Cuento 17: Now We Are Free (Lisa Gerrard, 2000). https://www.youtube.com/watch?v=o2ZiIPEorP0
¿Quién es el verdadero
enemigo aquí, querido lector? ¿A quién le debemos ese deshonroso gusto? ¿A qué
le temen tanto los vendedores de nuestra tienda?
Simple.
A aquellos que con sus
ridículas exigencias se creen los reyes. Las personas que asisten a desordenar
anaqueles, ensuciar los pisos recién lavados o a quejarse de cosas triviales.
Exigen un trato especial, sin siquiera merecerlo muchas veces. Los que piden un
respeto que muchas veces no dan. Los que alardean con tenerlo todo, y sólo
siembran la discordia. Aquellos que prefieren aún más el lujo sobre la
verdadera necesidad.
Sí: a ellos…
En
el borde de la reja arrancada, había mucha gente, observando, esperando a que
alguien les diera la oportunidad para entrar. Gente anciana, jóvenes, niños.
Mujeres y hombres, formales o indecentes, enfermos, sanos, locos, cuerdos.
Aquellos que habían ido alguna vez a exigir el cambio de algún producto, o a
quejarse de los precios sin comprar nada, o los que pedían a gritos hablar con
el gerente para denunciar cualquier pequeña incomodidad, aunque esta no
estuviera.
-Ahí
los tienes, hermano, los clientes de esta tienda son el enemigo que tanto
estábamos buscando-, dijo el Mapache, señalando a la gente que seguía ahí de
pie, observando, esperando. Todos tenían los ojos en blanco, como si estuvieran
atados a un profundo trance.
El
chico de la farmacia no podía dar crédito a lo que estaba observando. Todas
esas personas habían ido a la tienda alguna vez, y ahora…
-¿Pero
cómo…?
-Pasamos
años persiguiendo a un monstruo. Pensábamos que el mal se había anidado aquí, y
en realidad lo hizo. La gente se ha convertido en el látigo de todos estos
muchachos durante años. Sus quejas y malos tratos, sus exigencias y su falta de
respeto. Ahí anidaba el mal desde siempre. Pero no era el monstruo que siempre
perseguimos. Lo comprendí desde que llegamos aquí.
“Los
humanos siempre han sido malos: en parte, como todo en este mundo, con su
dualidad. Pero el verdadero mal residía en otra parte. ¿Cómo es que solamente
tú y yo podíamos permanecer aquí y que todo lo malo siguiese pasando? Nunca
hubo otra fuerza malvada. Sólo éramos tú y yo, desde el principio de los
tiempos, peleando y conviviendo, uniendo fuerzas y esquivando nuestros propios
ataques. Dos fuerzas que se complementaban pero también se repelían la una de
la otra…
“Tú
y yo. Yo peleaba contigo en secreto, sólo para mantener este mundo en orden.
Pero no podía seguir escondiéndolo por mucho tiempo, antes de que te dieras
cuenta. Tenía que fingir mi muerte en manos de una entidad más fuerte y
malvada, y esconderme en sus paredes por siempre, para seguir encontrándonos.
Aún así era más listo, y jamás pudiste dar conmigo. Lamento haberte mentido
así, pero si queríamos que este mundo siguiera de pie, había que seguir con el
juego, con el engaño.
“Luego
me metí en cada uno de los clientes que llegaban aquí. Los usé para mis
propósitos. Los contaminé con mi odio hacía los humanos, y los puse a trabajar
en secreto para que, llegado este momento, pudiesen servirme, como fuerza, como
un cuerpo más, para así enfrentarte. Los seres humanos son malos, hermano.
Tenemos que acabar con ellos, por el bien de este precioso mundo en el que
crecimos. Dejar en el suelo sus esperanzas, destruir sus sueños. Olvidarnos que
alguna vez ellos mismos querían dominarse unos a los otros, y que también
querían destruirse. ¿Por qué no lo hacemos nosotros?”
-¿No
has visto el futuro, Mapache? Si me quedo, o si tú te quedas, al fin y al cabo
van a morir, y va a ser peor. Ellos deben elegir: si quieren perdurar como una especie
feliz y unida, o acabar muertos por intereses mezquinos. Nosotros estamos
acabados. Nosotros ya no valemos nada en un mundo donde la gente muere todos
los días. La inmortalidad ya no es algo que me divierta. Aunque yo quiera
morir, hermano Mapache, no dejaré que les hagas daño.
-Está
bien. No me dejas otra opción…
El
Mapache le dio la espalda al chico de la farmacia, y se reunió con la gente al
borde de la tienda, perdiéndose entre la gente. El chico de la farmacia no hizo
nada. Los demás seguían observando, atónitos, todo lo que estaba pasando.
-¿Lo
sabías?-, preguntó María, atónita y más pálida que nunca. A su lado, David
respiraba rápidamente, aturdido.
-No.
Todo este tiempo pensé que el mal existía. Pero siempre fuimos nosotros dos.
Sabes por qué te di muerte, ¿verdad?-, dijo el chico de la farmacia,
sonriéndole a la muchacha.
David
se le adelantó, y le golpeó el rostro. El chico cayó de rodillas, adolorido,
con sangre escurriendo de su labio.
-¡Eres
un monstruo!
María
jaló de un brazo a su amado. Este no dijo nada, mirándola con extrañeza.
-Él
siempre creyó que tú eras el elegido para acabar con el mal, David. Pero me
escogió a mí primero. Según sus leyes naturales, un espíritu sólo puede ser
aniquilado por otro. Ni siquiera los humanos más preparados pueden. Me enseñó
mi camino en esta vida, lejos del dolor que tú habías causado. Confiaba en que
el amor que me tenías era sincero, por eso decidí morir. Así podría esperar una
promesa mejor que el amor: salvar a las personas.
-Yo…
regresé por ti, María. No sabes lo que sufrí cuando…
-Regresaste
muy tarde. Me quedé aquí, esperándote, porque él me lo había prometido así.
Pero algo peor que la muerte me obligaba a matar a la gente que decía mi
nombre, un castigo que cumplía por esperar. Ahora debo acabar con el mal para
siempre.
David
se quedó mudo, mientras las personas de afuera comenzaban a avanzar, movidas
por algo incomprensible.
-Puedo
ayudarte, por favor-, dijo él, reaccionando. El chico de la farmacia sólo
observaba, sin moverse.
-No,
David. Tengo que hacerlo yo sola. Además: no puedo morir dos veces. Pero como
todas las almas humanas, puedo equivocarme. Y si no lo detengo, será peor para
todos.
A
David le llegó una idea, algo que pasó fugazmente por su cabeza:
-¡Yo
puedo acabar con el mal también! Si el muchacho se queda en este mundo, aunque
hayas cumplido tu deber, todos estaremos condenados-, decía el hombre,
señalando al chico.
María
asintió:
-Tienes
razón…
Sacando
una daga del bolsillo de la bata, la muchacha apuñaló en el pecho a su amado
David, quién no tuvo oportunidad de defenderse. La hoja afilada del arma
penetró sus costillas, llegando hasta su corazón, traspasando también su
pulmón. Había bastante dolor, y la sangre manaba lentamente, manchando la ropa
de aquel hombre al que alguna vez había querido como su propia alma.
-María,
no…-, balbuceaba David, cayendo al suelo de rodillas, sacándose la daga del
pecho, y dejando que la sangre saliera a chorros, manchando el suelo
chamuscado.
María
sólo podía ver. No podía pronunciar palabra. Miraba cómo se le escapaba a David
su último aliento, como su cuerpo se caía encima de un enorme charco de sangre.
-El
muchacho tenía valor, y lo sabes bien, hermano. Pero cuando se convirtió en un
hombre su espíritu decayó. Yo maté a sus compañeros, lo vi convertirse en un
ser despreciable y débil. Ahora que está muerto no podrá hacer nada por nadie.
Vamos a ver hasta dónde podemos llegar esta vez. Y que de esto dependa el
futuro de la humanidad-, dijo el Mapache, acercándose hasta el mostrador,
mirando con indiferencia el cuerpo de David, inerte.
-Podemos
vivir otros años más aquí, hermano Mapache. Escondámonos de la gente como
siempre lo hemos hecho. Sigamos alimentando al mundo con su sangre, sin que
nadie se entere. Este lugar no tiene que desaparecer. Tienen que salir
adelante.
-No.
Ya no puedo soportar que los seres humanos sigan creyéndose superiores unos de
otros, y que siempre busquen su propia aniquilación. Vamos a darles el final
que merecen y que con tanto anhelo están buscando. ¿Recuerdas todas esas guerras
que vimos desde allá arriba? ¿Todas las muertes que nos dedicaban y que a pesar
de todo eran sólo para su beneficio? ¿Todos esos niños y esos adultos
sacrificados por un interés mediocre? No se merecen vivir en este mundo…
Con
una señal de su mano, el Mapache hizo que los clientes poseídos se lanzaran
contra los vendedores que aún quedaban. El chico de la farmacia sólo podía
mandar a los escarabajos para que intentaran atacar a la gente, pero sus
fuerzas estaban menguando.
-¿Ves?
Ya ni siquiera tienes fuerzas para continuar-, dijo Mapache, empujando a su
hermano para que cayera de espaldas al suelo. El chico no reaccionó, y se
estrelló contra el suelo, quedando sentado entre los escombros.
Andrea
y Lola trataban de escapar de los brazos de aquellas personas, pero eran
demasiado fuertes y les hacían daño. La señorita J.H. se estaba quitando a un
niño de encima, mientras que dos chicas ya tenían a Raymundo contra una de las
repisas, y le mordían los brazos.
Miguel
trataba de jalar a Selene del brazo, pero esta no le hizo caso. La chica se
levantó del suelo, y apuntando con sus manos hacía el Mapache, le lanzó una
ráfaga de fuego tan intenso, que algunos de los clientes ahí presentes
empezaron a arder en llamas, gritando y lanzando rugidos sobrenaturales.
-¡No,
no lo hagas!-, gritó el chico de la farmacia, tratando de impedir que la chica
quemara a su hermano. Pero a este no parecía afectarle.
-Hazle
caso, muchacha. Deja de intentarlo…
Selene
no hizo caso. Con sus últimas energías, sacó una ráfaga aún más grande de
fuego, que se tornaba azul cuando salía de sus extremidades. Mapache se dio la
vuelta, encaró a la muchacha, y con otro movimiento de sus garras, le rompió la
pierna. El chasquido fue terrible, y el grito de la chica aún más, quién sin
poder controlar su poder, incendió toda la farmacia al caer al suelo.
Ahora,
todo el lugar estaba rodeado de fuego intenso, y la gente ahí presente ardía.
Lola y Andrea se vieron libres de los brazos de los clientes, y salieron
corriendo hacia la puerta de la tienda. La señorita J.H. trató de alejarse,
escondiéndose tras un mostrador de relojes, y Raymundo salió corriendo también,
arrastrándose y sangrando del rostro.
-Ven,
te ayudo-, dijo Miguel, levantando a su querida Selene y ayudándola a caminar
como pudiese para alejarse de ahí. Mapache ni siquiera estaba quemado. Nada
podía hacerle daño. Su fuerza crecía conforme la de su hermano se desvanecía.
-Ya
han muerto bastantes por tu causa, Mapache. Por favor, déjalos ir. Que ellos
encuentren el camino. Nosotros ya somos obsoletos. Los dioses ya no tienen
poder en este mundo. Alguna vez fuimos divinidades, entidades poderosas. Por
favor, deja que ellos hagan de este mundo su propio paraíso o su mismo
infierno.
Mapache
escuchaba atento a su hermano, mirando a su alrededor. Sólo había llamas,
productos quemándose y cuerpos en el suelo, chamuscándose, y gente corriendo,
ya conscientes de lo que estaba pasando, refugiándose de las llamas.
-Los
espíritus de todos los muertos, ya no están. ¿Esperas que crea que están
desapareciendo?
El
chico de la farmacia también lo notó. No había nadie: ni Susana, ni Ivette, ni
el monitorista. Ni siquiera María.
-Todos
respondían ante mi poder. Ya no tengo fuerza. Han desaparecido.
El
chico se levantó de entre las llamas, sintiendo su cuerpo adolorido, y su
espíritu desvanecerse. Cuarenta años luchando contra su hermano le habían
dejado débil, en un cuerpo que se marchitaba.
-Hazlo.
Termina conmigo-, dijo el muchacho, abriendo los brazos, listo para recibir la
muerte.
Mapache
se estaba acercando a su hermano, listo para esfumarlo de la faz de la
existencia, cuando sintió un dolor en la espalda. Fue rápido para darse la
vuelta, viendo que era María la que estaba ahí, con la daga en la mano derecha.
-¡Qué
hiciste…! No puede ser…
María
le apuñaló una vez más, esta vez en el cuello, cerca de la mejilla. Cuando sacó
la daga, no manó sangre, sino una especie de líquido azul que se tornaba verde
con la luz, como un dulce líquido extraño.
-Me
mantuve atada a tu poder durante años, viviendo en las cañerías de este lugar,
comiendo hombres tontos que ansiaban conocer mi dolor. Tu poder me alimentó. Y
por eso pude matarte. Tu hermano tenía razón, yo era la indicada.
María
sonrió, mientras se alejaba de ahí para esconderse entre el humo y las cenizas,
mientras el agua salía del techo, apagando el incendio poco a poco. El chico de
la farmacia se acercó a su hermano, quién ya estaba de rodillas en el suelo,
implorando que la muerte fuese rápida. Se arrodilló junto a él, mirándole con
dolor y sentimiento. El dolor que aún podía sentir. Empezó a llorar, a pesar de
que sus lágrimas se perdían en el agua que caía en todas partes.
-Este
mundo ya no nos necesita. Vete en paz, hermano Mapache. Siempre vas a vivir en
los recuerdos de muchos. Te verán como un dios, como un espíritu que guía a los
débiles. Pero también como el mal, como una fuerza imbatible. Si ellos te
recuerdan, jamás vas a morir. Yo también me quiero ir. Pero antes…
Los
espíritus habían vuelto. Se les unieron las muchachas de la farmacia, traspasando
el agua, caminando lentamente hasta dónde estaban los relojes. Escondida detrás
del mueble, mojada y asustada, la señorita J.H. gritaba histérica, mientras los
espíritus cargaban con su cuerpo.
-¡SUÉLTENME,
MALDITOS! ¿QUÉ NO SABEN QUIÉN SOY…?-, aullaba la mujer, mientras la caravana de
fantasmas la llevaban hasta la farmacia destruida.
Detrás
de ellos iba un nuevo espíritu. Un hombre que ahora se veía más joven, libre ya
del dolor y la culpa.
-No
es más que otro ser humano, señora. Guárdese los gritos para el lugar a donde
va a parar-, dijo David, tranquilo, sereno, mientras los demás se acercaban a
la puerta de la rebotica de donde aún salía el agujero del pozo, oscuro y
húmedo, con aquel aleteo persistente. Con un último aullido, la señorita J.H.
fue arrojada al agujero, y su cuerpo fue a dar hasta el fondo, mientras los
demás espíritus reptaban por las paredes del pozo, para acompañarla para
siempre en aquella tumba fría.
El
chico de la farmacia estaba de rodillas, frente al cuerpo ya inerte de su hermano
Mapache, que no era más que polvo en el suelo mojado, deshaciéndose después de
tantos años de permanecer en un cuerpo viejo. David se acercó al muchacho, y se
vieron ambos, durante lo que parecieron varios minutos.
-María
era la mujer indicada. Tú no eras nadie para detener esto. Al menos no en ese
momento. Llévame con mi hermano, querido amigo. Ahora que eres un espíritu, y
antes de que pierdas la fuerza, mátame, y déjame ver de nuevo el infinito.
David
asintió, y tomando la daga que había dejado María en el suelo, se acercó más al
chico.
-Sólo
necesito saber algo antes de que tenga que matarte: ¿cuál es tu nombre? ¿De
quién era este cuerpo?
El
chico de la farmacia se acercó a David, y poniendo sus labios cerca de su
oreja, le dijo en un susurro su nombre verdadero. El espíritu de aquel hombre
se sorprendió, y sonriendo, le encajó la daga al muchacho en el estómago, una y
otra vez. El chico se retorció y, levantando la mirada al techo, se dejó caer
de espaldas, lejos del cuerpo de Mapache, mirando al cielo detrás de la piedra.
Sonriendo, miró a David, y luego de nuevo hacia arriba.
-Gracias.
El
cuerpo del muchacho se hizo cenizas, disolviéndose con el agua, y todo lo demás
despareció. Las luces de la tienda se apagaron, y las pantallas se rompieron.
Los libros se caían de las repisas, y los discos de un tal Brett se quebraban.
Parecía como si todo en la tienda ya no sirviera. Ya no había nada ahí que
sostuviera aquello, y la poca gente que había sobrevivido al incendio o la que
apenas llegaba a ver se sorprendían, en silencio, viendo como todo pasaba tan
rápido, tan silencioso.
Cuando
una persona se convierte en espíritu, ronda el lugar donde ha muerto. David
miraba desde donde estaba a Miguel y a Selene, quienes, refugiados en la bodega
de cartón, buscando refugio de la muerte, habían decidido desnudar sus cuerpos
y sus corazones, ahí mismo. Estaban dormidos, sin que nada perturbara sus
sueños.
María
también estaba ahí, más bella que nunca, angelical. Miraba a David, y sentía
algo parecido a la compasión.
-Ahora
nadie puede vernos nunca más. Cumpliste con tu misión, David. Acabaste con ese
muchacho, y le diste al mundo un equilibrio. Ahora, como bien decía, hay que
dejar que ellos continúen construyendo un mejor mundo. No nos necesitan.
David
volteó a ver a su amada María, con rostro serio.
-Perdóname
por no haberte valorado más. Sé que es demasiado tarde. ¿Qué pasará con
nosotros?
María
sonrió.
-Yo
no puedo perdonarte. Eso déjaselo a otra fuerza superior que pueda darte perdón
y consuelo. Mi alma está libre al fin. La tuya, sin embargo se quedará aquí
para siempre. Serás el recuerdo de la venganza, del odio y del rencor, pero
también del amor que jamás perdura, por más que uno se esfuerza en quererlo
hacer valer. Adiós.
María
se desvaneció, así como había aparecido, pero esta vez para nunca más volver.
David se quedó contemplando a la pareja, sentado en el suelo polvoso y sucio,
sintiendo como el tiempo se acumulaba en su espalda, y en su corazón muerto.
Varios
años después, aquella plaza quedó totalmente abandonada, como un edificio que
pronto demolerían. La popularidad que había perdido a raíz de los asesinatos en
masa la habían dejado en la quiebra, y se convirtió rápidamente en un lugar
oscuro y deprimente. La tienda, aquella donde todo había pasado, presuntamente
a manos de los vigilantes del mismo establecimiento, era el lugar más oscuro de
todos. Después del desastre, nadie la había reclamado, y nadie tampoco la había
sacado adelante, porque su Distrital había escapado.
Dos
hombres, uno delgado y de facciones muy finas, y otro más gordo, de rostro
amable y lentes, caminaban entre los escombros de la plaza abandonada, con
linternas que alumbraban a pocos metros de donde estaban. Ambos habían
trabajado en el restaurante de la tienda, y habían perdido sus empleos cuando
nadie más se hizo cargo de todo.
-¿Qué
crees que podemos encontrar?-, dijo el enorme amigo del otro, quién pateaba
piedras para que el eco le regresara el sonido.
-No
lo sé. ¿No se te hace raro que todo haya pasado tan repentinamente? Digo, no
era el trabajo de mis sueños, pero al menos quiero saber qué fue lo que pasó en
realidad. Dicen que hay algo dentro, donde estaba la farmacia. Muchos
vagabundos que entran aquí han visto cosas ahí.
Ninguno
dijo nada hasta que entraron a la farmacia, la cual estaba aún negra por el
fuego que hace años había quemado sus paredes. Los muebles estaban ahí,
deformados por el fuego, llenos de polvo e insectos muertos. Las ratas
correteaban por donde quiera, y olía a humedad, a viejo, a muerte.
Con
las linternas, los muchachos apuntaron hacía la puerta donde estaba antes la
bodega de la farmacia, y sólo había un cuarto vacío, oscuro y sucio. Hasta que
al chico delgado se le ocurrió apuntar con la luz en la pared, ninguno de los
dos había visto antes algo como eso.
A
primera vista parecía una especie de enredadera seca que creía en la pared
desde el suelo. Sin embargo, mirándole mejor, era un cuerpo. Un esqueleto
pegado a la pared, anclado con suciedad y restos, y del cual crecían ramas,
como una planta que jamás germinaría ahí por falta de agua y sol.
-¿Qué
le habrá pasado?-, dijo el muchacho más gordo. El otro fue a ver el cuerpo de
cerca, que aún conservaba la bata de la farmacia puerta, comida por las
polillas.
-Murió
aquí. Pero esas ramas… No sé. Se contaban cosas desde hace tiempo de este
lugar. Cuando nos sacaron a todos fue tan raro. ¿Recuerdas que todo estaba
destruido? Como si el tiempo hubiese pasado rápido en la tienda.
-Mira
quién era. Todavía trae su gafete…
En
efecto: el cuerpo aún tenía su bata, y colgando de la bolsa en el pecho,
llevaba un gafete. No se veía el nombre, por la suciedad y la humedad, pero sí
la foto: un muchacho, muy joven, de ojos felices y sonrisa amplia.
-Pero
si sólo era un niño. ¿Cómo pudieron…?
Pero
el chico delgado dejó de hablar al escuchar un sonido horrible. Era como si
alguien gritara desde detrás de una pared. En realidad eran varios gritos, como
de dolor. Y no era a través de una pared: el sonido venía de debajo de ellos,
como si bajo sus pies hubiese algo, un cuarto, o un agujero, y algo quisiera
salir, arañando y gritando, golpeando el suelo.
-Vámonos
de aquí. Esto da miedo-, dijo el muchacho gordo, pero el otro no se movió.
Escuchaba atentamente, y trataba de sacar algo de todo eso. Pero nada se
explicaba con claridad.
-Esas
personas puede que necesiten ayuda. Vamos a buscar por dónde sacarlas…
El
muchacho gordo se quedó impresionado.
-¿Y
qué nos pase algo? Puede que ni siquiera sean personas. ¿Qué tal si es algo
más?
-Pero…
-No,
pero nada. Vamos antes de que nos pase algo peor…
El
muchacho gordo jaló a su amigo, y al cruzar la puerta, al chico delgado se le
atoró la mano con un clavo salido, lo que le causó una herida profunda, que
manaba sangre casi a chorros.
-¡Eres
un imbécil! Seguro me da algo. Dame algo para que deje de sangrar…
Mientras
los dos muchachos trataban de ponerse de acuerdo para curar la herida, los
golpes se callaron, y un sonido como de ramas se escuchó, algo que camina entre
hojas secas. Los dos voltearon para ver qué era lo que causaba ese sonido.
El
cuerpo ya no estaba, pero las ramas sí, aún enterradas en el suelo y
traspasando la pared. Pero se movían, cómo si aquel extraño árbol aún quisiera
crecer. Nutriendo las raíces de aquella planta, había un chorro de sangre, de
la herida que el muchacho se había hecho.
-No
puede ser-, dijo el muchacho delgado, con la mano envuelta en su propia
playera, la cual se estaba manchando de sangre poco a poco.
El
muchacho gordo salió corriendo, tropezando con los escombros de la tienda
abandonada. Su pie se atoró en un pedazo de madera podrida, y cayó de rodillas.
Frente a él, había algo aterrador, una visión horrible: el cráneo de aquel
cuerpo, con los dientes blancos, los ojos vacíos y la ropa arruinada por el
tiempo. El muchacho gritó, y la calavera abrió la boca, sin hacer ningún
sonido.
El
amigo herido corrió hasta donde estaba su compañero, pero cuando lo encontró,
no había nada más que su amigo, pálido y asustado.
-¡Ahí
estaba, esa cosa estaba frente a mí!-, gritaba el muchacho, totalmente
aterrado, sudando, con los lentes chuecos sobre la nariz.
-¿Dé
qué hablas?
Aferrando
bien su mano contra la ropa, sintiendo un terrible dolor, el muchacho delgado
buscaba alrededor algo que su amigo había visto, pero no había nada. Sólo
oscuridad, motas de polvo flotando, y basura. Dio la vuelta, y ahí mismo, había
un cuerpo, con músculos creciéndole alrededor de los huesos, y con las vísceras
colgando del abdomen abierto. Ahora, con su cuerpo más completo, aquella cosa
soltó un grito, un aterrador gemido que retumbó en las paredes vacías del
lugar.
-Tenemos
que irnos, levántate…-, dijo el otro muchacho, soltando su mano herida y
tratando de ayudar al otro. Cuando se levantó, ambos corrieron hacía la salida,
pero algo los hizo detenerse.
La
tienda de nuevo estaba iluminada, como si nada hubiese pasado antes. Cada
producto estaba reluciente, las exhibiciones estaban limpias, y la gente iba y
venía, observando, comprando, probándose cosas, comiendo otras más. El olor de
los perfumes y de los chocolates inundaba el lugar, y la música de aquel músico
llamado Brett ponía un ambiente romántico pero también alegre.
-¿Qué
pasó?-, preguntó el chico delgado. Pero su amigo no le contestaba. Estaba
pálido como un muerto, con los ojos totalmente abiertos y la mandíbula casi
desencajada.
Ambos
tenían frente a frente a un muchacho, un chico alto, de cabello crespo y ojos
de color claro, que los miraba atentamente, con las manos por detrás de la
cadera. Llevaba una bata blanca, bastante reluciente, y en su gafete limpio y
nuevo se leía claramente su nombre: Christopher.
-Buenas
tardes, ¿puedo ayudarlos en algo?-, dijo el chico de la farmacia, con voz dulce
y bastante alegre, sonriendo.
Y
los dos amigos escucharon, por detrás de la alegría y los sonidos habituales de
la tienda, el aleteo incesante de miles de insectos, y un grito de terror…
Comencé con
estos cuentos el 28 de Mayo y acabé el 29 de Agosto de 2016. Será el mejor de
los recuerdos que conserve de mis días trabajando en la farmacia de aquella
tienda, cuyo nombre no puedo mencionar. Mis mejores y más bellos deseos y
recuerdos para mis compañeros, para mi jefa, para mis gerentes. Todos son parte
de esto, aterrador y dulce, grande o pequeño, significante o mínimo. Los
quiero, y los llevaré siempre en mi corazón.