11 de Diciembre:
Ciudad en Ruinas.
La mañana se despertó gris, un gris muy intenso como solo las mañanas en
invierno podrían ofrecer. Pero ese gris no era por el frío o por la niebla,
sino por el humo, las cenizas, los restos de la explosión.
Daniel disfrutaba aquello. Ahora que la ciudad había sido abandonada por
la autoridad, y la gente estaba dentro de sus casas desde anoche, podían hacer
prácticamente lo que desearan. Tomó la iniciativa, y ahora el MUAC, el Museo
Universitario de Arte Contemporáneo ardía con extrema vehemencia y el humo
inundaba el cielo cada vez más gris. No las podía ver, pero Daniel sabía que
había más lugares incendiados en la ciudad, vestigios de lugares importantes
que se consumían en las cenizas.
-¿Por qué quemamos este lugar?-, dijo uno de los muchachos que
acompañaban a Daniel. Él sólo se limitó a sonreír, mientras se limaba las uñas,
sin ver necesariamente el fuego consumiendo el museo poco a poco.
-Ya te lo dije. Este lugar, con todo y su “arte”, tenía que quemarse. Me
tenían harto, esas pinturas y las estatuas… Me gusta ver arder las pinturas,
por eso lo hago. Pero bueno, ustedes nunca van a entender algo así…
El celular empezó a vibrar en su bolsillo, mientras algunos de los
árboles de alrededor empezaban a arder. Daniel miró la pantalla, y el nombre de
VIKTOR aparecía una y otra vez, como en un destello. Contestó emocionado.
-¡Eres un gran amigo! Un gran amigo, ¿sabes? Nunca había tenido un
momento de destrucción así… Bueno, a excepción del Palacio de Bellas Artes,
pero ese no cuenta, ¡porque ahora es mejor!
-Me apetece que te haya gustado
esta pequeña libertad. Ahora, ¿podrías hacerme el favor de venir acá por favor?
Necesito hablar con ustedes…
Daniel miró hacía el museo en llamas con expresión atónita, como si le
hubieran cortado de raíz el árbol de la felicidad que le estaba creciendo en el
corazón.
-¿Por qué querría ir yo allá, si estoy bien aquí? Por favor, Viktor, no
deseo ir ahora. Me estoy divirtiendo mucho, y no creo que sea el momento justo…
-No es una opción, muchacho.
Tienes que estar aquí. Voy a presentarte a un nuevo miembro de nuestra familia,
y no sería justo que estuvieras ausente.
Daniel dudó, con el celular pegado a la mejilla.
-Mejor dime quién es, y tal vez vaya para allá si vale la pena…
-Mejor no te lo digo. Vienes acá,
o saldré yo mismo a buscarte, maldita sea. ¿No entiendes una estúpida y
sencilla orden cuando te la doy…?
-Está bien, voy para allá.
Y colgó. Se guardó con furia el celular en el bolsillo, y volvió a echar
una ojeada al incendio. Sus ayudantes seguían bailando alrededor de las llamas,
como si celebraran un triunfo o algún ritual de destrucción.
-¡Nos vamos, bola de holgazanes…!
Daniel nunca había gritado tan fuerte, y los bailarines se calmaron,
bajaron los ánimos de sus bailes, y se dirigieron de nuevo a los autos que
habían robado anoche.
César tomó el cuchillo grande, su favorito, y le cortó el cuello al
sacerdote que estaba sometiendo sobre el suelo. Escuchaba a sus saqueadores
atrás, en el altar, robando cosas y destruyendo estatuas de santos. Las bancas
ardían en el centro de la iglesia, con una llamarada que se elevaba casi hasta
el techo. La Catedral Metropolitana era la sede del infierno.
La sangre del sacerdote, un hombre ya viejo y que se había orinado en los
pantalones, corría bajo la sotana y en el suelo. César vio el líquido escarlata
corriendo por el suelo, como un pequeño río lleno de pecados escondidos y
pedofilia. Los otros dos muchachos bailaban sobre el altar, con sus uniformes
del reclusorio mixto.
César recordaba toda la noche anterior. Después de la explosión en la
Basílica, él y su grupo se habían dirigido de nuevo al reclusorio de donde
había salido, y con unas cuantas bombas compactas, habían sacado a todos de
aquel lugar, incluyendo a los presos más peligrosos. El poder de la libertad
que se les había dado era suficiente para que ahora buscaran en toda la ciudad,
las mejores cosas de valor.
-He derramado la sangre del hombre más santo del lugar, muchachos. Y
ustedes bailando en el altar…-, dijo César, con un tono de sarcasmo en su
hablar. Su enorme figura se levantó del suelo, dejando el cadáver del sacerdote
entre sus pies. Puso la planta del izquierdo sobre su cabeza, como si fuera su
apoyo contra el cansancio.
-¡Y tú ya te crees muy malo matando a ese cabrón…!-, le gritó uno de los
saqueadores, mientras efectuaba una extraña vuelta de ballet.
Un cuchillo salió zumbando del cinturón de César, y se incrustó
directamente en el cuello de aquel tipo que se atrevió a insultarlo. Su cuerpo
cayó detrás del altar, con un sonido hueco que retumbó en todo el lugar. Su
compañero de baile se detuvo, y bajó del altar, asustado y pálido.
-No me creo el malo… Soy malo en verdad. Ahora sal, y esperen a que
salga. ¡Pero ya!
El grito de César retumbó en las paredes de la catedral, ennegrecidas
poco a poco con el humo de las bancas ardiendo. El muchacho, muerto de miedo,
se alejó corriendo por la puerta delantera, procurando que las llamas no le
quemaran el costado.
César se quedó mirando el altar destruido, con la luz de las llamas
crepitando en las paredes. El mundo que conocía antes se estaba desmoronando, y
eso era bueno.
-Mira tus obras, querido amigo. Mira todo lo que has hecho aquí, y todo
lo que te van a dejar hacer…
Desde la puerta entró una mujer de edad, vestida con una sotana de
colores, un sombrero de obispo demasiado exagerado y con algunas blasfemias
escritas en él. Esa mujer ni siquiera parecía alterada, se veía más feliz que
nunca.
-Hola Julia. ¿Qué haces aquí?
Julia Klug era una activista que, antes de aquel día, se la pasaba de
pie enfrente de la catedral, con pancartas y disfraces criticando el sistema
religioso en la ciudad, atacando los ideales de los sacerdotes corruptos y
pederastas. Aunque había personas que se acercaban a ella, tomándose fotos y
apoyando la causa, siempre había creyentes y religiosos que insultaban, e
incluso pegaban y maltrataban a Julia, por sus convicciones y sus ideales. Y
ahora, se había unido a la causa de aquel hombre que había irrumpido en la
catedral para cambiar el ambiente.
-Lo siento, César. No quería interrumpirte, pero me dio felicidad de
verte feliz por esta ocasión tan especial. Creo que el mundo ha estado
cambiado. O al menos nuestro mundo. Cuantas veces intenté convencer a la gente
que todo este sistema era una completa mentira, un robo, y mira lo que han
hecho, lo que has hecho tú y tus amigos…
César se sentó en un escalón, dándole la espalda al altar. El crucifijo
ya colgaba de una sola mano en la pared, con aquel rostro de dolor que, en vez
de causar lástima, daba risa.
-Ay Julia, las cosas pasan muy lento. Esto ni siquiera es lo más fuerte
que hemos hecho. Pero me alegro de que estés aquí, mirando nuestras obras y
nuestro nuevo mundo. ¿Tienes algo más que decir?
Julia se acercó, mirando con alegría el suelo manchado de sangre y todos
los destrozos.
-Me mandaron decirte que un tal Viktor te estaba buscando. Los rumores
se hacen fuertes entre la gente, y llegan muy rápido. Me enteré que ese hombre
está en la Basílica de Guadalupe. ¿Qué han hecho allá de lo que no me he
enterado?
César la miró, y sonrió.
-Algo más grande… Se me hace raro que Viktor me mande llamar así. Me
hubiera llamado por el teléfono y asunto arreglado. ¿Quieres acompañarme?-,
dijo César, mientras se levantaba del suelo para dirigirse hacia la puerta.
-No, no te preocupes. No acostumbro viajar en moto, soy muy grande para
esos trotes. Me quedaré aquí con los muchachos, e intentaremos resistir, ¿está
bien?
César asintió, la tomó de las manos arrugadas, y se las besó.
-Eres una mujer fuerte. Espero verte pronto, cuando esto acabe. Ahora
eres mi mejor amiga…
El hombre salió por la puerta de la Catedral Metropolitana, dejando a
Julia dando la espalda a la fogata de bancas. Después, ella caminó hacia el
altar, mirando al sacerdote sobre el suelo, con el enorme charco de sangre
rodeando su cuerpo muerto. Le hizo la señal obscena del dedo medio, y empezó a
carcajearse.
En la plaza de la Constitución, el Zócalo, la gente empezaba a
congregarse, para cantar, para bailar, para disfrutar de su nueva libertad en
la ciudad sin ley.
-Vamos a cambiar el mundo-, dijo César para sí mismo.
Viktor miró la plaza Guadalupana en el amanecer del nuevo día. La gente,
asustada y en masa, se congregaba en el centro, llenas de polvo y heridas. Él
ya estaba a las puertas de la nueva basílica, vacía y oscura. Miraba a la
multitud, rodeada por hombres y mujeres fiel a su causa, muertas de miedo,
sin posibilidad de escapar.
Alrededor de la plaza, las bombas habían estallado, dejando gente muerta
entre los escombros que ahora tapaban las salidas, a través de los puentes y de
las puertas del estacionamiento subterráneo. No había más que pocas personas
vigilando las salidas y la plaza. Y el cerro del Tepeyac no tenía salidas
adicionales, al menos que alguien se quisiera lanzar por los costados.
-¡No van a salir, no tienen derecho! Van a presenciar un cambio muy
importante en la vida de esta ciudad, de su pensamiento y de su forma de ser.
La libertad que ustedes han tenido durante años no es más que una fantasía…
Unas mujeres empezaron a sollozar, y los hombres las cubrían, con sus
brazos y sus espaldas, manteniéndolas lejos de los guardias, al igual que los
niños.
-¡Usted no tiene derecho, monstruo!-, dijo un hombre entre la multitud.
Viktor sonrió, sin mirar siquiera al hombre que había exclamado. No
tenía razón eliminarlo.
-No se han dado cuenta, y cuando acabemos esto, su pensamiento va a
cambiar. El mundo va a ser diferente…
Nadie se atrevió a abrir la boca. Todos estaban indefensos, aunque
ganaran por número ante los guardias y ante el mismo Viktor. Tenían miedo, el
miedo los hacía defenderse. El miedo los movía para seguir viviendo.
De una de las esquinas de la plaza, los guardias se arremolinaron para
dejar pasar a la gente de fuera. Era como el seguro de una enorme puerta para
pasar a un mundo desconocido.
Desde el otro extremo de la plaza, venían caminando otros veinte
hombres, rodeando la figura delgada de Daniel, quién venía exultante y con un
rostro de felicidad como nunca lo había visto. Incluso Viktor le recibió con
una sonrisa de fraternidad, como el hombre quién no ve a su hermano en muchos
años.
-¡Ya estoy aquí! ¿Qué es lo que querías decirme? No hay tráfico desde
Insurgentes hasta acá, y a veces los coches abandonados nos estorbaban. No vine
en vano…
Daniel se quedó en las escaleras de la Basílica, mirando hacía Viktor
con concentración.
-No puedo decirte nada. Falta César. Lo mandé llamar con la gente de las
calles, y creo que el mensaje tarda más. Quería probar ese método de
comunicación…
-Pero si no llega, ni siquiera es mi culpa. Yo ya estoy aquí, y ya
quiero saberlo. ¡No importa nadie más! ¿No lo crees?
Viktor se quedó mudo, sin siquiera sonreír, ahí de pie, mirando a la
multitud.
-¿Por qué la impaciencia, buen amigo? Tienes que esperar, ya que las
buenas cosas vienen cuando tienes paciencia. Además, será una excelente
sorpresa para ti, ya lo verás…
César se acercó por otro lado de la plaza destruida, mirando a los
asustados feligreses en el centro. Una de las niñas lo vio, con su figura
imponente y terrible, y se echó a llorar en el regazo de su madre.
-Deberían de callarlos a todos, Viktor. Vine en cuanto Julia Klug me
avisó…
Viktor miró a César, quién se quedó cerca de Daniel, esperando a que
también le dijeran algo. Daniel se frotaba el dorso de la mano izquierda con
sus uñas, inquieto y a punto de estallar.
-Ya que están los dos aquí, quiero mostrarles a una persona muy
especial, que se va a unir a nuestra causa de ahora en adelante. ¡Ya puedes
salir…!-, gritó Viktor hacía el interior de la Basílica, y su voz potente
retumbó en el edificio vacío.
Unos pasos se escuchaban desde el interior, alguien venía, y alguien
saldría. César frunció el ceño cuando miró el rostro del invitado, y Daniel
desencajó su cara de la sorpresa. Sus ojos se llenaron de furia, pero César lo
detuvo, cuando vio que estaba a punto de abalanzarse sobre aquella persona.
-¡Suéltame César! ¡Lo voy a matar…! ¿Cómo se atreve?
Luis miró el rostro de Daniel, agobiado por una rabia inmensa y unas
ganas de darle fin ahí mismo. Había recordado aquella promesa en el museo, que
cuando se vieran las caras de nuevo, lo mataría. Pero Luis no le tenía miedo,
no en ese momento. Su rostro reflejaba la tristeza y las ansias de salir de
ahí, de ver a todas esas personas asustadas, unas contra las otras, llorando y lamentando
su situación.
-Sé que deseas matarlo. Pero yo no te voy a dejar Daniel. Él viene por
algo que le pertenece, pero si logramos convencerlo con nuestra forma de pensar
y de ver esta situación, será un buen partidario…
Luis miró a Viktor, quién al pronunciar estas palabras, le dedicó una
mirada de confidencia.
-No me quedaré aquí, Viktor. Te traje a Azahena y quiero de regreso a
Vianney, nada más. Puedes hacer lo que quieras después. No soy tu trofeo del
triunfo contra el IECM, si eso es lo que deseabas…
Viktor se le acercó, con modestia y pasos leves. Daniel ya se estaba
tranquilizando, pero era el brazo duro de César el que no lo dejaba escapar.
-No eres mi trofeo, Luis. Eres un excelente investigador, una persona
inteligente. Ven, acompáñame…
Luis siguió por un costado a Viktor, como si se tratara de un paseo
cualquiera en un espléndido día, aunque ese día fuera gris y lleno de muerte.
Daniel alcanzó a soltarse pero no hizo nada, solo susurró algo que sonó a
“imbécil”.
Viktor rodeó la Basílica, encaminándose al tramo de escaleras que subían
hacía el cerro del Tepeyac. La explosión se había llevado un buen tramo de los
escalones, por lo que tuvieron que subir con cuidado, Luis por detrás de
Viktor. Subieron lentamente, sin decirse ni una sola palabra, hasta que
llegaron a lo que parecía un balcón a la mitad del camino.
A lo lejos, la ciudad parecía mirarle de nuevo, pero Luis ahora supo que
no era una mirada de maldad o de rencor. Con el humo a lo lejos y los gritos
que de repente se escuchaban en las calles vacías, ahora la ciudad gemía de
dolor.
-Mira todo el horizonte, Luis. La ciudad ha cambiado hoy demasiado, ¿no
lo crees?
A Luis se le empezaron a humedecer los ojos, al mirar toda aquella
faceta de la ciudad, derribada, quemada, bañada en sangre. Había querido a
aquella ciudad desde el primer día que había ido a vivir ahí, sus calles, sus
costumbres, su forma de moverse, la gente que la habitaba. Y ahora, todos
estaban encerrados, muertos de miedo, y sin saber nada…
-Siempre fue una de mis ciudades favoritas. Soñaba con venir aquí y
vivir mi vida entre las personas de la capital. Y ahora… Bueno, disfruté tanto
como pude, si es que vas a cambiar el ambiente en este lugar, es mejor no
albergar demasiadas esperanzas.
Viktor lo miró, mientras el muchacho alzaba la mirada por encima del
humo y de la niebla, que ya comenzaba a disiparse.
-No quiero que lo divulgues a nadie, Luis. Y qué bueno que Javier se
haya ido, fue muy sensato de su parte. ¿Ves a toda esa gente allá abajo? Todas
esas familias, amigos y conocidos, ahí, arrinconados…
Luis asintió.
-Son un poco menos de 800 personas. Todos los demás escaparon, y los que
no, están entre los escombros. Llegamos un poco tarde para contener a los que
quedaban, pero con ellos es suficiente. No vamos a sobrevivir, Luis…
El muchacho perdió el sentido de sus pensamientos, y con los ojos bien
abiertos, y una expresión desencajada, le hizo frente al rostro tranquilo e
imperturbable de aquel hombre.
-¿Vas a matarlos a todos? Carajo, hay niños allá abajo, gente inocente…-,
exclamó Luis, tratando de no gritar demasiado. La gente allá abajo en la plaza
se apañaba más y más y muchos, cansados, decidieron sentarse en el suelo, cosa
que no molestó a los guardias.
-Allá abajo solo veo gente ignorante, llena de pensamientos ajenos a la
existencia humana y a la capacidad de sus mentes. Los han atiborrado con
religión, les han mostrado un camino hacía una fe que no cumple ninguna
expectativa, y que los mata poco a poco. Quiero acabar con ellos, para que los
demás aprendan, de la manera más cruda, que los seres humanos estamos hechos de
carne y no tenemos alma. Pero eso también implica que no podemos seguir aquí, y
esperar que de fuera vengan las fuerzas armadas y destruyan antes este anhelo.
Aprecio que estés aquí para morir con nosotros…
-Viktor, no puedes hacer esto. Ahora sí estás en problemas, y…
-¡No tienes derecho a reclamar nada! Tuvieron su oportunidad de
detenerme, y estuvieron demasiado ocupados en buscar pistas y perseguir
monstruos. Ahora vienes y reclamas acerca de mis planes… Si te lo confío a ti,
es porque todo esto necesita trascender. Después de mañana, podrás llevarte a
Vianney y salir de esta ciudad. Ahora ve y vístete con lo que acordamos. Tengo
que escribir una carta…
Viktor subió solo a la cima del cerro del Tepeyac, y desapareció en la
puerta de una de las pequeñas capillas. Luis se quedó en silencio, mirando de
nuevo hacía la ciudad, mientras sus puños golpeaban la piedra del balcón, con
rabia.
-¿Dónde estás Javier?-, dijo en un susurro.
Javier había pasado la noche entera bajo el peso de la motocicleta,
inconsciente. Cuando se despertó, se encontró a los pies de un poste de luz en
la calle, y su motocicleta lo cobijaba del frío. El cielo era gris y olía a
humo por todas partes. Quiso despertar, salir de ahí, de aquel viento que le
pegaba en la cara, pero tenía sueño. Quería dormir…
Se despertó de súbito, con el dolor de su costado incrementándose. Las
piernas no le molestaban, pero una de las costillas estaba tal vez rota por el
impacto de la motocicleta sobre su cuerpo. Javier se incorporó, y con la fuerza
de sus brazos, empujó la motocicleta, hasta que sus piernas se liberaron. Se
levantó con cuidado, sacudiéndose el polvo y quejándose del costado lastimado.
Su rostro parecía el de un fantasma, pálido.
La plaza de la Basílica estaba destruida, y Javier pudo ver que los
escombros formaban una especie de barrera para los intrusos y ajenos. Había
gente alrededor, como vigilantes que buscaban a cualquier intruso. Todas las
calles alrededor estaban abandonadas, y solo habían quedado los autos y los
transportes públicos, algunos incendiándose.
A Javier se le hizo un nudo en la garganta, mirar toda aquella
destrucción y desolación lo hacía sentir rabia, querer regresar con la
motocicleta y apañarse de todos cuanto antes. Pero no podía ir así solamente y causarle
problemas a Viktor y a su gente, que a estas alturas ya tendrían dominada a la
ciudad.
Sintió el celular en el bolsillo de su chamarra y lo sacó. Tenía que
pedir ayuda a alguien antes de que fuera demasiado tarde. Encontró el número
marcado con IECM en los contactos.
Nadie contestaba. No podía ser posible.
Intentó con el celular de Molina, esperando al tono de marcado.
-Javier, ¿dónde estás?-, dijo
el comandante, pero en voz muy baja, como un susurro.
-Cerca de la Basílica. Ese maldito vació las calles e hizo explotar la
plaza… ¿Por qué habla así?
-Tomaron la ciudad, y están dentro
del cuartel. No tienen acceso a las armas, pero las vigilan en la bodega. Si
tardan más, tal vez la puedan abrir. Tienes que venir, no todos nos fueron
fieles al final…
Las palabras de Hiram Molina al teléfono parecían de verdad alarmantes.
Algo estaba pasando, y las fuerzas de la ley ni siquiera podían responder. Tal
vez no hubiera muchas personas fieles a sus convicciones con las acciones que
se habían tomado desde la noche pasada.
-Está bien. Voy para allá…
-Perfecto, ven con Luis y
trataremos de hacer algo para solucionar todo esto…
Javier se crispó con la idea de llevar a Luis al IECM, y aunque tenía
ganas de gritarle la verdad a Molina, ni siquiera se atrevió. Asintió, como si
el comandante fuera a verlo, y colgó.
Se metió de nuevo el celular en la chaqueta, se acercó a la enorme
motocicleta, y se subió en ella. Fue un milagro que hubiese encendido a la
primera, con aquel rugido de su motor y luego el rechinar de las llantas. El
viento le dio de lleno en la cara, y se sintió libre, pero furioso. En una de
las pequeñas maletas que colgaban a los costados de la llanta trasera, Javier
traía una sorpresa para los invasores…
Hiram Molina vigilaba por la rendija de una puerta entreabierta. En el
pasillo, había hombres caminando, y al parecer, no se habían percatado que
estaba encerrado en una oficina. Junto a él, estaba Isabel, con una enorme
herida en la cabeza y también algo confundida, y Salvador, quién había salido
en la noche al escuchar la noticia. Ni siquiera se había despedido de Yoselín,
pero ya habría tiempo para estar con ella, si es que la volvía a ver. Al fondo,
estaban apostados tres miembros del IECM que habían podido refugiarse. Había
más de ellos, fieles a los ideales que habían adquirido en sus entrenamientos,
pero la mayoría habían optado entre huir o unirse a aquellos que ahora
dominaban la ciudad.
-¿Por qué no entran a buscarnos?-, dijo Isabel en un susurro,
agarrándose la cabeza de vez en cuando por el dolor.
-Piensan que todos hemos huido o nos hemos unido a su causa. Mejor para
nosotros. Necesitamos llegar hasta el depósito de las armas, antes de que
puedan encontrar la forma de entrar-, dijo Molina, cerrando un poco la puerta
para que no escucharan su voz.
-Traje algunas armas especiales para el xilam, pero no van a ser
suficientes para poder pasar. Puede que ya traigan armas de fuego. Hay que
esperar a que venga Javier-, dijo Salvador, señalando la enorme bolsa que había
dejado al otro lado de la oficina.
-No funcionará, y menos si no sabemos cuántas personas hay por ahí.
-Tenemos que arriesgarnos, señor-, dijo Isabel. Los otros agentes
asintieron, y se miraron, como preocupados. Estaban nerviosos, por lo que
podría resultar.
Hiram Molina los vio a todos, a cada uno por turno. No podía dejarlos
ahí, había sido su responsabilidad aquel equipo, y todo se había vuelto en su
contra. Tenían que salir de ahí, a como diera lugar…
El edificio del IECM era grande, pero sin el ajetreo usual, empezaron a
escucharse pasos, como de una multitud que corría. Había gritos y exclamaciones
groseras, y Hiram presintió que habían encontrado a alguien, y se preparaban
para matarle.
-¿Qué pasa? ¿Qué van a hacer?-, preguntó Isabel.
Molina se puso el dedo en los labios, y salió despacio por la puerta,
asegurándose de que no quedaba nadie en el pasillo.
De los pisos de abajo, comenzaban a escucharse los disparos…
Javier había arrancado en el último tramo hacía la puerta del IECM, que
estaba hecha de vidrio. La motocicleta chirrió un poco, y aceleró a paso veloz.
Los guardias en la puerta se apartaron, y algunos otros cayeron de espaldas,
cuando el pesado transporte entró por las puertas, rompiendo los vidrios, y
chocando contra sus cuerpos.
Javier desenfundó de su chamarra la pistola, y empezó a disparar contra
los agentes y presos que estaban alrededor de él. Ninguno tenía un arma mortal,
y cuando la moto derrapó, Javier saltó para dejar que el aparato siguiera su
curso, y fue a estamparse contra cuatro de los vigilantes. Por arriba, ya
venían corriendo más personas, y ni siquiera los esperó. Había otras escaleras
en el pasillo a la izquierda, y tenía que encontrarlas, incluso antes de que
las balas de la pistola se agotaran.
-¡Agarren a ese maldito!-, exclamó uno de los vigilantes que habían
huido cuando la motocicleta chocó contra unas puertas de cristales casi
invisibles, arrojando de espaldas a los atacantes, ahora malheridos.
Javier se lanzó corriendo hacía el pasillo de la izquierda, esquivando a
algunos y pateando a otros. Ninguno de ellos era una amenaza mayor, a excepción
del enorme hombre que salió al final del pasillo, y que llevaba entre sus
enormes dedos una escopeta.
Javier se hizo a un lado a tiempo de que el primer disparo partió el aire
en el pasillo, alcanzando a unos cuantos detrás de la espalda del médico, quién
se había escondido detrás de uno de los castillos de la estructura. El enorme
monstruo del pasillo se acercaba, dando grandes y pesados pasos hacía donde
estaba escondido Javier. Tendría que hacer algo, y pronto…
-¡Javier!-, gritó una voz femenina del otro lado del pasillo, al pie de
las escaleras. Era Isabel. Pero había cometido un error. El enorme hombre de la
escopeta se dio la vuelta, apuntó el cañón hacía las escaleras, y disparó.
Isabel alcanzó a quitarse a tiempo. El hombre de la escopeta caminó unos
cuantos pasos, buscando a la chica que se había atrevido a gritar…
Javier se acercó corriendo. No le importó que sus enormes botas hicieran
ruido con cada paso, ni que el hombre gigante se volteara para dispararle
directamente en el pecho. Se abalanzó cuando llegó hasta su oponente, y con la
pierna derecha, le dio en el cuello con una potente patada. Había sido como
patear un enorme tronco, pero al final, el enorme hombre cayó al suelo,
adolorido, y gritando pestes. La escopeta cayó al suelo, rodando hacía las
escaleras.
Isabel dio un salto enorme, abarcando cinco escalones, y cayó de pie
frente al arma, la tomó y apuntó al enorme hombre sobre el suelo, que seguía
quejándose y tratando de incorporarse.
-¿Lo mato?-, dijo Isabel, quién ya tenía el gatillo entre su dedo, a
punto de jalarlo.
-No, no creo que valga la pena. Pero tampoco hay que dejar que nos siga…
Javier se acercó y le propinó una patada en el rostro, con la punta del
casquillo de la bota, y lo dejó en el suelo, totalmente inconsciente.
-Javier, ¿dónde estuviste? Tenemos un serio problema y… ¿Dónde está en
señor Zaldivar?-, dijo Hiram Molina, bajando las escaleras junto a Salvador y
un grupo de personas que aún habían sido fieles al comandante.
-Está con Viktor. El muy maldito se fue con ellos. Y les entregó a
Azahena…
Isabel abrió los ojos, y no dijo nada, porque se le formó un nudo en la
garganta. Salvador y Hiram se miraron.
-Tendremos que avanzar nosotros mismos. No somos muchos, pero debe de
haber alguien aquí que aún nos siga. ¿Qué propone, comandante?-, dijo Javier,
tomando la decisión antes que nadie.
-Tenemos todas las armas en la armería, y aparte lo que trae el señor
Salvador en su maleta. Con eso y la gente que logremos convencer, no creo que
lleguemos a la Basílica…
-Tenemos que intentarlo, señor. Al menos tenemos que hacerle ver a
Kunnel que no estamos tan lejos de él ni de su maldito plan-, dijo Isabel,
mirando a Molina con una devoción que nunca antes había demostrado. Él no
sonrió, pero le dedicó una mirada de confidencialidad sin límites.
-Tengo una idea. Aquí debe de haber un enorme camión contra represalias,
¿cierto?-, exclamó Salvador.
-¿Y cómo sabe eso?-, le preguntó Molina. Salvador sonrió, con un rostro
pícaro.
-Cuando veníamos a las prácticas, me daba una vuelta por las bodegas de
vez en cuando, y lo encontré de casualidad. Ahora dígame, ¿podríamos usarlo o
no?
-Por supuesto que sí, señor Ángeles. Las llaves de todos los vehículos
especiales del IECM están en la armería. Sea lo que sea que tenga en mente,
guárdeselo para usted. Vamos a tener que movernos, sea como sea…
Salvador asintió, y se dirigió junto a los hombres de Molina a la
armería. El comandante se quedó junto a Isabel y a Javier, esperando una
respuesta franca.
-Vamos a hacer lo que a Salvador se le haya ocurrido. Luego, tendremos
tiempo para sacar a la gente de ese lugar. Isabel y yo nos quedaremos aquí,
esperando que venga gente o regresen los agentes que queden fieles a nosotros.
Vaya con él, le será de mucha ayuda…
Molina asintió, y se dirigió hacía la armería.
Después de haber sacado la llave indicada y unas cuantas armas para
Molina y sus muchachos, Salvador y todo el equipo se encaminó hacía el enorme
camión anti motines que el IECM tenía guardado. Era un gigantesco espécimen de
ocho ruedas, con rejillas en cada ventana, además de una enorme bocina en la
parte superior.
-Es todo lo que necesitamos. No creo que tengan armas allá afuera, o si
las tienen, no servirán de nada… ¿Vienen?
Molina y sus hombres se quedaron estupefactos ante la decisión de
Salvador de subir al enorme monstruo de metal, y cuando por fin arrancó, con
todos dentro, comprendieron lo que intentaba hacer. Encendió el altavoz, el
cual se manejaba con una especie de diadema, por la cual se podía hablar:
-A todas las personas que estén asustadas,
a todas las personas de la ciudad que quieran liberar su hogar de estas
represalias, los estamos esperando en este camión. Sólo daremos una vuelta por
gran parte de la ciudad, así que los esperaremos…
Salvador siguió repitiendo el mensaje, mientras aplastaba con el frente
del camión las rejas de las bodegas hacía las calles traseras del IECM, y el
mensaje retumbaba en todas las casas, saqueadas o intactas.
-¡Espero funcione su plan, señor Ángeles!-, gritó Molina por encima del
estruendo de la voz del médico por todas partes.
Javier e Isabel escucharon la voz de Salvador, que retumbaba en la
ventana conforme se alejaba del edificio. Isabel miró a su amigo, quién estaba
serio, mirando hacía la ventana del primer piso, sin decir absolutamente nada.
-Ella estará bien, Javier. Azahena es una mujer muy buena, y estoy
seguro que Luis no va a dejar que le pase nada…
Javier la miró, sin quitar el ceño fruncido.
-No me importa Luis, puede morir hoy o mañana, si eso es lo que quiere. Pero
tengo que recuperar a Azahena. Ya sufrió bastante como para que vuelva a pasar.
Isabel le sonrió, aunque él no le contestara de la misma forma. Por alguna
razón, ella sentía que, dentro de su corazón, Javier estaba sufriendo como
ninguna persona podría hacerlo.
-Vamos a tener que esperar aquí. Voy por la motocicleta, regreso pronto…
Javier bajó las escaleras para ir en busca de su motocicleta. Isabel se
quedó sentada sobre el suelo del pasillo, con las manos entrelazadas, mirando
hacía el techo. Sólo sería cuestión de esperar…
Pasó todo el día completo, y mientras Salvador y Molina seguían subiendo
gente al autobús, y tratando de convencer a otros cuantos de la causa, Luis
miraba por el mismo balcón del cerro del Tepeyac. La gente seguía en el centro
de la plaza, rodeada por hombres que los tenían hostigados y amenazados. Iba vestido
con el disfraz que llevaba el día de la fiesta de Azahena, una indumentaria
azteca, con capa y un hermoso tocado de plumas.
Viktor bajó de nuevo la escalinata desde la cima hasta donde estaba
Luis. Llevaba su indumentaria también, aunque la de él era completamente
distinta: Una enorme chamarra de cuero, abierta por en medio, que dejaba ver su
enorme pecho velludo, además de una falda escocesa de color negro y rojo. Se veía
imponente, y amenazador, a pesar de la oscuridad que ya imperaba en el lugar.
-La noche es mejor que el día. Te permite esconderte en cualquier lugar
sin pedirle permiso a nadie, y hacer lo que mejor te venga en gana. ¿Te sientes
nervioso?-, dijo Viktor, colocándose a un lado de Luis, cuya capa empezaba a
ondear con el frío viento nocturno.
-No lo sé. Me siento tranquilo, pero no siento mucho. Tal vez el frío no
solo entume nuestro cuerpo. Juraste liberar a Vianney si dejaba que Azahena
llegara ante ti…
-Y lo cumpliré, Luis, no me tomes desconfianza. Nunca hago un juramento
en vano, y menos cuando me complace en cierta manera. Presiento que mañana,
cuando termine todo esto, va a ser algo sumamente gratificante, para ambos. Lo prometo…
Luis lo miró, y vio en sus ojos negros un tanto de mentira, un tanto de
humildad. Luis pensó, por un momento, que Viktor también tenía miedo.
El autobús gigante del IECM surcaba las calles del sur de la ciudad a
medianoche. Por todas partes, salían algunos hombres y mujeres, armados con lo
que pudieran encontrar. Ya no había asientos, pero el autobús tenía aún espacio
para llevar gente a pie. Mientras Salvador seguía dando su mensaje, Molina tomó
el celular:
-Javier, necesitamos que te muevas, estamos a punto de acabar…
Javier escuchaba atento del otro lado, mientras Isabel buscaba algunas
armas en la armería.
-¿A dónde nos dirigimos entonces?
Molina se lo dijo, y Javier asintió.
-Entendido, vamos para allá…
Y colgó.
Isabel llegó corriendo, con un par de escopetas enormes y unas cuantas
municiones.
-¿Quién era?-, dijo la muchacha, acercándole una de las armas al médico.
-Molina. Tenemos que movernos, ya…
-Pero la moto…
-Está bien, solo un poco abollada y raspada. Son resistentes. Vamos…
Javier corrió por delante, e Isabel lo seguía, dando grandes pasos cada
vez que quería estar a su altura. La motocicleta los esperaba, de pie, en el
vestíbulo destrozado del edificio, todavía con los cuerpos inconscientes de sus
víctimas atropelladas. Javier subió primero, e Isabel se sentó justo detrás de
él, asiéndose bien de su compañero con una mano, y del arma con la otra.
Esta va a ser la
última oportunidad que voy a tener, y tengo que ser fuerte, no importa el
precio que haya que pagar, pensó Javier, mientras el viento le golpeaba el rostro
Todo va a cambiar
mañana, y luego, no seré más que las cenizas…, pensó Luis, mirando
el horizonte.
Azahena no podía ver nada con aquella venda en los ojos: ¡Voy a morir!
CONTINUARÁ...
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