Javier,
Ricardo y Luis llegaron al vestíbulo de visitantes. Afuera, la fuente con forma
de paraguas seguía tirando su hermosa cascada de agua sobre el piso inclinado
hacía afuera. Al fondo del pasillo, dónde sólo estaba la entrada a la oficina
del director y otra puerta que no pudieron identificar, estaba una enorme
pared. En ella, había un hermoso mural, más largo que ancho, dividido en dos
secciones.
-Ahí
está. Le dije que no era una pieza cómo tal, señor Carrillo, pero al menos ahí
lo tiene. Y el poema está pegado en la parte oscura-, dijo Ricardo, agarrándose
la mano herida con la sana, mientras señalaba con la cabeza el lugar indicado.
Luis y
Javier se acercaron más al mural, el muchacho por la derecha y el médico por la
izquierda.
Era una
extensa pared, dónde, a la derecha, se representaba el día, un amanecer color
anaranjado rojizo, con un sol perfectamente redondo, amarillo, que parecía
brillar. Del lado izquierdo era la noche, con una enorme media luna apuntando
su cara redonda hacía abajo, y un conjunto de estrellas por arriba, que
formaban constelaciones con líneas muy finas. En el centro, dónde el rojo
amanecer y el azul anochecer se unían en un extraño violeta moteado, había dos
figuras. Del lado nocturno, un jaguar, con manchas negras y piel de cobre, el
rostro enfurecido, mostrando los colmillos, con una garra al aire, listo para
el ataque. Del lado diurno, una extraña serpiente con plumas verdes, enrollada
en una espiral simple, con una especie de alas en la curva de la espiral, las
fauces abiertas por debajo de la garra del tigre, los ojos pequeños, pero
furiosos también.
-Es una
lucha-, dijo Javier, tocando un poco la superficie de la piel del jaguar. Se
veía impresionante, incluso de cerca.
-Es de
Rufino Tamayo, ¿verdad?-, dijo Luis, reconociendo el estilo.
-Así es.
Su nombre es Dualidad. Terminado en 1964, adorna el museo desde que fu
construido. Es la lucha eterna del día y la noche, no cómo sentidos opuestos,
ni cómo el bien o el mal, sino cómo un proceso eterno, natural y necesario. La
serpiente emplumada es Quetzalcóatl, el dios del aire, de las artes, de la
humanidad. El jaguar es Tezcatlipoca, su hermano el hechicero, señor de la
oscuridad y los malos presagios.
Luis
miró con atención los elementos restantes, dejando a un lado a las dos figuras
que peleaban. Un enorme Sol que brillaba en un hermoso día. La media Luna que
engalanaba la noche. Y más arriba, las estrellas…
-¿Ya te
diste cuenta?-, le dijo el muchacho al médico.
-Estrellas,
Luna y Sol. ¿Son los tres niveles divinos?-, dijo Javier, dándose la vuelta
para preguntarle a Ricardo. El hombre asintió.
-Me puse
a pensar en la posibilidad de que pueden ser. Las estrellas cómo un símbolo del
mundo nocturno de la muerte. La
Luna y su relación con el agua del lago principal. Y el Sol,
dueño de toda la creación, el dios que deslumbra en los cielos eternos. Tal vez
ese sea el orden de las pistas. Tenemos que alcanzar la carta.
Javier
alzó la mirada, y justo dónde estaban las estrellas formando las
constelaciones, estaba el papel, bien plegado, fijo a la pared con cinta
adhesiva de la delgada, la que se usaba en las restauraciones.
-Súbeme,
yo lo alcanzo-, dijo Luis, ya que el papel estaba casi dos metros más arriba
que ellos.
-Ni lo
pienses. Pesas demasiado, no te voy a cargar…
-No seas
tonto, no me vas a cargar, sólo apoyaré mi pie en tus manos, y lo alcanzaré. No
seas tan delicado.
-Perfecto,
hazlo. Pero si no lo alcanzas a la primera, te tiraré, ¿lo entiendes?-, dijo
Javier, poniendo ambas manos cómo si fuese un escalón. Luis lo miró con ojos de
reproche, pero apoyó bien el pie en las manos de Javier. El médico hizo un
esfuerzo para levantarlo, y Luis hizo el suyo propio para mantenerse en
equilibrio.
-Se va a
caer-, dijo Ricardo, mirando con aprehensión la escena. Javier no podía voltear
ni moverse, pero asintió un poco con la cabeza.
-¡Si
sigue moviéndose, sí se va a caer! ¡No tiembles tanto canijo!-, dijo Javier, tratando
de soportar el peso de Luis, entre soplidos y enojos.
-Nunca
había estado tan arriba, así que no me regañes… Ya falta poquito…
Estiró
su brazo, y sus dedos quedaron a cinco centímetros del papel. Trató de
estirarse, pero era inútil. Agarró entonces vuelo, y brincó de la mano de su
amigo. El papel quedó envuelto entre sus dedos, pero su cuerpo se movió
inevitablemente hacía el suelo. Primero cayó de pie, pero las piernas se le
doblaron, y su espalda pegó fuertemente contra el suelo.
Javier
se acercó apresurado hacía Luis, a quien le faltaba el aliento y sentía cómo si
le hubiesen estrellado una silla en la espalda. Hacía muecas de dolor, y se
retorcía en el suelo.
-¡Pero
qué carajo estabas pensando! ¿Estás bien?-, exclamó Javier. Ricardo estaba
detrás de él, mirando.
-Sí,
creo que sí…
Y le
mostró el papel a Ricardo, quién lo tomó de sus dedos, mientras Javier revisaba
al muchacho, pero en apariencia estaba bien.
Miró la
hoja desdoblada, después de haberle quitado un poco de cinta encima, y lo leyó:
No acabarán mis flores,
No cesarán mis cantos.
Yo cantor los elevo…
35
-Flor y
Canto. El tesoro de los dioses, las estrellas, brillantes. Así eran sus cantos,
como tesoros. Tenemos que darnos prisa y encontrar el poema referente a la Luna. ¿Está bien Luis?-,
dijo Ricardo, dándole espacio al muchacho para que se levantara. No podía
apoyar bien el pie izquierdo, y ya comenzaba a cojear.
-Me
torcí el tobillo, creo… Tenemos que darnos prisa.
-¿Puedes
caminar?-, dijo Javier, visiblemente enojado.
-Claro
que puedo. Vamos de regreso…
Caminaron
más lento, cuando escucharon pasos que venían desde la sala Maya, hacía las
oficinas. Fue cuando se toparon con Glenda y Alejandro, con rostros de susto.
-¿Pasó
algo?-, dijo Javier, quien venía adelante, mientras Ricardo le hacía apoyo a
Luis con su pie torcido.
-Tiene
que venir, doctor. Pasó algo con Carlos-, dijo Glenda, con voz aguda, a punto
del llanto.
-Veníamos
a buscarlos, y llegó César con Carlos… Tiene que verlo, no sé que es lo que
pasa-, dijo Alejandro.
Javier
asintió y echó a correr, pero se detuvo unos pasos al acordarse de Luis.
-No te
detengas, vamos detrás de ti-, dijo el muchacho, sonriendo con una extraña
mueca de dolor. Javier asintió y corrió junto con los otros dos.
-Tenemos
que darnos prisa, Ricardo. Tengo una idea. Hay una leyenda acerca de la Luna , el Sol y las Estrellas,
¿no es así?-, le dijo Luis a su compañero, que empezó a escuchar atento.
Cuenta
la leyenda que Coatlicue, la diosa de la Tierra , había parido a 400 hijos, los Centzon
Huitznahuac, las estrellas, y a una mujer guerrera, llamada Coyolxauhqui. Un
día, barriendo su casa, Coatlicue encontró una hermosa pelotita de plumas, la
cual se guardó bajo la falda.
Cuando
se dio cuenta, la pelotita ya no estaba, y ella estaba de nuevo embarazada. Los
hijos, al darse cuenta de lo que había acontecido, decidieron matar a su madre,
por ordenes de la celosa Coyolxauhqui. Coatlicue escapó, ayudada por uno de los
hijos desertores, que la iba advirtiendo del peligro.
Pero
Coatlicue no temió, sino todo lo contrario, por que escuchó la voz de su hijo
nonato, que la ayudaba a sentirse más tranquila. Cuando el hijo le advirtió que
los Centzon Huitznahuac estaban cerca, junto con Coyolxauhqui, dispuestos a
matar a su madre, nació Huitzilopochtli, el Colibrí Zurdo, el dios de la guerra
y del Sol, armado y listo para la guerra.
Uno a
uno, los hijos de Coatlicue fueron cayendo ante la furia y las armas de su
hermano recién nacido. Y para nunca perdonar la afrenta, Huitzilopochtli
descuartizó a su hermana Coyolxauhqui y arrojó su cabeza al cielo, dónde
brillaría junto con sus hermanos cada noche, cómo recuerdo del poder divino del
Sol.
Esa fue
la leyenda que le conté a Ricardo, por que fue la primera que relacioné. Pero,
¿en qué nos ayudaba eso? ¿Cuál sería el primer paso?
-¿Qué
tiene que ver esta leyenda con lo que estamos buscando?-, dijo Ricardo,
caminando lentamente hacía la entrada de la sala Tolteca. Luis iba a su lado,
cojeando cada vez menos.
-Si la
siguiente pieza es algo relacionado con la Luna , tendría que ver con Coyolxauhqui. Recuerdo
un monolito redondo de la diosa descuartizada, pero no lo he visto en el museo.
-Será
por que ese monolito está en el museo del Templo Mayor, no lo tenemos aquí.
Pero hay una pieza relacionada… Mira, ahí están.
Cuando
llegaron a la sala Azteca, vieron a Javier atendiendo a Carlos, que estaba en
el suelo, con sangre en la cabeza, desmayado. César lo miraba desde arriba, con
rostro extrañado.
-¿Qué
pasó?-, dijo Luis, cojeando más al caminar deprisa. Le dolía, y su cara lo
denotaba.
-Está
inconsciente. Pensé que había sido César pero…
-Pero
nada, señor Carrillo. Ya le dije que lo encontré y lo traje conmigo. La persona
que lo hizo sigue allá arriba, y no sé qué quiere. Tenemos que salir de aquí
antes de que pase algo más-, dijo César, apretando bien los puños.
-¿Encontraron
algo?-, dijo Trilce, sin ponerle demasiada atención a los reclamos de su enorme
compañero de trabajo.
-Un
poema a las Estrellas. En fin, tenemos que encontrar los otros dos. ¿Qué vamos
a hacer, señor Carrillo?-, dijo Ricardo.
-Tenemos
que sacarte a ti y a Carlos a un lugar seguro. César, tendrá que ayudarnos para
sacar a Carlos, tal vez a la caseta de vigilancia en la entrada del museo, la
vi al entrar. Ricardo, tienes que ir con ellos, para que pidan asistencia
médica…
-Yo me
quedo, señor Carrillo, pueden necesitar mi ayuda-, dijo Ricardo, con su mano
adolorida en el regazo.
-Perfecto.
Trilce y Glenda si se tienen que ir, mis sospechas con ustedes no son para
acusarlas. Puedo quedarme con Alejandro, para que me apoye en algo. Vamos,
señor Colín, saque a la gente, y llamen a la policía.
César
asintió, y volvió a cargar con Carlos, que se había vuelto pesado. Las mujeres
siguieron detrás de él. Glenda se detuvo:
-Señor
Carrillo, resuelva esto, salve a este museo de las amenazas que vengan. Y por
favor, atrapen a ese maldito…
-Lo
haré, señora Lugo. Ahora llamen a la policía. No nos queda mucho tiempo, y
abran la puerta…
Ella
asintió, mientras se alejaba junto con los demás por la sala Tolteca.
-Alejandro,
quiero que vigiles las escaleras, por si alguien baja, y es verdad lo que nos
dijo el señor Colín. ¿Alguna idea de la siguiente pista?-, dijo Javier,
acercándose a Luis. Alejandro salió corriendo hacía las escaleras, encendiendo
la linterna que había dejado César en manos de Javier.
-Coyolxauhqui
es la diosa de la Luna. Su
cabeza fue usada para ese propósito. Ricardo sabe acerca de una pieza que tiene
que ver con la Luna
y la diosa.
-Así es,
y es esa, exactamente…
Ricardo
señaló otra urna, cerca de la puerta que daba a los jardines, parecida a la del
pez del Preclásico, sólo que no estaba cubierta de plexiglás. Era una cabeza de
piedra, un rostro femenino lleno de dolor, a pesar de sus ojos cerrados.
-Es la
cabeza de Coyolxauhqui. Representa a la
Luna , obviamente. Si el papel está ahí, estará debajo, pero
la piedra es pesada. Levántenla, yo lo sacaré.
Javier y
Luis se pusieron en extremos opuestos de la piedra, y la levantaron con
cuidado. Pesaba demasiado, pero para dos personas era menor el esfuerzo. Y en
efecto, con la mano sana, Ricardo sacó de debajo de la piedra un nuevo poema.
Lo desdobló y leyó en voz alta, incluso Alejandro pudo escuchar, alejado del
lugar:
Cuando sobre la tierra amanece,
Las estrellas dejan de verse.
23
-Se nota
que la siguiente poesía trata del Sol-, dijo Luis, mientras ayudaba a Javier
para poner la piedra en su lugar.
-Lo más
preocupante de todo es que hay muchas piezas en el museo que representan al
Sol. Era la máxima deidad en casi todas las culturas, por que era lo que le
daba vida a las plantas, e iluminaba su mundo fuera de las tinieblas. No hay
tiempo, y hay que encontrar la siguiente pista antes de que llegue la policía-,
dijo Ricardo, guardándose el papel en un bolsillo.
-Siento
interrumpir, señores, pero la fiesta terminó.
Alguien bajaba
por las escaleras, una figura delgada y de estatura mediana. Alejandro se alejó
de espaldas, poco a poco, y los demás voltearon la mirada hacía la penumbra.
Javier no pudo reconocer esa voz. La figura andrógina iba bajando poco a poco,
raspando con sus uñas la superficie del pasamanos. A Luis le dio un escalofrío.
-¿Quién
está ahí?-, dijo Alejandro, apuntando la luz hacía el recién llegado.
Era
joven, de aspecto demacrado, con los ojos grandes, pero cubiertos por unas
ojeras de días. Su cabello negro deslumbraba de lo lacio, y su sonrisa dejaba
espacio para imaginarse en qué actitud venía. Vestía todo de negro, con
pantalón y una chaqueta. Las uñas, que más bien parecían garras plateadas,
dejaron de surcar el pasamanos.
-Un
mensajero y emisario. Vengo a dejar un mensaje, y vengo por algo que me
pertenece…
***
0 comentarios:
Publicar un comentario