Decidido, Pablo puso un pie en el tronco del árbol, estirando sus piernas para alcanzar la rama más próxima. En su mente pasó una imagen completa, de él, más grande, en otro tiempo, vestido de caballero, yelmo y armadura protegiendo su cuerpo, con la espada lista para atacar si hacía falta. Ante él, una enorme torre, de donde se asomaba una sola ventana, con la hermosa princesa de ojos de agua limpia asomando la mirada, esperando...
Y de repente, el dragón había llegado, asustando al noble caballero, haciéndole caer.
En realidad no había dragón, sino otro niño: Pablo lo conocía bien, porque era uno de los tantos compañeros con los que solía jugar. Se llamaba Esteban, y tenía fama de ser el niño más problemático del salón. La maestra casi siempre lo regañaba, y al menos una vez a la semana tenía que hacer de las suyas a lo grande. Aun así, era listo y cumplía con sus deberes, pero era incontrolable.
-¿Qué hacías subiendo ahí? Pareces un mono...-, dijo Esteban, soltando una risotada.
Pablo, sentado en la tierra, adolorido por el golpe, lo miró con recelo.
-No te importa. Vete.
Esteban miró hacia arriba, y vio a Rosita sentada en la rama, mirándole extrañada y algo enfadada.
-¿Vas a rescatarla o algo así? Porque te veías muy mal tratando de subir ahí. ¿Eres su novia?-, dijo el otro niño, dirigiéndose a la niña en particular. Ella negó con la cabeza, roja de pena.
-Vete de aquí, Esteban. Esto no te importa: es algo entre Rosita y yo-, dijo Pablo, levantándose y mirando a su amigo con enfado. Esteban sonreía como satisfecho por molestar un poco, aunque no fuese en serio.
-Muy bien, me iré. Pero eso sí: si la alcanzo antes que tu, ella me va a dar un beso a mi, y me quedaré en este árbol hasta que te vayas tu. Si me ganas, me iré y no los molestaré más. ¿Hecho?
Esteban le estiró la mano a su amigo, y este, receloso, la tomó para sellar el pacto. Ahora la historia cambiaba: el Príncipe tendría que subir tan rápido como pudiese antes de que el dragón se quedara con su amada princesa.
Después de soltarse las manos, los dos niños se apresuraron a buscar el lado ideal para subir el tronco. Afortunadamente, Pablo encontró un hueco que podría ayudarle a subir rápido. Pero parecía que perderia: Esteban ya iba demasiado arriba, aferrandose bien a las ramas y tratando de no resbalar del tronco con sus tenis. Rosita los veía a ambos, mitad preocupada, mitad feliz, sonriendo de vez en cuando.
Pablo subió un poco más, cuando sintió que algo lo golpeaba en la cara. Esteban, desesperado por ganar, le había dado una patada, sin soltarse y con el objetivo de que su amigo cayera. Pablo no se soltó, pero sí soltó un gemido.
-¡Te dije que iba a ganar!
Pablo, enfurecido y con la mejilla roja cubierta de lágrimas, hizo lo propio. De la nada, apareció una rama seca y puntiaguda, que pudo arrancar tan fácil como el pétalo en una flor. Estirando su mano sin soltarse del tronco, alcanzó a picar el costado de Esteban, no tan fuerte, pero sí donde le doliese más, y el niño se soltó, cayendo de pie en el pasto, agarrándose las costillas sin dejar de lloriquear.
Sin soltar la espada, Pablo subió más en el tronco, mientras Rosita lo esperaba ansiosamente en la cima de su torre. Esteban se quedó abajo, mirando como tonto, con el rostro enojado y furioso. Sin poder esperar más, y viendo que Pablo hacia su último esfuerzo para subir, Rosita se agachó, cuidando el equilibrio, y alcanzó a darle un suave y dulce beso al niño en los labios. Aunque fuesen segundos, y aunque ambos estuviesen asustados, parecía que aquel beso durara una eternidad, una vida completa.
Después de bajar del árbol, Pablo se sentó en el césped, alejado de todos, sonriendo para sí. Rosita jugaba lejos con sus amigas, y Esteban seguía enojado, pero aún así tenía energía para seguir persiguiendo la pelota. Pero él, el Príncipe de la poderosa espada, estaba ahí, sentado, viendo al cielo, un cielo azul, muy grande, y muy bonito...