Music

lunes, 16 de mayo de 2016

Notas de Muerte. Capítulo I.

CAPITULO I: El criminal discreto.

A veces, terminas creyendo cosas que superan tus propias expectativas. Más si sabes que eso se suponía que no podía suceder…

El curioso sujeto conocido solamente como El Artista, miró lo que quedaba de aquella mujer sobre el suelo. Restos nada más, sangre y partes desperdigadas por aquí y por allá. Él no había sido: no en esa ocasión. No solía matar a los inocentes, y menos de esa manera. Tenía que apurarse antes de que apareciera la policía, y pensaran que él tenía algo que ver. Eso era absurdo: nadie nunca lo había culpado de nada. Era de gran ayuda a veces, aunque trabajase en las sombras.
Con cautela, El Artista volvió a analizar el suelo, la estancia, el cuerpo de la mujer. Se fijó en la indumentaria: el clásico atuendo de una camarera. En la solapa llevaba una placa con su nombre: Annie.
-Mmm…
Antes de salir, y como prueba de que había estado ahí para ayudar, como siempre, El Artista dejó su clásica marca: una hoja impresa, libre de huellas dactilares, donde aparecía un símbolo, un cangrejo en color verde bandera. Cerró la puerta tras de sí, y mientras bajaba las escaleras, escuchó las sirenas de la policía. Pronto, el apartamento estaría lleno de gente, tomando fotografías y analizando cosas. Pero él ya iba un paso adelante…

Sí: fue la policía la que apoyó mucho resolviendo el caso de la pobre Annie, pero fue un investigador anónimo quién empezó a mover los hilos de una historia en verdad fascinante.

Ana, uno de los elementos más importantes de la policía de la ciudad, miró el cuerpo destrozado de Annie. No la asustaba, pero le daba asco pensar en quién o quiénes pudieron haber hecho semejante cosa. Sus demás compañeros daban vueltas alrededor de la habitación, analizando cada objeto en la estancia, algunos con aparatos especiales ponían muestras de sangre en ellos para sacar nuevas conclusiones. Ana alcanzó a mirar por encima del barullo a su compañero, un hombre muy alto y fornido, con enormes ojeras. Se llamaba Rocky, pero le apodaban el Mapache por sus inusuales y muy marcadas ojeras, y sobre todo, por su astucia en los casos que tomaba.
-Vaya, hasta que te veo temprano en la escena del crimen-, dijo Rocky, mirando desde muy arriba a su compañera, quién era menuda y delgada.
Cuando se dio cuenta del desastre que había por el suelo, fue imposible que Rocky no abriera sus ojos en un asombro no muy usual de él.
-¿Pero qué diablos le hicieron…?
Ana le puso una mano sobre el hombro a su enorme compañero, como para ayudarlo a digerir aquello.
-No sabemos todavía. Es horrible: parece como si…
-Como si la hubiesen amarrado y arrancado las partes estirándola hasta donde pudieron. No pudo haber sido una sola persona.
-Eso creemos todos. De verdad que le tenían saña a esta mujer, o fue algún asunto demasiado escabroso. No se relaciona con nada que hayamos visto antes. Quiero decir que no fue obra de un asesino serial…
Rocky miró a Ana con cierto recelo, frunciendo el ceño, como si estuviese confundido.
-¿Entonces?
Ana sacudió la cabeza.
-Tal vez ella tenía algo que no quiso dar, o tenía problemas con alguien. Y ese alguien se cobró de la peor manera, trayendo a sus amigos y haciendo esto… Por cierto…
La muchacha se revolvió el bolsillo de su chamarra, y sacó un papel envuelto ya en una bolsa de plástico para pruebas policiales. Rocky reconoció al instante el dibujo del cangrejo verde sobre el papel.
-¿Crees que él…?
-No, para nada. Él no pudo haber hecho eso. Sabes que siempre que él deja su marca, se apresura a resolver las cosas por nosotros. Eso a veces me tiene con los nervios de punta. Sabes que puede ser capaz de cualquier cosa.
El Mapache se puso a analizar un momento las cosas. Ana podía ver en su cara algo que se avecinaba, algo que ella ya conocía. Una de las más alocadas y peligrosas ideas de su compañero.
-¿Y si buscases a este individuo y lo ayudaras a resolver todo esto?
Ana soltó una carcajada.
-No, Rocky: no haría más que estorbar. El hombre o mujer o lo que sea es un maldito profesional. Nos ha dado más en varios casos que todo el equipo junto. No haríamos más que asustarlo y eventualmente se alejará. Mejor así, a la distancia.
Rocky sonrió, como temiendo que algo en su amiga la hiciese cambiar de opinión. Pero nadie dijo nada.

Imagina: todo un mundo de posibilidades al alcance de tus manos. Y todo a través de la música: ese espíritu invisible que te cuenta historias difíciles de creer y que mueve tus sentimientos hasta el máximo. ¿Qué puedes ver…?

A la orilla de la playa, escondido en una cueva inundada por la marea, se hallaba un hombre. Su figura delgada contrastaba con la piedra negra con la que estaba formada la cueva. La suave arena en sus pies le transmitía tranquilidad, y ya no sentía tanto frío por el agua que le empapaba hasta las pantorrillas. Ahí vivía, vistiendo como un humano, y luciendo como tal: aunque no se lo creía.
Su piel era blanca, tanto como el blanco de la Luna llena que cada mes le daba algo de luz a su hogar. Era delgado, pero no tanto: él comía, y también hacía ejercicio. No estaba descuidado. Su ropa siempre era nueva, y la guardaba en un hueco de la cueva donde no se mojara. No conocía otro entretenimiento más que el goteo del agua, los animales que se refugiaban a su lado, y un cubo Rubik que había comprado en una juguetería, el cual ya sabía armar a la perfección.
De repente, como un susurro, la luz de la Luna entró por la parte más elevada de la entrada de la cueva. Tal vez, para cualquier otra persona, hubiese sido algo hermoso y natural. Pero para Miguel no: cada noche, la luz de la Luna le traía consigo voces. En especial una, la voz de una mujer que le hablaba cosas tiernas, y le decía al oído hermosos secretos y también le cantaba.
Esta vez, la Luna le hablaba, con esa voz de mujer, pero más seria, algo turbada. Era como si una preocupación más grande que ninguna otra la invadiera.
Miguel se puso de pie desde su roca en la orilla de la cueva, y escuchó atento las palabras de la Luna.
-Mikaelo, mia filo. Aŭskultu min: ni estas en danĝero... (Miguel, hijo mío. Escúchame: estamos en peligro…)
Miguel miró al cielo con sus ojos rosas, sintiendo el frío contacto de la luz lunar en su piel blanca.
-¿Kio okazas? (¿Qué pasa?)
La Luna, desde donde estaba, con la voz más dulce y triste de todas, empezó a contarle a su hijo lo que pasaba.

Cuando comienzas a comprender lo que pasa en tu vida y alrededor de ella, es cuando más atento estás a los peligros, que siempre existen, y que nunca se acabarán.

Hay algo en todo esto que aún no me cuadra, aunque llevo la mitad de entendido de lo que acabo de ver en el departamento de esa mujer. A ella la mataron, no hay duda: en cuanto a cómo, puedo suponer. Pero, ¿por qué la mataron? Continúa siendo un misterio para mí.
Descarté desde el inicio el crimen pasional: nadie en su sano juicio le haría algo así a esta mujer, mucho menos por celos. Una venganza: puede ser. ¿Qué negocios turbios podría manejar una camarera? ¿Una propina robada? Puede que sea también descartado este hecho, y puede que no. Me fío en mi instinto casi siempre, y puedo suponer que es un homicidio sin más, hecho con algo que hasta ahora no puedo comprender.
Tal vez sí lo comprenda, después de todo, viendo las heridas de aquel cuerpo mutilado, con toda la sangre y las vísceras saliendo. No había ni una sola marca de arma, ni un disparo, ni el más leve y fino corte de un cuchillo, no había precisión. Fue una muerte desastrosa, tal vez hasta dolorosa y agónica. ¿A qué nos estamos enfrentando entonces? Simple: Annie fue devorada.
Le faltaban pedazos de cuerpo, alguno que otro miembro (como su pie derecho, por ejemplo), y las heridas eran verdaderas muestras de lo que una dentadura poderosa podía hacer. ¿Un caníbal o necrófago? Abundan en la ciudad, pero casi nunca comen aquí. Siempre buscan a sus víctimas en las afueras, entre los provincianos. Y casi nunca son abatidos.
Por las heridas, por el efecto que me causó ver a una mujer inocente así, y por el hecho de haberla descubierto yo primero, antes que nadie, me hace pensar algo que, hasta ahora, me da escalofríos. Nada pasa porque sí: llegué ahí por un presentimiento, y a pesar de haber forzado la puerta del departamento para entrar, sólo encontré la ventana abierta. El asesino pudo haber sido a quién he perseguido durante muchos años. una criatura que he estado buscando como una aguja en el pajar, y que hasta ahora se ha escurrido de mis manos.
Si estoy en lo cierto, que Dios me ampare, a mí y a toda esta ciudad.

Atte: El Artista.

Nada como la noche para encontrar a las personas más interesantes, polémicas y divertidas de la ciudad. Más si se visita el Bar Electric Chapel, uno de los centros más concurridos de esta célebre gente. Entre ellos, rondando, buscando, se encuentra un excelente caballero, de esos que ya hay pocos.

Vestido con un exquisito frac negro, llevando una pajarita del mismo color, con bastón y el bigote atusado a lo Dalí, Don Diego Ablorán se paseaba entre la gente que aquella noche, como casi siempre, concurría el gran Bar Electric Chapel. Hombres y mujeres: él no hacía distinción. Todos eran, al final de cuentas, seres humanos.
A lo lejos, recargada en la barra, estaba una chica, de piel dulce como un durazno, con el cabello negro suelto, cayendo tras su espalda como una hermosa cascada de fría agua congelada, sólo iluminado por el neón de los precios que se anunciaban justo encima de ella.
Don Diego se acercó, caminando muy recto, muy galante: algo que no se veía desde hace, quizá, cien años o más. A la muchacha no le importó: sonrió cuando el elegante caballero la abordó, mostrándole algo que al mismo Don Diego asombró: dos ojos de diferente color, uno azul, y otro verde.
-¿Cuál es su nombre, bella criatura?-, dijo Don Diego con la voz más dulce que podía existir. Una voz grave, modulada, fresca.
La chica soltó una carcajada.
-María. ¿Y tú?
Con una reverencia, el hombre se presentó:
-Don Diego Ablorán, a sus órdenes, bella muchacha. ¿Qué te trae aquí?
-Nada. Vine a tomar un café antes de regresar a casa. Quiero olvidar un poco la vida que tengo.
-¿Con un café? Eso no es correcto, querida amiga. Acompáñame, y te enseñaré a olvidar una vida como nunca lo has hecho.
Don Diego le ofreció el brazo a María, quien se sonrojó cuando se tomó de aquel noble caballero. Salieron del Bar, y alejándose poco a poco del bullicio del lugar, se encontraron entre el silencio de calles abandonadas y sucios callejones. Estaba a punto de amanecer. Caminaron juntos por un lugar hermoso, lleno de casas antiguas y perfectamente alineadas. Ahí mismo, Don Diego se detuvo, para colocarse frente a la figura delgada y menuda de María.
-No quiero sonar obsceno, señorita. Es usted muy bella y no concibo la idea de que una criatura como usted sufra. Permítame regalarle uno de mis más dulces besos, si gusta en la mejilla o en la frente, y deme su permiso para acompañarla hasta su casa.
María sonreía, sin creerse la caballerosidad de aquel sujeto, que asintió, poniéndose más colorada de lo que ya estaba. Don Diego se acercó y le dio un suave y hermoso beso frío en la mejilla, tomándola de las manos, sin siquiera soltar el bastón.
En ese momento, al otro extremo de la calle, una voz gritó:
-¡QUÉ DIABLOS HACES, MARÍA!
La chica se asustó al reconocer aquella voz masculina, y Don Diego miró también hasta donde aquella figura venía acercándose. Era un hombre, no mayor, pero si muy grande. De cabello negro, y ojos azules profundos. Miró a la chica con amargura, y la empujó para quitarla de enfrente, y darle la cara a Don Diego, quién no parecía perturbado.
-Mario, por favor, no le hagas nada, él no quería…
-¡Pero lo hizo, vi como te besaba!-, dijo el hombretón. Don Diego tomó bien su bastón. Si se presentaban problemas, él podía enfrentarlo.
-¿Y quién es usted? Se ve ridículo-, dijo Mario, quién, al parecer, era novio de la chica.
-Don Diego Ablorán, y tu novia tiene razón: no fue más que un beso amistoso. Si deja que me retire, no habrá problemas, se lo prometo.
Mario soltó una carcajada, haciendo que María se estremeciera de miedo, y Don Diego dibujara una pícara sonrisa en su rostro juvenil.
-¡No me haga reír! El que tendría problemas es usted. Es débil, es un marica…
Don Diego Ablorán jamás hablaba en vano: del mango de su bastón sacó un cuchillo, una navaja con cuatro filos, algo que parecía una cruz. La primera estocada fue en el pecho, justo en el centro, casi en el corazón. Y la otra en la cabeza, con una fuerza impresionante. El cuerpo de Mario se derrumbó en la calle, mientras la sangre manaba de sus heridas mortales. María soltó un grito, pero no podía moverse: el miedo la atenazaba ahí, pegada contra la pared de una de las casas.
El caballero limpió su arma dando bandazos en el aire, escurriendo la sangre sobre el suelo y las paredes. No podía tocarla, ni siquiera limpiarla con su ropa, porque era demasiado filosa.
-Acero de Damasco. Forjada hace muchos años, un regalo para mí. Una prueba de que el poder de una persona se encuentra en sus manos, cuando quiera. Querida María: como me prendé de usted cuando la vi, le permitiré ir en paz. Nadie le va a creer, por supuesto, y no volverá a verme. Con su permiso…
Con una nueva reverencia, Don Diego Ablorán metió su navaja en el bastón, y salió caminando hacía el filo del amanecer.


FIN DEL CAPÍTULO I


0 comentarios:

Publicar un comentario

 
Licencia Creative Commons
Homicidio Mexicano por Luis Zaldivar se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://letritayletrota1989.blogspot.mx/2012/09/homicidio-mexicano-luis-zaldivar-para.html.
Permisos que vayan más allá de lo cubierto por esta licencia pueden encontrarse en http://letritayletrota1989.blogspot.mx/2012/09/homicidio-mexicano-luis-zaldivar-para.html.