-¡Nadie
lo mueva! Déjenme ver…
Todos
habían hecho círculo para ver lo que había pasado, y sólo César y Alejandro se
movieron para que Javier pasara. El cuchillo estaba firmemente clavado, cómo si
hubiera sido disparado por alguna clase de resorte escondido. Ricardo sudaba
del dolor, y gritaba de vez en cuando. Trilce estaba llorando, y Glenda no
quería ver.
-Necesito
que alguien vaya por algo para desinfectar y gasas, muchas gasas-, dijo el
médico.
-Yo
puedo traerlas, vamos querida-, dijo Glenda, levantando a Trilce y llevándola a
las oficinas.
-¡DUELE
MUCHO, CARAJO!-, gritó Ricardo cuando Javier le movió la mano. Luis hizo cara
de asco. Alejandro y Carlos encontraron el pistón escondido en una pared. Algo
cómo un hilo lo había accionado.
-Perfecto,
haremos que ya no te duela…
Y
Javier, con semejante fuerza, jaló el cuchillo sin darse cuenta del grito
terrible que hizo Ricardo cuando salió por completo, con un chisporroteo de
sangre y un crujido de los huesos de la mano. César sacó de su bolsillo un
pañuelo y se lo dio a Javier para que envolviera la mano en lo que traían las
gasas. Luis tenía cara de asco, eso era seguro. No soportaba mucho la sangre, o
al menos ahora se desmentía.
-Tenemos
que llevarlo a un hospital, se va a desangrar señor Carrillo-, dijo Carlos,
mirando el charco de sangre que llenaba el suelo gota a gota. Ricardo componía
muecas, pero aguantaba el dolor con voluntad más ajena que propia.
-Solamente
necesito hacer presión, estará bien. Si algo pasa, llamamos a la policía
entonces. Por lo de mientras, hay que buscar la siguiente hoja. Pienso que debe
ser algo relacionado con la
Tierra , con el lugar dónde viven los seres humanos entre los
mundos sobrenaturales…
Javier
miró a Luis, sabiendo que ambos tenían la respuesta correcta, pero no tenían
idea de dónde buscar. Carlos parecía demasiado confundido también.
-Hay
muchas referencias, señor Carrillo. El concepto del Tlaltipac está
generalizado en todo el mundo azteca, en cada pieza que conozco. “Nos dejaste
sin provisión en la tierra, por eso a mí mismo me desgarro”, eso era lo que
decía el poema que acaba de encontrar-, dijo César. Las muchachas llegaron con
los enseres para curación, además de unas vendas.
Mientras
Javier trabajaba en la mano herida, Luis preguntó:
-¿Y eso
qué tiene que ver?
-Los
sacrificios no se hacían en honor a la tierra, y menos los de sangre. Sólo se
reservaban al sol. Hay una única pieza en el museo que alberga un sacrificio a
la tierra. Uno que se hacía con mejores intenciones, y que no obligaba al
esclavo a dar su vida con la muerte.
Ricardo
soltó un grito estremecedor cuando el agua oxigenada de la gasa tocó la piel
dañada, impregnando los músculos. Se le erizó el vello de la nuca, y
resoplando, dijo:
-Está…
en Bonampak… Es un ritual de sacrificio… sencillo…
-Pero si
Bonampak está en Chiapas, no podemos ir allá-, dijo Luis, atónito por una
respuesta aparentemente estúpida.
-A decir
verdad, no está tan lejos, señor Zaldívar. Estamos en un museo, hay réplicas de
algunas cosas que no cabrían completas o que sería imposible traer. Venga
conmigo, yo le enseño-, dijo Alejandro, alejándose con el muchacho a pasos
apresurados.
-Voy con
ustedes-, dijo Carlos, dejando la linterna en manos de César para apuntar mejor
al trabajo de Javier.
El
médico los vio alejarse hacía la sala Maya. Apretó el último vendaje coloreado
de rojo sangre, mientras Ricardo se calmaba, suspirando de vez en cuando.
Trilce ayudó al pobre hombre a levantarse para que pudiera olvidarse del inmenso
dolor. Nadie dijo nada por un momento.
Bonampak
son ruinas de origen maya que se encuentran en Chiapas. Efectivamente no
teníamos que ir tan lejos, y la solución de Alejandro fue una luz más poderosa
en la oscuridad.
El Museo
contaba con jardines traseros y laterales, entre la fachada y una enorme reja
de metal retorcido de manera estética que separaba, en parte, al Museo de la Avenida Reforma. En uno de los
jardines laterales se encontraban piezas pertenecientes a la cultura maya,
cercanas a una salida hecha de cristal, que se abría con la presencia humana.
Encontré,
para mi sorpresa, una especie de cabina de piedra, hecha por expertos, de lo
que parecía una especie de corredor, con el techo de forma trapezoidal, iluminado
por dentro con una fuerza descomunal.
Dentro
de la cueva de piedra, había una serie de pinturas que representaban hombres
ataviados con plumas y pieles, de perfil, en procesión, dándole la vuelta
prácticamente a la parte superior del techo. Más abajo, escenas cotidianas con
otros personajes, y una hilera de hombres humildes que sacaban sangre de sus
lenguas, orejas y dedos, derramando la sangre en la tierra. Eran muy coloridos,
pero así debían de verse las originales.
Sólo
Luis abrió la boca en señal de asombro. Las pinturas de Bonampak se veían
impresionantes desde el punto de vista del espectador, más aún que en los
folletos o en Internet. La luz que las iluminaba era suficiente para hacer
saltar sus colores por todas partes.
Y encima
de la placa sobre el suelo que indicaba la información de la pieza original,
había otro papel. Carlos se acercó, cuidando de no encontrarse con otra
sorpresiva trampa mortal. No pasó nada, y salió junto con Alejandro y Luis al
umbral del recinto. El guardia desdobló el papel, y leyó, frunciendo el ceño:
-Lo
siento, esto es complicado. El náhuatl me hace nudos en la lengua, o qué se yo,
pero no puedo leerlo bien. ¿Lo haría por mi?-, dijo Carlos, entregándole el
papel a Luis. El muchacho lo miró, y empezó a leer:
An nochipa Tlalticpac:
zan achica ye nican.
37
-No
entiendo lo que dice. Al menos sólo lo de Tlaltipac… ¿Alguna idea señor
Cienfuegos?-, dijo Luis.
-Lo
siento, sólo encuentro piezas, no las descifro yo. La señorita Trilce sabe de
estas cosas. De todas maneras, tenemos que regresar…
Y
anduvieron el camino de regreso, bordeando bellas flores iluminadas por la luna
llena de Día de Muertos.
Cuando
los tres hombres se marcharon, y después de un silencio aterrador, Javier hizo
un comentario.
-No sé
quién mató a Daniel, no tengo demasiadas pistas para saberlo a ciencia cierta.
Tal vez sabía que lo iban a matar, y guardó su secreto de esta manera. O tal
vez sólo quiso hacer las cosas con el mayor secreto. No vine a investigar un
cadáver. Algo quería darme, y tengo que llegar hasta él. ¿Cree poder continuar,
señor Flores?
Ricardo
palideció cuando movió su mano herida con un reflejo involuntario. Tenía los
ojos llorosos, pero resistió.
-Creo
que sí. De todas maneras, necesitan llegar a los últimos tres niveles. Voy a
ayudarles todavía…
-Muchas
gracias. Tendremos que irnos rápido, buscar pronto la pista siguiente, hasta
acabar el camino. Esperaremos a Luis y a los demás a que regresen con la
siguiente pista. Ahí vienen…
Los
otros muchachos regresaron corriendo, con sus pisadas en el suelo, retumbando
en las paredes. La sombra de Coatlicue se extendía más y más conforme avanzaba
la noche. Y el viento empezaba a soplar más fuerte, cómo una tétrica visión de
la muerte tocando a la puerta del museo.
-Lo
siento, señor Carrillo. Estábamos tratando de descifrar este misterioso papel.
No entiendo muy bien el náhuatl…-, dijo Alejandro, jadeando para recuperar el
aliento. Javier miró a Luis y asintió en señal de aprobación cuando le
entregaron el poema. Lo desdobló con sus enormes manos, y leyó, con rostro de
extrañeza.
-No sé
que quiere decir. Señorita Trilce, ¿nos haría el favor?
La
muchacha asintió, acomodándose el cabello largo y ondulado detrás de los
hombros. Se acercó para leer con más claridad el papel. Asintió y empezó a leer
lentamente:
-“No
para siempre en la Tierra :
sólo un poco aquí”. Habla de que la vida nunca es para siempre, y sólo duramos
un poco menos que lo eterno. ¿Será otro poema de Nezahualcóyotl?-, dijo la
muchacha.
-Sí. “Lo
Pregunto”, así se llama el poema. Habla de la duración de las cosas, que todo
es pasajero, y ni siquiera lo más bello dura para siempre. Es una especie de
filosofía diferente a la occidental, e incluso a la oriental. No hay línea de
vida y muerte, y tampoco se reencarna. Simplemente deja de ser-, dijo Luis,
antes de que César lo interrumpiera.
-Hasta
aquí hay mucho pensamiento confuso. Necesitamos una nueva pista para movernos.
Luis dice que hay tres niveles místicos. ¿En qué orden van?-, preguntó Javier.
-Primer
el inframundo, a dónde iban a parar la mayoría de los muertos. Luego el mundo
de Tláloc, dónde iban los ahogados y los niños muertos. Y al final el cielo de
Huitzilopochtli, dónde iban los guerreros muertos en combate y las mujeres que
morían a dar a luz-, aclaró César, enumerando con sus enormes dedos los
niveles.
-Sí, eso
es impresionante. Pero no nos dice nada acerca de las pistas que siguen. S es
verdad que vamos buscando símbolos de la lotería mexicana, ¿qué más podemos
relacionar? Al menos que no nos estén diciendo algo…-, dijo Alejandro, mirando
con ceño de culpa a Carlos, que trataba de esconder el rostro en la penumbra.
-¿Qué no
han dicho?-, dijo Glenda, que no entendía nada de lo que pasaba. A su lado,
Ricardo sólo escuchaba, aguantando los gritos.
-Qué
Carlos sabe demasiado acerca de las pistas, y supongo, sólo supongo, que el
señor Carrillo y el señor Zaldívar le están ayudando a esconder sus secretos.
¿Qué tramas? ¡Enano insufrible!-, atacó César, pero antes de que se abalanzara
a Carlos, Luis se interpuso, mostrando el papel con los números, que había
sacado del bolsillo.
-¡Esto
es lo que les escondemos! Encontré este papel, y sabía que Daniel me quería
llevar a una pista tras otra, y lo he estado haciendo desde el principio.
Carlos se sabe las cartas que siguen…
-¿Entonces
por qué no dijeron nada?-, objetó Trilce.
-Por que
sería arriesgado con el asesino a nuestras espaldas. Nos forzaría a seguir
buscando, matando a los presentes, o con peores métodos. Pero ahora que nos
faltan tres números, estamos más cerca de descubrir el misterio, y quién lo
hizo. Tengo mis razones y conjeturas. ¿Qué número sigue Luis?-, dijo Javier,
tratando de detener a César, que volvía a sacudirse para atacar a Carlos.
-Es el
35. Tenemos que darnos prisa para encontrar todas las pistas y salir de aquí
con el asesino. ¿Carlos…?
El
guardia se acercó, alejándose un poco de César, que lo miraba con odio y ansias
de matarlo.
-El 35
es La Estrella. No
sé que pieza del museo tiene que ver con las estrellas o el cielo, no le veo
forma…
-Está
claro ahora, señores. La estrella es el símbolo de Lucifer, del diablo de la
carta 2. Las pistas van al revés. Pero no hay sentido, no veo en ninguna pieza
del museo esa relación, cómo dice Carlos. ¿Qué opinas Ricardo?-, dijo Carlos,
dando la vuelta para ver a su colega, sentado en el suelo.
-Tengo
una idea. Pero no sé, puede que me equivoque. Está en el vestíbulo de
visitantes…
Un
sonido retumbó desde el fondo de las escaleras que iban hacía la sala de
Etnografía. Era cómo si alguien hubiera dejado caer algo al suelo. Todos saltaron,
y guardaron silencio. A Javier se le erizó el vello de la nuca, y empezó a
buscar en la oscuridad. No había más que sombras estáticas y frío, mucho frío.
-¿Qué
fue eso?-, susurró César, poniéndose en guardia, buscando frenético hacía las
escaleras.
-Hay
alguien con nosotros aquí dentro. No estamos solos-, contestó Javier.
-Pero
eso es imposible. Sólo pudo haberse metido por uno de los ductos de aire. Voy a
revisar, ¿me acompaña señor Colín?-, dijo Carlos, enfocando su linterna hacía
las escaleras. El hombre asintió, y caminaron hacía las penumbras.
-Muy
bien, señor Cienfuegos, quédese aquí con Trilce y Glenda. Ricardo, necesitamos
su ayuda para encontrar la siguiente pista. Vamos, no hay tiempo que perder.
Ricardo
asintió, levantándose con dificultad. Javier caminó hacía la sala Maya, y Luis
cuidaba de Ricardo hasta atrás de la fila…
No
teníamos ni idea de lo que nos encontraríamos a continuación. El sonido de algo
cayendo desde el piso de arriba me indicaba que había alguien con nosotros,
pero también que el asesino pudiera no haber sido alguien de los presentes.
Estábamos buscando culpables sin ninguna razón.
Supuestamente,
el camino de pistas o migajas que estábamos siguiendo era un mapa hacía el códice,
aunque por ayuda de Carlos, sabíamos dónde estaba, y cómo abrirlo también. Pero
al final, había alguien también buscando lo que nosotros ya sabíamos.
El problema
era saber quién de los dos sería más rápido en encontrarlo…
Carlos y
César subieron toda la escalera, y dieron vuelta a la izquierda, a la entrada
de la sala de Etnografía.
Había maniquís
en la penumbra, ataviados como huicholes, coras, mazahuas, e infinidad de
etnias de México, junto a una representación de sus objetos cotidianos y
costumbres. Ollas de barro, cestas de junco, telares, platos y vasos
artesanales, incluso juguetes, adornaban cada segmento de la sala, y enseñaban
a los visitantes de las diferentes culturas en el país.
Pero ahora
parecía que el calor y la humanidad de la sala se hubiesen esfumado. Se escuchaban
los pasos de una persona escondida entre la penumbra. La linterna temblaba, por
que Carlos tenía miedo. César era una sombra más en ese lugar, vigilando por si
se acercaba alguien.
Entonces,
la sombra del intruso pasó corriendo al final del pasillo de las Etnias del
Norte. Carlos se hizo hacía atrás, soltando la linterna al suelo, que retumbó cómo
una bomba casera en el silencio. Chocó con el vientre de César, y no tuvo
tiempo para disculparse.
-Hay
alguien ahí delante. Será mejor que vayas por allá, y yo derecho, así lo
acorralamos. Vamos…
Las instrucciones
susurradas de César hicieron que Carlos se pusiera más nervioso. Tomó de nuevo
la linterna, y se puso a caminar hacía el pasillo de a lado. Las Etnias del Bajío
parecían más oscuras de lo normal, y los pasos del misterioso visitante se
escuchaban más y más cerca. Caminó lentamente hacía adelante, con la luz de la
linterna temblando, hasta que se detuvo en el rostro inexpresivo de uno de los maniquís.
Quiso gritar, pero no pudo, por que se tranquilizó.
Alguna pieza
del pasillo se quebró, antes de escucharse unos pasos detrás de Carlos, que
volteó, pero no vio a nadie. Había una pequeña cacerola de barro aplastada y
hecha trizas en el suelo. Fue cuando la lámpara dejó de alumbrar.
-Maldita
cochinada de mierda, prende…-, decía el guardia, pegándole a la linterna para
que alumbrara. Detrás de él, alguien se acercaba, sigilosamente, y sin que se
diera cuenta.
La lámpara
tronó y se encendió, para alivio y alegría de Carlos, que soltó una sonrisita
en el silencio de la noche. Volteó para seguir caminando, y esta vez, la luz
apuntó a un rostro real, lleno de furia, con un enorme comal de metal entre las
manos. Lo levantó, y golpeó en la cabeza de Carlos tan fuerte, que la sangre
salió de su sien izquierda, salpicando el suelo y algunas piezas de museo.
El guardia
cayó desmayado, sangrando, mientras el aire se colaba de una ventila abierta en
el techo…
***
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