Luciano había empezado
a leer el libro justo cuando la luz se fue en el pueblo, y la gente empezaba a
huir, desesperada, a refugiarse en sus hogares. Pero, ¿qué era lo que causaba
toda esa conmoción? Todas las respuestas estaban en el libro, y ni siquiera
Luciano sabía con certeza de qué se trataba.
Cuenta la leyenda
acerca de una criatura inmemorial, nacida con la misma Madre Tierra y el Padre
Cielo. Se dice que vaga en las noches, buscando su comida y su bebida
preferida: la sangre. Puede verse venir a lo lejos, aleteando incesantemente
sobre todo y sobre todos, mirando hacía abajo, buscando las venas palpitantes
de sus víctimas.
Si tenías la mala
suerte de encontrártelo en tu camino, primero lo verías volar sobre tu cabeza,
como si se alejara de ti. Luego, un rasguño en tu nuca indica que te ha marcado
con sus garras para siempre, y que te ha condenado a una vida de dolor eterno.
Si decide alimentarse de tu sangre, volará hacía enfrene, mostrándote su
verdadera identidad.
Es una criatura
repulsiva, con cuerpo de rata, unas patas largas, acabadas en garras, y cuatro
enormes alas con membranas. Su cabeza es muy parecida a la humana, solo que más
pequeña, con una mueca de burla y que infunde terror a quien mira sus enormes
ojos amarillos. Cuando ya ha saboreado la sangre de tu nuca, es momento de
hacer lo que debe hacer. Toma a su presa de los cabellos, y de un tirón
sobrenatural, lo jala hacía la oscuridad de la noche, de donde jamás regresará.
Luciano había llegado a
esa parte, y sólo había conseguido avanzar en su lectura por la luz de la vela
que había encendido. No le gustaba vivir solo, pero así se concentraba un poco
mejor en su trabajo. Llegó a una página donde se mostraba el grabado del
animal, que era tal y como lo describía el libro, y en la siguiente página,
había una lista de reglas y precauciones para salvarse del animal.
Fue cuando escuchó
sonar su teléfono móvil. Miró el número de donde provenía la llamada, y se dio
cuenta de que era Victoria, la vecina de una calle más allá, y a quién siempre
le había tenido un cariño demasiado afectuoso desde hacía años.
-¿Señora Victoria?
¿Dígame, que sucede?
-Hola, Luciano, buenas
noches. Hoy me dio la impresión de que anocheció un poco más temprano de lo
habitual. En fin, necesito que me hagas un gran favor, si no es que interrumpo
algo…
-Para nada, doña
Victoria, ¿qué sucede?
-Pues mira. Olvidé
dentro de la casa mis llaves, y quise regresar por unos papeles para mi
hermana, pero recordé que había dejado mi llavero sobre la mesa. Creo que te
encargué un juego de llaves extra por si las dudas. ¿Podrías venir a casa a
abrirme? Te lo agradecería bastante.
Luciano recordó que
doña Victoria era demasiado despistada. Siempre dejaba cosas a medias, u
olvidadas. Por eso, había confiado en él para entregarle un juego de llaves de
la casa, por si algún día se necesitaban. Luciano miró el reloj. Eran apenas
las 08:45, y ya se veía tan oscuro como si fuera medianoche. Pensó que tal vez
fuese por la baja de tensión en la energía eléctrica, pues las lámparas en la
calle también lucían apagadas.
-No se preocupe, doña
Victoria, yo voy con las llaves ahorita. Solamente déjeme ir por una chamarra,
y no tardaré.
-¡Oh, muchas gracias
muchacho! Soy tan despistada a veces, pero también es culpa mía por andar con
prisas. Ven con cuidado, las calles son más terribles de lo que piensas cuando
no hay luz. Gracias…
Y colgó. Luciano se
asomó por la ventana de su casa, que daba al jardín y luego a la calle. En
efecto, la noche se veía más pesada, y no había luz en ninguna casa. Cosa
extraña también, la gente no parecía ni siquiera asomarse ni un poco para poder
hablar con algún vecino sobre el evento. Miró hacía el otro lado de la calle,
donde comenzaba el parque, y casi soltó un grito de asombro. En el suelo de
asfalto, manteniéndose sobre sus seis extremidades membranosas, y alejado del
jardín, estaba la criatura que había visto en el libro unos minutos antes.
Caminaba despacio, como
si buscara algo en el terreno por donde pasaba. Miraba hacía todos lados con
esa espantosa cabeza humana pegada al cuerpo de una rata con alas. La criatura
soltó un brinco sobre sus patas traseras, y remontó el vuelo. Se escuchaba el
batir de las alas en el viento, y un escalofrío intenso recorrió la piel de
Luciano, haciéndole erizar los vellos de la nuca. Miró de nuevo el reloj. Se dio
cuenta que era muy temprano para que hubiese anochecido de esa manera.
-Muy bien, tengo que
salir de aquí, tomar las cosas que necesito para enfrentarlo, e ir a advertirle
a doña Victoria…
Luciano se apresuró a
conseguir lo que necesitaba. Tomó su chamarra del respaldo de la silla del
comedor, el libro de la criatura, un libro de obras de Shakespeare, una
linterna del cajón de la alacena, y un enorme pedazo de lona color verde. Caminó
con cuidado hacía la puerta de la casa, guardando con cuidado las llaves de
doña Victoria en el bolsillo, y salió a la calle.
Caminando lentamente a
media calle, sin ver a nadie fuera de sus casas, hizo un corte a la lona con
una pequeña navaja que guardaba en el llavero, y se la puso encima, como si
fuese un extraño fantasma verdoso. Caminaba un poco más lento, por si podía
escuchar algo. A lo lejos se oía el correr de alguien, y de repente, un grito
de muerte, una mujer que daba sus últimos alaridos de angustia en esta Tierra.
Luciano ni siquiera se
atrevió a dar marcha atrás, y tampoco se dio cuenta que los vecinos lo espiaban
a través de las ventanas, alarmados, buscando a la criatura alada. Otro grito
desesperado surgió de la penumbra unas calles a lo lejos, pero ahora el mensaje
era más entendible:
“!Se comió a todos en
la iglesia! ¡Viene por nosotros, ya viene por nosotros…!”. Y luego, nada. El aleteo
de aquella criatura se hacía cada vez más cercano. Y pronto, Luciano se dio
cuenta que aquel monstruo estaba encima de él, rondándolo. Miró a través de la
rendija cortada en la lona, y se no vio nada, a excepción de una sombra que dibujaba
círculos en el asfalto.
Recordó entonces la
primera regla del libro: Por ningún motivo la criatura se acerca al verde de la
pradera, ni se posa en los árboles frondosos de la primavera, y odia las cuevas
donde se ha descubierto esmeralda. Aquella criatura evitaba posar sus garras
encima de la lona verde que Luciano usaba como escudo, y solo daba vueltas
encima de él, como si fuera un grotesco buitre al acecho del cadáver.
Luciano miró por la
rendija de nuevo, sin dejar de aferrarse de los libros que tenía entre los
brazos. Pero entonces, aquel ser alado se mostró volando frente a frente. Tenía
aquellos ojos amarillos, más grandes que su propia nariz humana, y ese rostro
espectral, con la sonrisa abierta, maniática y hambrienta. Sus dientes afilados
y demasiado abundantes escurrían baba y sangre.
Pronto, Luciano se dio
cuenta que la criatura no se daría por vencido hasta que no se quitara él la
lona. Entonces, recordó que traía la linterna, de aquellas enormes de halógeno
que alumbraban hasta diez metros más allá. La tomó con fuerza con su mano
izquierda, la sacó por la ranura de la lona, y la encendió. La criatura soltó
un tremendo chillido, como el que hace una rata al momento de asesinarla, y
aleteó desesperada para alejarse, pero chocó contra la ventana de una casa,
causando pánico en sus residentes, y cayó a la banqueta de la calle, estrepitosamente,
pero aún retorciéndose.
Luciano se acordó de lo
que el libro decía: La luz es mortal enemiga de la criatura que vaga en la
noche, y a pesar de la luz que emana en nuestro mundo, la oscuridad que el
monstruo trae es inmensa y profunda como ninguna. Corrió hacia la esquina de la
calle, miró hacia la avenida, donde había unos extraños charcos de líquido
oscuro que no se atrevió a examinar, si siguió corriendo. Pronto, escuchó de
nuevo aquellos incesantes aleteos, y pensó que la criatura, a pesar de estar
desorientada, lo seguía sin parar. El muchacho vio la calle donde vivía doña
Victoria, y son soltar nada de lo que traía encima, subió la empinada cuesta
hasta la mitad de la calle.
Doña Victoria tenía una
casa color verde, por que era su color favorito. Estaba separada por el jardín
cubierto por una lámina de asbesto blanca, y tenía un portón de hierro forjado
como entrada. No tenía coche, así que nada podía estorbar la entrada. Luciano
echó a correr, y cuando llegó al portón, chocó contra él de costado.
-¡Santo Dios! Luciano,
que bueno que llegaste, vamos, abre la puerta, para poder salir de aquí pronto,
o para buscar primero mis llaves…
La voz de doña Victoria
lo tranquilizó, pero Luciano estaba nervioso, escuchaba más atentamente el
aleteo de aquella cosa, que estaba más cerca de él, y justo cuando logró meter
la llave y abrir el portón, dio media vuelta, y volvió a fulminar a la bestia
oscura con la luz de la linterna. De repente, el muchacho escuchó pasos que
venían corriendo cuesta abajo. Era una pareja, un hombre alto, fornido y calvo,
y una mujer, delgada y menuda, que venían agarrados de la mano, corriendo
desesperadamente.
-¡No cierres la puerta!
¡Déjennos pasar!-, gritó la muchacha con una voz potente a pesar de ser tan
aguda.
-¿Pero qué sucede
Luciano? ¡Santo Dios! ¿Qué es eso?-, exclamó doña Victoria, asomándose por
encima del hombro del muchacho. La criatura estaba de nuevo poniéndose de pie,
después de haber sido atontada con la luz. Los muchachos se dieron prisa y
lograron meterse antes de que Luciano cerrara la puerta, y por poco, aquella
cosa clavaba las garras en la nuca del hombre calvo.
-¿Pero qué está pasando?
¿Y quienes son ellos?-, dijo doña Victoria, agarrando su rebozo de color
amarillo clarito, para poder pasarlo por encima de su hombro derecho. La pareja
de casados jadeaba, sentados en el suelo del jardín. Luciano también jadeaba,
pero él se recargó en la pared de la casa.
-Se comió a toda la
gente de la iglesia, la que se había refugiado ahí cuando cayó la oscuridad. Pensamos
que ahí no podría entrar, por que tal vez le hacía daño los crucifijos. Pero ni
siquiera el agua bendita lo mataba… Cuando veníamos corriendo, agarró al padre,
que gritaba lo que había pasado, y luego empezamos a escuchar menos gritos en
el lugar…
Luciano escuchaba
atentamente las palabras del hombre, mientras la muchacha había empezado a
llorar desconsolada. Doña Victoria estaba demasiado impresionada, y mientras se
llevaba una mano a la boca, y se persignaba, con la otra abrazaba a la muchacha,
que estaba desconsolada. En otra de las casas, alguien había puesto música
vieja, mientras que escucharon que la criatura aleteaba por encima de la lámina
de asbesto, tratando de entrar.
-Esa cosa no le teme a
Dios ni a sus imágenes, ni al agua bendita. Al parecer es mucho más vieja que
todo el cristianismo como para preocuparse o alarmarse. También le teme al
color verde, y a la luz muy brillante, por eso encendí mi linterna antes de que
llegaran ustedes, para poder confundirla-, dijo Luciano.
-¿Y cómo sabes tanto de
eso, muchacho?-, dijo doña Victoria, que aún seguía sorprendida con lo que
había visto.
-Traigo el libro para
que podamos derrotar a esa cosa. Por lo que sé, solo sale un día cada 200 años,
así que podremos librarnos de muchos más periodos como este si la asesinamos.
-¿Y cómo dice el
libro que hay que derrotarlo?-, dijo el hombre calvo, que ya respiraba un poco
más tranquilo. Las garras del animal sonaban incesantes sobre la lámina, pero
nadie quería mirar hacía arriba.
-Bueno, se supone que
si es tan antigua, lo único que la puede matar es que se dé cuenta de que ha
vivido miles de años. No se da cuenta de ello por qué sólo vive por instinto,
solo come y acecha cada 200 años, y de lo demás, ni de su edad, se percata. El que
escribió el libro dice que basta con leer letras antiguas, rodear entre muchos
a la criatura, y leer diversos textos, aunque sean del mismo autor, para acabar
con la bestia.
Todos se miraron,
preocupados, pero decidieron que si era lo necesario, tendrían que hacerlo,
para evitar la muerte de más gente. La persona que había puesto la música,
había cambiado ahora a una canción muy hermosa: Era La Llorona, de Chavela Vargas. Luciano tomó el grueso tomo de Shakespeare,
y empezó a arrancar hojas, para dárselas a cada quien.
-Muy bien, tomen. Tendremos
que esperar a que esa cosa rasguñe a alguien, y luego la vea a los ojos. Cuando
eso pase, los demás la rodearán, y empezaremos todos a leer. Traje un libro de
Shakespeare, y hay muchas obras distintas. Señora Victoria, tome estas hojas de
Romeo y Julieta. Y aquí hay hojas de Hamlet y de Otelo para ustedes dos. Creo que escogeré Macbeth, es mi favorito…
Todos soltaron una
risita con aquel comentario. Todos se pusieron en fila hacía la puerta, listos
para salir a la calle de nuevo. Luciano, que iba al frente de la fila, suspiró,
incapaz de sentirse un poquito más tranquilo.
-A quien rasguñe, si
acabamos con aquella cosa, creo que sanará. Vamos…
La criatura escuchó que
el portón se abría de nuevo. Voló sobre la lámina, y encontró a cuatro personas
dispersas en la calle. Todos mirando hacía abajo, pero vulnerables ante el
poder de la oscuridad.
Nadie quería levantar
la vista, pero en algún momento, alguno de ellos tendría que ser arañado.
Luciano sintió las garras clavarse en su piel, y soltó un alarido, pero nadie
más se movió. Después, la criatura aleteó casi ingrávida, dando la vuelta
alrededor del muchacho, hasta que se posó directamente enfrente de él. La criatura
le dedicó una sonrisa malévola, y posó sus enormes ojos ambarinos sobre los
suyos.
-¡Ahora!-, gritó
Luciano. Los demás rodearon a la criatura, que no dejaba de aletear, pero ahora
estaba rodeada. Mirando a todos los presentes en el círculo, la criatura
escuchaba desesperada lo que sus presas estaban haciendo. Aunque a Luciano le
dolía horriblemente el cuello, no dejaba de leer de forma fuerte las líneas de Macbeth, mientras que la señora Victoria
incluso hasta gesticulaba como los actores de las obras en los ensayos. La
pareja de casados, agarrada de las manos, también leían sus hojas, tan fuerte
como podían.
Entre el clamor de las
lecturas de Shakespeare, y la linterna que encendió Luciano apuntando a la
criatura, ésta empezó a retorcerse mientras volaba, y a soltar alaridos en vez
de chillidos. Luciano fue más rápido, agarró a la criatura de una de las patas,
teniendo cuidado con las afiladas garras, y se lanzó hacía el primer brote de
pasto que encontró en la jardinera de uno de los vecinos. Jaló a la cosa voladora,
y la azotó con fuerza sobre el pasto. El sonido de su carne al cocinarse con el
olor a pasto y sangre hizo que todos pusieran una cara de asco, pero ni así
dejaron de leer. Rodearon a la criatura, leyendo cada vez más fuerte, y tirando
las hojas que terminaban encima de la criatura, que no soportaba la agonía.
Luciano se armó de
valor, tomó la lámpara, y la metió en la boca dentada de la criatura. Su pequeña
cabeza humana repugnante se iluminó como calabaza de Halloween, y aunque daba
patadas y aleteos furiosos, casi parecía que dejaba de luchar. Todos seguían
leyendo, y mirando lo que pasaba.
-Quémate en el
infierno, asquerosa bestia…-, dijo Luciano, soltando de repente el libro sobre
el suelo, mientras, con un último grito de agonía, la criatura alada se
desvanecía en la muerte. Su piel empezó a arder con una flama intensa color
azul, y las hojas del libro de Shakespeare servían de combustible.
-Miren eso, ya salieron
las estrellas… Creo que lo logramos-, dijo doña Victoria, mirando hacía el
cielo. La pareja de esposos se fundió en un abrazo, y todos soltaron sus hojas
a la fogata que se había formado sobre el cuerpo de aquel ser. El humo olía a
podrido, y Luciano, dejando la linterna quemarse también, echó lo que quedaba
del libro para que terminara de consumirse.
Nadie se dio cuenta del
tono ambarino de los ojos del muchacho…