DEDICADO A LA MEMORIA DEL SEÑOR JAVIER CARRILLO.
-¡Corre, Javier!-, le decía su padre, cuando aquel pequeño, que superaba
a todos los niños de su edad en altura e inteligencia, no podía salir adelante
en una pequeña carrera. Todos los demás, sin excepción, le ganaron, y él se
quedó ahí, quieto, mirando a los niños subirse a los juegos, mientras él se
quedaba triste por haber perdido la carrera.
-Ya peldí… No es justo papi,
ellos colen más lápido…-, decía Javier, con su vocecilla de niño, inocente, tierna.
Le salían unas pequeñas lágrimas, que surcaban sus mejillas llenas de tierra.
Papá se le acercó, con un rostro serio e imperturbable, pero en el fondo,
parecía estar triste.
-No llores, Javier. Los niños no aprecian de verdad ciertas cosas.
Ándale-, mi niño, te invito un helado si quieres, ven…
-¡Shi! No, mejol un raspado de grosella, me guta ese…
Papá le ofrecía siempre la mano, y una pequeña sonrisa en su severo
semblante. Y Javier, limpiándose la cara con aquella manita regordeta, le daba
la otra, y se iban caminando, lejos…
-¿En qué estás pensando?-, dijo Luis, interrumpiendo los pensamientos de
Javier. El hombre estaba en el asiento de copiloto del auto amarillo de Luis, y
miraba a la ventana cómo si por ella pasaran las imágenes de su infancia. Se
sobresaltó, y suspiró.
-Estaba pensando en mi jefe. Era un hombre demasiado duro, pero nos
quería demasiado a todos. No entiendo cómo pudo…
Luis miró de nuevo a su amigo, y de regreso al frente, para no perder la
concentración. Azahena y Vianney venían detrás, platicando de cosas aparte, y
no parecían darse cuenta de nada.
-No tienes que echarte la culpa de nada, compañero. Ni siquiera sabes lo
que en verdad pasó. Puedo creer que tu padre era un ejemplo para cualquiera,
pero no por eso quiere decir que sea un asesino. Por favor, no pienses así de
él…
Javier miró a Luis, y creyó que su amigo estaba en lo cierto. De nuevo,
su mente y su mirada se volcaron en los árboles de las aceras del lado del auto
donde él iba.
-Mi padre jamás podría haber asesinado a nadie, eso lo sé, al menos que
defendiera a su familia. Pero nunca lo hizo, y no creo que lo haya hecho si
pertenecía a ellos. Me acuerdo bien una vez que llegó a casa, algunos días
después de que mi madre se fuera de casa…
Javier empezó a contarle a Luis la historia. Javier, con 16 años, ya era
un hermano mayor y también responsable de otros siete niños. Su padre llegó del
negocio más tarde de lo acostumbrado. Allá afuera, llovía a cántaros, y Javier
estaba dispuesto a terminar la tarea de la preparatoria, la cual no había hecho
por ayudar en el negocio.
-¿Dónde estabas?-, dijo el señor.
-Regresé para hacer la tarea, y además quería ver a los muchachos.
¿Por…?
-No por nada. Sólo que me quedé en el negocio a acabar lo que tu ni
siquiera pudiste. ¡Te dije que hicieras la parte del inventario de hoy y nada!
Javier lo miró, y en los ojos de su padre se reflejó su propio temor, pero
también la severidad en contra de su falta.
-Lo siento. No creí que…
El señor conocía bien ese movimiento, propio de sus hijos mayores:
Disculparse, y agachar la cabeza. Le producía decepción ver a sus hijos así.
-Carajo Javier, te he dicho que no dejes las cosas para otro día, pero
no entiendes. El trabajo es primero, es con lo que tragamos. También la escuela
lo es, pero primero las buenas responsabilidades. ¿Ya hicieron algo de cenar o
qué…?
Javier vivió un tiempo con aquella atemorizante idea de hacer las cosas
bien sin esperar demasiado a cambio, de agachar la cabeza cuando se equivocaba,
y de perder un poco la cordura en cuanto a la familia. Sólo fue hasta el día en
que Javier se tituló que las cosas cambiaron un poco. Invitó a su padre y sus
hermanos, junto con la señora esposa de su progenitor, a la ceremonia de su
titulación como médico. Todos lo miraban con orgullo, menos su padre. Otra vez
aquella mirada severa, seria, que analiza.
-Muy bien hijo, ya eres alguien en la vida. Me atrevo a decir que eres
mejor que yo, y eso me llena de dicha…
-No papá, por favor. No eres alguien que deba decir eso. Nos sacaste a
todos de la miseria y de una vida de cosas malas. No digas eso por favor.
Y el joven Javier bajó la mirada. El señor lo reprendió, dándole un
pequeño zape en la cabeza.
-No Javier. Mírate, yo no llegué a ser nada, y tú eres un médico, uno de
verdad. Yo solo aprendí a la mala a vivir, pero ustedes pueden ser algo más. No
quiero que te dejes vencer, por favor… No ahora…
Javier lo miró, cómo si su padre tuviera algo más que decir…
-¿Y qué te dijo?, preguntó Luis.
-“Lo que viene no se puede detener con un papel o un certificado. Lo que
viene es inevitable…”
Javier se puso pálido, recordando aquella pequeña confesión de su padre.
Algo que recordaba vagamente, y que en ese preciso momento se convirtió en una advertencia
para el futuro.
-No puede ser que te haya dicho eso, ni siquiera sabiendo él lo que iba
a pasar. ¿Hace cuanto que te titulaste?
-Hace cómo 15 años. ¡Mierda…!
Incluso las chicas escucharon la exclamación de Javier, cuando el médico
se dio cuenta de la situación en la que estaban.
-¿Qué sucede?-, pregunto Azahena. Javier respiraba mal, se sentía
oprimido.
-Viktor Kunnel empezó sus experimentos hace 15 años. Tal vez mi padre y
la sociedad secreta a la que pertenecían lo aceptaron después, y él, con sus
ideas radicales, comenzó a planear algo grande. Mi padre lo sabía, y me
advirtió por eso, aunque no lo relacioné hasta ahora. Nunca lo supe, ni
siquiera cuando mi padre murió.
-Está bien amigo, ya se lo podrás contar al comandante Molina cuando
lleguemos. Estamos cerca, no te preocupes…
Todos guardaron silencio, y Luis siguió manejando, hasta llegar a la
comandancia de la IECM.
Hiram Molina ya los estaba esperando, cuando todos se reunieron en una
extraña bodega, iluminada con largas filas de lámparas de tubo. La paredes eran
blancas, lisas, sin ningún adorno en especial, y el suelo era gris, hecho de
cuadros que alternaban el mismo color, en tono claro y oscuro. Parecía una
especie de hospital.
-Los mandé llamar aquí para darles una noticia. Las señoritas Isabel y
Kerly ya pueden disponer de su tiempo cómo mejor les plazca, pero asumo que
cada una tendrá tiempo de hacer algo por el equipo…
Las dos aludidas asintieron y salieron del recinto. Javier se despidió
de Isabel con la mano, y ella le regresó la cortesía con una sonrisa.
-Los demás, escúchenme con atención por favor. Tenemos un margen de
tiempo para encontrar a Kunnel y acabar con sus planes, pero con todos los
recientes acontecimientos y homicidios, he decidido que lo mejor será
entrenarlos en alguna técnica marcial que consideremos de utilidad para su
defensa. No sabemos a ciencia cierta cuan preparados estén los hombres de
Kunnel, y no sabemos tampoco en qué estilo. ¿Puede pasar al frente, señor
Ángeles?
Salvador se puso frente a sus compañeros, mirando directamente a Molina,
quien se había puesto frente a él.
-Tengo entendido, por lo que dice el archivo, que usted tiene algunos conocimientos
de artes marciales, especialmente en el tae kwon do, y la espada samurái. ¿Es
eso cierto?
Salvador lo miró, y asintió.
-Desde luego, señor. Estuve practicando durante casi 10 años. ¿No
pretenderá que les dé clases o sí?
Hiram asintió, sonriente. Javier sabía que Salvador no decía eso por
descortés, sino que era realista.
-Y usted dirá: “¿Pretende que les dé clases a ellos?”. Es lo que estaba
pensando, y lo sabe bien. Tenemos un margen de tiempo de al menos un mes antes
de iniciar las operaciones, antes de que sea más tarde. Queremos que la gente
esté segura y sin saber nada, incluso que ellos no se enteren de mucho por
algún tiempo, para dar el golpe final en cuanto tengamos todo listo. ¿Nos
ayudará señor Ángeles? ¿O prefiere que contrate a alguien que lo haga mejor que
usted? Por eso dejé fuera a las señoritas, porque ellas ya están capacitadas en
todo eso…
Salvador sentía un poco de coraje por lo que le había dicho Molina, pero
no contestó de inmediato. Se limitó a cerrar los puños, conteniendo un poco las
ganas de agarrarlo a golpes.
-Está bien, puede disponer de mis servicios, señor…-, dijo el joven
médico, con una voz de indiferencia. Molina sólo sonrió.
-Perfecto, muchas gracias. Ahora, a todos los demás, les pido que sigan
las instrucciones de su compañero, y si pueden seguir su entrenamiento aparte,
bueno, no será tan mala idea. ¿Quién está dispuesto a esto?
Los cuatro restantes miembros se miraron uno al otro, tal vez esperando
ser uno de ellos el primero en romper el silencio.
-Yo lo haré-, dijo Javier.
Azahena asintió, dando por sentado que ella también estaría presente en
los entrenamientos.
-Tengo todavía proyectos personales, señor Molina, pero espero
presentarme aquí con regularidad, si eso no le molesta-, explicó Vianney.
-Por supuesto que no, señorita Gil. ¿Qué me dice usted, señor Zaldívar?
Luis sabía que el ejercicio y las técnicas de condicionamiento del
cuerpo no eran lo suyo. Pero al final asintió también.
-Muy bien, lo haré…
-Muy bien, señor Zaldívar. Quiero que todos estén preparados en cuanto
les sea posible. Mañana en la mañana empezaremos con lo básico, señor Ángeles,
así que espero no se mande mucho con ellos. Buenas tardes.
Cuando Molina salió del recinto, empezaron de nuevo las pláticas donde
nadie se entiende, y todos hacen ruido.
-Tranquilos todos. Si el comandante cree que es lo que se debe hacer, no
tenemos otra opción, créanme…
-Pero Javier, el asunto es demasiado sencillo. ¿Quién sabe si vayamos a
encontrarnos primero con ellos?-, dijo Luis, quejumbroso.
-Da igual. Si ellos nos encuentran primero, tendremos que defendernos. Personalmente
tengo mucho miedo, y espero que las cosas vayan mejor-, explicó Azahena.
Nadie dijo nada acerca del tema.
Al siguiente día, Javier se levantó temprano. Miró el reloj, y se vistió
con el pants y la playera, porque hacía mucho frío. Se bajó a la cocina, y
desayunó ligero: Un jugo y una manzana. Ese día sería muy pesado.
Miró la hora en el reloj antes de arrancar la moto. Era una Harley-Davidson, negra, la cual casi nunca
usaba, a excepción de las emergencias o las ocasiones especiales. El único
vehículo que conocía en la ciudad era el auto amarillo de Luis.
A su mente le llegó un nuevo recuerdo. El día que su padre agonizaba en
el hospital, por alguna extraña enfermedad, su padre le había repetido la
advertencia, tantas veces que se le grabó por fin en el cerebro, cómo un
recuerdo importante, pero sin fundamento.
-¿Por qué quieres que recuerde esto?-, dijo Javier, extrañado.
Su padre lo miró, y en muchos años, desde que él recordaba, le tomó la
mano, como si fuera un niño de nuevo, aquel niño que lloraba porque no había
ganado la carrera, y que con sus lágrimas, convencía hasta al corazón más duro
para que se ganara un helado, y el cariño.
-Las cosas no son las mismas Javier. Si pretendo enseñarte de la vida,
que sea de esta manera. Sólo quiero que te cuides mucho, y que aceptes lo que
tenga que venir…
Javier atendió esas recomendaciones después de muerto su padre. El hombre
que le había dado la vida, que lo había protegido, regañado e incluso guardado
secretos, le daba un arma poderosa para el último momento. Pero, ¿hasta cuándo
le duraría esa advertencia?