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lunes, 15 de mayo de 2017

#UnAñoMás: Deliciosa Asignatura (Día del Maestro)



A sus escasos 16 años, Sara era una muchacha muy linda. Sus ojos verdes, su piel apiñonada, y su cabello castaño claro, casi del color del chocolate, ondulado, que le caía por encima de los hombros. Con su uniforme de la preparatoria, cualquier muchacho podría decir que era una verdadera belleza, una chica “bien buena”, o “sabrosa”. Y lo decían, no temían que ella los escuchara, porque Sara se echaba a reír.
Los muchachos podían decir lo que fuera de ella, tratar de enamorarla, de llevarla en secreto a los árboles escondidos al otro lado de los salones, pero en específico, Juan Robles jamás podría decir algo así. Porque Juan era el profesor de historia, un hombre de edad media, que a pesar de la madurez, no perdía la complexión de un joven, con algunos músculos, el cabello negro veteado de canas bastante cuidado, y la voz experta de quien sabe más de la vida que cualquiera.
Y sí: Juan Robles estaba perdidamente enamorado de Sara.
El profesor trataba de hacerse notar, poniendo más atención en Sara que en cualquier otro alumno. Ella empezó a notar algo anormal, pero no decía nada. Simplemente se dejó llevar por las atenciones y las oportunidades que el profesor le estaba otorgando. Ella bien pudo haberse fijado en sus compañeros de clase, e incluso había empezado a andar con uno de ellos, el alto y guapo Marcos, pero la sutileza del profesor, sus ademanes, su galanura de hombre maduro… Terminó por ceder.
Aunque la muchacha le estaba poniendo mucha atención, Juan Robles también guardaba sus distancias. Era una menor de edad, eso estaba claro, y mientras menos gente se diera cuenta, más seguro sería. Tratar de ayudar a la chica con sus tareas, en alguna duda para el examen, asesorarla. Y aún así, tratar de dar la misma atención a los demás. Pero todos esos cuidados y precauciones terminaron el día que, mientras estaban en el comedor platicando del examen para finalizar el semestre, Sara le tocó la entrepierna al profesor con su propio pie. La última expresión de que ella, en su inocencia fingida, quería algo más de Juan Robles, que a nadie más podía ofrecerle. Y si alguien los vio aquella ocasión, nadie dijo nada.
Fue en una ocasión, después del examen, cuando el aula de historia se vaciaba antes del receso. Juan Robles estaba sentado tras el escritorio, tratando de acomodar sus propias ideas: entre exámenes que calificar, tareas pendientes y el hecho de ponerle gasolina al coche, la idea persistente de Sara flotaba entre todo lo demás, como un molesto mosquito al cual ha esperado con ansias. Sin duda, el hombre estaba perdiendo la concentración. Pensar siquiera en lo que la muchacha escondía bajo su falda, a lo que olía su cabello color chocolate, la sensación de sus senos entre los dedos… La erección era peor, porque le lastimaba dentro del pantalón.
La puerta se abrió, y ahí estaba ella, la pequeña muchacha de sonrisa grácil y piel suave, esperando a que el profesor le diera permiso para entrar. Ella no esperó: cerró la puerta tras de sí. El profesor sudaba frío, y se levantó de la silla, sin tratar de disimular la erección.
Fue ella la que se acercó tanto, que Juan Robles soltó un suspiro, el último que daría antes de que sus labios se tocaran. Suavemente la fue acercando a sí mismo, fue tocando sus curvas, sintiendo sus senos contra su pecho, y su erección buscando entrada bajo aquella falda. La fue colocando despacio sobre el escritorio, sintiendo que el calor entre ambos se hacía cada vez más y más fuerte, y se bajó el pantalón. Ella tampoco podía esperar más, y con ambas manos, sin dejar de besar a su profesor, se bajaba la trusa, levantando su falda…
Era como un sueño, una especie de orgasmo más mental que físico, porque Juan Robles podía escuchar, literalmente, los fuegos artificiales, las detonaciones de pasión dentro y fuera del salón, y Sara era suya, cada vez más, con sus piernas abiertas y el deseo de poseerla una y otra vez, como siempre había imaginado. El ruido de las explosiones estaba más cerca, cada vez más, y los gritos, aquellos malditos gritos…
Alguien abrió la puerta de manera estrepitosa, haciendo que el metal chocara contra la pared. Sara casi se cae del escritorio, y el profesor se dio la vuelta, con su pene al aire y los calzoncillos atorándole las piernas. No era un profesor, no era el director, o cualquier otro alumno despistado. El que los veía por el marco de la puerta era Marco, el chico guapo y alto que pudo haber sido el hombre afortunado de tener a Sara entre sus brazos. Llevaba el uniforme manchado de sangre, y en la mano una pistola. La gente gritaba allá afuera. El muchacho sonreía, como nadie más podría hacerlo, de la satisfacción que le daba encontrarlos a ambos así…
La bala le entró a Juan Robles directo en la cabeza, y aunque Sara gritó, no podía moverse, porque su amado profesor le había caído encima, manchándole las bragas y la cara de sangre. Marco se acercó a la muchacha, dando pasos lentos. Ella lloraba, tratando de levantarse, pero el miedo no la dejaba. El muchacho le acarició la mejilla, sin dejar de sonreír, mientras le ponía el cañón de la pistola directamente en la boca. La fantasía de la felación que jamás fue, antes de la detonación que le volaría los sesos.
Marco esperó sentado, frente al escritorio, mirando a los cadáveres, antes de que escuchara las sirenas de la policía, y antes, claro, de sentir una vez más los labios de Sara, de su amada muchacha de cabello chocolate. Aquellos labios impresos en la última bala de su pistola…

Las noticias llegaron rápido: más de cinco muertos y diez heridos. Un maestro entre los muertos, y el asesino, un muchacho del último curso, suicidándose al final. No había más detalles en las noticias, pero, a pesar de todo, una desgracia. Me estaba aburriendo, porque eso ya lo había visto. Las noticias siempre llegan antes a mi cabeza, y verlas de nuevo cuando pasan es tedioso. Apagué la televisión, y me fui a dormir…

miércoles, 10 de mayo de 2017

#UnAñoMás: Mamá Valiente (Día de la Madre)



Elena había quedado embarazada, y era su deseo cuidar del bebé. A los 22 años había dado a luz, y le había puesto Javier al pequeño. A pesar de que el bebé llevaba los apellidos de sus padres, Elena jamás había recibido el apoyo de ambos. Era como si hubiesen olvidado a su hija. A pesar de todo, seguía adelante. Un par de amigas habían ayudado a la chica a conseguir dónde quedarse y, mientras se recuperaba, también le ayudaban a cuidar al bebé. No tardó en conseguir un trabajo, y cada tarde regresaba junto a su pequeño Javier a dormir en un sofá viejo, cansada, pero feliz.
Una noche de sábado, cansada del trabajo, Elena se llevó al pequeño bebé consigo a la cama y se quedaron dormidos. Durante la madrugada, un extraño sonido la despertó, aunque Javier seguía cómodamente dormido entre sus brazos. Venía de la ventana: algo rascaba en el cristal. A pesar de que la luz de la calle entraba directamente por la ventana, Elena no pudo ver nada. Tal vez había sido un pequeño gato o un pájaro queriendo entrar, aunque no escuchaba nada más que el rasguño incesante en la ventana.
Al otro día, su amiga Martha le acompañó para cuidar al bebé y platicar. Mientras Javier dormía en los brazos de Martha, Elena preparaba la comida.
-¿Has descansado bien?-, le preguntó Martha a su amiga.
-Sí, un poco. Anoche algo estaba haciendo ruido en la ventana pero no alcancé a ver que era. Me quedé pensando en eso… ¿No crees que haya sido…?
Martha sabía bien de quién se trataba. El innombrable padre de aquel hermoso bebé.
-No lo creo. No sería tan idiota para entrar por la ventana en la noche. Además, ni siquiera sabe dónde vives ahora. Perdería el tiempo yendo a buscarte a casa de tus papás. Tú tranquila amiga…
Elena sonrió, algo más tranquila. Se sentaron a comer, y aunque el pequeño Javier lloró un poco, su mamá lo tranquilizó dándole leche de su pecho, y Martha se la pasó contándole las novedades de sus amigas. Después de un día ameno, de risas y comida, las amigas se despidieron. Martha había prometido volver en la semana, sólo para ver cómo estaban.
El martes, la señora a la que Elena le hacía la limpieza le dio el día, por ser el día de las madres. Martha y las amigas de la chica salieron con ella, a pasear y a tomarse fotos con el adorable bebé, que al menos estaba feliz por salir de casa. Después del paseo y la comida, incluso de un par de mensajes de sus papás, Elena regresó a casa. Tendría que descansar, pues al otro día volvía al trabajo. Bañó al pequeño Javier y le dio más leche. Se quedó dormido casi antes de las diez. Ella hizo tiempo viendo las noticias, donde aparecía una de un maestro que, por seducir a su alumna, había cometido no sé qué crimen… Tenía sueño cuando se fue a acostar junto con Javier, y sus ojos se cerraron casi de inmediato.
Hasta que aquel sonido en la ventana la volvió a despertar. Esta vez era inconfundible: las patas o las garras de algún animal estaba arañando la ventana, y quería entrar. Elena se levantó sin hacer tanto ruido para el bebé, y se asomó quitando la cortina. Ahí afuera no había nada más que la calle solitaria y un leve viento que soplaba. Abrió la ventana y se asomó. Nada: todo estaba en silencio.
El aleteo furioso de un pájaro rompió el silencio y el animal entró por la ventana, haciendo que Elena soltara un grito. Cerró la ventana, pero el ave ya estaba dentro. Escuchaba sus patas caminando por el suelo del cuarto, y los pequeños gemidos de Javier, asustado. El ave soltó un gorjeo. Ni siquiera podía ver en la oscuridad. Escuchaba sus alas, sus plumas rozando las paredes y la cama, y luego el silencio, cuando el aleteo del ave se detuvo justo encima de la cama.
Sus ojos, pensó al instante Elena. Aterrada, se acercó lo más lento que pudo a la cama. Su vista se iba adaptando poco a poco a la oscuridad. El miedo la atenazaba, y pensó que vería a aquel pajarraco sobre su bebé, picándole los ojos. Pero el pájaro se había ido: en su lugar, había una figura, una mujer grande, sentada en la orilla de la cama, con el pequeño Javier entre sus brazos.
La mujer le cantaba con voz dulce al pequeño, y lo calmaba con su arrullo. Sus manos eran largas, con dedos delgados y afilados. Iba vestida completamente de negro, con zapatos altos y una blusa cerrada hasta el cuello. Su rostro era raro. Un cuello muy largo, y un rostro demasiado pequeño. Miraba a la chica con ojos fijos, unos ojos color naranja que parecían brillar en la oscuridad.
-Mira que precioso bebé. Tan lindo, tan suave, y tan delicioso…
La voz de aquella mujer era rasposa, no como su canto. Tenía algo de animal, como la de aquel pájaro…
-¿Quién es usted?
La mujer soltó una risita áspera, como si tuviese algo atorado en aquella larga garganta.
-No te preocupes. Me llevaré a este bebé, y me lo voy a comer. Eso es lo que hacemos las de nuestra calaña…
Elena siempre había escuchado historias: mujeres que se transformaban en ave para entrar a las casas y llevarse a los bebés. Eran leyendas, pura fantasía. Pero aquella mujer, su apariencia, y el ave…
-Por favor, no se lo lleve…
La mujer acarició la mejilla del bebé, quién se movió sólo un poquito.
-No puedes detenerme. Esto es así. Escogí al bebé, y ahora debe alimentarme… Tengo tanta hambre…
La mujer abrió la boca, un enorme saco viejo sin dientes, una lengua marchita y el aliento muerto, y la acercó al bebé. Elena gritó y se lanzó contra la mujer. Alcanzó a golpearla en el rostro, y agarró una de sus manos largas y duras con ambas suyas. La mujer de negro se detuvo, mirando a Elena con furia y desconcierto.
-¡Deja a mi bebé, es lo único que me queda, por favor…!-, gritaba Elena, sollozando, mientras sus manos hacían un esfuerzo sobrehumano porque aquella mano soltara a Javier, quién aún dormía, ajeno a lo que pasaba.
Aquella mujer volvió a mirar a Elena, con aquellos ojos naranjas.
-¿Eres su madre?
Elena asintió, desesperada, con las mejillas llenas de lágrimas.
La mujer se levantó, y se soltó de las manos de la muchacha. Colocó al bebé de nuevo en la cama, tapándolo con su pequeña cobija. Lo miró un rato, y le acarició el suave pelo castaño.
-Fui madre alguna vez, muchacha. Ni siquiera deberías estar aquí, en esta situación. Pero el pequeño es hermoso, y debe ser todo un manjar… Pero no le haré nada. Las madres nunca están tan pendientes de sus hijos cuando nosotros llegamos, pero tú lo has salvado. Cuídalo y protégelo siempre, que no le falte nada. O volveré por él, cuando te descuides de su cariño…
La mujer cruzó a largos pasos el cuarto, dejando a Elena de pie al lado de la cama. Abrió la ventana, y en un instante, el aleteo de un pájaro cruzó el umbral, perdiéndose en la noche. La muchacha corrió a la ventana, la cerró y aún sollozando, se acercó a la cama. El bebé dormía plácidamente dentro de su cobija, y ella no hizo más que abrazarlo, pensando toda la noche en lo que pasaría, en si el futuro para ella y para su hijo sería hermoso.
Y así sería…

lunes, 1 de mayo de 2017

#UnAñoMás: El Parque Maldito (Día del Trabajo)



Samantha se dedicaba desde hacía algunos años a la investigación paranormal, mucho antes de que la apertura en Youtube le diera oportunidad a varios otros para subir sus vídeos y sus investigaciones. Ella tenía un blog, y desde ahí compartía sus vídeos. Con el auge de las redes sociales, su trabajo se volvió aún más conocido, llegando incluso a colaborar con algunos, como Alberto Esquer, de quien se había vuelto su incondicional amiga, y una excelente colaboradora cuando había vacíos en la información que ambos pudiesen llegar a compartir.
El día que se dio la noticia de la desaparición de su amigo, Samantha se hizo presente en el parque. De día resultaba ominoso: un lugar muy grande, tapizado de árboles, y sólo separado de las casas y la calle por una valla de color verde ya descolorida por el sol. La policía no tuvo problema en mostrarle el video, e incluso que ella lo usara para su investigación, otro video narrado por ella, aunque ella se mostraba triste, y asustada.
Habían llegado rumores hasta ella de lo que mostraban los últimos minutos de los videos de Alberto, pero lo que más le llamaba la atención era lo de la tienda, ese lugar que Alberto también estaba investigando, pero que había dejado de lado por la fascinación del parque aquel. Su principal contacto: un muchacho llamado David, interesado en aquellos temas, y quién parecía tener un poco más de información, además de dudas. A través de un correo, quedaron de verse, en uno de los tramos del sendero norte del parque.
El día pactado, Samantha llegó un poco más temprano, sentándose en una banca solitaria, mirando justamente hacía el parque, que aquella tarde lucía un poco más oscuro de lo habitual. A lo lejos, alcanzaba a ver a las familias saliendo por la puerta, mientras los vigilantes del parque cuidaban aquella entrada.
-Disculpa por llegar tarde-, dijo una voz masculina, haciendo que la chica saltara asustada. David estaba de pie junto a la banca. Se le veía demacrado, con algunas canas entre su cabello negro, vestido completamente de negro.
-Para nada. Yo he llegado bastante temprano y me quedé aquí contemplando el parque. ¿Verdad que es aterrador?
David se sentó en la banca, mirando entre los árboles, y las sombras que llegaban a dibujarse.
-No tanto como el otro lugar que menciona tu amigo en el video. ¿Por qué lo dejó de lado?
Samantha no sabía mucho de aquello. Había escuchado al Alberto mencionar un “lugar bastante común pero aterrador” en sus pláticas vía Skype, pero jamás le dio datos específicos.
-Tal vez le fascinó más este lugar. Una tienda embrujada no ofrece mucho, y menos cuando está repleta de clientes, ¿no lo crees?
David soltó una pequeña carcajada, y Samantha puso aún más atención.
-Conozco el lugar. Es como cualquier otra tienda, tienes razón, y también está llena de gente. Pero tiene un detalle bastante desagradable en su interior. La gente que entra muchas veces ya no sale. Y nadie ha visto nunca nada sustancial para dar crédito a lo que otros sí hemos podido ver ahí. ¿Qué sería peor que algo que se lleva a la gente entre los árboles, en el anonimato de la noche? Un monstruo con forma humana que come personas a la vista de todos…
Samantha estaba pálida. Miraba a David como si no diese crédito a sus palabras.
-¿Cómo puede ser?
-Aquello tiene poder en ese lugar, y nadie ve nada al menos que él lo quiera. Los pocos que han podido ver algo iban dispuestos a hacerle frente, y aunque no pudiesen, lo que veían se quedaba grabado en sus mentes. ¿A qué va tanto interés en todo esto?
La chica tenía sus planes, pero no podía decir nada. Sólo limitarse a seguir con aquello hasta dar con lo que se había llevado a su amigo.
-Tengo cosas que hacer. Si logro dar con la desaparición de Alberto, haría algo de justicia.
-Nada te va a devolver a tu amigo, si los rumores de las muertes ahí dentro son ciertos. Y la tienda no tiene más respuestas, nunca las hay, solo hay dolor y peligro. Si vas, ve con cuidado, porque tú crees, tú sabes, y verás cosas. No hagas caso, no hay nada para ti ahí dentro.
David se levantó de la banca, mientras Samantha hacía lo mismo.
-Cuando salgas, si es que sales, sólo dime que estás bien. Te buscaré después…
Ella asintió, mientras el muchacho caminaba hacia el otro extremo del sendero, con las manos en los bolsillos.
La tienda no quedaba lejos. Había que subir la colina directamente por la avenida hasta llegar a la plaza, un edificio enorme con una torre-hospital muy alta, que podía verse prácticamente desde todas partes en aquella pequeña ciudad. Aquella tarde, la plaza estaba concurrida, y Samantha se paseaba entre la gente, buscando aquel lugar.
La encontró después de unos minutos: era una tienda grande, que ocupaba todo el extremo de la plaza. Las paredes blancas e inmaculadas, y el letrero en rojo brillante. Por fuera podían verse algunos productos exhibidos en hermosas y limpias vitrinas transparentes. Libros, adornos, perfumes, enormes pantallas planas y discos. Había gente ahí dentro. Ella podía verla: gente mirando, gente comprando o simplemente platicando con los vendedores. Ahí estaban, no eran producto de su imaginación.
Ahora creo, y sé que hay algo dentro, ahora creo, sí que lo creo, se repetía Samantha una y otra vez. Su mente daba vueltas, y cada paso que daba lo hacía sin estar consciente de su cuerpo. Aquel poder, aquel monstruo terrible la esperaba ahí dentro…
Cuando cruzó, un viento helado le hizo temblar. Dentro era todo igual, la iluminación, la música, la misma película una y otra vez. Pero no había nadie. Todos habían desaparecido. Ni un vendedor, ni un cliente. No quedaba nadie. Estaba ella sola, en medio de todos los aparadores, con el silencio presionando sus oídos.
-¿Hay alguien?-, exclamó Samantha. Su voz se escuchaba apagada, y el eco apenas se hizo presente. Nadie le respondió.
Escuchó a lo lejos pasos, que venían directamente desde la farmacia, un rincón en la tienda que, a pesar de ser grande, pasaba desapercibido entre tantos otros productos más novedosos. La chica caminó cautelosa, sintiendo aún más frío en la piel. En la farmacia sólo había dos personas: un hombre delgado frente al mostrador, y un chico del otro lado de la caja, vestido con una bata blanca impecable y un peinado casi pulcro. Miraba al hombre delgado con ojos penetrantes, y sonriendo.
-¡Te pedí por favor que me trajeras a tu gerente! Quiero la devolución de esto, pero ya…-, exclamaba el hombre, agitando una bolsa frente al muchacho.
-No se preocupe, iré por él…
El muchacho tenía una voz suave, y caminaba despacio, casi sin hacer ruido. El hombre delgado le siguió, hasta estar cerca del muchacho. Cuando ambos se encontraron tras la vitrina, Samantha se acercó también, para ver mejor.
El muchacho estiró sus brazos por encima de la vitrina, y con las manos tomó al hombre por la cabeza. El hombre dejó caer la bolsa al suelo, y empezó a patalear y a dar manotazos.
-¡Ayuda, ayuda…!-, gritaba el hombre, mientras el muchacho apretaba aún más fuerte.
-Shhh… No grite. Nadie puede escucharlo. Además, el mundo tiene hambre…
El hombre soltó un grito aterrador, antes de que el cráneo le estallara en pedazos. La sangre escurrió en la vitrina y salpicó las blancas paredes, y uno de los pedazos de cráneo, aún con el ojo moviéndose, fue a dar a los pies de Samantha, quién ahogó un grito, escondiéndose tras un exhibidor.
Escondida, la muchacha escuchó algo que se arrastraba por el suelo, y las pisadas de algo que no era humano. Luego, el gruñido de un perro, como el de una criatura devorando su comida favorita, arrancando trozos de carne. Samantha se dio valor, y asomó la cabeza para ver aquello. El muchacho estaba sobre el hombre, y lo estaba destrozando. Le arrancaba la piel a jirones, y con las manos le rompía las costillas. Con un golpe hizo estallar el vientre y las vísceras salieron por doquier. Un brazo se resquebrajó y fue lanzado contra los medicamentos que había al fondo. No se lo estaba comiendo: lo estaba partiendo en pedazos, y regando con ellos aquel lugar. Pronto, la sangre formó un enorme charco, que empezó a manchar el suelo y a escurrirse entre los azulejos.
Samantha salió de donde estaba escondida, y decidió enfrentar su miedo, a pesar de que sus manos le temblaban y sentía que el piso se hundía bajo sus pies. Se acercó lentamente y casi susurró:
-Tú…
Aquella cosa, ese muchacho, sostenía su peso sobre las cuatro extremidades, y la miró con sus ojos negros, y una sonrisa macabra llena de sangre. Al instante, se movió tan rápido que parecía no sólo un animal, sino un insecto, algo que va casi invisible. Samantha sintió como la agarraba por detrás, con la mano rodeando su cuello, y la otra contra sus brazos, haciéndole daño. Podía oler la sangre que aún escurría de la boca del muchacho, y que manchaba la blusa de la chica. La respiración de aquello era pausada, pero se escuchaba furiosa, como la de una criatura hastiada de carne.
-No. Tú. ¿Cómo has podido verme?
De algún lugar de la tienda salían insectos, que recorrían las paredes del lugar, recogiendo con sus pinzas y sus patas los pedazos de carne y de hueso de aquel desafortunado. Parecían pequeños campesinos que van recogiendo lo cosechado.
-Cuando creen en ti, todos te ven. Por eso los matas. Ese hombre…
-Ese hombre no creía en mí, no me conocía, y aún así murió. Cuando me ven, y cuando soy compasivo, dejo que se vayan. Así más curiosos han venido, y más han muerto por una buena causa. Este lugar necesita sangre, para que el mundo no muera…
Samantha sólo podía escuchar, y el miedo le recorría por las venas.
-Vine a buscarte.
El muchacho soltó una carcajada, y la chica sentía su aliento cada vez más cerca de la oreja. Tenía que fuese a arrancarle también un pedazo de carne, o a hacerle estallar la cabeza.
-¿Para qué querría ir contigo? ¿Qué puedes tener para mí?
Soltándose de aquella mano fría y llena de sangre, Samantha sacó de su bolsillo una foto impresa, que estaba algo arrugada por el pantalón. El muchacho la vio mientras ella se la mostraba, temblorosa.
Era la toma del vídeo de Alberto Esquer, donde aparecía aquella cosa bajando del árbol en el parque. La cabeza de la mujer de blanco se veía muy clara. Era la de un caballo, el hueso descarnado y los dientes afilados como los de un león. El cabello negro extendido como las alas de un cuervo que devora vidas. Se veía bastante clara.
-Esto es lo que puedo ofrecerte. Déjame ir, y te llevaré con eso. Tienes mi palabra…-, dijo Samantha, con un nudo en la garganta, y agarrando fuertemente la foto con sus dedos temblorosos.
El muchacho vio la foto, y aflojó su mano, soltando a la chica, quién se puso frente al chico, quién tenía una enorme mancha roja y negra en su bata antes impecable.
-¿Dónde está?-, preguntó él.
-Tan cerca de nosotros. Podría llevarte ahora…
El chico negó con la cabeza. Sus ojos ya no eran negros, sino del mismo color café de siempre.
-Iré. Tengo asuntos pendientes. Cuando sea el momento, te buscaré, por tu olor, y la encontraremos juntos. La he estado buscando durante muchos años…
Samantha frunció el ceño, guardándose de nuevo la foto en el bolsillo.
-¿Quién es? ¿Qué es esa cosa?
De repente, el silencio de la ausencia se desvaneció, y la gente volvió a aparecer. Todo estaba en orden, y nadie veía las manchas de sangre que aún escurrían por las paredes de la farmacia. El muchacho miró a Samantha por un momento, y sonrió.
-Iré a verte. Corre.
La muchacha salió corriendo, y salió de la plaza conmocionada, con el aire escapándose de sus pulmones.
Llegó a pie hasta el parque. Ni siquiera recordaba cómo había llegado ahí. Se sentó en la banca del parque frente a la puerta de la reja y esperó. La gente iba saliendo rápido, a medida de que oscurecía. La primavera aquel año era calurosa, pero la noche se sentía fresca, con algo de viento helado y pequeñas ráfagas de aire que helaban la piel de Samantha. Aún así se quedó esperando, sentada, sin nada más que mirar a su alrededor, y hacia dentro de aquel lugar.
Sólo hasta que la noche se llenó de silencio y el parque se sumió en la oscuridad total, Samantha pudo escuchar los pasos retumbando en las baldosas del sendero. Miró hacia su izquierda, y alcanzó a ver la bata blanca, impecable, mientras el muchacho se acercaba con paso lento, con las manos en los bolsillos.
Ella se levantó de la banca cuando él llegó hasta ella, pero no le dedicó más que una sonrisa. Ella estaba incómoda, y no respondió a su gesto.
-Ahí está. En algún lugar adentro. ¿Cómo me encontraste?-, preguntó la chica.
-Olí tu miedo. Es lo primero que me llega de los humanos después de conocerme. Vamos…
El muchacho le extendió una mano a Samantha, y ella, temblando, se la tomó. Los dos empezaron a caminar directo a la reja, y cruzando la puerta, se internaron en el sendero de tierra. Ahí dentro el ambiente era diferente. Al igual que en la tienda, Samantha notó que la temperatura había bajado, y que todo estaba como lleno de aire, saturado de presión, que incluso le tapó los oídos. Se sentía mareada, pero la piel fría de su acompañante la hizo, sin querer, sentirse más segura.
-Se siente su fuerza…
-Sí. Es bastante poderosa, es casi infinita. Y eso que yo soy peor…
Samantha no daba crédito a lo que escuchaba. Aquel muchacho, o lo que fuese, no tenía miedo. Definitivamente no era humano.
-¿Qué eres?-, le preguntó. El muchacho la miró y sonrió, sin perder el paso, siguiendo aún el sendero.
-Somos fuerzas de la naturaleza. Cómo la gravedad, como el calor o el viento. Ella está a un nivel más grande que el mío, y aún así he logrado superarla. Ha buscado un lugar dónde esconderse, y en tan poco tiempo ha logrado expandirse, contaminar este lugar con su odio. Si pudieses ver lo que yo veo ahora, querida. Este lugar es infinito: hay una aldea por ahí, y un lago, la costa de un mar angosto, una montaña que sube más allá de las nubes, y un enorme hueco infernal, lleno de fuego y brea. Pero nadie más lo ve, porque no lo quieren ver. Nadie ha podido salir de aquí en cuanto ella se despierta, cada noche.
El muchacho se detuvo, y Samantha tuvo que soltarle la mano porque se la estaba apretando. Vio al chico, y notó que estaba nervioso. Ella miró hacia el frente, sólo para encontrarse con algo parecido a una cada abandonada, una pequeña cabaña en medio de árboles y hiedra.
-Esto nunca ha estado aquí-, dijo Samantha, soltando un vaho de aliento frío. El muchacho asintió.
-Todo esto ha estado aquí desde que ella llegó. Y hay más, pero tú eres débil y no podrás continuar. Además no me detuve por esto, sino por ellos…
El muchacho señaló entre los árboles, y Samantha los vio. Era niños, o al menos las imágenes de varios de ellos, paradas tras los árboles o entre los arbustos, vigilando. Eran como fotografías a tamaño real, de niños pequeños y jóvenes, casi transparentes, azules y grises, negras y con ojos blancos. Parecían mantener la distancia, y sus rostros no eran felices como los del vídeo. Parecían asustados.
-Son como ratas. Temen al gato que ha aparecido en su cloaca y guardan distancia. No te separes-, le dijo el muchacho a Samantha, quién se había soltado de él y caminaba despacio hasta la puerta de la cabaña.
Arriba, la luna brillaba con un extraño tono rojo, y parecía más una sonrisa que una media luna. Una sonrisa macabra, llena de sangre. Entre los árboles se escuchaban risas, tras las piedras algo se arrastraba y a lo lejos, entre las copas de los árboles, algo aullaba. Había muchas cosas ahí dentro, y el muchacho también estaba confundido.
-Tenemos que salir de aquí. O al menos entrar a la cabaña. Esto no es normal…
-No, querida. Si entras ahí, no saldrás jamás. Esto no existe, será como si entraras directamente a sus fauces. Así que no entres, no toques nada…
Samantha estaba cerca de la puerta, que rechinaba con el aire frío de la noche. De repente, la madera crujió, y la puerta se soltó de los goznes, haciendo que esta cayera hacía afuera. La chica soltó un grito y cayó de espaldas en la tierra, mientras el muchacho ni siquiera se inmutó. Dentro, algo arañaba las paredes y soltaba gritos. Eran gritos de mujer, ahogados. Se estaba golpeando, como si algo le doliera y sólo pudiese calmarlo contra la pared.
El muchacho se acercó a la cabaña, mientras a su alrededor los niños se iban acercando más y más, y los rugidos y lamentos en el parque iban aumentando.
-Sal de ahí. Te traigo comida…
El muchacho miró a Samantha con ojos serios, y se quedó esperando, mientras la muchacha, aterrada, trataba de levantarse del suelo, pero no podía. El miedo la atenazaba ahí.
Me va a entregar a esa cosa, pensaba Samantha, mientras por el borde de la puerta se asomaban unas manos blancas, con enormes uñas negras que parecían de carbón.
Todo pasó tan rápido. La mujer salió de la cabaña, caminando como un animal de cuatro patas, con el camisón blanco arrastrando por el suelo, y el cabello cubriendo parte de su enorme cabeza de esqueleto de caballo. Sus ojos vacíos y negros la miraban directamente, mientras que de entre los dientes afilados escurría baba, dejando un rastro en la tierra. Sus extremidades se movían como las de una araña, y crujían. Samantha cerró los ojos, y trataba de no gritar, aunque el miedo le estaba ahogando. Aquella cosa estaba frente a su rostro, respirando y soltando un aliento putrefacto, caliente y asqueroso.
-¡No dejes que me haga nada, por favor…!-, suplicaba Samantha, que cada vez estaba más aterrada, y sentía como aquello le olisqueaba, y abría las fauces, saboreando su carne.
-¿Quién soy yo para desperdiciar su poder? No voy a alterar miles de millones de años de evolución, sólo para salvar a una muchacha que ha desafiado su curiosidad. ¡Vamos, cómetela!
La cosa con forma de mujer abrió las fauces, soltando un gruñido, y antes de cerrarlas alrededor de la cabeza de Samantha, algo la detuvo. Detrás de ella, encima de su espalda jorobada, estaba el muchacho, montando. La cosa se encabritó y trató de tirarlo, pero era imposible. La fuerza de aquel muchacho hizo que la mujer cayera de bruces, con las extremidades en el suelo chuecas como ramas rotas. Samantha se levantó y se quedó lejos, con la espalda contra un árbol.
La mujer espectral soltó un alarido de terror, y de la cuenca vacía de su calavera salió un ojo, uno color rojo, moviéndose enloquecidamente en todas direcciones. Miró al muchacho, y continuaba rugiendo, a pesar de que el otro mantenía sus manos en el cráneo, aplastándole contra la tierra.
-Hace muchos años que te buscaba. Mi hermano está muerto. Sabes bien quién lo hizo. Eres la última de tu estirpe, y tienes algo que yo nunca tuve, que no quisiste darnos. Lo siento…
Con una sola mano, el muchacho aplastó el cráneo de aquella cosa, que crujió con un sonido de chapoteo, y arrancó el ojo de la criatura, comiéndoselo.
Samantha se volteó, y solamente pudo escuchar todo lo que estaba pasando. Escuchaba la carne desgarrarse y el líquido escurriendo. Ya no había gritos ni aullidos, y algo parecido a un estallido retumbó a lo lejos. Después, todo estuvo en calma.
El frío dio paso al calor, y ya no había viento. Incluso el aire estaba ligero, ya no estaba viciado ni olía demasiado a pinos. Samantha pudo darse la vuelta y vio al muchacho, de pie, junto a la calavera vacía de aquella cosa. Del cuerpo y la ropa no quedaba nada.
-Disculpa el desastre. Estoy sucio y manchado-, dijo el chico, mientras le tomaba de la mano. Samantha sintió cómo un líquido le manchaba la mano, pero no había nada. Solo era la sensación.
-No veo nada…
El muchacho soltó una risita. Samantha lo miraba confundida. Era más alto, y se veía un poco más delgado. ¿Qué diablos pasa aquí?
-Lo sé. Los humanos no pueden ver los restos de algo más poderoso que muere de forma violenta. Sólo ven lo elemental. Mira…
El muchacho señaló hacía la reja. Samantha se dio cuenta que no habían caminado demasiado. Estaban al menos a unos cinco metros de la entrada, y la reja lucía quemada, como si algo hubiese salido por ahí con una fuerza y una velocidad indómitas.
-¿Escapó?
-No, ella yace dentro de mí ahora. Eventualmente morirá o se adherirá a mi alma. Dejé que sus hijos escaparan. Miles de ellos rondan por el mundo ahora, así como yo, que me he asentado. Debo regresar a la tienda, o se vendrá abajo…
Samantha se quedó de pie, bajo la sombra del árbol. El muchacho empezó a alejarse, y ella se acercó.
-Espera. David te ha visto, yo también. Necesito respuestas. ¿Qué son ustedes? ¿Quién era ella?-, dijo la muchacha señalando al suelo, a la calavera hueca que yacía entre la tierra y el césped.
El chico de la farmacia sacó de su bolsillo algo pequeño. Se lo dio a Samantha y ella lo vio con cuidado. Era un gafete, antiguo, con la foto de una chica hermosa de cabello negro. Se llamaba María.
-Dáselo a David. Y dile que tiene cuentas pendientes conmigo. En cuanto a ella…-, dijo el muchacho, mirando a la calavera. –Era mi madre, nuestra madre…
 
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