡Leonora, Leonora!-, gritaba, impaciente. Empujaba a la gente, y trataba de caminar entre la multitud.
Inesperadamente, fue cuando la vio, caminando directamente por el camino que llevaba al quiosco del pueblo. Llevaba un hermoso vestido blanco, un rebozo rosa, y entre sus manos, aquel adorno de palma. No: no era el mismo que se había quemado. Este era más bonito, más verde. Algo nuevo.

Mientras andaba por el camino hacía el quiosco, sintió que alguien rozaba la mano con la que agarraba el rebozo. Volteó a su izquierda y se dio cuenta que era un monje, alguien vestido de negro, con la capucha echada sobre la cabeza. Tal vez era alguno de los monjes que ayudaban al sacerdote del pueblo en los días de la Cuaresma.
-Ay, lo siento…-, dijo Leonora con voz trémula, tratando de disculparse.
El monje se detuvo, e hizo que ella también lo hiciera. Aquel extraño sujetó a la chica del brazo, haciendo que soltara su ramo de palma, y clavó un cuchillo entre los pechos de Leonora, que ni siquiera alcanzó a soltar un grito. El dolor le aprisionaba el pecho, y la sangre le corría por la herida, manchando su inmaculado vestido. El hombre que la atacaba no tenía rostro, escondido en la penumbra de la capucha, mientras su sonrisa se delineaba entre las sombras.
Sacó el arma del pecho de la chica, y soltándola, la muchacha cayó de espaldas, empujando a varias personas, que se apartaron primero confundidas, y luego gritando. Algunas de las mujeres gritaron aterrorizadas, corriendo y tropezándose con los puestos de la comida. Leonora yacía en el suelo, con una enorme mancha de sangre empapando su pecho, las manos caídas a los costados, y entre las piernas, la palma que llevaba en la mano. Nadie vio como el monje se alejaba entre los árboles, buscando cómo escabullirse entre la multitud para llegar a salvo a su guarida.

El hombre pudo verlo todo. Aquel monje le había arrebatado la vida a Leonora, y reaccionó demasiado tarde. Con el poder que aún le quedaba, hizo que el misterioso encapuchado se tropezara, pero aún así se levantó, y se escondió entre la muchedumbre, y luego, entre los árboles.
La gente estaba gritando, cuando por fin descubrieron el horror: la mujer a la que había amado yacía en el suelo, cubierta de sangre, con su hermosa palma de Domingo de Ramos en el pecho herido.
Fue en aquel instante de desazón que, aunque la sintiera fluir en sus venas hasta el día de su muerte, aquel hombre pudo darse cuenta que la magia lo había abandonado para siempre…



“Aprendí que no se puede dar marcha atrás, que la esencia de la vida es ir hacia adelante. La vida, en realidad, es una calle de sentido único.”
Agatha Christie.


Luis Zaldivar, 02 de Enero de 2017 - 16 de Marzo de 2018.
Los dioses quieran nos podamos ver un año más.

sábado, 24 de febrero de 2018

#UnAñoMás: Sombra del Pasado (Día de la Bandera)



Alicia se encargaba de la vigilancia nocturna del Castillo de Chapultepec. Era la monitorista del museo, y aunque nunca pasaba nada durante su turno, siempre estaba al pendiente de las cámaras. No faltaba el atolondrado que podía rondar por fuera del edificio, o alguien profesional dispuesto a entrar al edificio para robar. Nunca había estado en una situación así, y siempre pedía a Dios porque un día no sucediera.
Aquella noche, el hermoso Castillo que alguna vez dio cobijo al emperador Maximiliano de Habsburgo y a su esposa Carlota, se mostraba con la calma digna de un hermoso sepulcro gigantesco en medio del Bosque de Chapultepec. La noche era tibia, una señal de que el invierno estaba a punto de terminar.
Alicia no trabajaba sola: afuera habían dos vigilantes haciendo rondines frecuentes en todas las entradas del Castillo. Lo que ellos no podían vigilar, Alicia sí que lo veía. Podía estar comiendo, escuchando música o haciendo cualquier otra cosa, pero nada se le escapaba. En ese momento, mientras resolvía un crucigrama, Alicia se dio cuenta, en un movimiento de la cámara, que frente a una de las entradas principales había alguien. Ahí estaba la sombra de una persona, que se limitaba a estar de pie frente a la entrada.
Alicia se quedó observando el monitor al menos un minuto, antes de reaccionar y tomar el radio.
-Catorce, hay alguien en la entrada principal. ¿Me copias?
Un traqueteo y luego, una voz masculina que le contestaba.
-Quince, afirma. Voy a averiguar. No estoy muy lejos…
Efectivamente, el vigilante que le había contestado se encontraba como a veinte metros de ahí. Sólo era cuestión de rodear un poco el edificio y se encontraría en la entrada que Alicia había indicado.
El vigilante apareció unos cinco minutos después en la escena, y aunque Alicia podía ver que su compañero se ponía a revisar el lugar, la sombra aún se proyectaba en el suelo.
-Quince, aquí no hay nadie. ¿Desde dónde viste a la persona?
-No se ve a la persona como tal, catorce. Se ve la sombra exactamente dónde estás tú. Está muy clara y… Se está moviendo.
El vigilante exterior empezó a revisar, con la linterna en mano, pero no veía nada. La sombra empezó a avanzar, pero algo raro pasó: aquella sombra cruzó la reja, cómo si la persona pudiese atravesar la puerta. O tal vez, la persona ya estaba dentro, y aquella sombra era producto de un reflejo raro de la luz.
-¿En qué dirección, quince?
Alicia estaba mirando con cuidado la pantalla, mientras la sombra se alargaba y se perdía dentro de los jardines.
-Viene hacia el castillo. Voy a tratar de interceptarlo, catorce. Den la vuelta en la entrada de empleados y yo los veo aquí, en la entrada principal. Con mucho cuidado…
-Cinco, quince. Con cuidado tú también…
Alicia se levantó y tomó su radio, además de un arma descargada. No tenía intención de hacerle daño al intruso, pero si lograba intimidarlo sería mejor. Avanzó fuera del cubículo de los monitores, y salió primero a un pasillo sencillo. Dio vuelta y, a través de una puerta sencilla, llegó directo al castillo.
Era un enorme vestíbulo, un recinto de donde colgaba un enorme candelabro y, frente a Alicia, se levantaban unas escaleras blancas inmaculadas, revestidas con una alfombra roja. Hacia arriba, las escaleras se dividían en dos partes, una hacia la derecha y la otra a la izquierda. Los primeros escalones estaban flanqueados por dos pequeñas columnas que sostenían otros candelabros con adornos de flores.
Aquel lugar estaba sumido en una oscuridad parcial, ya que una luz trémula se colaba por uno de los ventanales, y aunque apenas podía ver, Alicia iba con cuidado, con el radio en una mano y la pistola en la otra, escondida cerca de su pierna.
No veía a nadie, ni por dentro ni por fuera. Aquel lugar lucía tan solitario, y con aquella luz, semejaba a una enorme cueva tallada elegantemente por una fuerza inteligente y desconocida. Sus pasos hacían eco en las paredes, y se escuchaban como si cayeran enormes gotas de agua en el concreto. Caminó unos cuantos metros hasta llegar a un largo ventanal, por donde se colaba la luz hacia el interior, y cerca de donde descansaba una pieza importante del museo.
A pesar de llevar el nombre de Museo Nacional de Historia, el Castillo de Chapultepec aún conservaba muchas piezas originales de su pasado como residencia real y, en tiempos posteriores a Maximiliano, como la residencia presidencial oficial. Sin embargo, dentro de aquel nicho, cubierta con un vidrio impoluto, descansaba una bandera, vieja y arrugada, quemada, rota. Era la bandera mexicana de aquellos tiempos, con un águila diferente a la actual. Presumiblemente, aquella bandera había sido con la que Juan Escutia se había cubierto, antes de arrojarse por la ladera del castillo en la invasión del Ejército de Estados Unidos en 1847.
Alicia se asomó por la ventana, pero sólo pudo observar el pequeño balcón que daba al vacío, a una de las laderas del cerro. Se había olvidado de ese detalle: los vigilantes no podrían entrar por ese lugar. La entrada estaba al costado contrario.
Fue en ese momento cuando la vigilante escuchó los pasos. Eran débiles, como de alguien que apenas quiere hacer ruido mientras sale por la noche a dar un paseo o a comer algo a hurtadillas. Pero no se escuchaba nada más que los pasos.
Alicia se cubrió escondiéndose tras el nicho de la bandera. No era un buen escondite, pero al menos la oscuridad la mantendría oculta si no se movía tanto. Los pasos se escucharon un poco más cerca, hasta que se detuvieron. Alicia pensó que aquel sujeto se había quedado de pie en medio de aquel vestíbulo. Se asomó, pero sólo alcanzó a ver la sombra, pero no a la persona dueña de la silueta. Era un hombre, un joven tal vez, delgado y enjuto.
-¿Quién está ahí?-, preguntó el muchacho, con una voz que sonó como un eco.
Alicia se quedó agazapada un rato más ahí, sin decir una palabra, hasta que decidió asomar solo la cabeza.
-No puedes estar aquí, es allanamiento de recintos federales. Puedes ayudarnos a salir de aquí tranquilamente o tendremos que hablar con las autoridades para que te saquen. Por favor…
El muchacho volvió a hablar, esta vez con un poco más de fuerza en la voz.
-Tú eres una intrusa, tal vez seas una espía de ellos. ¡Déjame verte y lárgate de nuestro hogar!
¿Nuestro hogar? Definitivamente, Alicia estaba tratando con un demente.
-No entiendo lo que dices, pero por favor, acércate a la ventana y acompáñame para sacarte de aquí. No queremos problemas…
-¡No voy a ir a ningún lado! ¡Váyase usted!
Otra vez pasos, un poco más apresurados. Alicia se quedó quieta, escuchando solamente. Otra vez se asomó, pero ya no había nada. Incluso la sombra había desaparecido. Tal vez ahora estuviese subiendo las escaleras.
-Muy bien muchacho, ya que no estás dispuesto a cooperar, te voy a pedir que me acompañes a la fuerza. ¿Dónde estás?
La voz del muchacho retumbó, esta vez más cerca.
-¡Qué no me ve, aquí estoy!
Alicia miró a su costado, donde descansaba la bandera. En la superficie de tela de aquel maltrecho símbolo patrio se dibujó el rostro de un muchacho, apenas un joven que parecía asustado, como una calavera. El instinto hizo que Alicia reaccionara, y por puro miedo, golpeó el vidrio de aquella vitrina e hizo que se hiciera añicos. Sintió como algo frío le recorría la espalda, traspasando primero su pecho. Dio un mal paso, y al tratar de agarrarse de algo, tomó la bandera entre sus manos y se fue de espaldas. Alicia sintió el tremendo dolor de los vidrios de la ventana al quebrarse, y cómo sus pies tropezaban con aquel balcón que la hizo caer hacia el abismo.
El alarido de Alicia al caer fue desgarrador, y cuando su cuerpo se estrelló contra las rocas, aún llevaba entre la mano la bandera de la cual se había aferrado para no caerse.
Entre las sombras de la noche, tras las hojas de un árbol que crecía cerca de donde la mujer se había estrellado, un muchacho salió a observar. Traía entre sus manos un reloj de bolsillo con un montón de manecillas que se movían en distintas direcciones. Miró a Alicia durante un rato, y se lamentó.
-Demasiado tarde. Por más que lo evito, no puedo contener el poder del destino sobre las personas. Voy a volver…
Apretando un pequeño botón en el costado de aquel reloj, el muchacho desapareció tan rápido como había aparecido, sin hacer ruido, y sin que nadie pudiera verlo.

miércoles, 14 de febrero de 2018

#UnAñoMás: Una Película de Amor (Día de San Valentín y Miércoles de Ceniza)



-¿Quieres ver algo interesante?
Iván salió de su ensimismamiento, y Sergio, su mejor amigo, le picaba las costillas. Miró una vez más la orilla del pequeño lago donde se encontraban, y luego a su amigo, extrañado.
-¿Qué?
Sergio se carcajeó. Miró a su amigo: era un enorme chico, de pecho amplio y músculos bien marcados, pero con el rostro de un niño, ojos verdes y cabello alborotado.
-Ya sé que no estás poniendo atención. Te decía que si querías ver algo… Bueno, digamos que te gustaría verlo.
Iván puso más atención.
-¿Qué es?
-Son unos vídeos. Me los hizo llegar un conocido. Una caja enorme con un montón de vídeos VHS viejos. Películas piratas, vídeos familiares, cosas de ese tipo que estuvo juntando durante un tiempo pero que no ha podido ver. Si te gusta todo ese tipo de cosas, podrías usar el material que encuentres interesante para los cortometrajes.
Iván era director aficionado, grabando algunos cortometrajes en ocasiones y escribiendo nuevas historias y guiones que esperaba algún día realizar de manera más profesional. Se quedó un momento pensativo.
-Podría usarlos. Tengo ganas de grabar algo más experimental, que tenga varias escenas. Si quieres paso por ellas al rato y me pongo a revisarlas…
Se levantaron del césped, mirando al lago, y caminando por la orilla, siguieron platicando de otras cosas. Iván quedó con Sergio para ir a su casa por los vídeos a las 7, y cómo vivían cerca, no habría problema de regresar con la caja cargando hasta la casa.
A la hora acordada, ya de noche y con algo de frío, Iván se despidió de su amigo, mientras iba regreso a casa con la enorme caja de cartón. Dentro traqueteaban los vídeos, un sonido plástico que parecía el de piedras rodando dentro.
Cuando llegó a su casa, y después de meter la caja a su recámara con algo de  dificultad, Iván revisó su contenido.
Dentro había una maraña de vídeos VHS, algunos de colores, pero la mayoría de color negro. Algunos llevaban una etiqueta blanca con el título que indicaba su contenido.
-A ver…
Metió la mano entre los vídeos, e iba sacando cada una de las cintas para revisar el título.
-“Graduación de Isaac”, “Pesadilla en Navidad”, “Vacaciones”. Qué raros están…
Iván sacaba uno a uno los vídeos de la caja, y aunque tenía preparada ya la videocasetera y la televisión, no se animaba a poner ninguno. Todos parecían cosas cotidianas o aburridas, películas que no podría usar. Hasta que sus dedos tomaron un vídeo del fondo, uno de color rojo.
En la superficie no tenía nada, y parecía un poco deteriorado, con los restos de la etiqueta vieja arrancada, como si alguien hubiese usado una cinta original para grabar algo encima. Estaba maltratada, pero sólo en la superficie, como si alguien le hubiese pasado una lima.
Iván la miró más detenidamente. Levantó la pequeña tapa que recubre la cinta, y no vio nada extraño. Todo estaba en orden, a excepción, claro, del polvo que se había acumulado dentro, pero nada más.
-Ok, serás la primera…
Metió el video en la videocasetera y apretó el botón de PLAY. La pantalla parpadeó un poco, y al instante apareció una pantalla negra, un par de rayas blancas de interferencia y el sonido hueco que precede a las imágenes de los antiguos videos VHS.
La primera imagen del vídeo apareció. Una calle larga, solitaria, por la tarde, tal vez en otoño, ya que había un montón de hojas secas en el suelo y el cielo lucía un color gris acerado. Quien llevaba la cámara caminaba despacio, y sus zapatos aplastaban las hojas, que se rompían con crujidos sonoros bajo sus pies. El viento movía las ramas de los árboles, y unos pájaros salieron volando. De repente, de la siguiente esquina, salió una chica. Parecía desorientada, e Iván pensó que tal vez todo eso estaba actuado, ya que el que grababa se acercó a ella, y la chica no pareció sorprenderse.
-Hola. ¿Te perdiste?-, dijo el de la cámara. Iván ya presentía que era un hombre, y sólo lo confirmó con aquella voz, una voz de hombre maduro.
La chica miró directamente a la cámara primero, volteando un tanto asustada, y luego al rostro del muchacho. Todo estaba muy actuado, pero ella seguía “desconcertada” por aquel desconocido con una cámara en la calle.
-No, no pasa nada, solo que buscaba la entrada al parque. Tengo que ver a alguien del otro lado del lago-, dijo la muchacha. Iván identificó aquel lugar: era una de las calles que rodeaban el parque del lago, el lugar donde él y Sergio siempre frecuentaban para platicar. Efectivamente, la entrada al lago era del otro lado, al menos a unos 500 metros de ahí.
-Oh, ya veo. Si quieres puedo acompañarte y de…
La película se cortaba, y se podía ver la escena de otra película debajo: una película animada, de animales del bosque, que aunque Iván podía ver bien, era difícil identificar. Luego, la película volvió, y esta vez, ambos ya iban caminando por la calle, dando la vuelta a la valla que separaba el parque de la calle.
-¿Y te gusta grabar todo lo que haces o cómo?-, decía la chica, tratando de hablar y respirar al mismo tiempo. Sonaba como cansada.
-A veces… Es algo que tengo que hacer, un favor para alguien. Tal vez te gustaría salir en alguno de mis cortos alguna vez. La persona para quien los hago me ha pedido que haga algo nuevo y pues... ¿Te gustaría salir?
-Por supuesto, se escucha interesante. Sólo que ahora no puedo, debo llegar a tiempo…
Los jadeos del muchacho se escuchaban en la cámara, mientras esta apuntaba directamente al frente, a la calle aún vacía y cada vez más fría.
-Sí, no te preocupes, yo… Yo podría llamarte para después. Si quieres déjame tu número y…
Otra vez se cortó la película, y esta vez, en vez de animales de caricatura, apareció una pantalla negra, con un letrero muy básico, hecho con letras verdes parecidas a las de un cronómetro: MIÉRCOLES DE CENIZA (SAN VALENTÍN).
Iván recordaban aquello: hace un año, el día de San Valentín y Miércoles de Ceniza coincidieron en la misma fecha, y fue algo que desató varios chistes y memes en las redes sociales. Después de que el letrero flotara en la pantalla durante un minuto, la imagen regresó.
Esta vez, Iván tuvo que enfocar bien su mirada, ya que el cuarto era oscuro, y la pantalla no se veía tan bien como la vez anterior. Tal vez el aficionado no se había dado cuenta que su cámara vieja no podría grabar nada nítidamente en aquella profunda oscuridad. De repente, la oscuridad se transformó en luz: primero el resquicio de una puerta entreabierta, y luego todo un cuarto iluminado por una lámpara en el techo.
El cuarto estaba completamente pintado de un color arena muy tenue, casi blanco, y en medio del cuarto había una mesa, en la cual se había adaptado una especie de colchoneta. Sobre la mesa ya esperaba una chica sentada mirando a la puerta. Era la chica del anterior segmento, pero esta vez estaba desnuda, con el pecho descubierto y el cabello cayendo detrás de su nuca. Miraba lascivamente al hombre de la cámara, y cuando este se acercó, no dejó de grabar. Ella le sonrió.
-Te ves mejor sin ropa. Tienes un cuerpo perfecto. Ven y acaríciame, y suelta eso…
La voz de la chica era suave, como un susurro. El hombre de la cámara definitivamente debía ser alguien bastante apuesto, y a soltar eso se refería obviamente a la cámara. La imagen se movió un poco, mientras el hombre se acercaba a la muchacha, y esta, dejando ver su cuerpo completo, empezaba a acariciar el cuerpo de su acompañante. Parecía que ambos se besaban, pero él no soltó la cámara en ningún momento. Hubo mucho movimiento, donde la cámara no enfocaba en ningún lugar en específico, e incluso, se escuchó un golpe.
De nuevo, la imagen se estabilizó, e Iván tuvo que enfocar bien su mirada después del jaleo. De nuevo la chica, desnuda, completamente acostada en aquel colchón improvisado, y encima de ella el hombre, quien la grababa desde arriba. Fue cuando algo pasó, y hasta Iván palideció, cuando la mano de aquel sujeto se cerró alrededor del cuello de la muchacha, quién parecía bastante asustada. Todo pasó tan rápido: aunque la chica manoteaba para soltarse, la mano del hombre fue aún más letal, y le rompió el cuello con una fuerza que parecía sobrenatural. En aquel brazo aparecía dibujado un enorme tatuaje de colores difuminados sobre la piel blanca y llena de cicatrices de aquel hombre.
La mano desapareció, y volvió a salir a cuadro, con un cuchillo. Empuñó el arma y le abrió la garganta a la muchacha de extremo a extremo, y luego comenzó a apuñalarla en el pecho, mientras la sangre salpicaba su cuerpo y el lente de la cámara. Después, todo fue silencio, y el hombre empezó a jadear.
La cámara iba dando la vuelta, mientras Iván observaba, asustado y absorto. Se tocó el brazo derecho, dónde tenía su tatuaje de colores difuminados. La cámara enfocó el rostro del hombre de la cámara, y fue cuando el chico soltó un grito ahogado: era él, un Iván más avejentado, con una enorme cicatriz en su antaño rostro de niño, que cruzaba de arriba abajo, mirándole con un ojo verde y otro ciego de color blanco lechoso. Estaba salpicado de sangre y en su frente aparecía dibujada una cruz negra, hecha de ceniza. El vídeo parecía distorsionarse, mostrando rayas blancas a intervalos, y combinándose con la vieja cinta de animación debajo.
-No dejes que nadie la vea. No te conviertas en esto, no sigas grabando, no sigas…-, decía el Iván de la grabación. Fue cuando la imagen se apagó, y la videocasetera se abrió de repente, sacando el vídeo de su interior.
El muchacho ni siquiera reaccionó: se quedó ahí, sentado, mirando a la pantalla, angustiado y desesperado por saber más. Después se asomó dentro de la caja de los vídeos restantes, esperando que algo, tal vez una mano poderosa le arrancara la garganta desde dentro.
Pero no pasó nada: sólo se escuchaba algo dentro, como una respiración, y el crujir de un vídeo que esperaba a ser visto. Iván se abalanzó en la caja y rebuscó desesperado. Ahí estaba: otro cartucho, uno negro e igual de maltratado que el anterior. Este sí tenía etiqueta: CHAPULTEPEC. Lo puso en el aparato y apretó el botón de PLAY, esperando a una nueva sorpresa en la pantalla.

viernes, 2 de febrero de 2018

#UnAñoMás: Canto Submarino (Día de la Candelaria)



Juan había logrado escapar de aquel lugar que llamaba casa, después de aquel crimen, y de inculpar a una chica inocente. No quería saber nada del asunto, ni siquiera indagó en ello para saber en qué había terminado. Simplemente le había dado la espalda a todo, y había llegado a Tlacotalpan, Veracruz. Un lugar maravilloso, a la orilla del río Papaloapan. Un hermoso paisaje, mitad caribeño y mitad colonial, un pueblo bañado por la luz del sol y que, por el bullicio de gente, parecía que habría fiesta pronto. Juan revisó el pequeño teléfono que llevaba en el bolsillo: efectivamente, al otro día sería 02 de Febrero, el día de la Candelaria.
Había música en vivo en las calles, y todo estaba hermosamente adornado con flores blancas y guirnaldas. En la iglesia del pueblo, un hermoso edificio blanco y azul muy claro, la gente acudía a misa, y otros más se paseaban por la plazuela. Juan buscó un hotel donde pasar la noche, y aunque estuvo complicado por la afluencia de turistas, al final encontró un sitio en una posada a la orilla del río, un lugar pequeño llamado La Sirena de Tlacotalpan. Por 350 pesos, podía pasar ahí la noche y la mitad del otro día, pero en eso no había problema. Pagó por toda una semana.
La muchacha de la posada, morena, de estatura media y cabello largo, le acompañó a su habitación, la cual era sencilla, y separada del edificio principal, al estilo de las posadas que él ya conocía. La muchacha le sonrió cuando le entregó las llaves después de mostrarle el cuarto.
-Y si necesita algo, llame a la recepción. Gracias por visitarnos…
Juan titubeó un momento.
-Por cierto… ¿Cuál es tu nombre?
La chica sonrió.
-Yolanda…
-Bueno, Yolanda. ¿Hay algo interesante que hacer por aquí, ya sea hoy o mañana? Puede que me quede durante mucho tiempo más y pues quisiera empezar a conocer este lugar…
Yolanda se quedó pensativa.
-Bueno, mañana es el día de la Candelaria. El pueblo saca las barcas al río y llevan a la Virgen de la Candelaria por el río, con adornos y guirnaldas de flores, cantando alabanzas y con música. Y en la tarde entregan al Niño Jesús en el templo. Y bueno, siempre es hermoso recorrer la orilla del río. Si se encuentra a la sirena, podría pedir un deseo…
Esta vez Juan fue quién se quedó pensativo.
-¿La sirena?
-Sí, es una vieja leyenda. Se dice que, a orillas del río, se deja ver una sirena de vez en cuando, a los barqueros o a quién decida pasear por la orilla. Si es una mujer la que pasea, la sirena desaparece, porque las otras mujeres le causan envidia. Pero si es un hombre, hará lo que sea por llamar la atención. Cuando ya la han visto, la sirena empezará a cantar, y el hombre caerá en su encanto. Si es muy débil, se irá directamente a la orilla, a los brazos de aquella mujer, y ella lo llevará al fondo, para ahogarlo y convertirlo en su amante submarino por siempre. Pero si el hombre que la escuchase tuviese mucha fuerza de voluntad para no caminar hacia ella, irremediablemente la sirena no tendrá otra opción más que cumplir el capricho de su amor perdido.
-Vaya, suena interesante…
Yolanda soltó una carcajada.
-No se precipite, no es real. Mi mamá y mi abuela siempre dicen que los deseos siempre se cumplen cuando uno tiene convicción y ganas de hacer las cosas. Los deseos mágicos son para gente huevona… O bueno, eso dicen ellas…
Yolanda se sonrojó y Juan le sonrió.
-Muy bien. Pues gracias por el relato y, si necesito algo, te llamo, ¿vale? Muchas gracias…
Le dio una buena propina y ella salió del cuarto, agradeciendo sus atenciones.
-Se la va a pasar muy bien aquí, señor, ya verá.
Juan se quedó solo en su habitación un par de horas. Se acercó a la ventana a ver el día, como se apagaba el sol y se escondía en el horizonte. El agua del río se veía plácida, con un brillo singular que se iba apagando, para luego volver a refulgir con la luz de la luna.
Salió de su habitación, llevándose las llaves consigo, y caminó hasta el centro de la plaza. La música seguía, y los restaurantes estaban abiertos aún durante la noche. Se acercó para comer un poco de pescado y tomar una cerveza fría. Mientras estaba ahí, contemplado la plazuela de noche, con aquella gente paseando bajo la noche fresca de Veracruz, pensaba en la vida que había dejado atrás, el crimen que lo perseguía, pero del cual no se arrepentía. Un hombre envenenado, y una muchacha culpada por su causa. Familias rotas, mentiras y robo. Todo eso. Estaba consciente de lo que había hecho, y sólo esperaba que nadie fuese a perturbar su paz en aquel rincón del mundo.
Al siguiente día, el frío de la madrugada despertó a Juan, y aunque quiso volver a dormir, nada lo logró. El sol empezó a filtrarse por la cortina de la ventana, y ya que no podía volver a dormir, decidió salir de su habitación. Se calzó con tenis, y se puso el pants, una sudadera, y se llevó consigo las llaves.
Caminó hacia abajo, pasando una pequeña ladera que bajaba a la orilla del río, y sintió que el frío aumentaba, y el olor del agua le llegó directo. Era extraño ver tal cantidad de agua a sus pies, una corriente tranquila que se escuchaba como un zumbido calmo y sereno. Pudo ver, a lo lejos, cómo las barcas ya surcaban el río a lo largo. Varias embarcaciones coloridas y alargadas le hacían escolta a una más grande, una inmensa barca cuadrada de color blanco, adornada con guirnaldas de flores blancas y amarillas. En el centro se podía observar un altar, y encima, la efigie de la Virgen de la Candelaria, ataviada con un manto blanco y su corona dorada.
De repente, en el agua se escuchó el chapoteo de algo que parecía un pez, algo grande, que incluso dejó mojadas las piedras de la orilla, y una onda enorme en medio de la corriente. Juan se asomó a la orilla, y solo vio el agua alborotada, y la enorme onda circular que rebotaba en todas partes.
La superficie del agua se abultó, y por encima de ella se asomaron un par de ojos negros, como los de las ranas, grandes y abultados, y una cabeza redonda, coronada con cabello negro, muy lacio y descuidado, verdoso por el agua y las algas del fondo. Juan trastabilló un poco y dio un paso atrás. Aquel rostro se dejó ver por completo, y lo que vio el hombre le aterró.
Por debajo de la nariz era una hermosa mujer. Un vientre delineado, pechos enormes, un cuello de cisne grácil y suave, con unos labios carnosos pintados de rojo y hermosas mejillas sonrojadas. Pero no tenía nariz, y por detrás de lo que debían ser sus orejas, se veían un par de branquias. Los ojos de rana y el cabello lucían sobre la piel verdosa. Era como si alguien hubiese armado mal una muñeca, y le hubiese pegado la mitad de una rana muerta llena de cabello humano.
-No puede ser-, se dijo a sí mismo Juan, mirando con asombro a aquella cosa, mientras los escalofríos le recorrían la espalda.
A pesar de aquellos ojos inexpresivos y las branquias aleteando, la sirena sonrió, y abrió su boca, como los peces muertos. De su boca, sin articular palabra, empezó a surgir un canto, una melodía hermosa que parecía un coro, la voz de una hermosa mujer al fondo de una iglesia, o del fondo del mar.
Aquel canto era tan precioso, algo maravilloso, que Juan olvidó sus problemas, y sus crímenes se acallaban con el eco de aquella voz de las profundidades. Uno de sus pensamientos fugaces fue el del deseo: someterse al canto de la sirena y resistirse a él, para que ella pudiese cumplirle su más grande anhelo. Aunque sus piernas se movían directo al agua, y sus zapatos ya chapoteaban en el lodo, Juan logró resistirse, tratando de hacerse hacia atrás, y aunque la canción era cada vez más hermosa, su instinto le pedía sobrevivir. La sirena se acercaba más a la orilla, y aunque insistía, su canto no era suficiente.
Con un impulso final, Juan se arrojó de espalda, cayendo entre las piedras, pero ya liberado del encanto. La música de la caravana de canoas en el río se escuchaba más cerca. La sirena seguía ahí, con medio cuerpo fuera del agua, ya sin la boca abierta, y con una sonrisa en el rostro.
-Tú… me debes un deseo. ¡Cumple mi deseo!
Juan se levantó y se acercó a la orilla. Ya no le importaba que sus pies se mojaran con el agua verdosa de la orilla, y sintió una especie de corriente eléctrica.
-¿Qué es lo que deseas? ¿Cuál es tu anhelo más grande?-, dijo la criatura, con una voz pegajosa y bastante extraña.
Juan se acercó un poco más, mirando aquellos enormes ojos.
-He matado, y engañado, y robado. No puedo cambiar eso, no me arrepiento tampoco. Pero quiero que se olviden que yo lo hice, que la gente olvide mis crímenes. Que nadie sepa nunca que huí…
La sirena sonrió una vez más, y estiró los brazos. Eran enormes, y terminaban en gigantescas garras largas y afiladas. Con ambas manos, la sirena tomó de los brazos a Juan, quién no podía soltarse de la tremenda fuerza de aquellos dedos. Su cuerpo se hundió hasta la mitad en el agua, y quedó frente a frente con los ojos de la sirena.
-Concedido.
La enorme boca de la criatura se abrió, y los enormes dientes afiladas, parecidos a espinas de pescado, se clavaron en la cabeza de Juan, quién alcanzó a gritar de terror y dolor antes de ser hundido en el agua.
A lo lejos, las barcas ya se alejaban, y sólo quedó sobre la superficie del agua un retazo de tela, y las ondas de un último chapuzón.
 
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