Pedro
era un hombre maduro. Casi 60 años, cabello canoso, medio calvo, con barba y
bigote igual de blancos, veteados con algunos pelos negros. Sus ojos pequeños,
su rostro arrugado, y su ropa algo vieja, todo demostraba que vivía en la
miseria. Pero no: solamente le daba todo a quienes importaban de verdad.
Desde
pequeño, Pedro sabía que podía ver cosas, eventos que no habían sucedido aún.
Le asustaban, pero cuando sucedían, se sentía más tranquilo. Muchas eran cosas
buenas, asuntos que podían traerle beneficios. Otras solo eran desgracias: la
muerte de su madre, la cual vio a los trece y no pasó hasta que cumplió los 30,
el accidente de uno de sus hermanos, y varias relaciones terminadas. Todas eran
inevitables, dolorosas… Pero a veces había esperanza.
Aquel
buen hombre tenía la costumbre de ver desgracias, concentrarse en ver aquellas
donde aparecieran niños y niñas, algunas donde pudiesen morir o perder a su
familia. Trataba de llegar antes de que pasaran, planeaba todo con cuidado.
Muchas veces llegaba a tiempo, para rescatar a los niños de accidentes, o de
encontrar a los huérfanos después de desgracias familiares. Nadie lo veía ni lo
notaba. Y con el corazón en la mano, Pedro procuraba y cuidaba a las pobres
criaturas. Ellos terminaban llamándolo “papá” después de un tiempo.
Uno
de esos niños ya era un adulto, y a quién de cariño Pedro le decía Panda, por
sus ojeras y su cara redonda. Como el niño no recordaba nada del accidente
donde sus padres habían muerto, tampoco recordaba su nombre. Panda ayudaba a
Pedro a cuidar a los más pequeños, en especial a las niñas. En aquel pequeño
departamento, en un edificio abandonado en el centro de la ciudad, era donde
Pedro y sus hijos adoptivos se escondían, para pasar desapercibidos.
Una
noche, Panda y Pedro estaban sentados en la mesa, después de un largo día con
los pequeños, tomando un café algo desabrido y tibio. Panda era el único de los
hijos de Pedro que conocía el secreto de su padre, y cómo había dado con cada
uno de ellos, para así salvarlos de un destino aterrador. Los pequeños dormían
en colchonetas o colchones viejos colocados en el suelo de todo el
departamento, rodeados de paredes antiguas de pintura desconchada y juguetes.
Había unos cuantos libros y cuadernos, con los que Pedro y Panda enseñaban a
los niños más grandes.
-Deberías
considerar llevarlos a un albergue, dónde puedan hacerse cargo de ellos. No
serás joven por siempre ni tan fuerte como lo fuiste hace 15 años conmigo.
Tenemos que darles una vida digna a estos niños.
Pedro
vio a su muchacho, y sonrió, algo cansado.
-No
puedo dejarlos solos. Ellos aprendieron a confiar en mí, y aunque no saben lo
que hice para salvarlos… No puedo dejarlos en manos de nadie más, y es lo
último que voy a decir.
Panda
notó a su padre molesto. Le puso la mano encima de la suya, vieja y arrugada.
-¿A
qué le tienes miedo?
Los
ojos de Pedro de apagaron, como si la poca alegría que les quedaban se hubiese
desvanecido.
-A
nada…
Panda
conocía bien a su padre como para ver en su mirada que algo pasaba.
-No
te creo, Pedro. No me mientas por favor…
Ninguno
de sus niños le había llamado por su nombre, y mucho menos el mayor de todos,
en el que más confiaba.
-Temo
que algo se lleve a mis niños, a todos. Yo los rescaté, yo los salvé de la
muerte, y ahora debo protegerlos…
-Pero
los salvaste de la muerte. Están a salvo, pero no estarán bien cuidados si algo
te pasa. Los salvaste de un cruel destino y ellos te estarán siempre
agradecidos si mejoras su vida, pero…
Pedro
se levantó, pálido y asustado. Panda conocía aquello: la mirada perdida, con
las pupilas dilatadas. Estaba teniendo una visión, y por el rostro de su padre,
no era algo agradable.
-No
es la muerte, no es el destino. Esas son sólo palabras, conceptos, ideas… Es
quien las causa, y viene para acá.
Panda
también se levantó, alarmado. Se asomó por la ventana, pero no había nada. Sólo
la calle vacía de gente, y uno o dos coches pasando por enfrente. Uno de esos
coches, uno rojo bastante elegante, se detuvo del otro lado, en la banqueta de
enfrente. De él no parecía salir nadie, hasta que una sombra se deslizó por la
puerta del piloto. Era un hombre, de eso no cabía duda, aunque el muchacho no
podía verlo con la oscuridad y lo tenue de las luces de la calle.
El
hombre del auto rojo caminaba rodeando aquella bestia que manejaba, y abrió las
cuatro puertas. Las dejó así, como si no temiese que algún extraño entrara a
robar el auto. Después, el extraño sujeto entró una vez más al auto, y puso la
música a todo volumen, haciendo que todo retumbara. Era una canción de metal,
tan fuerte y estridente, que iba ascendiendo poco a poco, haciendo más y más
ruido en la calle. Panda reconoció la canción al instante: Thunderstruck, de AC/DC.
-Trata
de intimidarnos. Ve con los niños, llévalos a la recámara, que no salgan…-,
dijo Pedro, asomándose por la ventana, mientras el muchacho corría por todas
partes para levantar a los niños, que se asustaban cuando el muchacho los
zarandeaba.
En
la calle, la luz de uno de los faroles de la calle iluminó la silueta de aquel
hombre misterioso. Era un muchacho, no más grande que Panda, desnudo de la
cintura para arriba, con el enorme pecho velludo al aire, y descalzo. Miró
hacia arriba, directamente a la ventana del departamento abandonado, desde
donde Pedro lo observaba, con miedo, precaución, ira.
-¡Viejo
amigo! Seguramente me viste venir, y seguramente podrás ver lo que va a pasar
en cuanto te haga bajar de aquí-, dijo el muchacho, con potente voz, sonriendo.
-Sabes
muy bien que no. No puedo ver nada cuando estás cerca. Sólo vi como llegabas,
como cada vez…
Pedro
estaba asustado, pero confiaba. Su alma estaba tranquila. Si algo debía de
pasar, que pasara. Pero con sus niños no.
Panda
estaba rodeado de niños que estaban asustados. Miraba a Pedro y buscaba
respuestas.
-Su
nombre es Elihú. Un muchacho corrompido por su enorme poder. Lo conocí cuando
teníamos la misma edad, pero yo me consumí con los años, a comparación de él. Creí
que podíamos arreglar varias cosas, rescatar personas y ayudar. Pero Su propio
poder lo puso en su contra. Se dejó llevar por su orgullo, y empezó a destruir.
Y cuando destruía, muchos inocentes morían. Lo podía ver hacerlo, y llegaba
antes para rescatar a los niños. A veces era demasiado tarde, como contigo,
Panda. Siempre estuvo ahí, como un emisario de la muerte, mientras yo llegaba
para rescatarlos…
-¡Y
ahora los quiero a todos! Déjamelos, Pedro. Bien sabes que es su destino. Tú me
los arrebataste, y por algún motivo sabía que lo harías. Ahora deja que haga
con ellos lo que debí hacer, cumplir mi misión.
Los
gritos de Elihú desde la calle retumbaban en las paredes de los edificios que
los rodeaban, No parecía querer irse. Pedro lo miraba desde arriba, preocupado,
con las manos temblorosas en el borde de la ventana.
-Vas
a tener que llevarte a los niños, muchacho. A todos. Si es necesario que baje a
enfrentarlo, que sea ahora mismo. No puedo ver lo que va a pasar, pero sé que
los vas a cuidar bien. Serás tan buen padre y hermano para ellos como lo fui
yo. Ahora ve y sal con los niños por atrás…
Panda
estaba desesperado. Los niños lloraban y el más pequeño lloraba entre sus
brazos.
-No
te voy a dejar, no estás a salvo y los niños tampoco. Vamos todos juntos,
podemos escapar de él…
-No
se puede. Es una fuerza indómita, imparable, peligrosa. Si lo dejamos entrar,
ni tú ni yo ni nadie podrá detenerlo. Si logramos huir, nos encontrará como lo
hizo ahora. No tiene remordimiento, pero sí una voluntad de hierro bastante mal
encaminada. No lo voy a repetir, muchacho. Llévate a los niños, y salgan.
Las
palabras de Pedro eran incuestionables, tan duras y frías, que Panda se sintió
peor de asustado. Se levantó y empezó a jalar a los niños, haciendo que todos
se tomaran de las manos para empezar a salir del departamento. La música abajo
sonaba aún más fuerte, y a Pedro le dolía la cabeza. Volteó para mirar por
última vez a sus niños, y unas lágrimas solitarias le corrieron por el arrugado
rostro.
-¡Baja
de una puta vez con los niños y te dejare ir en paz! Dame lo que vine a buscar
y no te destruiré. Podrás seguir viviendo hasta el último día, sin la carga de
tantos niños en tus manos, de tanta sangre derramada. Será como si nunca
hubieses tenido las visiones.
Pedro
se asomó aún más por la ventana, con miedo y coraje.
-¡Deja
a mis niños en paz! ¡Arrójate por un edificio, muérete o algo, pero deja a mis
pequeños en paz!
Elihú
dibujó una sonrisa, y mientras se movía, la luz de la calle dibujaba extrañas
sombras en sus músculos.
-Tú
lo buscaste, amigo. Ahora van a bajar…
El
muchacho abajo echó a correr, y con el hombro golpeó la pared del edificio. Todo
el lugar empezó a cimbrar, y del techo caían pedazos de yeso viejo. Las paredes
se cuarteaban, y los gritos de los niños retumbaron escaleras abajo. Pedro se
agarraba de donde pudiese, mientras el yeso y el cemento le cegaban. Los
pulmones se le llenaron de ese polvo que ahogaba, y sus toses no le dejaban
guardar bien el equilibrio. Elihú volvió a arremeter, y esta vez, Pedro sintió
que el edificio se inclinaba. Otro golpe más, y tal vez todo se vendría abajo.
Las paredes se abrían, y el piso crujía, como un animal malherido.
De
repente, los gritos de los niños cesaron, y el edificio dejó de temblar. Era
como si todo se hubiese detenido, como un mal sueño. Pedro echó a correr
escaleras abajo, saltando las piedras caídas y los escalones que se habían desmoronado.
La tos lo atacaba y sus ojos no podían ver bien por donde iba, pero eso no le
importaba. Ahí no estaban sus niños. No había rastro de ellos en la oscuridad.
La
luz de la calle le guió hasta el vestíbulo, y la puerta del edificio arrancada.
Afuera se veía una sombra: la sombra de la muerte. Elihú estaba de pie,
esperándolo. No había rastro de los niños: tal vez habían podido escapar. Pedro
se fue acercando poco a poco, tratando de ver a través del polvo, tropezando
con piedras y varillas.
-Aquí
me tienes… Déjalos ir, y tendrás un premio más grande. Podrás acabar con mi
vida. Quedamos tan pocos como tú y yo… Déjalos ir…
Cuando
salió del edificio, Pedro miró más de cerca a su antiguo amigo, quién esperaba.
Pero entre sus manos ya tenía algo más, un premio mucho mayor del que Pedro le
ofrecía. Levantaba con ambas manos alrededor del cuello el cuerpo inerte de
Panda, con los pies colgando por encima del pavimento. Pedro palideció.
El
muchacho soltó su último aliento, mientras Elihú lo dejaba caer, justo a los
pies de Pedro, quién se agachó para agarrar a su muchacho, tratar de
despertarlo, pero era imposible. La sangre le corría por la nariz y uno de los
oídos, con los ojos inyectados en sangre y el rostro azul. Estaba muerto. Lleno
de rabia, Pedro miró a su enemigo, pero se quedó quieto, asustado, sin
palabras.
Elihú
lloraba, con las manos temblorosas y el rostro desencajado. Miró a Pedro a los
ojos, y el viejo notó el miedo en la mirada del otro.
-Vino
a mí. Ni siquiera los perseguía. Los niños se fueron, y él se acercó. Me dijo
que había sido el primero de los niños que rescataste de mis manos. Que dejara
a sus hermanos en paz. Ni siquiera recordaba su verdadero nombre. Maté a un
muchacho que debió morir hace mucho, y ni siquiera encuentro la finalidad. Es
algo horrible… Si mi fuerza solo sirve para eso, para matar, no hay nada bueno
en hacerlo. Tú salvaste a todos esos niños. No puedo enfrentarme a eso…
Descalzo
y semidesnudo, con el hombro lleno de polvo, Elihú se marchó caminando por la
calle. Volteó una sola vez para ver a Pedro.
-Llévate
a esos niños y dales una mejor vida. O te buscaré a ti…
Salió
corriendo, con pasos ligeros, perdiéndose en la oscuridad. Pedro lo miró
alejarse, y mientras abrazaba a su muchacho muerto, los demás niños salían de
la oscuridad de un callejón. Una de las niñas más grandes, Altea, cargaba al
bebé, que había dejado de llorar. Algunos corrieron para abrazar a Pedro, y los
demás lo rodeaban, de pie, como pequeños fantasmas a su alrededor. El hombre
miró hacia el otro lado de la calle: el auto seguía ahí, pero la música hace
tiempo que se había acabado.
-¿Dónde
está el hombre malo?-, preguntó uno de los pequeños, uno de ojos hermosos y cabello
negro.
-Se
ha ido. Vamos a tener que irnos de aquí. Hay que dejar este lugar…
Los
niños caminaron hasta el auto, y empezaron a acomodarse como pudieron. Pedro
dejó a Panda recostado en el suelo, con los ojos cerrados, y le dio un beso en
la frente. Si hubiese podido ver eso… Tal vez su hijo estuviese vivo, y todos
los demás muertos. Camino hasta el auto y arrancó el auto, recorriendo las
calles solitarias.
El
sueño lo venció saliendo de la ciudad, y orillando el auto en la carretera,
entre unos arbustos, Pedro se quedó dormido. El sueño que tuvo era una visión.
Los niños sonreían, jugaban con otros pequeños, en un albergue. Estarían a
salvo, felices, bien cuidados. Y él sonreía, porque los visitaba cuando podía,
y…
El
sonido de un camión que pasaba en ese momento por la carretera lo despertó. La
caja del camión tenía una enorme bandera estadounidense pintada en el costado,
como si ondeara con la velocidad del aparato. Vio a sus niños, durmiendo en los
asientos de atrás, y a su lado, Altea con el bebé entre sus brazos. Sonrió, y
volvió a dormir.
Esta
vez, su sueño cambió. Había muchos colores, como el arcoíris, y sangre, sangre
y gritos…
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