Beto
se iba a quedar en casa del abuelo mientras papá y mamá iban a una fiesta con
sus amigos del trabajo. El abuelo José era un hombre amable y muy cariñoso.
Aunque hace años que la abuela Pina había fallecido, José no estaba tan triste.
Era jovial, jugaba mucho con Beto, que era su único nieto y el consentido, y le
cuidaba cuando su hijo lo requería. Muchas veces solo lo tenía unas horas, o
incluso iban los cuatro de paseo, pero esta vez era diferente. Beto se iba a
quedar toda la noche en la casa del abuelo.
Los
papás dejaron todo lo necesario: ropa extra por si se ensuciaba, un pijama
calientito para la noche, además de sus juguetes, algo de comida y hasta
palomitas y algunas películas para ver si el niño se aburría. Papá y mamá se
despidieron de su retoño, y ella le dio un beso en su mejilla.
-Pórtate
bien con el abuelo, por favor, y te vas a dormir temprano. Mañana vendremos por
ti. Te amamos, corazón…
Los
dos se fueron, y el niño se despidió de ellos desde lejos, sacudiendo su
manita, mientras el abuelo José estaba a su lado.
-Bueno,
muchachito, ¿a qué vamos a jugar?
-Mmmm…
¡A la pelota!
El
abuelito sonrió, y sacaron un pequeño balón al jardín para jugar a los penales.
El abuelo José tenía una regla: nunca jugar dentro de casa, al menos que
estuviese lloviendo o ya fuese muy tarde, y nunca algo muy brusco. El hombre
tenía una colección bastante inusual, que a Beto le causaba risa y, a veces,
algo de incomodidad. Su abuelo coleccionaba payasos, figuras, peluches,
juguetes, cuadros e imágenes de cientos de payasos, que acomodaba en vitrinas y
en muebles a la vista de todos. Algunos eran graciosos, personajes sacados de
caricaturas y de películas de comedia. Otros eran verdaderos artículos de
colección, de payasos o mimos reales como Bozo o Marcel Marceau. Por eso, Beto
llamaba a su abuelo el “Abuelito Payaso”.
Pero
no todas las imágenes eran graciosas: algunos de los juguetes más viejos,
aunque en esos tiempos hubiesen sido bellos y agradables, ahora mostraban algo
a veces incómodo y aterrador. Sonrisas despintadas o demasiado grandes, ojos
saltones, caras despostilladas por los años… Uno de ellos era un muñeco, casi
tan grande como Beto, que colgaba de una repisa en la pared, con las piernas de
fuera y los brazos cayéndole a los costados. Tenía una sonrisa enorme, bastante
colorida aún a pesar de los años, con una ropa de color amarillo y azul moteada
de lunares rojos, una corbata ridícula y zapatos exageradamente largos. Su
cabello era una mata enredada de cabello de estambre rojo, sus ojos eran dos
botones negros cosidos a la tela de la cabeza, y la sonrisa era roja, de oreja
a oreja, con los dientes alineados de forma casi perfecta.
Ese
juguete en especial aterraba a Beto, pero nunca decía nada. Solamente lo veía,
callado, fijamente a los ojos de botón. En la barriga de aquel juguete se leía
claramente “APRIÉTAME”, como una divertida orden. Tal vez el payaso hablaba o
chillaba. Y aunque eso fuese divertido, a Beto no se lo parecía. Sabía leer ya,
sabía que había que apretar al payaso en la barriga. Pero no lo haría. No
quería que ese payaso le dijera algo que él no quería escuchar.
Beto
y el abuelo José se la pasaron jugando toda la tarde en el patio con la pelota,
también con el frisby y a los caballeros, con espadas hechas de las ramas de un
viejo árbol que crecía en la calle y escudos de tapas de los botes de la
basura. El pequeño terminó riendo, acostado en el pasto, con su escudo en la
barriga y la espada rota a la mitad, mientras el abuelo José se partía de risa.
-¡Levántese,
sir Beto, guardián del castillo de los dragones! Vamos a pelear…-, decía el
abuelito, todo serio aunque trataba de no reírse.
El
niño tardó en levantarse y siguieron peleando, esta vez, con una nueva espada
de madera.
-¡Conquistaré
el reino!-, gritaba el niño con furia fingida, feliz.
Ambos
eran felices.
Por
la noche, ambos se bañaron juntos en la tina, y se pusieron a cenar. El abuelo
José le propuso ver a Beto una de las películas que mamá le había puesto en su
pequeña mochila, pero él quería ver lo que el abuelo José había encontrado en
la televisión: una película de terror antigua, en blanco y negro, acerca de
extraterrestres que llegaban en sus platillos voladores para llevarse a las
chicas lindas.
La
película se extendió un poco, y a medianoche, cuando empezaba otra (de
vampiros), Beto ya estaba dormido en el sofá, recargado en el regazo del abuelo
José. El hombre sonrió, y haciendo un esfuerzo extra, cargó a su nieto, con
cuidado para que no se despertara. Lo puso en la cama de los invitados, lo
cubrió con su manta y lo dejó dormir en paz.
Durante
la madrugada el viento arreció contra la ventana de la habitación de Beto, y el
niño se despertó, pensando que alguien golpeaba a la ventana, cuando en
realidad había sido un pedazo de basura que el viento arrojó hasta ahí.
La
casa estaba en silencio, oscura. Abuelito José dormía en su recámara, en una
cama grande, con el retrato de él y abuelita Pina en su boda colgando justo
detrás de la cabecera. El niño dejó que su abuelo siguiera durmiendo, y caminó
hasta la estancia, repleta de payasos por todas partes. Los más grandes lo
miraban, mientras descansaban en las repisas o tras las vitrinas. Los pequeños
eran apenas siluetas de colores borrosos entre las tinieblas. Sir Beto,
guardián del castillo de los dragones, se enfrentaría a su miedo irracional.
Se
acercó despacio a la repisa, donde descansaba aquel payaso enorme, hecho de
tela, con los ojos negros de botón mirando a la nada, y aquella sonrisa roja
tan amplia como una enorme tajada de sandía. El pequeño ya estaba frente al
juguete, mirándolo fijamente a los botones, mientras el payaso sonreía, y en su
panza se dibujaban las letras: “APRIÉTAME”. El reto, un reto que aquel pequeño
caballero iba a cumplir.
Antes
de tomar al payaso entre sus manos, el estruendo de un gato golpeándose con la
puerta de la casa lo hizo saltar. Se tropezó contra la pared y el payaso se
tambaleó de la vitrina. Beto cayó de rodillas, antes de pegarse con la pared, y
el payaso le cayó en el regazo, de espaldas. El niño podía ver el cabello de estambre
maltratado y sucio, mientras el viento soplaba más y más fuerte.
Por
fin, Beto tenía al payaso en su regazo, y apretó la barriga. Sonó una melodía
circense, vieja, y una risita traviesa. El niño se soltó a reír, hasta que el
payaso volteó la cabeza por completo. Sus ojos de botón se veían como siempre,
negros y vacíos, pero su sonrisa ahora era de furia. La vocecilla que se reía
en la barriga de repente gritaba, era una voz horrible, como un chillido animal
y el grito de un hombre asustado y enojado:
-¡NO
ME TOQUES, NO ME TOQUES, TE MANDARÉ AL INFIERNO Y ME COMERÉ TUS OJOS, TE COSERÉ
BOTONES EN LOS OJOS SI ME TOCAS!
Beto
arrojó al muñeco al suelo, quién cayó con un sonido pesado y seco, rebotando en
la pared y luego contra el suelo. La cabeza dio vuelta de regreso lentamente,
mientras el niño se levantaba para correr. Pero cuando daba la vuelta, unas
manos lo tomaban y lo levantaban. Era el abuelo José, pálido y con rostro de
susto, y unos ojos tan negros como los botones del payaso.
-¡No
lo toques, esa cosa se llevó a Pina, no lo toques o te matará, te llevará al
infierno y te coserá botones en los ojos…!
Beto
gritaba, y su voz se ahogaba con el silbido del viento, mientras su abuelo lo
sacudía y el payaso gritaba y reía como un poseso.
Cuando
Beto despertó, sudando y asustado, ya era de día. Gritó, aunque ya se había
dado cuenta que estaba a salvo, y que todo había sido una horrible pesadilla.
El abuelo José llegó corriendo a ver al niño. Ya no parecía asustado y sus ojos
volvían a ser de ese color café muy bonito.
-¿Qué
pasó mi niño?
Beto
se calmó y le contó lo que había soñado. El abuelo José se puso serio, pero
escuchaba con atención. Incluso se asustó cuando el niño le contó lo que el
hombre de su pesadilla le había contado de la abuela Pina, y lo que el payaso
le había hecho.
-No
te preocupes, cachorro, ya pasó. Fue un sueño muy feo, y eso fue porque vimos
la película de extraterrestres toda la noche. Vamos a desayunar y vas a ver que
se te pasa el susto. Además quiero mostrarte algo…
José
tomó a su nieto de la mano y lo llevó ante el payaso, el cual seguía en la
repisa, en la misma posición de siempre. El abuelo lo bajó y se lo mostró de
cerca. Luego, con los dedos, apretó la barriga. La voz de la abuela Pina salió
de dentro, una voz tranquila y dulce:
-“Te
amo”
El
abuelo José le explicó a Beto que el muñeco grababa la voz de la gente, y se
quedaba el mensaje por siempre en él. El niño sonrió, y ahora él apretó la
barriga del muñeco. La voz de su abuela sonaba aún más dulce, y de repente el
payaso no daba tanto miedo… Si el abuelito José era feliz con eso, él también.
Ambos serían felices,
siempre.