Cada
vez más cerca. Los fuegos artificiales subían y se disolvían en el cielo
nocturno, y todo brillaba. Un tono verde enfermizo, el amarillo brillante como
el sol, y un rojo profundo como la sangre.
Josafat
caminó despacio, saliendo del bosque, cruzando el camino que llevaba
directamente a la pequeña finca. Todo estaba en su lugar, cada adorno y las
mesas. Pero estaban vacías. Las sillas estaban acomodadas perfectamente en su
sitio, y la comida descansaba sobre los manteles de colores festivos que aún
cubrían las mesas.
No
se había dado cuenta del detalle más escalofriante, hasta que uno de los fuegos
artificiales iluminó el cielo y todo a su alrededor. Josafat no estaba solo:
alrededor, contra la pared de la finca, estaban todos los invitados, de pie,
dándole la espalda al centro, como expiando sus pecados con los rostros y las
manos pegados a la piedra de la pared. El muchacho estaba anonadado: todos
estaban ahí, pero nadie lo miraba. Las luces seguían iluminando aquel lugar, y
las siluetas de las personas en la pared se reflejaban de manera inquietante.
-Siéntate-,
dijo una voz como susurro, quieta, apacible, como si viniera de dentro suyo y a
la vez del cielo colmado de estrellas de colores. Josafat no tuvo que escuchar
dos veces: se sentó en una de las sillas de madera, una que tenía una serpiente
grabada en el respaldo.
Frente
a él apareció su amigo Jhonatan, caminando despacio, viniendo de las sombras de
la finca que lucía apagada y muerta. Con su mano derecha sostenía una copa
hermosa llena de líquido rojo tan espeso como sangre, y en el dedo índice de la
mano izquierda se posaba un pequeño colibrí, con plumas azules que brillaban
aún en la oscuridad como con luz propia. El ave no se movía. A veces movía las
alas, pero cada cierto tiempo bajaba para chupar un poco de aquel néctar rojo.
Jhonatan
se sentó en una silla frente a su amigo, con el respaldo de un inmenso jaguar
negro, abriendo las fauces y mostrando los dientes ensangrentados.
-Mira
el colibrí que brilla en la oscuridad, y que ni la Luna ha podido apagar, y
hasta las estrellas se arrodillan con su calma sin igual. Bebe del néctar y
nunca se cansa. No necesita volar…
La
voz de su amigo estaba afectada, como si le doliese hablar. Josafat escuchaba,
y la sed empezó a resecar su garganta. El frío congelaba sus piernas y sus
manos, pero no le importaba. Quería beber de aquello que el colibrí estaba
tomando.
-¿Vas
a darme de beber?-, dijo Josafat, tosiendo un poco al final por la sensación de
sequedad en su garganta.
Jhonatan
sonrió y luego se quedó muy serio.
-El
alimento del colibrí de la mano izquierda no es para mortales. Lo que cambia se
hace más fuerte. Lo que se estanca, se convierte en piedra por siempre. El
eclipse, mira al eclipse, y dime si los sentimientos humanos no se han vuelto
ya pelotitas de pluma…
Los
fuegos artificiales iluminaron de rojo el patio, y de las sombras volvió a
salir la chica, envuelta en un vestido negro, cubriéndole todo el cuerpo,
excepto las manos y la cabeza. De su cuello colgaba una serpiente, y de la
cintura se ceñía un cinturón de manos humanas, cortadas, que aún temblaban y
doblaban los dedos. El muchacho se puso tenso, y la silla le parecía aún más
dura que antes.
-Recuerda
mi nombre, Josafat. La serpiente te lo ordena, y las manos claman sostener tu
corazón. Bienaventurada soy, y llego cuando menos me lo piden. Ven a mí y roba
los huesos, y hazte de ellos una nueva piel con cada sol que se eleva en el
horizonte.
Fue
cuando Josafat empezó a sacudir la cabeza. Era obvio que estaba soñando, y que
aquello eran alucinaciones. La comida, el tequila, algo debió de haber pasado.
Seguía acostado en el bosque, tal vez inconsciente, no lo sabía.
-¿Qué
quieren de mí? ¿No ven que tengo mucha sed? Denme néctar, o regrésenme de
vuelta a la realidad…
Jhonatan
negó. Josafat sentía que algo le corría entre las piernas. Era un perro, negro,
sin pelo, y con las orejas puntiagudas siempre arriba, ladrando y corriendo sin
detenerse.
-Hasta
aquí llega el camino, al pueblo de los olvidados, donde el Páramo aún llora
sangre y de sus fuentes brota el polvo y la soledad. El beso de la madre te ha
traído aquí. No puedes irte, porque en realidad no has visto como llegaste…
La
muchacha sonrió, con su cabello negro y aquella piel suave y tersa, perfecta.
Josafat le estiró la mano, pero ella no le hacía caso. No podía salvarlo. Con
su delicada mano, la chica tomó la copa de néctar de la mano de Jhonatan, y el
colibrí voló hacia el cielo, fundiéndose en una de las estrellas multicolores,
llenando el aire y la pared de un color azul intenso, profundo.
-Bebe,
mi dulce amor, y cuando despiertes, yo seré alguien más y tú no te reconocerás.
Dulce sabor, que recorra tu garganta seca y tu corazón marchito, y seamos por
hoy solamente alguien diferente. Cierra los ojos, mi ollin miquiztli…
Josafat
obedeció a su dulce amada, a aquella mujer a quién ahora podía ver en su mente,
y cuyo nombre resonaba como una dulce campana en su corazón. La muchacha
levantó la copa y vació el néctar en la boca de Josafat, quien bebía como si su
vida dependiese de ello. Y el néctar le ardía, quemaba su piel y su interior,
derretía sus intestinos, y flameaba su corazón. Cuando la carne se desprendió
de su pecho, y los huesos se abrieron, el corazón en fuego salió. Y de ahí mismo,
el colibrí chupaba, como si de una fruta se tratara.
La
noche dio paso al día, y ahí estaba él, tal como lo prometió la muchacha,
renacido…