El
autoservicio de la gasolinera estaba solitario, como casi todas las noches. El
recinto estaba justo al lado de las seis máquinas despachadoras de gasolina,
siempre con las luces encendidas. Detrás del edificio, se abría un enorme bosque,
espeso y oscuro, del cual casi siempre solo se escuchaba el rumor del viento
por entre los troncos y las ramas. Frente a todo el complejo, se encontraba la
carretera, por la cual pasaban algunos autos, siempre a gran velocidad. Pero
por la madrugada, el flujo de autos era menor, y pasaba uno cada dos horas o
más. Era la típica escena de un ambiente casi abandonado.
Dentro
de la tienda estaba todo más calientito, y las luces de los tubos fluorescentes
alumbraban los productos, la mayoría de ellos comestibles que estaban
empotrados en las estanterías. Más allá, en la pared contraria a la entrada
hecha de vidrio, había una enorme máquina de café y una puerta que daba al baño
del establecimiento. En la esquina cerca de la puerta estaba el mostrador de la
tienda, en el cual descansaba una caja registradora y un pequeño estante con
revistas y periódicos.
Detrás
del mostrador estaba sentado Iván, el muchacho que trabajaba en el turno de la
noche, en la única tienda que trabajaba las 24 horas a kilómetros a la redonda.
No le daba miedo: al contrario, se sentía mejor estando en ese turno,
específicamente en esa tienda tan alejada. La gente no le provocaba mucho
gusto, y sólo soportaba a los clientes que entraban y salían rápido, o a los
que pagaban por su gasolina y se despachaban por sí mismos. Y la noche era su
turno favorito: casi nada de clientes, y un ambiente tranquilo y relajado.
Podía leer sus pequeñas novelas o comics siempre que podía, comer algo de los
estantes, o incluso escuchar música con los altavoces de la tienda.
Esa noche, Iván leía un extraño libro de
cuentos, todos ellos de terror. Le entretenían ese tipo de lecturas, y siempre
se sentía bien si lo acompañaba su perro Mano, un perro cruza de pastor alemán que
había adoptado desde pequeño, y que todas las noches le hacía compañía en la
tienda, acostado en el suelo detrás del mostrador, sin dar la lata, y
levantándose sólo si tenía hambre o ganas de hacer del baño, por lo que Iván lo
sacaba de la tienda para que hiciera sus necesidades cerca del bosque.
Aunque no había música en los altavoces,
a Iván no le importaba demasiado el sonido ambiental. A pesar de que estaba
dentro de la tienda, todo lo de afuera se escuchaba con claridad: el rumor del
viento, las hojas de los árboles meciéndose, y algo aún más frágil pero
constante. El canto de los grillos. Iván los detestaba, odiaba a casi todos los
insectos, en especial a los más grandes o a los que parecieran más extraños. Y
los grillos estaban entre esos animales.
De repente, escuchó el rumor de algo más
grande, pero aún así, conocido. Un enorme camión de remolque se estaba dando la
vuelta directo hacía la gasolinera, cuidando de no chocar con el enorme techo
de metal que protegía las bombas. Era un tráiler rojo, con una enorme caja de
carga color azul con una leyenda en el costado a letras blancas: “NWO. Movemos
al Mundo.”
Sin levantarse de su silla, Iván vio
como el camión maniobraba hasta estacionarse justo a un costado de las bombas
de diesel, que estaban apartadas de las demás. Del enorme camión salió un
hombre, un clásico camionero de estatura enorme y cuerpo fornido, vestido con
unos vaqueros, botas de trabajo de punta redonda y una enorme chamarra de piel
color café oscuro. A pesar de que llevaba una gorra, se podía ver su rostro,
con barba y un poco severo, pero tranquilo. Se acercó a una de las bombas, jaló
la manguera que despachaba el combustible y la colocó en el tanque de su
camión, para abastecerlo.
Después se dirigió con paso firme hacia
la tienda. Empujó la puerta, la cual hizo sonar una campanilla, y se dirigió
hacia uno de los estantes, sin decir nada. Tomó un paquete de papas fritas
grande, y caminó hacía el refrigerador de las cervezas. Sacó dos latas, que aún
estaban unidas por el empaque de plástico, y se dirigió hacia el mostrador.
Iván dejó el libro en un cajón, y se dedicó a cobrarle lo que iba a llevarse.
-Tanque lleno, por favor-, dijo el
camionero, para también pagar lo que iba a gastar de gasolina. El muchacho tomó
el dinero y lo guardó en la caja registradora, regresándole solo unos cuantos
centavos de cambio.
-¿Dónde está el baño?
Iván levantó las cejas. No iba a dejar
que usara el baño que estaba dentro de la tienda.
-Afuera, saliendo a mano izquierda,
detrás de la tienda, cerca de los árboles.
El camionero se echó las monedas a la
bolsa de los vaqueros, y salió de la tienda, dando la vuelta al establecimiento
hacía donde Iván le había indicado. El muchacho se sentó de nuevo, tomando el
libro entre sus manos, y enfrascándose de nuevo en la historia que estaba
leyendo. Logró escuchar como el hombre abría el pequeño baño afuera de la
tienda, un crujido de metal y como azotaba la puerta.
Pasó un minuto, antes de que Mano
levantara la cabeza, escuchando algo fuera de la tienda, justo detrás. Parecía
alarmado, y soltó un potente ladrido, como aquellos perros que cuidan las casas
y ven a alguien acercarse. Se escuchó un sonido, como el de un rumor, y
después, el de algo que hacía un sonido similar a la madera chocando contra más
madera, pero incesante, como pasos en la azotea. Mano soltó otros dos ladridos,
antes de salir corriendo de la tienda, directo hacía el bosque. Iván, más
preocupado por su perro que por cualquier otra cosa, salió caminando rápido de
la tienda, sin soltar el libro y sin importarle el frío que estaba haciendo.
Desde la esquina de la tienda, podía
verse la sombra del perro en el suelo y su silueta dibujada en el fondo oscuro
del bosque. Las hojas se habían dejado de mover, a pesar que el leve viento
soplaba alrededor. El perro ladraba, y ponía la cola enhiesta y erizada, como
listo para atacar. De repente, el animal desapareció. Su sombra se desvaneció y
su silueta se difuminó entre las sombras, y se escuchó un chillido extraño,
como el de un animal herido.
Iván estaba paralizado, ahí, en medio de
la noche y con el frío calándole hasta los huesos. Algo se había llevado a Mano
y también había atacado al camionero. Aunque no se veía nada en aquella
profunda oscuridad, se podía escuchar otra vez ese incesante susurro de pasos,
como si fueran varios pies que corrieran en un sentido diferente. Tal vez una pandilla de drogadictos, pensó
el muchacho, pero no parecía eso. No eran pasos humanos, sino como de animal, de un animal muy grande.
Temeroso, regresó a la tienda, y sus
pies trastabillaron un poco, haciendo que el libro se le cayera al suelo. No
pensaba regresar por él, si es que aquella cosa lo estaba persiguiendo. Los
pasos se escuchaban cada vez más cerca, y no lo pensó dos veces. Se lanzó hacía
la puerta de la tienda, y esta se abrió, haciendo que Iván cayera al suelo
dentro del establecimiento. Con las piernas, cerró la puerta, se levantó rápido
y cerró con la llave que traía en el bolsillo, temblando y respirando como
loco.
Los pasos se habían calmado. En la noche
no se veía nada, ni animal ni persona alguna. En el enorme ventanal de la
tienda, en la esquina, había una enorme hoja seca, pegada a la superficie lisa
y transparente. Iván respiró profundamente y cerró los ojos. No vio cómo la
hoja parecía moverse por la superficie de la ventana, y otra más aparecía del otro
lado. Varias hojas secas se pegaron en la ventana, e Iván las miraba conforme
aparecían. Contó seis, cuando se dio cuenta de que no eran hojas, sino patas…
En la ventana de la tienda estaba posado
un enorme saltamontes, casi del tamaño de un pequeño burro o caballo, con
cuatro patas pequeñas por delante y dos enormes atrás, las cuales apuntaban
hacia arriba y hacia afuera. El abdomen era rígido y esbelto, adornado con dos
alas enormes plegadas al cuerpo. La cabeza se meneaba como temblando, de un lado
a otro, buscando un lugar donde entrar. El muchacho saltó hacía atrás cuando el
animal saltó hacía la puerta, haciendo temblar el vidrio, y chocó contra una de
las estanterías, de la cual cayeron unos paquetes de galletas.
Con un golpe de las patas traseras, el
saltamontes gigante rompió el vidrio de la puerta, haciendo que la criatura
pudiera entrar a la tienda, primero aún pegado al vidrio, y luego por el suelo.
Iván recordó que los saltamontes no podían pegarse a las paredes como las
moscas, pero esto no era un saltamontes ordinario. Aquella cosa, sin dejar de
mover la cabeza, fijó sus extraños ojos negros en el muchacho, caminando con
aquellas seis patas largas y llenas de estrías. La cabeza remataba con dos
enormes antenas, que se movían como extraños brazos hacía él. Los sintió de
repente en su rostro, mientras se recargaba más en el estante. Reaccionando
después del miedo intenso, se dio la vuelta, y empezó a correr, pero ya era
tarde.
El enorme animal saltó todos los metros
que Iván pudo correr antes de que pudiera alcanzar la puerta del baño, lo hizo
caer de bruces, poniendo sus patas delanteras en su espalda. Después, el
muchacho sintió como la baba del animal empezaba a empaparle la nuca, y el
chasquido de las tenazas de la boca detrás de él. Gritó, pero nadie iba a poder
hacer nada por él.
Y afuera, mientras los grillos cantaban,
el diesel del camión empezaba a derramarse en el suelo.