CAPITULO I: El criminal
discreto.
A veces, terminas
creyendo cosas que superan tus propias expectativas. Más si sabes que eso se
suponía que no podía suceder…
El
curioso sujeto conocido solamente como El Artista, miró lo que quedaba de
aquella mujer sobre el suelo. Restos nada más, sangre y partes desperdigadas
por aquí y por allá. Él no había sido: no en esa ocasión. No solía matar a los
inocentes, y menos de esa manera. Tenía que apurarse antes de que apareciera la
policía, y pensaran que él tenía algo que ver. Eso era absurdo: nadie nunca lo
había culpado de nada. Era de gran ayuda a veces, aunque trabajase en las
sombras.
Con
cautela, El Artista volvió a analizar el suelo, la estancia, el cuerpo de la
mujer. Se fijó en la indumentaria: el clásico atuendo de una camarera. En la
solapa llevaba una placa con su nombre: Annie.
-Mmm…
Antes
de salir, y como prueba de que había estado ahí para ayudar, como siempre, El
Artista dejó su clásica marca: una hoja impresa, libre de huellas dactilares,
donde aparecía un símbolo, un cangrejo en color verde bandera. Cerró la puerta
tras de sí, y mientras bajaba las escaleras, escuchó las sirenas de la policía.
Pronto, el apartamento estaría lleno de gente, tomando fotografías y analizando
cosas. Pero él ya iba un paso adelante…
Sí: fue la policía la
que apoyó mucho resolviendo el caso de la pobre Annie, pero fue un investigador
anónimo quién empezó a mover los hilos de una historia en verdad fascinante.
Ana,
uno de los elementos más importantes de la policía de la ciudad, miró el cuerpo
destrozado de Annie. No la asustaba, pero le daba asco pensar en quién o
quiénes pudieron haber hecho semejante cosa. Sus demás compañeros daban vueltas
alrededor de la habitación, analizando cada objeto en la estancia, algunos con
aparatos especiales ponían muestras de sangre en ellos para sacar nuevas
conclusiones. Ana alcanzó a mirar por encima del barullo a su compañero, un
hombre muy alto y fornido, con enormes ojeras. Se llamaba Rocky, pero le
apodaban el Mapache por sus inusuales y muy marcadas ojeras, y sobre todo, por su
astucia en los casos que tomaba.
-Vaya,
hasta que te veo temprano en la escena del crimen-, dijo Rocky, mirando desde muy
arriba a su compañera, quién era menuda y delgada.
Cuando
se dio cuenta del desastre que había por el suelo, fue imposible que Rocky no
abriera sus ojos en un asombro no muy usual de él.
-¿Pero
qué diablos le hicieron…?
Ana
le puso una mano sobre el hombro a su enorme compañero, como para ayudarlo a
digerir aquello.
-No
sabemos todavía. Es horrible: parece como si…
-Como
si la hubiesen amarrado y arrancado las partes estirándola hasta donde
pudieron. No pudo haber sido una sola persona.
-Eso
creemos todos. De verdad que le tenían saña a esta mujer, o fue algún asunto
demasiado escabroso. No se relaciona con nada que hayamos visto antes. Quiero
decir que no fue obra de un asesino serial…
Rocky
miró a Ana con cierto recelo, frunciendo el ceño, como si estuviese confundido.
-¿Entonces?
Ana
sacudió la cabeza.
-Tal
vez ella tenía algo que no quiso dar, o tenía problemas con alguien. Y ese
alguien se cobró de la peor manera, trayendo a sus amigos y haciendo esto… Por
cierto…
La
muchacha se revolvió el bolsillo de su chamarra, y sacó un papel envuelto ya en
una bolsa de plástico para pruebas policiales. Rocky reconoció al instante el
dibujo del cangrejo verde sobre el papel.
-¿Crees
que él…?
-No,
para nada. Él no pudo haber hecho eso. Sabes que siempre que él deja su marca,
se apresura a resolver las cosas por nosotros. Eso a veces me tiene con los
nervios de punta. Sabes que puede ser capaz de cualquier cosa.
El
Mapache se puso a analizar un momento las cosas. Ana podía ver en su cara algo
que se avecinaba, algo que ella ya conocía. Una de las más alocadas y
peligrosas ideas de su compañero.
-¿Y
si buscases a este individuo y lo ayudaras a resolver todo esto?
Ana
soltó una carcajada.
-No,
Rocky: no haría más que estorbar. El hombre o mujer o lo que sea es un maldito
profesional. Nos ha dado más en varios casos que todo el equipo junto. No
haríamos más que asustarlo y eventualmente se alejará. Mejor así, a la
distancia.
Rocky
sonrió, como temiendo que algo en su amiga la hiciese cambiar de opinión. Pero
nadie dijo nada.
Imagina: todo un mundo
de posibilidades al alcance de tus manos. Y todo a través de la música: ese
espíritu invisible que te cuenta historias difíciles de creer y que mueve tus
sentimientos hasta el máximo. ¿Qué puedes ver…?
A
la orilla de la playa, escondido en una cueva inundada por la marea, se hallaba
un hombre. Su figura delgada contrastaba con la piedra negra con la que estaba
formada la cueva. La suave arena en sus pies le transmitía tranquilidad, y ya
no sentía tanto frío por el agua que le empapaba hasta las pantorrillas. Ahí
vivía, vistiendo como un humano, y luciendo como tal: aunque no se lo creía.
Su
piel era blanca, tanto como el blanco de la Luna llena que cada mes le daba
algo de luz a su hogar. Era delgado, pero no tanto: él comía, y también hacía
ejercicio. No estaba descuidado. Su ropa siempre era nueva, y la guardaba en un
hueco de la cueva donde no se mojara. No conocía otro entretenimiento más que
el goteo del agua, los animales que se refugiaban a su lado, y un cubo Rubik
que había comprado en una juguetería, el cual ya sabía armar a la perfección.
De
repente, como un susurro, la luz de la Luna entró por la parte más elevada de
la entrada de la cueva. Tal vez, para cualquier otra persona, hubiese sido algo
hermoso y natural. Pero para Miguel no: cada noche, la luz de la Luna le traía
consigo voces. En especial una, la voz de una mujer que le hablaba cosas
tiernas, y le decía al oído hermosos secretos y también le cantaba.
Esta
vez, la Luna le hablaba, con esa voz de mujer, pero más seria, algo turbada.
Era como si una preocupación más grande que ninguna otra la invadiera.
Miguel
se puso de pie desde su roca en la orilla de la cueva, y escuchó atento las
palabras de la Luna.
-Mikaelo, mia filo. Aŭskultu min: ni estas en
danĝero... (Miguel, hijo mío. Escúchame: estamos en peligro…)
Miguel
miró al cielo con sus ojos rosas, sintiendo el frío contacto de la luz lunar en
su piel blanca.
-¿Kio
okazas? (¿Qué pasa?)
La
Luna, desde donde estaba, con la voz más dulce y triste de todas, empezó a
contarle a su hijo lo que pasaba.
Cuando comienzas a
comprender lo que pasa en tu vida y alrededor de ella, es cuando más atento
estás a los peligros, que siempre existen, y que nunca se acabarán.
Hay
algo en todo esto que aún no me cuadra, aunque llevo la mitad de entendido de
lo que acabo de ver en el departamento de esa mujer. A ella la mataron, no hay
duda: en cuanto a cómo, puedo suponer. Pero, ¿por qué la mataron? Continúa
siendo un misterio para mí.
Descarté
desde el inicio el crimen pasional: nadie en su sano juicio le haría algo así a
esta mujer, mucho menos por celos. Una venganza: puede ser. ¿Qué negocios
turbios podría manejar una camarera? ¿Una propina robada? Puede que sea también
descartado este hecho, y puede que no. Me fío en mi instinto casi siempre, y
puedo suponer que es un homicidio sin más, hecho con algo que hasta ahora no
puedo comprender.
Tal
vez sí lo comprenda, después de todo, viendo las heridas de aquel cuerpo
mutilado, con toda la sangre y las vísceras saliendo. No había ni una sola
marca de arma, ni un disparo, ni el más leve y fino corte de un cuchillo, no
había precisión. Fue una muerte desastrosa, tal vez hasta dolorosa y agónica. ¿A
qué nos estamos enfrentando entonces? Simple: Annie fue devorada.
Le
faltaban pedazos de cuerpo, alguno que otro miembro (como su pie derecho, por
ejemplo), y las heridas eran verdaderas muestras de lo que una dentadura
poderosa podía hacer. ¿Un caníbal o necrófago? Abundan en la ciudad, pero casi
nunca comen aquí. Siempre buscan a sus víctimas en las afueras, entre los
provincianos. Y casi nunca son abatidos.
Por
las heridas, por el efecto que me causó ver a una mujer inocente así, y por el
hecho de haberla descubierto yo primero, antes que nadie, me hace pensar algo
que, hasta ahora, me da escalofríos. Nada pasa porque sí: llegué ahí por un
presentimiento, y a pesar de haber forzado la puerta del departamento para entrar,
sólo encontré la ventana abierta. El asesino pudo haber sido a quién he
perseguido durante muchos años. una criatura que he estado buscando como una
aguja en el pajar, y que hasta ahora se ha escurrido de mis manos.
Si
estoy en lo cierto, que Dios me ampare, a mí y a toda esta ciudad.
Atte: El Artista.
Nada como la noche para
encontrar a las personas más interesantes, polémicas y divertidas de la ciudad.
Más si se visita el Bar Electric Chapel, uno de los centros más concurridos de
esta célebre gente. Entre ellos, rondando, buscando, se encuentra un excelente
caballero, de esos que ya hay pocos.
Vestido
con un exquisito frac negro, llevando una pajarita del mismo color, con bastón
y el bigote atusado a lo Dalí, Don Diego Ablorán se paseaba entre la gente que
aquella noche, como casi siempre, concurría el gran Bar Electric Chapel. Hombres
y mujeres: él no hacía distinción. Todos eran, al final de cuentas, seres
humanos.
A
lo lejos, recargada en la barra, estaba una chica, de piel dulce como un
durazno, con el cabello negro suelto, cayendo tras su espalda como una hermosa
cascada de fría agua congelada, sólo iluminado por el neón de los precios que
se anunciaban justo encima de ella.
Don
Diego se acercó, caminando muy recto, muy galante: algo que no se veía desde
hace, quizá, cien años o más. A la muchacha no le importó: sonrió cuando el
elegante caballero la abordó, mostrándole algo que al mismo Don Diego asombró:
dos ojos de diferente color, uno azul, y otro verde.
-¿Cuál
es su nombre, bella criatura?-, dijo Don Diego con la voz más dulce que podía
existir. Una voz grave, modulada, fresca.
La
chica soltó una carcajada.
-María.
¿Y tú?
Con
una reverencia, el hombre se presentó:
-Don Diego Ablorán, a sus órdenes, bella
muchacha. ¿Qué te trae aquí?
-Nada. Vine a tomar un café antes de
regresar a casa. Quiero olvidar un poco la vida que tengo.
-¿Con un café? Eso no es correcto,
querida amiga. Acompáñame, y te enseñaré a olvidar una vida como nunca lo has
hecho.
Don Diego le ofreció el brazo a María,
quien se sonrojó cuando se tomó de aquel noble caballero. Salieron del Bar, y
alejándose poco a poco del bullicio del lugar, se encontraron entre el silencio
de calles abandonadas y sucios callejones. Estaba a punto de amanecer. Caminaron
juntos por un lugar hermoso, lleno de casas antiguas y perfectamente alineadas.
Ahí mismo, Don Diego se detuvo, para colocarse frente a la figura delgada y
menuda de María.
-No quiero sonar obsceno, señorita. Es usted
muy bella y no concibo la idea de que una criatura como usted sufra. Permítame
regalarle uno de mis más dulces besos, si gusta en la mejilla o en la frente, y
deme su permiso para acompañarla hasta su casa.
María sonreía, sin creerse la
caballerosidad de aquel sujeto, que asintió, poniéndose más colorada de lo que
ya estaba. Don Diego se acercó y le dio un suave y hermoso beso frío en la
mejilla, tomándola de las manos, sin siquiera soltar el bastón.
En ese momento, al otro extremo de la
calle, una voz gritó:
-¡QUÉ DIABLOS HACES, MARÍA!
La chica se asustó al reconocer aquella
voz masculina, y Don Diego miró también hasta donde aquella figura venía acercándose.
Era un hombre, no mayor, pero si muy grande. De cabello negro, y ojos azules
profundos. Miró a la chica con amargura, y la empujó para quitarla de enfrente,
y darle la cara a Don Diego, quién no parecía perturbado.
-Mario, por favor, no le hagas nada, él
no quería…
-¡Pero lo hizo, vi como te besaba!-,
dijo el hombretón. Don Diego tomó bien su bastón. Si se presentaban problemas,
él podía enfrentarlo.
-¿Y quién es usted? Se ve ridículo-,
dijo Mario, quién, al parecer, era novio de la chica.
-Don Diego Ablorán, y tu novia tiene
razón: no fue más que un beso amistoso. Si deja que me retire, no habrá
problemas, se lo prometo.
Mario soltó una carcajada, haciendo que
María se estremeciera de miedo, y Don Diego dibujara una pícara sonrisa en su
rostro juvenil.
-¡No me haga reír! El que tendría
problemas es usted. Es débil, es un marica…
Don Diego Ablorán jamás hablaba en vano:
del mango de su bastón sacó un cuchillo, una navaja con cuatro filos, algo que
parecía una cruz. La primera estocada fue en el pecho, justo en el centro, casi
en el corazón. Y la otra en la cabeza, con una fuerza impresionante. El cuerpo
de Mario se derrumbó en la calle, mientras la sangre manaba de sus heridas
mortales. María soltó un grito, pero no podía moverse: el miedo la atenazaba
ahí, pegada contra la pared de una de las casas.
El caballero limpió su arma dando
bandazos en el aire, escurriendo la sangre sobre el suelo y las paredes. No podía
tocarla, ni siquiera limpiarla con su ropa, porque era demasiado filosa.
-Acero de Damasco. Forjada hace muchos
años, un regalo para mí. Una prueba de que el poder de una persona se encuentra
en sus manos, cuando quiera. Querida María: como me prendé de usted cuando la
vi, le permitiré ir en paz. Nadie le va a creer, por supuesto, y no volverá a
verme. Con su permiso…
Con una nueva reverencia, Don Diego
Ablorán metió su navaja en el bastón, y salió caminando hacía el filo del
amanecer.
FIN
DEL CAPÍTULO I
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