Había
nacido hombre, pero se veía como chica. ¿O era al revés? Eso ya no importaba.
Ahora era M. White, una persona más, con una apariencia única. Las
instrucciones en el bolsillo derecho, su “arma” en el izquierdo. Era momento de
trabajar.
Aquella
tarde, el museo estaba casi vacío. Un antiguo convento del Virreinato
transformado en un lugar de arte, historia y cultura, con la entrada gratuita
los domingos y cerrado los lunes. M. White caminaba por los pasillos vacíos,
con el eco de sus tacones retumbando en las viejas paredes, y aquel pantalón
sastre blanco que le abultaba todo, su saco del mismo color y el cabello
recogido tras la nuca. Todo le daba un aire de severidad.
Pasó
cerca de ella una mujer, de cabello castaño largo, vestida pulcramente, con
algunos libros y documentos sobre los brazos. M. White se había acercado a ver
un retablo enorme, que mostraba a una monja de rostro serio, ojos grandes y
enorme hábito de color marrón oscuro, sentada en una silla junto a una mesa,
con un libro abierto sobre ella y cientos de ellos acomodados al fondo en un
enorme librero.
-Hermoso
cuadro de Sor Juana…
M.
White volteó a ver a la mujer de los libros, y no entendió ni una palabra. La
mujer se dio cuenta y, soltando una risita, repitió aquello mismo en inglés.
Las visitas eran extranjeras, al parecer.
-Tengo
entendido que era una poetisa excepcional…-, dijo M. White con voz de asombro,
una voz suave, cantarina, pero firme.
-Era
muy versada en diversos temas, y conocía a muchos autores de la época, para una
mujer de aquellos tiempos. Por eso era monja: ninguna mujer sería bien vista indagando
en el conocimiento humano si no era rica o religiosa.
La
mujer de los libros se acercó más a su inesperada visita guiada. Le sorprendió
ver a una persona tan diferente a las demás. Su apariencia le causaba
admiración, pero también algo de distanciamiento.
-Aún
así, se que murió enferma, arrepentida por sus obras, por su forma de ser.
Escribió algo horrible de sí misma, ¿no?
La
mujer de los libros asintió.
-“He
sido y soy la peor que ha habido… Yo, la peor del mundo.” Firmada por ella en
un libro de expiaciones. Un confesor la obligó a quemar su biblioteca personal,
expiando sus pecados, sus poemas, su obra. Acercarse a Dios para salvar su alma
de los pecados que había cometido como mujer y como poetisa. Una injusticia…
M.
White miró a la mujer de los libros, con sorpresa en los ojos.
-Eso
es horrible. Una mujer tan lista y apreciada… reducida a nada. Además era
lesbiana.
La
mujer de los libros soltó una carcajada que retumbó en las paredes. M. White
solo pudo sorprenderse.
-Es
solo un rumor. Infundados porque la mayoría de sus textos eran regalos para su
amiga, la virreina y condesa de Paredes, con quién entablaba una amistad sin
precedentes. Y porque en sus poemas siempre reivindicaba a la mujer como un
símbolo de poder, y al amor como algo libre, que no tiene rostro. “Ser mujer,
ni estar ausente, no es de amarte impedimento; pues sabes tú que las almas distancia
ignoran y sexo…”
M.
White miró hacia el suelo, tratando de analizar lo que la mujer le decía. Una
mujer ejemplar, más allá del pensamiento de su época, con ideas que le hubiesen
costado más que una larga penitencia. Todo su pensamiento era…
-Maravilloso.
Una mujer digna de gente como nosotros…-,
dijo M. White, recalcando la última palabra.
La
mujer de los libros se sonrió.
-Pues
muchas gracias. Me alegra saber que varios de nuestros visitantes ponen
atención, en especial aquellos que vienen de tan lejos. La dejo disfrutando de
las instalaciones, señorita. Un gusto…
M.
White vio a la mujer alejarse.
-El
gusto es mío.
Mientras
la mujer seguía caminando entre los pasillos, con aquel montón de libros entre
los brazos, M. White seguía admirando el cuadro de Sor Juana, la interesante
mujer que había tomado una buena decisión en el momento menos oportuno. Los
pasos de la mujer seguían escuchándose. Y M. White la siguió.
Su
caminar era decidido, y entre los pasillos vacíos del museo parecía una sombra
blanca, el fantasma del pasado. La mujer de los libros escuchó el retumbar de
los tacones, y fue aminorando el paso. Tal vez su invitada quería más información.
O simplemente estaba perdida…
-Oh,
disculpe que la interrumpa. Pensé que no la podría alcanzar…
M.
White ahora casi corría, tratando de no resbalar en el suelo de madera.
-No
se preocupe. ¿Se le ofrece algo…?
-A
decir verdad, sí.
La
sonrisa de M. White puso un tanto nerviosa a la mujer de los libros, y cuando
sintió la patada en el abdomen, no le cabía duda de que algo iba mal.
Los
libros cayeron, dispersos en el suelo como piedras al azar en un campo. La
mujer cayó de costado, agarrándose el vientre, tratando de soportar el dolor y
de volver a respirar. Sintió un escalofrío, un miedo aterrador que le subía por
la espina dorsal. Aquella sombra blanca se acercaba a ella, pateando los
libros, haciendo que sus tacones se escucharan en el pasillo como clavos de su
ataúd.
M.
White, de pie ante la mujer de los libros, se agachó para verla un poco mejor.
Ya no sonreía. Estaba analizando.
-¿Dónde
está?
La
mujer no entendía lo que le estaban preguntando. Negaba con la cabeza y trataba
de balbucear, pero las palabras no salían de su boca.
-¿No
sabes o no me quieres decir? Te lo voy a preguntar una vez más-, decía,
mientras levantaba su dedo. -¿Dónde está?-
La
mujer volvió a negar. M. White se levantó, insatisfecha. Le dio una patada en
el vientre una vez más a la mujer, y luego otra, esta vez en las costillas. La
otra ni siquiera gritaba. Una y otra vez, trató de aguantar las patadas, pero
era inútil. Los zapatos de tacón de M. White le hacían bastante daño. La última
patada que le soltó fue en la cabeza, y le abrió la frente con el tacón.
-¡No
sé de lo que hablas, por favor!-, gritó la mujer, cuya sangre le escurría por
la sien y le manchaba la cara de escarlata brillante.
-Eso
es mentira y lo sabes. Te lo recordaré de la manera más educada que conozco.
M.
White se metió la mano en el bolsillo, y sacó su “arma”. No era más que una
larga cuerda enrollada sobre sí misma, pintada de colores: rojo, naranja,
amarillo, verde, azul y violeta. Se la mostró de cerca a la mujer, quién a
pesar de la sangre pudo verla claramente, y se sorprendió, toda pálida y sin
poder moverse.
-¿Quién
te dio…?
M.
White compuso una sonrisa en su lindo rostro.
-Un
buen amigo en común. Me pidió que te encontrara a ti, que eres la responsable
de restauración del museo. También me pidió que preguntara por un tal Roger
Wingates, un amante tuyo que nuestro amigo conoce pero que no encuentra,
lamentablemente. Ese tal Roger Wingates y tú tuvieron algo que ver, una serie
de ataques y declaraciones en contra de nosotros.
Y luego, tu querido Roger se puso violento y masacró a varios de ellos en
una marcha. Los arrolló y se dio a la fuga. A ti no pudieron culparte porque
sólo tenías una opinión que dar. Estabas escudada tras las faldas de cierto
sector del gobierno y de la iglesia.
La
mujer se armó de valor, y le escupió en la cara a M. White.
-¡Tú
y los tuyos son basura! ¡El Lobby es un grupo de degenerados que deben morir!
Roger hizo bien, obró bien ante los ojos de Dios y de la familia. Y ustedes
siguen ahí, envenenando a nuestros niños con sus mentiras. Él está en Texas. Y
tú jamás lo vas a encontrar…
M.
White se limpió la cara, y acto seguido, le soltó una fuerte bofetada a la
mujer, la cual escupió sangre y chilló como una rata.
-Que
desagradables son ustedes los creyentes. Bien. Mi amigo dijo que te dejara este
regalo, y me dijo que te dijera que el Lobby no se olvida tan fácil de sus
buenos amigos…
Deshizo
el nudo de la cuerda, y la agarró entre sus dos manos. La mujer trató de
levantarse, pero su costilla rota no le permitió moverse tan lejos. M. White se
abalanzó, y rodeó el cuello de la mujer con la cuerda, apretando fuerte. La
otra trató de soltar patadas, y sus uñas le agarraban el cabello a aquel
fantasma blanco, pero no le hacían daño. M. White apretó más fuerte, y
escuchaba las arcadas de la mujer, quién trataba de soltarse, soltando patadas
al aire y a sus libros en el suelo. Apretó aún más fuerte, hasta que la cuerda
se quedó marcada en el cuello de su víctima, y soltó su último aliento. Los
ojos de la mujer estaban inyectados en sangre, y la lengua lucía morada.
M.
White se levantó, se acomodó el traje blanco y el cabello. Miró a la mujer ahí
en el suelo, con la cuerda aún alrededor del cuello, y no sintió lástima. Sacó
de su otro bolsillo el teléfono, y llamó.
-¿La encontraste?-, dijo la voz de un
hombre al otro lado de la bocina.
-Deberías
estar orgulloso. Sufrió. Al menos me dijo lo que querías saber. Roger está en
Texas. Creo que iré para…
-Espera. Tienes que venir primero conmigo.
Tengo que decirte algo antes de que te vayas. Por favor…
La
voz de súplica del muchacho hizo que M. White suspirara.
-Muy
bien. Ahora déjame salir del museo, y te buscaré. No llames, no te muevas de
ahí.
Colgó
y se guardó el teléfono de nuevo en el bolsillo. Caminó despacio, vigilando los
pasillos. El museo estaba vacío, sin duda. El mismo museo la ayudaba. Y al
pasar por el otro pasillo directamente a la salida, M. White sonrió, cuando Sor
Juana le dirigió una mirada severa. Una mirada que, para aquel fantasma blanco,
decía: “Bien hecho. Ahora eres uno de nosotros…”