El
lugar era una casa abandonada, con un jardín descuidado, y un árbol cerca de la
ventana tapiada con madera. En la pared del patio colgaba un foco, que
iluminaba el patio con una luz trémula, potente. Una rata salió corriendo de
entre el pasto crecido, y las polillas volaban entre la luz. En la banca bajo
el árbol estaba sentado un muchacho, de espaldas anchas y rostro infantil, con
lentes, barba y mirada perdida.
M.
White se acercó caminando desde el otro lado de la calle. Aún vestía de blanco,
pero ahora su cabello estaba suelto, después de la pequeña pelea con la mujer
del museo. Se acercó a la banca, y se quedó de pie frente al muchacho de rostro
soñador. Este le miró, aún sentado.
-Un
lugar bastante tranquilo, diría yo. Se ve muy abandonado, lo sé, pero es
relajante. Nadie podría decir que estuvimos aquí, y mucho menos que nuestras
pláticas se llevaron a cabo. El Lobby está agradecido por lo que haces, White,
y aún así…
El
acento del muchacho era de un inglés perfecto, algo que M. White apreciaba. Le
miró con suspicacia.
-No
están satisfechos. Los enemigos del Lobby son muchos, y más aquellos que son un
potencial peligro. ¿Tienes idea de lo mucho que me costó encontrar a esa mujer?
La muy perra estuvo a punto de levantarse y de arrancar mi cabello.
-Pero
al menos sabes dónde está nuestro objetivo. Roger Wingates, ese maldito. Me lo
cogía, ¿sabes? Le gustaba ser pasivo, al muy asqueroso. Y aún lo oculta. Peor:
ha expresado su homofobia matando gente inocente. En resumidas cuentas, me debe
mucho y se lo voy a hacer pagar. Te han dado una nueva misión…
M.
White puso los ojos en blanco, suspirando.
-¿Y
otra vez se supone que iré yo? Me costó bastante encontrar a la mujer aquí en
México. Texas es un poco más grande que la capital, créeme. No lo encontraré
pronto y…
El
muchacho de los lentes se levantó y le dio una bofetada a M. White.
-El
Lobby tiene dinero suficiente para mandarte al fin del mundo y hacerte regresar
con vida. ¿No crees que ellos tengan el mismo poder para mandarte a Texas y
traer la cabeza de ese hijo de puta?
M.
White sonrió, con la mejilla roja y adolorida.
-Eres
un cabrón, pero te voy a creer. Saldré lo antes posible y…
-La
única condición que pusieron es que vaya contigo.
El
muchacho sonrió, mientras M. White no podía aún caer en la cuenta.
-No,
ni lo sueñes. Serás una carga y... no puedo arriesgarme.
-¡Oh,
vamos! Me permitieron cumplir un pequeño capricho de niño pequeño. Hasta que no
le meta un maldito fierro caliente en el culo a Wingates no dormiré tranquilo.
M.
White, al borde del desquicio, se dio la vuelta, con furia en sus ojos,
mientras el muchacho la seguía, satisfecho.
Con
el dinero del Lobby, ambos llegaron a Texas al día siguiente. Allan, el
compañero de M. White, pensó que todo aquello era imposible. Sin duda, buscar a
alguien en específico en el estado más grande del país sería una locura.
-Tienes
que aprender a buscar. Cada señal, cada rumor. Todo eso te lleva a la persona
indicada. Ustedes, que siempre están sentados tras los escritorios o las mesas
de los bares nunca aprenden.
-Por
eso te traje. Eres como un lobo buscando presas…
La
sonrisa tonta de Allan y la mirada seca y gélida de M. White parecían chocar.
-Te
traje yo para que cumplieras un capricho solamente. Así que mantente cerca, y
no digas nada hasta que hayamos encontrado lo que vinimos a buscar.
-Venganza-,
dijo el muchacho con voz trémula.
-Sí,
como digas…
Visitaron
bares, caminaron entre gente extraña por las noches, interrogando, escuchando.
Y por lo que M. White llegaba a escuchar, El tal Roger Wingates no era un alma
de Dios. Era un descarriado, hombre con vicios caros, que sólo podía
conseguirle la supremacía blanca que ya reinaba del otro lado del Muro.
-Escuché
que estaba planeando una fiesta bastante selecta por aquí-, le dijo un hombre a
M. White cuando llegaron a El Paso. –Nada de maricones, ni negros, ni esos
bastardos que llenan de mierda al país.
Allan
observaba al hombre, un desharrapado de barba larga e hirsuta, rubio, con una
chamarra de mezclilla adornada con parches de esvásticas y la bandera de los
Confederados en la espalda, cubriéndole los hombros.
-No
se olviden de mencionarle a su amigo Ralph-, dijo el desconocido cuando los dos
se alejaron de ahí.
-Hijo
de puta-, escupió M. White, asegurándose que nadie le escuchaba.
-Bueno,
al menos sabemos que hará una fiesta. Al parecer no es muy discreto que
digamos…
-Pero
no sabemos nada más aparte de eso. Es un lugar bastante grande, por si no te
habías dado cuenta.
-Al
parecer, no te diste cuenta de algo. Nadie organiza una fiesta así por estas
fechas. Dos días más y será 4 de Julio. ¿Qué mejor para el bastardo de Wingates
que celebrar la supremacía blanca el Día de la Independencia? Con todos sus
vicios favoritos… Será como decirle al mundo “miren, soy un americano modelo…”
M.
White pensó que su compañero tendría razón: era 2 de Julio. Aún quedaban dos
días, y era bastante sospechoso. Una enorme fiesta para una celebración tan
importante…
-Muy
bien. No eres tan idiota después de todo. Ahora dime, ¿cuál es el siguiente
paso? ¿A quién debemos acudir?
Allan
estuvo pensando un momento, mientras recorrían las casi vacías calles de El
Paso aquella noche.
-Si
conozco bien a ese pervertido, trae a sus espaldas a sus dos favoritos, un par
de gemelos ucranianos que le satisfacen sus más horribles placeres. Los he
visto y también me tocó acostarme con uno un día, aunque bueno ese no es el
punto…-, dijo Allan, al ver la mirada de hielo de M. White puesta en él.
-Ok.
¿Y qué propones?
Ahora
Allan le miró con un tanto de desprecio.
-Buscar,
como tú dices. No debe ser complicado encontrar a un par de ucranianos
idénticos en una ciudad como esta. Además, yo los conozco mejor…
M.
White se ruborizó, pero siguieron caminando.
Al
día siguiente, en una cantina, dieron con el premio mayor: era uno de los
hermanos ucranianos. M. White se dio cuenta sólo mirarlo por qué Allan estaba
tan encantado. El muchacho era rubio, enorme, al menos de 1.90 de estatura, con
penetrantes ojos azules y rostro de niño confundido.
El
ucraniano ni siquiera se dio cuenta cuando aquella enigmática mujer, vestida de
un blanco impecable y el cabello suelto hacía los pechos se sentó a su lado.
-Pareces
aburrido-, dijo la muchacha, con voz suave, mientras el ucraniano la veía, y le
sonreía, con aquel rostro infantil y el poder de sus ojos azules.
-No.
Sólo que no me gusta tanto el ambiente de estos lugares-, dijo el muchacho, con
un acento bastante marcado, en especial en la letra “R”.
-Ya
veo. No eres de por aquí. ¿Cómo te llamas?
-Vladimir.
¿Y tú?
-Esthela-,
dijo M. White. Obviamente mentía.
Vladimir
le sonrió con un tonito pícaro. Ya lo tenía. La chica miró alrededor, como
apenada, mientras le daba la señal a Allan con una sola mirada. Este salió del
bar.
-Si
quieres, puedes venir conmigo. Sé dónde podremos divertirnos mejor-, dijo la
misteriosa chica, mientras ponía su mano en la del ucraniano. A pesar del leve
calor de la noche en El Paso, la piel de Vladimir se sentía fría.
-Muy
bien. Pero no podremos tardar tanto…
La
chica sonrió.
-No
te preocupes. Prometo regresarte a casa sano y salvo…
Ambos
salieron del bar, y ella lo iba guiando, a través de la calle primero, y luego
por un callejón. El ucraniano era alto, y ella tan delgada, que hacían una
verdadera pareja dispareja. Después de un rato caminando en aquel estrecho
lugar, él la tomó con sus enormes manos, la puso contra la pared, y la besó
hasta cansarse. Ella le correspondió, acariciándole su enorme bulto a través
del pantalón de mezclilla. Él también hizo lo mismo, pasando sus enormes manos
frías por las nalgas, y luego por el frente…
Vladimir
abrió los ojos, confundido. Ella sonrió.
-No
te conté todo. Un pequeñito detalle…
El
muchacho ucraniano sintió que alguien lo golpeaba en la cabeza. Allan estaba
detrás de él, levantando un pedazo enorme de madera. El ucraniano cayó al
suelo, mientras la sangre le brotaba de la cabeza.
-¿Dónde
va a ser la fiesta?-, dijo Allan, levantando el tronco un poco más arriba.
Vladimir no hablaba, mientras M. White lo miraba desde arriba, seria.
-No
sé de qué están hablando…
Ahora
fue ella quién soltó una patada en la entrepierna al ucraniano, quién aulló de
dolor.
-No
mientas. Dinos dónde va a ser la fiesta, y te irá mejor. No tiene por qué ser
así.
El
ucraniano los miró, y asintió.
-La
finca se llama Beso del Diablo. Como a 5 kilómetros saliendo de la ciudad… ¿A
quién buscan?
M.
White sacó algo de su bolsillo.
-A
nadie.
La
bala atravesó directamente en la frente del ucraniano, y la sangre manchó las
paredes del callejón.
-Dijiste
que no le iba a pasar nada-, dijo Allan, mirando al cadáver.
-Lo
siento, mentí. Dijo que se llamaba Vladimir…
-Ah,
es él. Yo me cogí al otro… Hiciste bien, entonces. Vamos por los demás, ¿te
parece?
Tuvieron
que esperar un día más. El siguiente día, 4 de Julio, todo fue más tranquilo.
M. White preparó todo lo necesario. No podrían entrar cómo invitados, y
obviamente, a esas alturas, ya habrían notado que uno de los invitados faltaba.
Lo harían a su modo…
-¿Entrar
por atrás? Bueno, sí que estás loca.
-Si
tienes una forma mejor de hacer las cosas, te escucho. Estarán bastante
ocupados, por lo que puedo suponer, así que no se darán cuenta. Solamente harás
lo que yo te diga, y no tendremos problemas. ¿Ya tienes tu traje?
Allan
sonrió, sacando del clóset del hotel un extravagante traje de color azul claro
que brillaba intensamente.
-¿Verdad
que está divino?
M.
White arqueó una ceja.
-Si
ese es tu concepto de “no ser descubiertos”, prefiero que nos maten a ambos en
cuanto entremos.
La
noche los cubrió cuando aún faltaban 500 metros para llegar a Beso del Diablo,
un lugar maravilloso, repleto de plantas desérticas, una enorme alberca y un
diseño bastante moderno. M. White dejó el coche en un camino de terracería lo
bastante cerca como para llegar caminando. Ella había escogido un traje negro, bastante
discreto, en comparación con el azul chillante de su compañero, quién tiritaba
de frío.
-Vamos
a caminar a partir de aquí. No me arriesgaré a que nos vean pasar con el coche.
Vas a ensuciar tu traje tan divino, querido…
Allan
la miró, nervioso.
-Tendré
lo que vine a buscar al final. Si me ensucio, no me importa. Arena, sangre, da
igual…
-Entonces,
andando.
Caminaron
entre matorrales, esquivando las madrigueras de los conejos, y llenándose los
zapatos de arena, que formaba pequeñas volutas y espirales en el aire con cada
paso que daban.
Al
llegar a la finca, se dieron cuenta de algo extraordinario. La pared que
rodeaba el lugar era bastante baja, al menos de dos metros de altura. Aunque no
había forma de ver lo que pasaba del otro lado, se escuchaban risas y música.
-Vamos
a tener que saltar. No es una altura realmente grande, pero si nos están
esperando…
Allan
tomó la palabra.
-Si
nos hubiesen esperado, ya estaríamos muertos. No veo que alguien vigile. No hay
cámaras en las paredes, no hay nada.
El
muchacho tenía razón.
-Resultó
ser bastante inteligente. No voy a arriesgarme a pasar por la puerta así que…
Con
una habilidad sorprendente, M. White saltó hacia el borde de la pared,
sosteniéndose con ambas manos. Trepó y se quedó sentada en el borde, mirando a
su compañero.
-Busca
la entrada y espera. Que no te vean, si es que hay gente esperando. Yo te
abriré.
Allan
asintió, y se dio la vuelta, mientras su compañera desaparecía detrás de la
pared.
Después
de unos cuantos metros, dando la vuelta a la pared, Allan encontró la entrada,
un hermoso cancel de hierro forjado, con enormes cabezas de caballo y el rostro
de un diablo a la mitad de las puertas abatibles, que lo miraban con furia y
maldad.
No
había nadie cerca, y desde ahí se podía ver la finca, después de una inmensa
oscuridad. La puerta se abrió y M. White estaba detrás de ella.
-Bonita
puerta. Ahora veamos si el infierno se desata.
Allan
sonrió a través de la oscuridad. Ambos caminaron, hombro con hombro, por un
camino de piedras de río, hasta que la finca quedó mucho más cerca. Las luces
ya dejaban ver el hermoso decorado del lugar, y la pintura blanca y roja que
coloreaba el lugar. Por uno de los ventanales se veían difusas sombras y gente
que pasaba. La música había bajado de intensidad, y las voces ahora se dejaban
escuchar mejor.
M.
White fue la que se adelantó. Tomó el pomo de la puerta de la finca, y caminó
lentamente. Allan abrió la otra parte de la puerta, de madera, roja por
completo, sólo para ver aquello dentro.
Había
muy poca gente, todas reunidas en tres grupos diferentes. Por un lado, un
hombre con dos mujeres desnudas. Mientras a una la penetraba, la otra esperaba
su turno, masturbándose. En otro rincón de la estancia, otro hombre,
visiblemente más grande de edad, estaba penetrando a una muchachita, tal vez
mucho más joven que las otras mujeres. Y más allá, en el centro, había algo aún
más extraño.
Era
Roger Wingates, quién le dedicaba todas sus energías a una mujer, quién gemía
de placer sobre una alfombra. Pero justo detrás de él, había un hombre, el otro
de los enormes ucranianos, entregándole toda la energía a su señor.
Con
el afán de interrumpir, M. White empezó a aplaudir. Una de las chicas desnudas
soltó un grito, y la pequeña que estaba bajo el viejo se soltó, y corrió hacia
la puerta, sin acercarse tanto a los recién llegados.
-Qué
bonita escena. Un tercio de depravados…
Allan
asintió, mirándolos a todos, en especial a su antiguo amigo, Roger.
-Oh
sí. Pero apuesto a que no los conoces, querida. Ahí está el senador Raymond
Glover. Un fiel partidario de las leyes de segregación, y quién votó primero
porque los adeptos del Islam no pudiesen entrar al país.
El
hombre rodeado de las dos mujeres se levantó, tratando de cubrir sus partes
íntimas.
-Más
allá, el anciano y olvidado padre Alessandro Colio, enviado del Vaticano para
administrar las iglesias católicas que auspicia en secreto la presidencia. Un
hombre de gustos enfermos, como puedes ver.
El
anciano se quedó arrodillado ahí, tratando de buscar su sotana para cubrirse.
Y
ya conoces, al querido amigo de todos en el Lobby: el asesino Roger Wingates.
Un querido millonario que ha visto bien por todos sus amigos, apoyando campañas
racistas y homofóbicas, mientras encubren sus propios vicios a la sombra de la
gente más importante del país…
Roger
Wingates se acercó. Llevaba el cabello rubio alborotado, y su cuerpo, aún firme
y delineado, sudaba, brillando con las luces de aquel lugar.
-Y
tú, Allan, no cambias nunca. ¿Qué te dio más coraje? ¿Qué me llevara a Ilich?
¿Qué nunca correspondiera tus sentimientos? Por cierto, que traje tan ridículo…
Allan
se sonrió.
-No
lo luzco para ti. Si voy a tener mi propia fiesta, quiero verme elegante. Hola,
Ilich-, dijo Allan, moviendo su mano como idiota para saludar al ucraniano, que
lo veía con furia.
M.
White también lo notó. No había nadie más cuidando aquello. Ni siquiera a un
senador, quién usualmente tenía a su servicio un séquito de guardaespaldas.
-Muy
bien. Ahora que están aquí, ¿qué harán? No tienen pruebas. Dos personas en un
lugar apartado no tienen oportunidad de nada. ¿Qué harán?-, dijo Roger
Wingates, feliz, extendiendo los brazos y burlándose de los recién llegados.
-Vinimos
a ver los fuegos artificiales-, dijo M. White. Con calma, sacó de su saco una
pistola. Con un solo disparo, hizo que el pecho del padre Colio estallara. Las
mujeres echaron a correr, aterradas, para esconderse dónde pudieran, mientras
que la chiquilla salía desnuda hacia el patio.
-¡En
el nombre de los Estados Unidos, deténgase! La haré detener aunque escape, y
créame que no será nada lindo lo que le haremos-, exclamó el senador Glover a
la mujer.
-No
me importa lo que me hagan o no. Venimos a hacer justicia, cuando ustedes no
pudieron hacerla correctamente para miles más. Miren que encubrir a pedófilos y
corruptos… ¿Quién sigue?
M.
White levantó de nuevo el arma, y esta vez, fue la cabeza del senador la que
fue empujada por el impacto de la bala. El ucraniano, Ilich, no lo pensó dos
veces. Se abalanzó, con su enorme cuerpo desnudo contra la mujer, quién se lo quitó
de enfrente con un certero golpe.
Ilich
era un poco más rápido, la tomó de un brazo y la lanzó contra una mesa en el
centro de la estancia, la cual estalló en cientos de fragmentos de cristal.
Mientras ambos peleaban a golpes y patadas, Allan se acercó a la chimenea, y
tomó un atizador de entre las llamas y las cenizas.
-Así
que sólo quedamos tú y yo, Wingates. Mi amiga, la chica que pelea con nuestro
amado Ilich, está en lo cierto. Sólo queremos retribución, justicia por todos
aquellos a los que mataste, o a los que despreciaron por su religión, su color
de piel, sus preferencias. Creo que ni con tu muerte se va a remediar algo,
pero habré hecho lo suficiente para aliviar mi corazón…
Allan
estaba cada vez más cerca de Roger, quién se alejaba, tratando de encontrar con
las manos algo con qué defenderse. No había nada a la mano.
-Si
dejas que Ilich la mate, a tu amiga, los tres podremos volver a como estábamos
antes. Los tres felices. ¿No lo entiendes? Tu Lobby tiene una causa perdida, y
lo sabes…
Allan
sonrió.
-Algo
aprendí de México, la letra de una canción. “Tres son muchos para el amor”,
algo así decía. No me quieras comprar así…
El
atizador dibujó un arco en el aire antes de estrellarse contra el costado de
Wingates, quién rugió de dolor y se dobló, quedando arrodillado en la alfombra.
Otro golpe, esta vez en la espalda, y ya olía a carne chamuscada. Uno más en
las piernas, otro y otro más.
M.
White trataba de quitarse a Ilich de encima, quién buscaba su cuello para
apretarlo con semejantes manos. Con la mano que le quedaba libre, la chica
tanteó el suelo, buscando la pistola. En vez de eso, tomó con la mano desnuda
uno de los vidrios rotos, y lo clavó en la nuca del ucraniano. Este trató
desesperadamente de quitárselo, pero el dolor era insoportable, y la sangre
salía a chorros sobre la cara de la chica.
Allan
golpeó una vez más a Roger, esta vez en las nalgas, lo que hizo que gritara aún
más, y quedara ahí, quieto, a cuatro patas como un perro.
Cuando
el ucraniano cayó, M. White se lo quitó de encima. Se levantó y caminó hasta
donde estaba Allan, aún con el atizador en ambas manos. Se puso frente a
Wingates, mirándolo desde arriba, y se quitó la ropa.
Allan
miraba, desconcertado. Su compañera empezó a desnudarse, y él no podía creer
aquello.
Era
el cuerpo de alguien delgado. No tenía pechos, y bajo los pezones sólo había un
par de marcas en forma de U. El sexo era de hombre, y aún lucía las cicatrices
de la cirugía de reasignación.
-Yo
nací siendo mujer. Y un bastardo me tomó como esclava sexual, en una maldita
subasta en la Deep Web. Pero no conforme con eso, me transformó en algo
horrible. Lo que soy ahora, se lo debo a un degenerado como tú y esos otros. Y
aunque acabe contigo, nada se va a solucionar.
Roger
Wingates la miraba desde arriba. Estaba asqueado.
-¿Me
vas a convertir en algo como tú, monstruo asqueroso?
M.
White negó.
-No.
Pero te vamos a dar placer. ¿Allan?
El
muchacho sonrió.
-Con
gusto, Martha…
El
atizador de nuevo se levantó entre los dedos del muchacho, y con la punta, fue
entrando poco a poco entre los glúteos de Wingates, quién gritó de dolor,
mientras M. White miraba…
Después
de un rato disfrutando del dolor, dejaron a Roger tendido en la alfombra, boca
abajo, rezumando sangre por el ano, pero vivo. La chica ni siquiera se vistió.
Colocaron todo lo que encontraron en una maleta dentro de la estancia de la
finca, bajo los muebles, tras los cuadros.
-Va
a ser hermoso. Vamos.
Allan
se detuvo.
-¿Y
las mujeres?
-Compartieron
el pecado con sus hombres. La única inocente era la muchachita. Deja que siga
corriendo si quiere.
Abandonaron
la finca, mientras M. White encendía la mecha.
Después
de varios metros, los fuegos artificiales estallaron dentro de la casa,
prendiendo fuego a los muebles, y haciendo que las ventanas se rompieran. Los
gritos de las mujeres se escuchaban por encima de los estallidos de color azul,
blanco y rojo. Allan miraba aquello con ojos llenos de alegría. Pero M. White
estaba seria, sin parpadear.
-Bien, muchacho, ya
tienes lo que querías. Vámonos a casa…