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miércoles, 26 de junio de 2013

El Último Sacrificio GRAN FINAL: La muerte y lo que vino después...

Había que esperar.
Javier e Isabel estaban escondidos en una oscura calle, cuando entró la madrugada. En otro tiempo, se hubiesen escuchado, a lo lejos, los cantos de los feligreses, reunidos y entonando las Mañanitas a la Virgen, como cada año era costumbre. Esta vez, sólo se escuchaban gritos lejanos, pasos acelerados y golpes metálicos y sordos.
Javier pensó que a la ciudad le habían arrebatado el alma.
-¿Por qué esperamos? Estamos a unas cuadras de la Basílica. Deberíamos ir e intentar entrar-, dijo Isabel.
-Molina me advirtió que los esperáramos. No sé que se traigan entre manos esos dos, pero no debe ser nada bueno. Toma…
Javier se quitó la chamarra, y se la dejó a Isabel. Ella lo miró, mientras él se la pasaba por encima de los hombros. La había visto temblar.
-Pensé que podrías tener frío…
-Gracias Javier. La verdad, tengo miedo. Debo confesarlo: Esta es una situación que no se vive todos los días. En el IECM estaba acostumbrada a casos muy normales: Asesinatos pasionales, robos a mano armada, violencia intrafamiliar, control de reos en los penales. Pero esto es muy diferente a cualquier cosa que haya hecho antes. ¿Cómo se supone que vamos a lidiar con un terrorista, cuando la ciudad entera se encerró en sus casas? No somos nada…
Javier la miró, y luego de nuevo miró la oscuridad frente a él. Pensaba en la posibilidad de ser las únicas personas con la convicción necesaria para ayudar a toda una ciudad de millones de habitantes.
-No creo que terminemos en nada. No hemos tenido paz durante diez años seguidos. Y ahora, la vida nos pone en un dilema difícil de resolver. Creo que tenemos que hacer lo posible. Lo posible para sobrevivir y para salir vivos de esto…
Isabel asintió, mirando de nuevo al cielo. Algo dentro de ella la hacía sentir hostigada, nerviosa, incompetente.
-Pero no me vas a negar, Javier, que tienes tanto miedo como yo…
Javier asintió, con sus ojos fijos en ella, sin que Isabel se diera cuenta. No podía esconder su miedo, pero no podía decirle lo que pensaba.
-Solamente nos queda esperar…
Fue cuando, en el oscuro cielo de la madrugada citadina, apareció la imponente forma de un helicóptero, perdiéndose en los tejados de los edificios aledaños.

El helicóptero se encaminó hacia la plaza Mariana, aterrizando con cuidado a un lado de los aterrados feligreses cautivos, quienes vieron el helicóptero descender. En el costado visible del aparato, se veía uno de los logotipos más importantes para la mayoría de los mexicanos:
-¡Son los de Televisa!-, gritó un muchacho de entre toda la gente que miraba el aparato descender.
-¡Cállate!-, exclamó uno de los vigilantes.
Cuando por fin las aspas del aparato se detuvieron, bajaron de él algunas personas. Primero, un hombre vestido casualmente. Detrás de él, un camarógrafo, con su artefacto de trabajo sobre los hombros. Y detrás de ellos, el enorme hombre que había aparecido durante el día, junto a tres muchachas, todas al parecer asustadas por estar ahí.
-Suban hasta la cima, en la antigua capilla. Y ustedes tres: no se separen demasiado, ¿quieren?
Las tres muchachas miraron al enorme hombre que las custodiaba, y aunque sus apariencias parecían deshechas y maltratadas, no daban señales de estar asustadas. Al contrario, enfrentaban la mirada de aquel salvaje con valor.
Todos los que bajaron del aparato caminaron hacía el cerro del Tepeyac, y se perdieron en la noche. El helicóptero reanudó su vuelo, perdiéndose en las entrañas de la oscuridad en el horizonte.

Al pie del balcón, Luis les dio el paso a los dos miembros de la televisora, que subieron sin dilación y sin saludar. Después, subió César, y detrás de él, una de las personas a la que quería ver. Flor iba hasta delante de la fila, seguida de la chica Ángeles, la que fue secuestrada en la Facultad, y hasta atrás, caminando con un paso más tranquilo, como cansada, iba Vianney, con el cabello descuidado, y las facciones tristes. Ni siquiera Flor dijo nada al ver a Luis ahí, de pie.
-Deja que hable con la del final-, le dijo Luis a César, lo bastante fuerte para que este lo escuchara.
-Como quieras. Tiene que regresar, no lo olvides…
Las otras dos mujeres siguieron caminando, en silencio, mientras Vianney le plantaba cara a Luis en el balcón. Primero hubo un momento de silencio, mientras ella lo miraba, con desdén e indiferencia.
-Pudiste haberme salvado aquella noche en el Palacio. Te limitaste a hacerle un trato a Viktor, y yo te vi y te escuché. Pasé muchos días en la maldita sombra, sin moverme, por tu culpa…
Luis se sentía realmente mal por dentro, y sus ojos lo delataban.
-Lamento mucho eso. Necesito explicarte y que me escuches bien, por favor…
Mientras los miembros de Televisa, César y compañía subían por las escaleras del cerro, Vianney escuchó cosas que nunca le había oído decir a Luis. Su rostro expresaba cierto miedo, y cuando el muchacho dejó de hablar, sintió que todo se le venía encima.
-Es imposible…-, dijo Vianney, tratando de comprender todo el asunto más allá de su propia sorpresa.
-No lo es, y necesitas escucharme, al menos por esta vez. Es posible, hay que intentarlo, si no…
-Cállate, Luis. Si no creí la primera vez en tus palabras, ¿por qué habría de creer en estas ahora? Prefiero morir allá arriba, que volver a verte…
Vianney lo miró por última vez, con los ojos llenos de furia y coraje, porque, al ver a Luis, le habían regresado todos los remordimientos de su corta y breve vida a su lado, y con sus palabras, era como si un hierro candente le perforara el corazón. Luis lo sabía, y se quedó mirándola, con los ojos vacíos y su última esperanza destrozada. La vio alejarse escaleras arriba, y bajó la cabeza, perdiéndose en las losas del suelo de granito.

Viktor salió hacía la luz de la única lámpara montada de la capilla en el cerro. Los miembros de Televisa y las tres chicas cautivas lo miraron, como si fuera un ser resplandeciente. Aunque su apariencia dijera eso, sus ojos demostraban todo lo contrario.
-Señores, se les pidió venir por dos buenas razones. Hoy van a hacer historia. Van a grabar todo lo concerniente de lo que pase, y van a mandar uno de mis mensajes a la gente que nos está viendo. Su jefe, el señor Azcárraga, hizo buenos arreglos conmigo, desde hace muchos años. Y espero de ustedes un buen trabajo…
Los dos miembros de Televisa se miraron, y luego asintieron, preparándose para lo inevitable. Mientras, Kunnel se acercaba con paso vigoroso hasta donde estaban las chicas. Ninguna de ellas hizo nada, ni siquiera un débil gemido de terror. Solo Ángeles comenzó a temblar, casi imperceptiblemente.
-Vayan para atrás, en el cementerio. Alguien ya las está esperando…

La cámara comenzó a grabar.
La imagen que los noticieros transmitieron por la madrugada, era tétrica. Una capilla envuelta en la oscuridad, a excepción de una luz que alumbraba a los presentes, era lo único que se alcanzaba a ver. Viktor Kunnel estaba enfrente del aparato, rodeado de cuatro mujeres, incluida una pelirroja, con ojos de furia y desesperación.
-Años de esfuerzo me han traído hasta aquí, para demostrarles una simple cosa. Tuve que evadir a todo tipo de autoridades en favor de un sueño que se cumplirá hoy. Incluso, me deshice de todo tipo de personas que buscaban lo mismo que yo, pero que no cumplían con los mandatos que yo mismo he elaborado.
“No me mal entiendan. No quiero el poder para mí. Muchos antes que yo intentaron mantenerse en la cúspide de la cadena alimenticia, pero ni siquiera el hombre más débil puede conformarse con ser la carnada para los más fuertes. Yo vine a buscar las respuestas a lo oculto, y con ello, les convido de mi libertad, una libertad sin límites, a cambio de una sencilla cosa…
Estas cuatro mujeres servirán como el catalizador de un nuevo inicio. Las leyendas aseguran que tras la muerte, las recompensas de una nueva vida y de más conocimiento son realidades. La muerte no llega nunca sola a ningún lado, cuando el beneficio es tal. Por eso, propongo realizar el último sacrificio que nuestro pueblo necesita…”
Todos se quedaron callados. Flor cerró los ojos, mirando al cielo, a un techo en penumbras. Dios, ayúdame…
-¡Ya basta de los cleros absurdos que vinieron a imponer los españoles hace más de 500 años! ¿Qué nos han legado las religiones sino más promesas? Y por si no se habían dado cuenta, hasta el gobierno mete su propia cosecha para mantenerlos atados. ¡No hice esto por mí! Todo es por ustedes. Y si se lo permiten, podrán deshacerse de las ataduras que los mantienen cautivos.
“A ustedes los hicieron perder la fe en las antiguas creencias naturales. Les inventaron ídolos falsos y los hicieron creer que la vida era mejor a través de sus televisoras. Y ahora uso una de ellas para desmentir al pueblo, y abrirle los ojos. Todas esas acusaciones acerca de imposiciones presidenciales, evasión de impuestos y la ignorancia en la que tenían sumido al país, eran mentiras… Las televisoras se encargaron de traerme poco a poco, debajo de ustedes, entre las paredes, y nadie se dio cuenta. Un juego de mentiras bastante bien llevado.
Y ahora, con ayuda de todos esos elementos, vamos a organizar el evento que este país necesita, para olvidarse de todas aquellas tradiciones impuestas y obligaciones que nunca trajeron nada bueno. Si de verdad lo desean, háganlo realidad. A mediodía de hoy, 12 de Diciembre, ofreceré mi sacrificio. Y al mediodía, los que sigan creyendo en vírgenes y hombres que caminan en el agua, me darán la razón…”
El cámara de Televisa estaba temblando, y se veía por la imagen inestable de la capilla a medio iluminar. Azahena y las demás chicas estaban tiesas, como si algo les hubiera robado el aliento. Ni siquiera Vianney se movió, a pesar de que, a su lado, Ángeles estaba comenzando a temblar de nuevo.

-Y una cosa más-, interrumpió Viktor: -Yo quise traerles una cosa muy sencilla y que los salvará a todos. No es riqueza, ni fama, ni siquiera la oportunidad de conquistar esta ciudad. Les he traído miedo. El miedo mueve a las masas… Ich bin der Angst.

Las últimas palabras de Viktor a la televisión retumbaron como una extraña maldición en todos los presentes del atiborrado autobús del IECM. Alguien había subido con una televisión de baterías, y ahora contemplaban aterrados la experiencia de la demencia y el miedo. Ni siquiera Salvador tenía que entender por completo el alemán para saber lo que ese loco había dicho. Yo soy el miedo, qué infalible…
-¿Y ahora qué vamos a hacer, comandante?-, preguntó el médico, tratando de maniobrar por las calles atestadas de autos abandonados y basura. Todos los presentes dentro del camión se voltearon a mirar a Hiram Molina, quien no había dejado de observar la calle a través del parabrisas.
-Tenemos que llegar primero con Javier e Isabel. Sabemos que ellos solos no pueden con una carga como esta. Kunnel puede ser un desgraciado, pero en todo el maldito camino no hemos visto a sus hombres y mujeres con algo que no sean solo piedras o palos. No tienen armas, o al menos no nos hemos topado con los que las deberían de tener…
Salvador no hizo caso a los murmullos y discusiones de los presentes en el autobús. Era de noche, y muchos de ellos tal vez estuvieran cansados. Pero ya habían pasado suficiente por un día como para rendirse ahora, si lo único que querían era tranquilidad. Habían dejado sus casas y sus familias para enfrentarse a quién sabe qué personas allá afuera…
-Primero debemos ir a la armería de la IECM. Tenemos ventaja con esas armas, al menos por un momento. ¿Falta mucho desde aquí?
Salvador hizo caso a la pregunta de Molina, y miró por el espejo retrovisor. Habían dejado atrás el WTC, aquel enorme edificio azul cielo, que ahora se perfilaba de un negro azabache profundo. De una de las ventanas superiores, se podía ver un incendio y el humo negro que lo consumían todo.
-No debí venir por Insurgentes, hay muchos autos y escombros. Falta tal vez la mitad, y a esta velocidad, bueno, creo que en unas dos horas más o menos… No se desesperen, por favor, tenemos tiempo suficiente.

Se había equivocado: Salvador aparcó el autobús, cargado de armas y de gente, a unas cuadras de donde Javier los esperaba, casi tres horas después. El reloj casi marcaba las 4 a.m., y las calles seguían igual de solitarias, excepto por algunos ruidos lejanos. Isabel estaba sobre el suelo, acurrucada con la chamarra de Javier encima, dormida profundamente.
-¿Pasó algo?-, susurró Salvador, señalándola. Javier movió la cabeza.
-Nada, sólo está cansada, eso es todo. Prefiero que esté durmiendo ahora, guardando las energías. ¿Qué fueron a hacer?
Molina se acercó, sentándose a un lado de Javier. No le incomodaba estar en el suelo.
-Trajimos gente que nos ayude. Son civiles, pero están dispuestos a cooperar en lo que se pueda… Vimos una transmisión de Viktor Kunnel en la televisión.
Javier volteó la cabeza, esperando que lo que hubiera dicho Molina fuera en broma.
-Tiene a las cuatro chicas con él, se ven cansadas y asustadas, pero están bien en lo que cabe. La peor de las noticias es que lo del sacrificio será real. Necesita a las cuatro para poder cometer su crimen, por eso las retiene. Tiene comprada a Televisa para transmitir todo lo que va a suceder en el transcurso del día. Y todo va a ocurrir al mediodía de hoy. O sea…
-Que tenemos ocho horas al menos, lo sé-, exclamó Javier, interrumpiendo las palabras de Salvador, quién asintió, con rostro preocupado.
-Vamos a tener que poner a estas personas al tanto de lo que pretendemos hacer, y a quienes hay que detener. No pueden adelantarse sin saber más detalles. Isabel, despierta…
La chica se estremeció con la mano de Javier moviendo su hombro, y se sentó en el suelo junto a los demás. Estaba agotada, y se veía enojada.
-Vamos a tener que entrar, casi a la fuerza. No hay tiempo que perder, y mucho menos personas a las que perdonar, al menos sólo a los feligreses, pero no sé cómo le harán para salir mientras nos ocupamos de lo demás. Todavía tenemos que llegar hasta donde esté Kunnel y rescatar a las chicas. De todas maneras, habrá que cuidarnos muy bien, los unos a los otros…
Molina dejó en claro sus ideas, y todos lo miraron, con una expresión de incredulidad y análisis.
-Primero debemos descansar. Sé que ha sido un día terrible, pero ninguno de los que están allá han dormido bien. Tenemos que llevarlo al único lugar seguro por ahora-, dijo Isabel, bostezando al acabar su comentario. Javier asintió, y la ayudó a levantarse. Dejó a buen recaudo la motocicleta, detrás de un montón enorme de basura apilada, y regresaron caminando a donde Molina y Salvador tenían el autobús estacionado.

La IECM de madrugada era oscura, silenciosa, y demasiado tenebrosa. Javier no podía dormir: ya había estado demasiado tiempo inconsciente debajo de su propia moto como para ahora perder el tiempo en sueños. Estaba preocupado, por Azahena, por las muchachas, por lo que iba a hacer Viktor con todas esas personas, por la ciudad entera y sus habitantes muertos de miedo, por Luis…
Desechó la idea.
Luis estaba bien.
Y si él iba a morir, más valdría haberlo hecho, y pronto.
-Veo que no puede dormir, señor Carrillo.
Era Molina, quién estaba de pie, a la vuelta del pasillo. Alrededor de ellos, había unas cuantas personas, acostadas en el suelo, dormidas.
-No es eso. Estaba pensando en todo lo que tenemos que hacer. Las cosas que tenemos que realizar para poder salvar a unos cuantos. Cuando usted comenzó a perseguir a Kunnel aquí en México, ¿pensó que todo esto iba a pasar? ¿Se lo imaginó así?
Hiram Molina se quedó de pie, entre la penumbra. Sonrió y miró a Javier con aquellos ojos cansados.
-Siempre pensé que sería difícil. Hemos hecho tantas cosas similares, pero muchas veces, la gente ni siquiera se da cuenta. Hemos sido más discretos en nuestros anteriores operativos, que nunca habíamos imaginado esto. Mirar la ciudad así es difícil. He vivido aquí durante los últimos 35 años, y en todos mis años de experiencia, nunca había visto algo así…
-Parece como si todo esto fuera personal.
Hiram asintió.
-Me duele, si eso es lo que desea saber. He aprendido a convivir con la Ciudad de México como si fuera una enorme familia. Conozco a muchas personas aquí, he estado en muchos lugares hermosos de aquí. Sé lo que se siente ver todo esto ahora, señor Carrillo. Debe sentirse igual cómo perder a alguien importante.
Javier asintió. No había dejado de pensar en el asunto de su padre durante las últimas horas, y sobre aquella amarga verdad que había descubierto acerca de Viktor y la sociedad secreta que su padre y todos esos hombres muertos habían fundado.
-Tal vez no sea el hecho de perder a alguien, Molina. Me imagino que más bien se refiere al hecho de haber descubierto algo que no iba bien, o al menos, algo que no se imaginó nunca. Viktor tenía asegurada la ciudad y las televisiones desde hace muchos años. Incluso tenía en sus garras a mi padre y su gente. ¿No cree de verdad que es una situación complicada?
Hiram miró hacía la ventana, donde aparecía la ciudad vacía, y los primeros rayos de un sol que se asomaba por encima de los edificios.
-No creo que sea complicado, señor Carrillo. Hay pruebas más pesadas que otras, pero siempre todas funcionan para algo en común: hacernos ver que seguimos siendo humanos, y que cada desgracia, cada muerte y cada destino nefasto, es un punto a nuestro favor.
Por fin, el día empezaba a entrar por la ventana. Javier sacó de entre sus bolsillos algo que inquietó un poco a Molina.
-¿Qué es eso, señor Carrillo?
Javier desdobló los papeles que tenía en la chaqueta. Se los estiró a Molina, quién comenzó a leer, con rostro sorprendido.
-Son unos papeles que encontré entre las cosas de Luis hace unas horas, cuando entraron a la armería. Al parecer, hay algo más acerca de ese maldito que no sabíamos…
-¿Pero cómo puede ser…? ¿El señor Ángeles e Isabel ya lo saben?-, preguntó Molina, estrujando aquellos papeles entre sus manos, que le comenzaban a temblar.
-No lo sé. Al parecer, Luis tiene planeadas muchas más sorpresas para nosotros al mediodía-, dijo Javier, quién se levantó y caminó hacia la ventana, viendo como la ciudad aparecía poco a poco a través de la bruma de la madrugada. –Le prometo, señor Molina, que Luis va a pagar muy caro por todo lo que hizo…

Faltaban ya cinco horas para el mediodía, y Javier tenía que preparar a una multitud para enfrentarse a lo que pudiera venir. Todos los presentes en la callejuela sucia a lado del IECM lo miraban, como esperando a que dijera algo. Ni siquiera Salvador, o el comandante Molina, se movieron en su defensa. Isabel estaba igual de imperturbable.
-¿Y qué vamos a hacer?-, dijo uno de los presentes, un muchacho moreno, delgado y alto.
-Hay gente en la Plaza todavía. No sabemos si estén amenazadas con armas, o solamente tengan miedo de moverse. Por lo que algunos dijeron en la calle, son más los atrapados que los hombres de Kunnel. Pero han de ser personas débiles, ancianos, gente mayor, niños…
-Tenemos solo una oportunidad. Vamos a distraer a los hombres de Kunnel, y a sacar lo más rápido a las personas de ahí. No estamos seguros de qué es lo que hará en cuanto nos vea, así que debemos ser precavidos-, exclamó Molina, ante la falta de Javier por no poder decir nada más.
-Tendremos que esperar a que todos estén fuera, al menos para controlar la situación. Y atrapar a Kunnel después-, agregó Isabel.
Los presentes empezaron a asentir, y a murmurar, como animados a hacerlo. El cielo ya estaba despejándose un poco, aunque las nubes seguían cubriendo gran parte del norte de la ciudad. El frio no les impedía a muchos estar en camiseta o sin nada puesto arriba, o incluso hasta descalzos. Habían pasado el último día luchando por sus cosas, que se habían olvidado de vivir ya como personas.
-¡Muy bien señores, vengan ahora!-, grito Salvador, y todos se pusieron alerta. Hombres y mujeres, jóvenes y adultos, se pusieron a entrenar, esquivando, saltando, corriendo y agachándose cuando fuera necesario. Javier los veía, y también aprendía de ellos: de ese espíritu que las personas tienden a sacar cuando sus vidas han sido inevitablemente destruidas.
Y las horas pasaron, poco a poco, minuto a minuto, y cada segundo, la vida de Javier se acercaba a su inevitable final.

Las 11 a.m.
El sol estaba encima de todos, escondido detrás de las nubes. Ningún rayo caluroso se filtraba hacía el suelo. Y Viktor miró su reloj, verificando que faltaba ya una hora para cometer su último movimiento.
El miedo corría por las venas de las cuatro mujeres que estaban alrededor de él, atadas de manos y mirándose entre ellas. Pero en una sola, aquel miedo se convertía en furia, en enojo y rabia.
-Déjalas ir, por favor-, dijo Azahena, tratando de hacer que su voz fuera lo más potente posible.
Viktor la miró, componiendo una sonrisa casi apagada. Su mano se movió hacia el rostro de la mujer, y le acarició la mejilla con el dorso de la misma.
-¿Quién eres tú para decirme lo que debo hacer o no? Fuiste una persona muy importante para mí alguna vez, y ahora eres menos que eso. Por eso te tengo aquí, junto con todas ustedes. Al menos, haré lo que me propuse desde hace algunos meses atrás: sacrificar a mi propio cordero, y cambiar el mundo para siempre…
Las palabras e Viktor se escuchaban convincentes, llenas de locura y de odio, pero al menos, con la fuerza suficiente para ser creídas.
-Van a venir por nosotros de todas maneras, señor Kunnel. Lo hemos estado rastreando desde que supimos de su llegada a México, y el IECM hará todo lo…
-¡Cállate!-, gritó Kunnel, interrumpiendo las palabras de Flor. –El IECM se confió demasiado, y muchos de sus compañeros y afiliados resultaron ser los peores hombres y mujeres. La asociación que me perseguía ya no existe, y el equipo que trató de detenerme está disuelto. Javier Carrillo ha de estar fuera de la ciudad en estos momentos…
Ángeles comenzó a llorar, y Vianney quiso acercarse a ella, tratar de consolarla, pero ella no podía moverse demasiado, porque estaba demasiado cansada.
-Ya falta una hora para que se consume lo que hemos estado esperando durante más de diez años: la gente de la Ciudad de México va a experimentar su peor miedo, y la historia volverá a cambiar, a lo que era antes…
De repente, y como si fueran las ansiadas trompetas del Apocalipsis, una voz atronadora se dejó escuchar, desde abajo del cerro del Tepeyac, como si la misma golpeara las paredes de la piedra, una voz potente, decidida, carente del miedo que se supone, todos en la ciudad estaban sintiendo.
-Le pedimos a Viktor Kunnel, alias “El Sicario”, que se presente inmediatamente a las afueras de la Plaza Mariana. Vamos a liberar a los rehenes, y vamos a enfrentarnos a sus hombres, no importan las consecuencias…
Viktor reconoció aquella voz, así como las mujeres presentes alrededor de él. Incluso Ángeles se sorprendió de haber escuchado todo aquello.
-No puede ser… ¡Maldita sea, no puede ser!-, dijo Viktor, y corrió hacia la salida de la capilla. Vianney lo miró alejarse, y sonriendo, le gritó:
-¿No que ya había salido de la ciudad?

Javier Carrillo estaba ahí, de pie, frente a la plaza destruida. Los escombros no le dejaban subir, y los vigilantes se acercaron por encima para observar. Ninguno de ellos iba armado con algo peligroso.
Javier levantó el megáfono para volver a gritar el mensaje, que se expandió por toda la Plaza. Nadie se movió, e incluso muchos se reían de él. Isabel y Salvador lo alcanzaron por detrás, y se pusieron a lado de él, mirando también a la plaza, y a los escombros que se veían inestables.
-No va a venir Javier. No era mala idea llamarlo así, pero va a ser inútil.
Salvador tenía razón: Viktor no vendría, y mucho menos si lo llamaban de esa forma. Javier tomó el megáfono de nuevo, sabiendo que no serviría de nada.
-¡Entonces, que venga Luis Zaldivar! Tienes cuentas pendientes conmigo, maldita sea…
Ni siquiera Salvador le reclamó. Nadie allá arriba se burló, y esperaron a que algo pasara. De repente, un par de ellos abrieron paso, y apareció Luis, con su indumentaria con plumas. Se veía asustado, y compuso una cara de enojo al ver a Javier ahí, de pie bajo a él.
-¿Qué quieres?-, exclamó Luis, mirando a su compañero.
Los otros tres no se movieron. Javier le sonrió, pero inmediatamente se puso serio, como si el recuerdo de su traición le siguiera calando hondo.
-Me la debes, Luis… Baja y hablemos, si en verdad no tienes nada qué perder…
Luis se quitó la capa de la indumentaria, y la dejó entre los escombros. Con cuidado, y apoyando los pies lo mejor posible, empezó a bajar. Nunca había sido tan ágil, así que procuró no tropezar o resbalar con las piedras. Cuando estuvo a una altura prudente, dio un salto, cayendo en el pavimento, tambaleándose.
-¿Qué es lo que quieres? No debes estar aquí, ni siquiera interferir. Míralos, el equipo se ha disuelto, no hay nada más que objetar. Regresen, y por favor, no compliquen más las cosas.
Javier se acercó hasta donde estaba su amigo. Lo miró desde arriba, sobrepasándolo como siempre por una cabeza. Luis se sentía atrapado, pero era natural por la naturaleza de Javier y su carácter explosivo.
-No nos vamos, y lo sabes bien…
Javier se agachó, quedando su mentón cerca del oído derecho de su amigo.
-Te descubrí-, le susurró.
Luis abrió los ojos, sorprendido. ¿Cómo podía ser?
-No te entiendo Javier…
-Descubrí tus papeles, lo que dicen y lo que estás a punto de hacer. ¿Vianney lo sabe? Porque puede que se sienta muy decepcionada…
Luis se alejó unos pasos de Javier, y lo miró, con rostro sorprendido.
-Se lo dije. Pero al parecer me ignoró por completo. Pero tú… ¿Qué vas a hacer al respecto ahora que lo sabes?
Javier sintió que el miedo se había apoderado de su amigo, y lo miró, más que con odio o rencor, con preocupación. Al final de cuentas, era un muchacho, y tenía miedo, como aquella vez en el museo, o cuando el asesino travesti estuvo a punto de acabar con su vida.
-No Luis. Yo no voy a hacer nada al respecto. Las cosas deben seguir su curso. Los papeles que encontré me lo demostraron. Si debes hacer eso, no te voy a detener, pero por favor, sólo te pido un insignificante favor…

Viktor salió de la capilla, al pie de los últimos escalones en la cima del cerro del Tepeyac, y vio a sus vigilantes, mirando hacia la calle. Estaba Luis, hablando con Javier Carrillo.
-¡Es imposible! ¡César! ¡Daniel!
Los dos aludidos acudieron en cuanto Viktor los llamó a gritos. Daniel iba vestido con un mono de cuero negro, ajustado a casi todas sus partes del cuerpo, con aquellas uñas afiladas del mismo color. César estaba vestido más deportivo, con pantalones cortos que le llegaban por debajo de las rodillas, una playera de color azul y una especie de boina, que le cubría un poco los ojos.
-Te lo dije Viktor. Luis Zaldivar debió haber muerto en mis manos cuando lo trajiste aquí. Ahora está con el maldito enemigo-, dijo Daniel, rechinando los dientes.
-Tal vez ni siquiera esté haciendo lo que Daniel sospecha, Viktor. Luis te trajo a Azahena, no hay que olvidarlo…-, dijo César, actuando como una conciencia buena.
-No me importa nada. Luis sólo me trajo a Azahena para que pueda llevarse a Vianney consigo. Le prometí que se irían después del sacrificio, pero me temo que voy a cambiar de parecer. Los aztecas no se conformaban con un sacrificio al día, y lo hacían masivamente para asegurar su existencia otro día más. Busquen a Kerly, la vi merodeando por las capillas al pie del cerro. La necesito para algo…
Daniel miró a César con reproche.
-Te toca ir por ella. Luis es mío…
El muchacho bajó ágilmente como un gato a través de los escalones, y a César le costó seguirle el paso.

Ninguno de los presentes vio lo que Luis acababa de guardarse entre la ropa de su indumentaria azteca. Se volvió, y subió por la colina de escombros y cadáveres, con su rostro desencajado. Lo que le había dicho Javier iba en contra de su voluntad, de sus principios, de su propio plan…
Javier, Salvador e Isabel se dieron la vuelta, regresando a la calle de donde habían salido. Los vigilantes comenzaron a reírse y a arrojarles piedras, aunque ninguna de ellas le dio a ninguno. Luis se volvió a internar entre ellos, mientras se reían a mandíbula batiente. Y miró al cerro, convencido de que Daniel tardaría un poco más en bajar, aunque lo vio, con aquellos saltos y movimientos tan ágiles, y pensó que su turno había llegado. Aquel monstruo de garras afiladas iba a ser el causante de su muerte.
-Siento acabar con su diversión muchachos, pero es momento de que estalle la fiesta…
Luis sacó, con la mano derecha, un pequeño control remoto. Lo accionó, con un pequeño botón, e inició el espectáculo.
El montón de escombros que estaban detrás de él se vino abajo, con algunos de los vigilantes que, tomados por sorpresa, fueron arrastrados hacía abajo, y otros más estallaron en pedazos por encontrarse encima de las cargas explosivas. Los que alcanzaron a correr se desplegaron alejados de Luis.
Daniel se detuvo cuando escuchó la explosión, y jadeó mirando el espectáculo de cuerpos volando y piedras cayendo.
-¿Qué pasó ahí abajo?-, dijo César, quién le dio alcance unos cuantos segundos después.
-No me gusta nada… Vamos a tener que prepararnos, amigo. ¿Los vigilantes tienen sus armas?
César asintió, mientras Daniel le sonreía.
-Creo que ni siquiera se lo esperaban, ¿verdad?

Luis se quedó quieto un momento, mientras los vigilantes lo miraban, sin estar seguros de lo que iba a pasar. Fue cuando escuchó el motor a lo lejos…
La motocicleta de Javier cruzó la calle como un bólido, con Isabel encima de ella, agarrada fuertemente a la cintura de su amigo. Y justo detrás de ellos, un montón de personas en un autobús de la IECM, mientras que Salvador iba manejando para mantener la distancia entre ellos y la motocicleta.
Los escombros que habían quedado encima de la carretera, después de la explosión, hicieron una especie de empinada ladera, suficiente para que cualquiera pudiera subir. La motocicleta dio un último arrancón, y subió desenfrenada la ladera de piedras.
Los vigilantes se asustaron con la visión de la motocicleta volando por los aires, para aterrizar con un derrape sobre la plaza. La gente que estaba agazapada miró, y se sorprendió con aquella maniobra. Detrás de la motocicleta, el autobús subió también, un poco más pesado, pero al final, quedó asentado sobre la plaza. La puerta se abrió, y la gente, ya armada, bajó de él.
-Ya viste Viktor. Deja ir a las personas de la plaza, y date por vencido… ¡Trae a Azahena!-, volvió a retumbar el megáfono con la voz de Javier, mientras Isabel se bajaba, y abría una maleta que ella misma traía aferrada a su espalda.
Viktor los miró desde arriba del cerro, y compuso una cara de horror y de miedo que jamás había experimentado. Si querían guerra, la tendrían…

Ya no hay marcha atrás.

Javier tenía una enorme escopeta entre sus manos. Isabel sacó uno de los báculos que usaban para el xilam, y se lo entregó a Luis, quién la miró por un instante, pero se moría de la vergüenza. Salvador empuñaba una espada, mientras que Isabel le hacía segunda. La gente de la ciudad empuñaban armas de fuego o cortantes, y solo Molina llevaba una Magnum, pero se dirigió directamente a donde estaba la gente atrapada.
-¡No queremos hacerles daño! Sólo déjennos salir con la gente de aquí, y los dejaremos en paz-, dijo Javier, con una voz no tan convencida, pero al menos tratando de hacer que los vigilantes entendieran.
-¡No les hagan caso! ¿Qué no ven que quieren despojarlos de su libertad? Nosotros vinimos aquí para quitar de su camino a todas estas sabandijas indeseables…
La voz inconfundible de Daniel se dejó escuchar en la plaza. Trataba de convencer a los vigilantes para que no se dejaran intimidar.
-¿Por qué no te callas de una buena vez?-, le dijo Isabel, empuñando aún más su espada.
-No, no tiene caso. No te preocupes Isabel, él es mío-, dijo Luis, volteando para mirar a Daniel, quién le sonreía con malicia.
-Ya era hora de que aceptaras tu destino, Luis. Te dije que si te volvía a ver te mataría. Te vi dos veces en todo este último año, y aún así no tuve la oportunidad de matarte. Y esta, querido amigo, será la tercera…
Luis dejó mover un poco el báculo del xilam para acostumbrarse a él, ya que era una estructura de madera de casi 2 metros, lo cual dificultaba un poco su maniobra después de muchos días sin práctica.
-¿Y qué tienes pensado hacer?-, dijo Luis.
Daniel volvió a sonreír.
-¡Sus armas!
Los vigilantes, a la orden del muchacho, dejaron salir sus armas, algunas de fuego, otras filosas, de entre sus ropas.
-No puede ser-, dijo Javier…
Incluso Isabel se quedó pasmada.
-Se supone que no iban armados-, le dijo Salvador a la muchacha, quién no supo contestarle.
-¡Vamos a partirles el hocico a estos canijos!-, gritó uno de los señores que habían bajado del autobús. Con un fuerte grito, las personas de la ciudad se abalanzaron con sus respectivas armas al encuentro de los vigilantes.
La guerra había comenzado.

El susto hizo que los rehenes se desperdigaran, antes de que Hiram se pudiera acercar a ellos. Muchas personas empezaron a buscar una vía para salir de los escombros, y otros se acercaban a él peligrosamente.
-¡SUBAN AL AUTOBÚS, VAMOS!-, gritaba el comandante.
Uno de los vigilantes lo alcanzó por la espalda, pero le dio el tiempo suficiente de darse cuenta, y agacharse en cuanto su atacante brincó para sorprenderlo. Hiram pasó por debajo de él, y le metió uno de los tiros en la pierna. El vigilante soltó su cuchillo y cayó al suelo, quejándose y sangrando.
-¡Todos al autobús! ¡Los que no puedan llegar, por favor, esperen a que regrese…!
La gente empezó a subir al autobús, entre niños y ancianos, hombres y mujeres desesperados por salir de ahí. Un enorme grupo de personas que no supieron por donde salir, se internaron en la puerta principal de la Basílica nueva, buscando refugio.
-¡No!-, gritó Luis, mirando a toda esa gente internándose en las sombras del único refugio que quedaba cerca.
-¿Qué sucede?-, exclamó Javier, mientras le daba a uno de los vigilantes en la cara con la culata de la escopeta.
-¡No deben entrar ahí!
Luis corrió hacía donde estaba la entrada a la Basílica, cuando un dolor en la espalda lo detuvo. Supo que estaba sangrando cuando se dio la vuelta, y vio a Daniel detrás de él, con las garras cubiertas de su propia sangre.
-Tú no vas a ninguna parte…
Luis sentía que su espalda estaba surcada de arriba abajo por canales de sangre y carne expuesta. Tenía miedo, y sentía que no había fuerzas para nada más.
-No entiendes. La gente no puede entrar ahí.
Daniel se abalanzó, pero Luis fue igual de rápido, y con la punta del enorme báculo, le propinó un fuerte golpe en el estómago. Cómo una ráfaga en negro brillante, Daniel cayó al suelo, de espaldas, y tratando de contener el dolor de aquel certero golpe.
-¡Javier, ve por ella!-, le gritó Luis a su amigo. El médico apenas lo escuchó, hizo un ademán con la cabeza, en señal de acuerdo.

-Isabel, tenemos que irnos-, dijo Molina, acercándose a la muchacha en cuanto el autobús estuvo lleno. Ella estaba apartando a un vigilante con la pierna, pero pudo escuchar la súplica del comandante. Volteó, y le dio un beso en los labios.
-Toma, llévate esto Molina. Podemos comunicarnos por aquí, y así puedes saber dónde estoy. Tengo que sacar a las muchachas de ahí, como quedamos. Cuida a esas personas…-, dijo Isabel, dándole a Molina un aparato auricular similar a los audífonos inalámbricos de los celulares. Ella se colocó el otro en su oreja, y le sonrió.
Molina asintió, con rostro triste, y se dio la vuelta para subir al autobús. Cerró la puerta, y no se percató de que uno de los vigilantes había subido con ellos. Tomó a Molina por el cuello, enredando su enorme brazo bajo su mentón, y el autobús perdió el rumbo.
-¡Suéltame…!-, dijo Hiram, sintiendo que se ahogaba con sus propias palabras. El aire le empezó a faltar, y la gente del autobús gritaba, agarrándose con cada vuelta que daba el autobús. La gente abajo gritaba y se quitaban para no ser arrollados.
-No pienso soltarlo, y todos los que van a aquí van a morir, por su culpa…
El muchacho que lo estaba ahogando sintió que lo golpeaban en el estómago, y fue la mano de Molina la que tuvo que soltar el volante para cometer tal imprudencia. El atacante se distrajo, tratando de retomar su fuerza, pero Hiram lo sorprendió.
-¡Agárrense!-, le gritó el comandante a toda la gente.
El autobús dio un frenazo, haciendo que las ruedas chirriaran endemoniadamente, y el impulso fue suficiente para mandar hacía delante al atacante. La gente gritó, pero ninguno salió despedido. El vigilante se estampó de cara contra el parabrisas, dejando el vidrio quebrado y una enorme mancha de sangre cuando su cuerpo cayó al suelo.
-¿Están todos bien?-, preguntó Molina. Los que no contestaron con un “sí” débil, lo hicieron asintiendo.
Molina vio la oportunidad perfecta, y la usó para no causar más accidentes. El autobús arrancó en reversa, mientras el comandante miraba por el espejo retrovisor lateral, y el autobús fue a dar a la misma rampa por donde entró. Se orilló en la entrada de la calle que habían usado para esconderse, y bajó a toda la gente.
-Aquí van a estar seguros. El IECM está como a dos cuadras de aquí por si desean estar más seguros. Sólo asegúrense de que nadie los vea. Regresaré por los demás…
La gente comenzó a retirarse, o a esconderse.
-Gracias señor-, dijo una niña. Molina le sonrió, y asintió antes de subirse al autobús.

César se escabulló entre la gente que corría para asegurar la victoria de cada uno de sus bandos. Alcanzó a ver a Kerly, atacando a una muchacha que se veía suficientemente fuerte como para doblegarla.
-¡Kerly, ve al cerro! Me mandó Viktor por ti…
La muchacha sonrió, jadeando, mientras la muchacha se levantaba algo aturdida, gimiendo por el golpe que había sufrido.
-Muy bien. No te pierdas, grandote…
César se quedó esperando, con su espada en la funda de la espada. Miró hacía la plaza, cuando uno de los del otro bando se le abalanzó, con un certero golpe de la espada que tenía entre las manos. Alcanzó a esquivarlo a tiempo.
-¿Tu eres el monigote que estaba en el reclusorio aquella vez, cierto?-, dijo Salvador, empuñando de nuevo su espada por encima de su pecho. César levantó la mano sobre su espalda, y sacó la espada de la funda, con un brillo impecable.
-Por cierto… ¿tú quien eres?-, le replicó César, con una sonrisa juguetona.
-No importa demasiado…
Los dos hombres se enfrascaron en una pelea con espadas, chocando una y otra vez las hojas, ambos con la habilidad necesaria para no sufrir una sola herida. César podía moverse rápido con las manos, pero no era suficientemente ágil para moverse como Salvador, quién esquivaba totalmente todos los golpes, brincando y agachándose.
-¿No puedes dar más?-, le gritó Salvador, esquivando uno a uno los golpes de la espada de César. Este rechinó los dientes, y soltando un grito, volvió a atacar.
Esta vez no falló.
Con un dolor inquietante, algo que nunca había experimentado antes, Salvador cayó rodando, mientras sus alaridos retumbaron en todo el lugar. César miró la hoja de su espada, cubierta de sangre, y al momento, se acercó a Salvador, para mirarlo retorcerse.
Debajo del médico, había una enorme mancha de sangre fresca, y su pie izquierdo descansaba al menos un metro más allá de su cuerpo. La hoja de la espada había pasado como si fuera mantequilla, y el dolor era indescriptible.
-¿Qué se siente? ¿Qué se siente tener todo ese dolor en un solo momento? Mírate, comenzaste muy confiado, y al final te alcancé, muchachito… Déjame darte una muerte digna, ¿está bien?
César ya estaba levantando la espada para dar su estocada final. En su rostro se dibujó el odio y la fascinación al tener a su víctima en el suelo, desangrándose y con mal aspecto. Salvador se tranquilizó, bajando sus gritos al máximo, y su rostro se veía pálido y cansado, como si no hubiese comido en días, o hubiera sido víctima de una tortura inmensa.
-No lo creo…
Con una fuerza impresionante, Salvador movió el muñón sangrante, haciendo que el líquido escarlata salpicara el rostro de César. Éste se descontroló, tratando de quitarse el líquido de los ojos. La espada cayó de las manos de César, y Salvador aprovechó la oportunidad. Se abalanzó sobre la espada, y con un movimiento ágil del mango de la espada, la clavó en el pecho de César.
Los ojos furiosos del enorme hombre lo miraron a través de las manchas sangrientas en su rostro.
-¡Tú…! ¿Pero qué…?
Salvador sonrió, como burlándose de las palabras sin sentido de César.
-¿Ahora no importo quién soy acaso? Me llamo Salvador, y hago todo esto por una mujer a la que amo. Lo hago por Yose…
Y la espada salió del pecho de César, quién se tambaleó hacía atrás, dando pasos largos. No había dolor, pero sí rencor…
-¡La próxima vez…! No tendré piedad…
Salvador se incorporó un poco más. Sintió, debajo del muñón, que el pie seguía ahí. Pero no era cierto.
-No habrá otra oportunidad de vernos…
César volvió a componer su rostro de ira y desesperación, y fue cuando el camión de Hiram lo embistió, acabando con el dolor que le supuraba de la herida. El comandante frenó, abrió la puerta, y dejó que otras personas entraran, mientras se acercaba a Salvador.
-Tengo que sacarte de aquí. ¿Necesitas qué me lo lleve…?-, dijo Hiram, haciendo un gesto con la cabeza, señalando el pie amputado.
-Yo me lo llevo…
Salvador se estiró para tomar su extremidad, y la guardó entre el borde sobrante de su playera. Se apoyó de los hombros de Molina, quién lo llevó cojeando hasta el autobús.

Isabel escuchó todo a través del aparato de comunicación que compartía con Hiram. Algo había pasado. Y sus ojos llorosos lo demostraban.
-¿Qué pasó?-, dijo Javier, haciéndola reaccionar un poco.
-Salvador tuvo un accidente grave. Molina se hará cargo de él… No está muerto-, dijo la muchacha, viendo el rostro de preocupación de su amigo. Javier no sabía qué pensar. Está herido, y es culpa nuestra…
-Perfecto. Tenemos que ir por Azahena y por las demás chicas. Necesito que me ayudes, no hay tiempo, yo sé lo que te digo-, dijo Javier, tratando de organizar sus palabras, aunque todas las oraciones le salían atropelladas.
Isabel lo miró de repente a él, y luego a las personas que se habían quedado a intervenir. Todos estaban dando lo mejor de sí, y aunque algunos caían, se recuperaban para volver a enfrentarse. Podían estar solos un momento más.
-Muy bien, vamos…

Mientras Isabel y Javier subían las escaleras hacía el cerro del Tepeyac, la cámara de Televisa grababa desde arriba todo lo que estaba ocurriendo, transmitiendo en vivo lo que, seguramente, se convertiría en el acontecimiento del siglo.
Viktor estaba cerca de ellos, observando lo que pasaba desde arriba, como una especie de vigilante omnipresente que viera los actos de sus hijos en la Tierra. El lugar de sacrificio de los aztecas se había convertido en un campo de guerra.
-Maldita sea… ¿Dónde está Javier Carrillo?
Mientras Viktor murmuraba, dentro de la capilla, las muchachas intentaban salir, cuando una figura familiar dibujó su silueta en la entrada. Era Kerly, quién sonreía como una loca ante la situación que había allá abajo.
-Comenzó la guerra muchachas. Pronto, comenzará su sacrificio, y con él, algo tan grande que no podrán detenerlo. Lamento que estén aquí perdiéndose de la diversión…
Azahena se sacudió, como una posesa, tratando de soltarse de las cuerdas que la mantenían atada y sumisa.
-¿Por qué nos estás haciendo esto, Kerly? Confiábamos en ti, incluso antes de comenzar a buscar a Kunnel-, dijo Flor, frunciendo el ceño, tratando de comprender la verdad.
-¿No lo entiendes Flor? No lo hago por proteger a la gente, eso me aburrió hace mucho. No tengo ningún interés personal. Pero si tú no hubieras intervenido antes, Javier Carrillo ya estaría muerto. Por eso me convencí de las ideas radicales de Viktor, y tomé la responsabilidad de retrasar aún más las maniobras del IECM…
Vianney compuso una cara de sorpresa.
-¿Por eso no encontrábamos pistas del paradero de Viktor? Estábamos buscando en vano, y todo porque tú moviste los hilos hábilmente.
-Exacto… ¿Y sabes qué? No me interesa en lo más mínimo. Los disfraces fueron excelentes, usar cuatro en diferentes etapas para demostrarle a la gente que las leyendas siguen vivas, fue de lo más emocionante que he vivido…
Kerly estaba enloqueciendo, y su cabello desarreglado y esos ojos desorbitados lo confirmaban.

-Isabel, ¿qué está pasando?
La voz electrónica de Hiram resonó en el tímpano de Isabel, quién se detuvo de improviso en medio de las escaleras, jalando a Javier del brazo para que se detuviera. Estaban a la altura de una de las torres de la vieja Basílica.
-¿Dé qué hablas Hiram?
-Su amigo, Luis Zaldivar… ¿Qué carajos está haciendo…?
Isabel miro hacía la plaza, buscando a Luis, y cuando lo vio, le avisó a Javier para que observara…
-No puede ser… ¡NO LO HAGAS!-, gritó el médico, pero Luis no podía escucharlo.

Daniel lanzaba sus garras con fuertes y ágiles manotazos al aire, pero Luis trataba de esquivarlas o pararlas con el báculo. La fuerza de Daniel era implacable, y sus garras también podían hacer mucho daño si Luis no tenía cuidado.
-¿Qué es lo que intentas hacer?-, dijo Daniel, acercándose cada vez más a Luis, quién de momento se quedaba haciéndole frente, y otras intentaba correr.
-¡Salgan de ahí! ¡No es seguro!
La gente que estuvo a punto de entrar a la Basílica lo escuchó, y dieron media vuelta hasta encontrar el autobús. Luis logró correr con todas sus fuerzas hacía la Basílica, perdiéndose en su interior. Daniel logró alcanzarlo, mirando el interior de aquel lugar, como embelesado.
El techo se alzaba, como un enorme panal, con cientos de lámparas hexagonales que colgaban como si fueran casas. Las paredes circulares estaban recubiertas de madera, y después de unas cuantas filas de bancas de madera, se encontraba un enorme altar, con decenas de asientos forrados para los sacerdotes o invitados especiales del clero, además de un gigantesco órgano de tubos. En la pared más alejada, enmarcada con cientos de banderas del mundo, estaba la pieza clave de la Basílica: el ayate de Juan Diego, en donde la imagen de la Virgen de Guadalupe quedó plasmada para que el pueblo pudiera creer.
-¿Qué hacemos aquí?-, dijo Daniel, mirando el interior de la Basílica, y a la gente que se agolpaba en la pared cerca de la Virgen. Todos se encontraban alrededor de un sacerdote, un hombre de mediana edad que asistía a todos los presentes.
-¡No puede simplemente sacarlos de aquí! Confiamos en Dios, y estaremos a salvo aquí…-, dijo el sacerdote, haciendo que su voz retumbara en el recinto.
-¡No entienden, padre, por favor! Tienen que salir de aquí, este lugar no es seguro…
Luis recibió un bofetón, y sintió que se le entumía la parte derecha del rostro. Daniel soltó de nuevo su furia con aquellas garras, y no estaba dispuesto a detenerse, ni a tener piedad.
-Ya déjate de palabras, Luis. ¿Qué hacemos aquí? ¿Qué es lo que pretendes?
Luis se levantó con un movimiento ágil, y de nuevo, con el báculo, le propinó unos cuantos golpes a Daniel, que no le hicieron el más mínimo daño.
-Enfréntate a mí, imbécil. Ya me cansé de hablar, y estoy dispuesto a sacarte de este juego lo más rápido posible…
La confianza de Luis con sus palabras hizo que Daniel se pusiera eufórico, como si cada vez que hablara lo hiciera sentir el mismo enojo que la primera vez que se vieron.
-Muy bien, Luis… Esas palabras cambian todo.
Luis se abalanzó sobre las bancas de la Basílica, esperando que su plan funcionara pronto. Tiene que funcionar…
Daniel saltó hacía las bancas, tratando de volver a atacar a Luis, aunque su contrincante era muy ágil, Daniel lo era aún más.
-¡Tus movimientos son lentos, no sabes moverte!-, dijo Daniel. Luis ni siquiera lo escuchaba. Estaba concentrado. -¡Eres un inútil! ¡Y vas a perder…!
Luis escuchó los gritos de las personas inmediatamente después de la explosión. Luis sonrió, consciente de que su plan estaba haciendo el efecto necesario.
-¿Qué fue eso?-, dijo Daniel, deteniéndose para observar. La parte más alejada de la Basílica se encontraba en llamas, y había restos de madera carbonizada. -¿Pusiste bombas…?
Luis le guiñó el ojo, y se abalanzó de nuevo con el báculo, mientras Daniel intentaba sortear otro golpe, que finalmente le dio en la cara, dejándole la marca sobre la mejilla.
-Lamento que te acabes de dar cuenta de mi plan. Pero te prometo que te quedarás a ver lo mejor… ¡Por acá!
Luis gritó con todas sus fuerzas para que la gente saliera de la Basílica. En la puerta, ya los esperaba el autobús con las puertas abiertas. La gente que iba hasta atrás no podía sortear muy bien las bancas de madera, y la segunda explosión los alcanzó.
Esta vez, Luis cayó de espaldas, y el báculo del xilam se rompió en dos. Daniel alcanzó a moverse, justo antes de que un fragmento de madera cayera justo en donde él estaba.
-No… no puede ser…-. Luis balbuceaba, desconcertado por aquella escena. La gente que se había atrasado, presa del miedo… Y él los había matado…
-¿Qué se siente haber matado a esas personas, Luis? ¿Ves ahora lo que siento? Toda una vida junto a Viktor para matar personas es injusto, pero tuve que hacerlo. Por miedo o por convicción, siempre hubo una razón. ¿Y ahora tú? ¿Qué se siente?
Luis cerró los ojos. No quería llorar, estaba propenso a llorar siempre que se metía en problemas graves. Y ahora, las cosas estaban fuera de control. Había acabado con la vida de muchas personas, y todo por su “magnífico” plan. Tenía que hacerlo, ahora o nunca…
-Lo siento Daniel. Yo no maté a esas personas… Fuiste tú.
-¿Cómo dices?-, exclamó Daniel, tratando de comprender lo que había dicho Luis.
Con un salto intrépido, Luis se levantó, y corrió hasta la salida. Daniel se quedó pasmado unos segundos, y de repente comprendió todo el plan. Luis no trataba de hacerle frente. Lo dejaría encerrado como un animal en una trampa. La gente corría, y cuando todos estuvieron dentro del autobús, éste arrancó, pero Molina no pudo esperar más.
Luis alcanzó a llegar a tiempo para empujar la enorme puerta. Se quedó de espaldas, como el guardián de una enorme puerta que no debía de abrirse.
Daniel se detuvo frente a él, como esperando a que Luis se quitara. La Basílica se estaba iluminando como en una enorme fogata, y los ojos de Luis titilaban al verlo.
-Eres muy astuto-, dijo Daniel, jadeando y sonriéndole. Luis ni siquiera se inmutó. Tenía el rostro serio, y los ojos fijos en su enemigo.
-No tenía otra opción, lo lamento…
Daniel le estiró la mano, en señal de tregua. Luis no se movió siquiera, aunque abrió los ojos, sorprendido.
-Te pido una disculpa.
Luis movió su mano derecha, a punto de darle el saludo de la paz. Era como si Daniel recapacitara en el último momento, o como si todos aquellos recuerdos de su vida de atrocidades lo atormentaran.
-No es cierto…
Daniel esbozó una sonrisa, mientras levantaba su garra hacía el pecho de Luis. Este reaccionó a tiempo, jaló de la mano a Daniel, a pesar de que sus garras se le clavaban en el dorso de la mano, y lo acorraló, entre él y la pared.
-¡Suéltame!-, exclamó Daniel, tratando de liberarse. Pero Luis estaba más asustado, y la fuerza de su mano no cedió.
-No voy a dejarte ir. Si de verdad estás arrepentido, me lo vas a agradecer…
Y estalló la tercera bomba, la más grande de todas, haciendo que las últimas bancas estallaran en mil pedazos candentes, y que la puerta de la basílica estallara, llevándose a los que se encontraban al interior con ellos.

Isabel lo vio todo. A su lado, Javier tartamudeaba, y no daba crédito a sus ojos. La puerta de la Basílica había salido disparada, como una enorme plancha de surf, con unas figuras encima. Al parecer, la explosión había sido tan grande, que la posibilidad de que aquellas personas en la puerta estuvieran vivas.
Javier sabía de quién se trataba.
-Tienen que avanzar, Isabel… Lo lamento mucho, pero tenemos que seguir adelante…
La voz de Hiram se escuchaba entrecortada, mientras el autobús se alejaba de nuevo para llevar otra carga de personas a un lugar seguro. Isabel sentía que las lágrimas se le agolpaban en los ojos.
-Tenemos que irnos Javier. Lo importante es recuperar a las muchachas, y acabar con todo esto…
Javier la miró, con su rostro pálido y sus ojos desorbitados. La mano le temblaba, pero no soltó ni un momento la escopeta. Vio en los ojos de su amiga el dolor por lo inevitable, y en su pecho se alojó un sentimiento más horroroso. La Basílica comenzó a arder, y Javier sintió que ese fuego se alojaba en su corazón.
-Voy a matar a ese maldito…
Javier comenzó a subir las escaleras más rápido, sin sentirse fatigado. Lo que más importaba ahora era la venganza.
-Entiende Javier, tenemos que detener a Viktor de otra manera. No podemos arriesgar a más personas de las que ya están condenadas. Por favor, te lo suplico…
-Lo siento, Isabel. No tienes idea de lo que siento ahora, déjame subir y acabar de una buena vez con ese infeliz…
Isabel corrió escaleras arriba, y se plantó enfrente de Javier, con las mejillas sucias surcadas por las lágrimas.
-¡Matarlo no te va a devolver a tu amigo! Piensa en Azahena, la tiene ahí dentro, y quién sabe qué pueda hacerle. Además, no sabemos quién esté allá, esperándonos. Por favor, vamos a seguir con el plan. Luego, si puedes y quieres, lo terminarás a tu manera…
Javier no se inmutó, y siguió subiendo. A Isabel le costaba un poco seguirle el paso. Parecía que sus pasos se iban degradando, como si todo a su alrededor se tranquilizara, e incluso ella tuvo que ir con más cautela…
Javier, con la mente despejada, comenzó a recordar…
-Santo cielo, ¡corre!
Javier tomó a Isabel de la mano, y subieron más rápido las escaleras. Como su fuera una enorme serpiente que se despierta y eriza, las escaleras, desde la base a un costado de la Basílica, empezaron a estallar y a desmoronarse. Era como una reacción en cadena.
Isabel subía corriendo, con el rostro desencajado y jadeando del cansancio. A pesar de que Javier la llevaba a su propio ritmo, jamás alcanzarían a llegar a la cima…

La cámara de Televisa tembló con la primera detonación en las escaleras, mientras el camarógrafo y el ayudante corrían para salvar sus vidas. Viktor ni siquiera tuvo que mirar hacía donde se había originado la explosión para saber lo que pasaba.
-¡No dejes de grabar!-, le indicó al camarógrafo, quien se moría de miedo por salir de ahí cuanto antes.
Todos entraron a la capilla de nuevo, donde Kerly y las demás muchachas los esperaban. Todas estaban asustadas, aunque a Kerly se le notaba menos por la locura en sus ojos.
-Tengo que apresurarme, no hay más tiempo que perder-, dijo Viktor, mirando a Kerly, quién le sonrió. –Llévate a las demás, y haz lo que quieras con ellas. Ustedes dos, quédense a mi lado, grabando y comentando. Todo lo que pase tiene que verlo la gente…
Viktor se acercó, frenético, y agarró a Azahena de los brazos, levantándola con furia y desesperación. Las otras muchachas solo podían observar.
-¡No puedes hacerle esto! ¡Llévame si quieres!-, le gritó Flor, mirando como Azahena se perdía al fondo de la capilla, junto a Viktor.
-¡Cállate!-, le gritó Kerly, mientras le daba una bofetada con todas las fuerzas que le quedaban. Mientras los camarógrafos pasaban al fondo de la capilla, Vianney cerró los ojos. Todo había sido en vano, y no sabía qué hacer… Voy a morir. Perdóname…

Javier e Isabel llegaron corriendo al pie de las escaleras de la capilla del Tepeyac, la primera morada del ayate de Juan Diego. La última bomba explotó casi detrás de ellos, y ambos se tiraron al suelo, para no sufrir daño alguno.
Isabel tosió, mientras Javier se levantaba para sacudirse el polvo y los escombros. Desde ahí arriba, se veía toda la plaza y gran parte de la ciudad, en su lado Norte. Se miraron durante un momento, pero no se dijeron nada.
-¿Cómo sabías que iba a pasar eso?- le preguntó Isabel a Javier. Este negó con la cabeza.
-No puedo decirte… Tenemos que rescatar a las muchachas. Por favor, hay que tener mucho cuidado, y no dejarnos sorprender. No he visto a César o a Kerly cerca de aquí, pero supongo que están escondidos, esperándonos…
Isabel asintió, y fue por delante de él, con la espada a una altura prudente, mientras Javier la escoltaba con la enorme escopeta apuntando hacía todos lados.
La capilla se veía vacía, a excepción de un coro de personas que estaba arrodilladas. Eran tres figuras que esperaban ahí, en el suelo del lugar. Isabel corrió primero, y Javier la siguió de cerca.
-No puede ser…
Las cuatro muchachas estaban atadas en el suelo, cubiertas de la cabeza por una franela negra y posiblemente amordazadas. Todas guardaban silencio, y en el centro del grupo, había un enorme mensaje escrito en una cartulina:
-“Decidan prudentemente, o las cuatro morirán”- leyó Isabel, tratando de comprender el mensaje.
-¿Por qué Viktor las dejó así aquí?
Javier se hizo esa pregunta, pero ni siquiera tenía respuesta para nada. Algo estaba muy mal con eso.
Isabel se acercó a la muchacha que tenía más cerca, y levantó la franela de su rostro. Era Ángeles, quién jadeaba por quitarse la mordaza de la boca, y liberarse.
-Tranquila, no te desesperes, te sacaremos de aquí, pero es preciso saber quiénes son…
Ángeles quería decir algo, estaba desesperada y lloraba por poder decir algo, lo más mínimo. Isabel asintió, y se acercó a la segunda encapuchada.
El rostro de Flor la animó aún más. Su amiga estaba viva aún.
-Vamos Isabel, son casi las 11:45, tenemos que darnos prisa-, dijo Javier, revisando su reloj de pulsera. La muchacha asintió, y dejó a Flor igual, amordazada y desesperada. Había algo en sus ojos que le indicaba algo, una situación de peligro.
Cuando ambas trabajaban juntas en el IECM, y una de las dos tenía que decirle algo a la otra, sólo tenían que entornar los ojos, con una expresión de miedo y desconfianza. Isabel recordó esa mirada en el rostro de Flor, como si quisiera decirle algo. Levantó la tercera capucha…
Esta vez, se llevó un golpe de gancho al hígado. La tercera cautiva ni siquiera estaba atada o amordazada. Kerly se levantó con agilidad y le dio una patada fulminante a Isabel en el rostro, la cual la dejó en el suelo, gimiendo y retorciéndose. Javier se abalanzó sobre la cuarta cautiva, y quitándole la capucha, se dio cuenta de que era Vianney. ¿Dónde está Azahena?
Vianney vio el rostro de Javier, mientras le quitaba la mordaza de la boca. Comprendió bien sus intenciones.
-Está con Viktor. Se la llevó al cementerio que está detrás de la capilla. Tienes que sacarlas…
Javier jaló las correas que tenían atrapadas las manos y pies de Vianney, y la muchacha se desperezó.
-Tienes que sacarlas de aquí, a todas. Van a tener que bajar con cuidado del cerro, las escaleras están destruidas… No se queden aquí.
Vianney asintió, y se acercó a Javier, como si quisiera abrazarlo.
-¿Dónde está Luis?
Javier negó con la cabeza. Vianney se llevó una mano a la boca, pero no dijo nada. Asintió levemente, y se dedicó a liberar a sus compañeras. Primero comenzó por Flor, y luego entre las dos, liberaron a Ángeles, quién estaba asustada al máximo.
-¡Ya se habían tardado, Javier! La situación estaba muy desesperante, a decir verdad. Tuve que tomar medidas extremas, y muy creativas. Felicidades, asististe a tu última investigación. Las pistas se reúnen lentamente…
La voz de Kerly sonaba a burla y a rencor. Se acercó a Isabel, quién seguía en el suelo, y la pateó en el pie, esperando a que se levantara.
-Isabel fue débil, y se confió en que estaría alguna de ustedes en este mismo lugar. Por cierto, ¿dónde está Azahena?
Javier cayó de nuevo en la cuenta de esta última pregunta. Le dirigió una mirada fugaz a Vianney, queriéndole indicar la misión que le había encomendado, y ni siquiera Kerly se dio cuenta cuando se alejaba de ellas.
-Muy bien, muchachas, es hora de enseñarles lo que significa obedecer.
Kerly tomó la espada de Isabel, que descansaba en el suelo, cerca de su dueña, y la empuñó, con la punta hacía abajo, dirigiéndose al pecho de la muchacha.
Entonces, como si hubiera sido un acto involuntario, Flor se abalanzó sobre Kerly, y la arrojó al suelo de un empujón, haciendo que se le cayera la espada, y volara unos metros, hasta estamparse con el suelo cerca de las bancas de la capilla.
-Lo lamento, pero eres una perra-, dijo Flor, ayudando inmediatamente a su amiga a levantarse. Isabel estaba algo aturdida, con un hilo de sangre en el labio.
-Gracias, hermana-, dijo Isabel, mirando a Flor, quién le sonreía.
-Vianney, saca a Ángeles de aquí, tal y como te lo indicó Javier. Nos vemos a la salida…
Vianney asintió ante las órdenes de Flor, y tomó de la mano a Ángeles, quién no quería siquiera mirar atrás.
-Y tú, tienes suerte de que yo esté desatada-, dijo Flor, soltando una carcajada.
Pero la risa se convirtió en una cara que expresaba el miedo, y luego el dolor, un dolor físico abrumador y terrible.
Isabel miró aquella escena, como si estuviera en cámara lenta, lo que le causó un dolor más terrible y angustiante. Del pecho de Flor surgía una lanza de metal, como un arpón, que la había atravesado desde la espalda. El pequeño arpón terminaba en eslabones de una cadena, la cual Kerly sostenía. La había ocultado debajo de una de las bancas, y ahora, esa era su firma final.
-No vuelvas a llamarme perra…
Jaló la cadena, haciendo que el cuerpo de Flor se tensara hacía atrás. Cada impulso era un dolor insoportable, y la sangre salía de su pecho como en una discreta mancha.
Isabel comenzó a llorar, en silencio, mientras trataba de aferrar a su amiga con sus manos en sus muñecas. Flor sonreía, invadida solo por un dolor físico impenetrable, y por el hecho de estar junto a su amiga, su confidente, y la que había sido su hermana.
-No te dejaré, no ahora, otra vez no…
Isabel no podía contener las lágrimas, y Kerly aplicaba más fuerza jalando la cadena.
-Te quiero mucho, hermana… Acaba con ella… y libera a esas personas…
El cuerpo de Flor Chávez dio su último suspiro con el último tirón de la cadena, con la cual, el arpón salió de su pecho, por el mismo lugar donde había entrado. Kerly sonrió de satisfacción, con aquella mirada cruel y sus maneras enloquecidas.
-Te dije, querida, que las consecuencias de sus actos les traerían desgracias. Tu amiga murió en vano. Aún no detienen nada, y yo sigo aquí. Cuando acabe contigo, iré por las otras dos chicas, no lo dudes…
Isabel tanteó el suelo, y encontró la espada. Sin dejar de mirar a su adversaria a los ojos, y con las lágrimas aún corriendo por su mejilla, tomó impulso, se levantó, y contraatacó.
La furia de Isabel era inmensa. Pero Kerly era un poco más ágil, moviendo la cadena como si fuera una simple cuerda. Ni siquiera el arpón que tenía en el otro extremo la hacía más pesada, al contrario. La espada de Isabel partía el aire tan rápido, que la ráfaga se escuchaba nítidamente, a pesar de todo el barullo y los gritos allá abajo.
-Y ahora, ¡el golpe final!-, exclamó Kerly, lanzando la punta de la flecha hacía Isabel. La muchacha se preparó, aferró bien su espada, y golpeó el arpón, que salió disparado de regreso a su dueña. Las afiladas cuchillas de la punta se clavaron en el hombro de Kerly, quién soltó un alarido de miedo y dolor.
Isabel se apresuró. Mientras Kerly se arrodillaba, presa del dolor, la otra muchacha se abalanzaba hacía el extremo de la cadena, agarrándola y enredándola en el cuello de Kerly.
-¿Qué se siente ahogarse así? ¿Quieres que te dé tu merecido, maldita perra?
-Su… suéltame… ¡Agh!
Kerly no podía zafarse ni siquiera respirar. Su rostro se estaba poniendo morado, y su rostro expresaba angustia y dolor. Su blusa se manchó de sangre del hombro.
-Vamos a dar un paseo…
Isabel comenzó a jalar la cadena hacía afuera, como su estuviera paseando a su adversaria con una correa de perro.
-¡Déjame ir…!-, dijo Kerly, con su último aliento, mientras caminaba a trompicones, sintiendo el tirón de la cadena en su cuello. Isabel no dejaba de jalar, y al fin, llegaron al borde de la cima del cerro.
-Esto lo hago por mi hermana, a la que mataste. Y por todo lo que nos causaste…
Kerly sintió que la cadena se tensaba más, y con ello, el dolor en el hombro aumentaba. Fue cuando Isabel tomó fuerza, y arrojó la cadena hacía el fondo del cerro. Por si sola, la cadena no pudo haber jalado a Kerly, pero fue el impulso de Isabel el que hizo que su adversaria cayera.
Con un último grito y sus pies trastabillando en la orilla rocosa, Kerly cayó desde la ladera, mientras su cuerpo golpeaba las rocas y las plantas en su camino. El trayecto final de su caída acabó en una hermosa fuente de agua natural, donde estaban representados Juan Diego y la Virgen, en piedra, con un hermoso estanque a su alrededor.
El agua del estanque saltó, y pronto se tiñó de rojo. El cuerpo de Kerly quedó boca abajo, aún atada con la cadena en el cuello. Isabel se limitó a mirar desde la cima, mientras el aire le mecía el cabello.
-Isabel, tenemos que irnos.
La voz de Vianney la sacó de su ensimismamiento. Isabel la miró, y asintió.
-Tengo que hacer algo…
La muchacha volvió a entrar a la capilla, y al cabo de un rato, sacó a Flor en sus hombros, como pudo, dejando la espada en el suelo. Vianney se acercó y la ayudó, tratando de cargar entre ambas a la muchacha. Ángeles las miró, y se acercó para tratar de ayudar.
-Ya no están las escaleras. ¿Cómo vamos a bajar con ella así?
Isabel miró la ladera del cerro, con los restos de las escaleras destruidas.
-Vamos a tener que bajar con cuidado, sin dejarla caer.
Mientras iban bajando, una última explosión cimbró la cumbre del cerro del Tepeyac. Las tres muchachas se quedaron heladas, mientras observaban el espectáculo de luces y de fuego que se levantaba ante ellas.

Javier alcanzó a salir de los pasillos traseros de la capilla antes de que la explosión le alcanzara. La capilla estalló por los aires, dejando escombros que rodaron por la ladera del cerro, directamente hacía la plaza. Las personas de abajo se apartaban o corrían, despavoridos, olvidándose casi por completo de la pelea que se efectuaba abajo.
Javier no se detuvo, y solo esperó que las chicas estuvieran bien. Caminó por detrás de las paredes de la capilla, que ahora ardía sin remedio, y encontró la reja de metal que se abría paso hacia el cementerio del Tepeyac. La reja estaba enmarcada por unas grandiosas paredes adornadas, una muralla de estilo barroco que hacía más grande la vista de aquel lugar.
Javier recordaba haber leído alguna vez que, dentro del cementerio, estaban muchas personalidades de todos los ámbitos de México: personalidades como el poeta Xavier Villaurrutia, el periodista Filomeno Mata e incluso el infame Antonio López de Santa Anna. Todos ellos habían encontrado dentro de este cementerio el descanso eterno de sus cuerpos mortales. Y aunque las visitas a este lugar debían ser concedidas con antelación, la puerta se encontraba abierta…
Javier se encaminó hacia el lugar, mirando a través de la reja todas aquellas lápidas, acomodadas como si se trataran de extraños estantes, muy cerca una de la otra. Todas parecían ir hacia arriba, ya que ahí también había una ladera del cerro. No había nadie a la vista.
-¿Azahena?-, dijo Javier, esperando que su voz no fuera un simple susurro en aquel extraño ambiente silencioso. Un ángel lo miró, con un rostro de dolor y compasión, a través de sus ojos de mármol.
Unos cuantos pasos se dejaron escuchar al fondo, como ecos de alguien que trataba de esconderse. Javier se puso atento, como los leones cuando cazan, y observó con detenimiento el lugar de donde habían provenido los ecos. No había nadie, ni siquiera una sombra.
-Azahena…
Javier se adelantó hacía el fondo del cementerio, esperando encontrar a la persona a quién buscaba. Ni siquiera le importó saltar las lápidas y pisar las tumbas. No había tiempo para supersticiones.
-No la vas a encontrar… No al menos que sepas buscar con sabiduría.
La voz de Viktor Kunnel retumbó entre las lápidas del lugar. Javier se puso atento, buscando la fuente de aquellas palabras, y las encontró a un lado de él. Detrás de Viktor iban los miembros de Televisa, grabando cada momento que pasaba. Javier apuntó la escopeta directamente hacía el rostro de Viktor, quién se detuvo, componiendo una sonrisa.
-¿Dónde está Azahena?-. Las palabras de Javier sonaban contundentes y peligrosas.
-No la encontrarás si me matas, Javier Carrillo. Ya llegaste demasiado lejos para que te equivoques en un momento de debilidad. ¿Por qué no resolvemos un pequeño acertijo…?
Javier temblaba de coraje, y el cañón de la escopeta se movía violentamente. La cámara no dejaba de grabar, y Viktor estaba tranquilo, como si nada hubiera pasado.
-Trajiste gente valiente para enfrentarse a mi gente. Trataste de impedir algo que todavía no ha terminado, y ahora vienes aquí, con intenciones de matarme. Pensé que eras más inteligente, Javier…
El médico bajó la guardia, y apuntó la escopeta hacía otro lado. Las palabras de Viktor se le antojaban más reales que su propia forma de actuar.
-¿Qué quieres de mí? Ya te divertiste bastante con tu maldito plan de liberar a la ciudad. No lograste nada, Kunnel. Devuélvemela, y después nos arreglamos tú y yo, solos…
Viktor soltó una carcajada, y su voz retumbó por el lugar. Javier no dejaba de estar serio, como si la situación no fuera ya demasiado agobiante.
-Muy bien Javier. Durante diez años, fuiste el mejor detective del país. Buscabas pistas, resolvías acertijos, y todo ello para detener siempre al villano. ¿Qué puedes hacer ahora que estás aquí, después de años de entrenamiento? He puesto a prueba tu inteligencia en los últimos meses, Javier. Hazme el favor de usarla ahora para complacerme…
-¿Y qué quieres que haga? Si con ello ayudo a Azahena y a la gente a salir de aquí, cualquier cosa es buena…
Viktor asintió. Se acercó a Javier, cuidando que este no levantara el arma de nuevo, y le entregó un papel doblado.
-Léela…
Javier tomó el papel, y lo abrió para revisar su contenido.
-“Salvarás su vida, aunque poco tiempo queda: ¿Qué pintor famoso plasmó en montañas la leyenda? Encuentra su tumba, antes de que el mediodía ascienda…”
Javier volvió a leer el poema, ahora para sí mismo, mientras Viktor lo observaba.
-¿Qué significa esto?
-Resuelve el acertijo, como en tus buenos tiempos, y encontrarás a Azahena. Pero debes apresurarte, queda poco tiempo, o la tumba de ese hombre ilustre se convertirá en la suya. Que sea, entre nosotros, la última de tus pistas, el último de los enigmas que tendrás que resolver…
Javier lo miró, con el rostro desencajado. Ese maldito había enterrado viva a Azahena.
Javier corrió para buscar la tumba que debería de estar escondida entre las demás, con la escopeta en la mano, colgando precariamente entre sus dedos. Lo que vino a continuación fue rápido y certero.
Viktor podía ser rápido, cuando sus enormes piernas se lo permitían. A pesar de ser un hombre de poca estatura, su masa muscular lo dotaba de una agilidad impresionante, incluso en el momento de correr. Las piernas, fuertemente impulsadas, sirvieron también para golpear a Javier por la espalda, y hacerlo caer de bruces. La escopeta cayó casi enfrente de Viktor, quien la tomó y la tiró lejos.
-Lamento no haberte explicado antes, compañero. No se permiten las armas, y obviamente, no iba a dejar que te escaparas así como así por tu tesoro más preciado…
Javier se dio la vuelta, escupiendo sangre. Se levantó, apretando los puños de la furia. Claro que no iba a ser tan fácil. ¡Confiado…!
-No vas a impedir que la encuentre, voy a salvarla, y después voy a asesinarte…
Viktor se acercó, quitándose la chamarra, y dejando al desnudo su enorme pecho. Resoplaba.
-No juegues conmigo…
Javier corrió, lo más rápido que pudo, y se encontró con las manos de Viktor, quién le impidieron el paso. Parecían ambos jugadores de americano, tratando de derribarse en uno al otro con semejantes fuerzas.
-Nadie ha podido contra mí, recuérdalo. Ni siquiera tu padre. Sucumbió porque así lo quise yo…
Esa fue la gota que derramó el vaso. Javier se abalanzó de nuevo, sintiendo que los fuertes dedos de Viktor se cerraban alrededor de sus muñecas, pero no sintió dolor. Quería destrozarlo a cualquier costo, y entre esos pensamientos de odio, el poema se le hacía cada vez lejano.
En un momento de debilidad, Viktor pudo levantar su pierna derecha, y atestarle una patada en el vientre a Javier. Este no cayó, pero se dobló por la falta de aire.
-Eres débil, y sumiso de tu propio miedo. Levántate, Javier Carrillo, y cumple con lo que pactamos…
Pero Javier no se iba a quedar sin hacer nada. Volvió a tomar fuerza, y esta vez, su golpe llegó hasta el mentón de Viktor, quién dio una vuelta por el impulso del golpe, y lo hizo arrodillarse.
-Nunca vas a entender el poder de la decisión y de las buenas obras. Te vas a quedar ahí hasta que la encuentre…
Y Javier le atestó una patada en la espalda a su contrincante, haciendo que Viktor cayera al suelo, con la mejilla llena de tierra.

Javier comenzó a buscar entre las lápidas, alguna que le hiciera recordar lo que decía el papel. Salvarás su vida, aunque poco tiempo queda… Azahena… Sus pensamientos se volvían trampas para su propia fe, su decisión de encontrarla se apagaba con cada minuto que pasaba. Si esta era la idea de Viktor de un sacrificio humano, parecía que estaba jugando con la comida de los dioses.
Pasó por la tumba de Santa Anna, una enorme lápida con su busto tallado en ella. Recordó las hazañas de este personaje en la liberación nacional de la independencia en el siglo XIX, pero también recordó que se ganó el odio de todos sus contemporáneos por la venta sistemática de la mitad norte del país, la cual se extendía incluso más allá de las fronteras de lo que hoy es Texas. En todo caso, esa no era la tumba que buscaba.
¿Qué pintor famoso plasmó en montañas la leyenda? Recuerda, Javier, recuerda…
Había un montón de pintores famosos mexicanos, desde el Dr. Atl hasta Diego Rivera, pasando por David Alfaro Siqueiros o José Clemente Orozco. Hasta donde sabía, ninguno de ellos estaba reposando ahí. El único de ellos que recordaba como paisajista había sido el Dr. Atl, cuyos trabajos plasmando el Paricutín habían sido excepcionales en su época.
Siguió caminando, mientras el fuego de la capilla se levantaba más y más. Miró hacia la pared que separaba los dos recintos, y se dio cuenta que la explosión había derribado los cimientos. Ahora, el fuego que envolvía la capilla se veía más claro. Javier temía acercarse, ya que el calor que irradiaba era enorme, a pesar de estar a cinco metros de ella.
Resopló, confundido y abatido, y mientras el sol se levantaba sobre su cabeza, más allá de las nubes que cubrían el cerro en ese momento, su vista se clavó en una lápida exclusivamente peculiar. Estaba sobre el suelo, como una tapa cuadrangular de alcantarilla, se leía claramente lo que decía, a pesar de las grietas que cubrían su superficie mellada.
El pensamiento de Javier se aclaró más al llegar al último fragmento del poema: Encuentra su tumba, antes de que el mediodía ascienda… ¡Aquí estás!
Este paisajista había sido uno de los más importantes pintores de la corriente naturalista en México, además de ganarse el respeto de sus contemporáneos por el realismo que plasmaba en sus obras. Una de ellas había sido, sin duda, lo que el poema retrataba en forma de palabras: dos montañas que habían pertenecido a la leyenda prehispánica más famosa de todos los tiempos, y la cual se basaba en una hermosa historia de amor.
Aquellas dos montañas eran el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, dos volcanes que enmarcaban el horizonte del valle de México, y el pintor había sido…
-José María Velasco-, susurró Javier.

Viktor resopló, se levantó, furioso, y buscó la escopeta que le había arrebatado a Javier. Lo empuñó, y se acercó con furia a los camarógrafos.
-¿Pero qué le pasa…?
El primero que lo preguntó no tuvo otra opción. La escopeta soltó uno de sus disparos, y le dio de lleno al hombre en el pecho, quién saltó unos metros antes de caer al suelo. El otro soltó la cámara, y trató de correr, pero fue en vano. Viktor lo alcanzó, y con toda la fuerza de su mano izquierda, lo levantó del cogote.
-¿Tienes miedo?-, le preguntó al camarógrafo. No tenía que decir nada, ya que Viktor vio los ojos desorbitados de su víctima, y lo supo.
-Sí… sí, señor… Bájeme, se lo suplico…
Viktor levantó la escopeta, y apuntando directamente debajo del mentón del hombre, le disparó. La cabeza estalló en cientos de fragmentos ensangrentados, y Viktor tenía el rostro salpicado de un rojo color vino intenso.
-Ni lo creas amigo mío…- Tiró el cadáver a un lado del de su compañero, esperando que las llamas los devoraran. –Nadie se va hasta que yo lo diga…

Javier miró la sepultura de José María Velasco, y no lo pensó más. Tomó la lápida, la cual estaba floja y cuarteada, y empezó a retirar los pedazos que la cubrían. Dentro, sólo encontró el agujero, ya vaciado de tierra, y encima del ataúd original, una bolsa negra, especial para cadáveres. Javier saltó, cuidando de no pisar la bolsa, la cual se retorcía como si estuviera poseída. Buscó el cierre que la abría, y lo corrió.
Azahena salió disparada de la bolsa, tomando aire y sollozando de nervios. Javier la miró, le sonrió, y la abrazó con todas sus fuerzas. El calor del fuego de la capilla era ya insoportable.
-Aquí estás… Viniste por mí…
Javier asintió, sin dejar de abrazarla.
-No te iba a dejar sola, vinimos muchos, y ya liberamos a muchas personas. Incluso Luis hizo su parte…-. Le costaba hablar de su amigo, pero Azahena no lo notó.
-Vámonos de aquí, por favor…
Javier se levantó, y la ayudó a salir por el borde de la tumba del pintor. Ella apoyó su pie en las manos de él, y aunque sintió el calor del fuego que le robaba el aliento, no dejó de subir hasta estar en la cima. Después, ella se asomó por el borde de la tumba, y le dedicó una sonrisa desganada a Javier.
-No te preocupes. Busca la salida, y escóndete. Yo iré a buscarte…
-No lo hagas, ven conmigo, no debes quedarte aquí-, le dijo Azahena con voz preocupada.
-Estaré bien. Ahora busca a Isabel y a las chicas, deben de estar bajando ahora mismo…
Azahena asintió, y desapareció más allá de la tumba. Javier se empeñó en subir, clavando sus pies y manos entre la tierra suelta de la tumba de José María Velasco. Cuando salió a la superficie, tomó aire, a pesar de estar cargado con el calor del fuego, y se impulsó hacia afuera.
Una descarga de dolor le recorrió el costado derecho, cuando una patada de Viktor lo impulsó hacía el otro lado. Cayó de espaldas, pero afortunadamente no volvió a la tumba. El terrorista ya lo esperaba de pie, con la escopeta entre sus manos. Sus ojos reflejaban una locura inimaginable, y sonreía como si cada dolor que Javier sintiera fuera un alivio para él.
-¡Fuiste muy inteligente! Ahora demuéstrame que también eres muy valiente…
Viktor se acercó, y son darle oportunidad a Javier, le apuntó al pecho con la escopeta. El arma chasqueó, pero no salió ningún disparo.
-Lo siento, no estaba bien cargada después de todo…
Javier sonrió, y de una patada, hizo que la escopeta cayera al agujero en la tumba. Viktor se quedó pasmado, lo suficiente como para que Javier se levantara y le atestara un par de puñetazos. Viktor le respondía también con golpes, mientras esquivaba los que Javier le trataba de dar.
En uno de sus movimientos, Viktor sacó de entre su falda escocesa un cuchillo de piedra, negro, pulido y con una apariencia extraña. Cuando Javier lo vio, se sorprendió al verificar lo que era. El Cuchillo del Sacrificio, el cual debería estar en una cámara protegida del Museo de Antropología, volvía a estar en manos del enemigo. Viktor se acercó, e imponiendo fuerza sobre su mano, clavó el cuchillo en el costado de Javier.
-¿Te sorprende? Lo sacaron para mí el mismo día que liberamos la ciudad. Y pretendía consumar con él mi sacrificio, pero todo esto se fue al carajo… Bueno, al menos sé que te voy a matar a ti, como siempre fue mi plan… Auf Wiedersehen, mein Freund
El cuchillo salió del costado de Javier, y aunque le dolía a morir, sintió que no era tan grave. Al menos, siendo médico, se dio cuenta que el cuchillo sólo le había dejado una herida más que superficial, pero no mortal. Viktor lo miró desangrándose, pero Javier sabía la verdad…
-Lo siento, Kunnel. Hoy no…
Javier tomó impulso, y con una sola patada, hizo que Viktor cayera peligrosamente hacía la tumba abierta. El cuchillo se le salió de las manos, y fue a parar cerca del fuego. Con astucia, Kunnel se dio la vuelta a tiempo para agarrarse de los bordes de la tumba, sin caer hacía el fondo.
-¡Nadie puede matarme! No pueden, nunca se han atrevido. Todos han sido débiles. Hombres indecisos como tu padre que confiaron en mí, y perecieron…
Viktor se impulsó y se puso de pie de nuevo. Estaba listo para su último ataque, aunque tuviera que matar a Javier a mano limpia.
Javier lo miró acercarse, y esperó que todo terminara de buena forma. Padre, nos vamos a reunir…

Lo que vino a continuación nadie se lo esperaba. Azahena se abalanzó detrás de Viktor, antes incluso de que estuviera a un metro de Javier, y se agarró de su cuello. Con la mano que le quedaba libre, empuñó fuertemente el cuchillo, y lo clavó en el pecho de Viktor. Con el impacto de la hoja de piedra en su pecho, el corazón se detuvo, pero el hombre estaba aún consciente.
-Y ahora, mi amor… ¿Quién tiene miedo?
Azahena le susurró estas últimas palabras a Viktor en el oído, y con la misma fuerza, sacó el cuchillo, sacando incluso el corazón incrustado. Ella se alejó, acercándose a Javier, dejando el cuchillo en el suelo, cerca de la tumba.
Viktor se quedó de pie, sin mover ninguno de sus músculos. Él había sido la víctima del último sacrificio, y sólo le quedaba una sola cosa. Ser alimento de los dioses, ofrendarse a sí mismo… Al fuego…
Tan cerca estaban ya las llamas de la tumba de José María Velasco, que sólo bastó un impulso final. Viktor se lanzó a las llamas, y cayó de frente a ellas. Sólo quedaron sus pies, y lo demás se quemaba con chisporroteos de carne al fuego.
-¿Estás bien?-, le dijo Azahena a Javier. Éste asintió.
-No te preocupes, es superficial… Tenemos que…
Pero no terminó la frase. A unas cuantas lápidas de ahí, se escuchaba un lamento, como el de un animal herido. Era un pequeño mapache que, asustado, chillaba, encaramado detrás de la lápida. Azahena se levantó y lo alcanzó, abrazándolo para llevarlo a lado de Javier.
-¿De quién es?
-Viktor lo tenía casi siempre a su lado. Creo que le duele que haya muerto su amo…-, dijo Azahena, acariciando la cabeza peluda de aquel animalito.
Javier lo miró, y pensó que, después de todo, ese día no sería tan malo.

Cuando Javier y Azahena bajaron por la ladera derrumbada del cerro, dejaron atrás una enorme pira de fuego que consumía la cima del Tepeyac. En la plaza, ya sólo estaban los cuerpos de las personas que habían fallecido peleando o huyendo, y todos los demás estaban en las calles, celebrando un triunfo manchado de sangre.
Isabel y Ángeles estaban en el suelo, cerca del cuerpo de Flor. Azahena no pudo contener el llanto, e incluso Javier le mostró sus respetos. Abrazó a Isabel, quién le devolvió la sonrisa.
Más allá, Molina estaba tratando de hacer todo lo posible por mantener la herida de Salvador sin sangrar. Su colega médico lo observó a lo lejos, y también le sonrió, aunque su rostro pálido no reflejaba mucho optimismo.
Y más allá cerca de la Basílica que estaba también en llamas, Javier miró la puerta derrumbada. Sólo había un cuerpo en ella…

Daniel había salido corriendo cuando todos los demás empezaron a huir. Tenía la mitad del rostro herido, pero en todo lo demás estaba bien. Escondiéndose en una calle abandonada, recordó aquel gesto que había visto en Luis al final. Después de que la puerta saliera disparada con ambos encima, Daniel tardó en levantarse, sin que nadie lo mirara entre el barullo de gritos y golpes. Miró a Luis, quién permaneció ahí, tendido, y su apariencia le recordó lo peor que había hecho.
Se arrepintió de haber conocido a Viktor aquella vez en Boston. Y se arrepintió de todo lo que había hecho en su vida pasada. Y a pesar de sus heridas, y de la sangre que se secaba en sus garras de metal, sintió que ya nada valía la pena. No dejó de correr hasta esconderse.
Y después de años de no hacerlo, Daniel Greene lloró…

Javier miró de nuevo la puerta derrumbada. El cuerpo que yacía encima se estaba moviendo.
-¡ALGUIEN AYÚDEME!- gritó el médico con todas sus fuerzas. Vianney lo alcanzó, mientras Javier corría hacía donde estaba Luis. Fue cuando su amigo empezó a gritar.

Luis yacía encima de la puerta, aullando de dolor. Estaba quemado, en algunas partes, pero todo lo demás parecía terrorífico. Su piel estaba surcada por heridas profundas, y algunos pedazos de madera estaban incrustados en ella. No se podía mover demasiado, y cuando lo hacía, gritaba más fuerte. Hasta que el dolor no fue suficiente, Luis no sintió que se dormía.
Javier se arrodilló a su lado, y Vianney lo acompañaba. A la luz del sol, que se filtraba por entre las nubes heladas, era un alivio verlos a ambos. Javier tenía rostro preocupado y amoratado de golpes. Vianney estaba llorosa, y se acomodaba el cabello hacía atrás, porque le estorbaba.
-Hola…
Luis trataba de sonreír, pero le escocía el rostro. Su ojo dañado estaba cerrado, pero aún lo sentía. Menos mal…
Javier sonrió, tratando de contener el aliento.
-No te muevas, por favor. Gracias al cielo que estás bien… Pensé… olvídalo.
-Siempre tratando de que olvide todo, jefecito. No fue mi intención hacerlo, pero te diste cuenta…
A pesar de la cara de dolor que ponía Luis, Javier comprendió al instante de lo que se refería. Lo que decía el papel que había encontrado no era coincidencia. Luis había puesto cargas explosivas en los lugares más concernientes de la Villa de Guadalupe, no sólo para causar destrucción, sino para distraer a los vigilantes, y acorralar a Viktor Kunnel en su propia trampa.
-Fue muy inteligente, chaparro. Yo tengo que pedirte perdón…
Incluso Luis abrió su ojo sano, tratando de entender lo que decía su amigo.
-No te traté bien, y pensé que era una trampa. Pensé que nos habías traicionado. Te pido perdón por eso, no supe… Y mira cómo estás.
Luis soltó una carcajada.
-Te pareces a mi madre… ¿Puedo hablar con ella a solas?
Javier asintió, se levantó, y se alejó.
Vianney se agachó para besarlo en la frente.
-No te quise creer cuando me lo dijiste subiendo las escaleras. Pensé que estabas loco…
Luis movió la cabeza.
-Lo hiciste creíble. Si te hubieras empeñado en darme la razón, Viktor se hubiera dado cuenta, y te habría matado. Me alegra verte bien…
Vianney sonrió, y le acarició la mejilla suavemente. Luis se retorció de dolor, pero no le dijo nada.
-Luis, tu sabes qué…
-Sí, lo sé. Solamente estoy feliz de que estés bien. Después de todo, puedes irte si lo deseas… No te ataré a mí…
Vianney sonrió, acongojada por aquella situación, y comenzó a llorar. Luis no dijo nada, sólo la observaba, desde ahí abajo, sintiendo que se le iba el alma. Al final de cuentas, ni él ni ella estarían bien juntos.

Javier se acercó a Azahena, quién miraba hacía dentro de la Basílica. A pesar de que el fuego devoraba las bancas del lugar, las llamas no habían alcanzado a la Virgen. Estaba envuelta entre humo, pero no había sufrido daño.
-A pesar de todo, se salvó. Las tradiciones y la vida de las personas se salvan, no importa cuánto las maltraten. ¿Crees que la gente va a dejar de creer en todo esto después de lo que sabemos y de lo que pasó?
Javier se colocó a su lado, y la tomó de la mano. Ni siquiera la herida en su costado le dolía tanto como mirar aquello. Era como si todo lo que hubiese vivido antes fuera una elaborada fantasía.
-No lo creo. La gente se empeña en conservar lo que, para ellos, es lo mejor en sus vidas. Tal vez hayan podido engañar al país, o cambiar la mente de las personas. Pero la ciudad va a regresar a su orden natural, al menos después de mucho tiempo.
Azahena asintió, y le apretó más la mano a su compañero. Sabía que, sin afecto ni muestras de cariño, él la seguiría queriendo. De repente, una idea cruzó su mente, recordando todo lo que había pasado desde septiembre, su familia, sus hijos, su casa…
-¿Me perdonas por haber querido matarte Javier?
Él la miró, y soltó una carcajada.
-Fue lo mejor que me pudo pasar…
Y cuando ambos se miraron, no pudieron decirse nada más.


















En memoria a todos aquellos
Que han muerto
Por sus ideales
Por su país
En guerras sin sentido
Por la delincuencia
O por la inseguridad

Para que todos los gobiernos irresponsables del mundo se den cuenta del daño, y actúen antes de que sea demasiado tarde.

Gracias July Klug, a ti y a Ricardo.

Luis Zaldivar, escritor y amigo.
26 de Junio de 2013.


 CRÉDITOS MUSICALES:

Perla Blanca - Hello Seahorse!

La leyenda de la Llorona - Mägo de Oz

Al fuego - Hello Seahorse!


 
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