Samantha
se dedicaba desde hacía algunos años a la investigación paranormal, mucho antes
de que la apertura en Youtube le diera oportunidad a varios otros para subir
sus vídeos y sus investigaciones. Ella tenía un blog, y desde ahí compartía sus
vídeos. Con el auge de las redes sociales, su trabajo se volvió aún más
conocido, llegando incluso a colaborar con algunos, como Alberto Esquer, de
quien se había vuelto su incondicional amiga, y una excelente colaboradora
cuando había vacíos en la información que ambos pudiesen llegar a compartir.
El
día que se dio la noticia de la desaparición de su amigo, Samantha se hizo
presente en el parque. De día resultaba ominoso: un lugar muy grande, tapizado
de árboles, y sólo separado de las casas y la calle por una valla de color
verde ya descolorida por el sol. La policía no tuvo problema en mostrarle el
video, e incluso que ella lo usara para su investigación, otro video narrado
por ella, aunque ella se mostraba triste, y asustada.
Habían
llegado rumores hasta ella de lo que mostraban los últimos minutos de los
videos de Alberto, pero lo que más le llamaba la atención era lo de la tienda,
ese lugar que Alberto también estaba investigando, pero que había dejado de
lado por la fascinación del parque aquel. Su principal contacto: un muchacho
llamado David, interesado en aquellos temas, y quién parecía tener un poco más
de información, además de dudas. A través de un correo, quedaron de verse, en
uno de los tramos del sendero norte del parque.
El
día pactado, Samantha llegó un poco más temprano, sentándose en una banca
solitaria, mirando justamente hacía el parque, que aquella tarde lucía un poco
más oscuro de lo habitual. A lo lejos, alcanzaba a ver a las familias saliendo
por la puerta, mientras los vigilantes del parque cuidaban aquella entrada.
-Disculpa
por llegar tarde-, dijo una voz masculina, haciendo que la chica saltara
asustada. David estaba de pie junto a la banca. Se le veía demacrado, con
algunas canas entre su cabello negro, vestido completamente de negro.
-Para
nada. Yo he llegado bastante temprano y me quedé aquí contemplando el parque.
¿Verdad que es aterrador?
David
se sentó en la banca, mirando entre los árboles, y las sombras que llegaban a
dibujarse.
-No
tanto como el otro lugar que menciona tu amigo en el video. ¿Por qué lo dejó de
lado?
Samantha
no sabía mucho de aquello. Había escuchado al Alberto mencionar un “lugar
bastante común pero aterrador” en sus pláticas vía Skype, pero jamás le dio
datos específicos.
-Tal
vez le fascinó más este lugar. Una tienda embrujada no ofrece mucho, y menos
cuando está repleta de clientes, ¿no lo crees?
David
soltó una pequeña carcajada, y Samantha puso aún más atención.
-Conozco
el lugar. Es como cualquier otra tienda, tienes razón, y también está llena de
gente. Pero tiene un detalle bastante desagradable en su interior. La gente que
entra muchas veces ya no sale. Y nadie ha visto nunca nada sustancial para dar
crédito a lo que otros sí hemos podido ver ahí. ¿Qué sería peor que algo que se
lleva a la gente entre los árboles, en el anonimato de la noche? Un monstruo
con forma humana que come personas a la vista de todos…
Samantha
estaba pálida. Miraba a David como si no diese crédito a sus palabras.
-¿Cómo
puede ser?
-Aquello
tiene poder en ese lugar, y nadie ve nada al menos que él lo quiera. Los pocos
que han podido ver algo iban dispuestos a hacerle frente, y aunque no pudiesen,
lo que veían se quedaba grabado en sus mentes. ¿A qué va tanto interés en todo
esto?
La
chica tenía sus planes, pero no podía decir nada. Sólo limitarse a seguir con
aquello hasta dar con lo que se había llevado a su amigo.
-Tengo
cosas que hacer. Si logro dar con la desaparición de Alberto, haría algo de
justicia.
-Nada
te va a devolver a tu amigo, si los rumores de las muertes ahí dentro son
ciertos. Y la tienda no tiene más respuestas, nunca las hay, solo hay dolor y
peligro. Si vas, ve con cuidado, porque tú crees, tú sabes, y verás cosas. No
hagas caso, no hay nada para ti ahí dentro.
David
se levantó de la banca, mientras Samantha hacía lo mismo.
-Cuando
salgas, si es que sales, sólo dime que estás bien. Te buscaré después…
Ella
asintió, mientras el muchacho caminaba hacia el otro extremo del sendero, con
las manos en los bolsillos.
La
tienda no quedaba lejos. Había que subir la colina directamente por la avenida
hasta llegar a la plaza, un edificio enorme con una torre-hospital muy alta,
que podía verse prácticamente desde todas partes en aquella pequeña ciudad.
Aquella tarde, la plaza estaba concurrida, y Samantha se paseaba entre la
gente, buscando aquel lugar.
La
encontró después de unos minutos: era una tienda grande, que ocupaba todo el
extremo de la plaza. Las paredes blancas e inmaculadas, y el letrero en rojo
brillante. Por fuera podían verse algunos productos exhibidos en hermosas y
limpias vitrinas transparentes. Libros, adornos, perfumes, enormes pantallas
planas y discos. Había gente ahí dentro. Ella podía verla: gente mirando, gente
comprando o simplemente platicando con los vendedores. Ahí estaban, no eran
producto de su imaginación.
Ahora creo, y sé que
hay algo dentro, ahora creo, sí que lo creo, se repetía
Samantha una y otra vez. Su mente daba vueltas, y cada paso que daba lo hacía
sin estar consciente de su cuerpo. Aquel poder, aquel monstruo terrible la
esperaba ahí dentro…
Cuando
cruzó, un viento helado le hizo temblar. Dentro era todo igual, la iluminación,
la música, la misma película una y otra vez. Pero no había nadie. Todos habían
desaparecido. Ni un vendedor, ni un cliente. No quedaba nadie. Estaba ella
sola, en medio de todos los aparadores, con el silencio presionando sus oídos.
-¿Hay
alguien?-, exclamó Samantha. Su voz se escuchaba apagada, y el eco apenas se
hizo presente. Nadie le respondió.
Escuchó
a lo lejos pasos, que venían directamente desde la farmacia, un rincón en la
tienda que, a pesar de ser grande, pasaba desapercibido entre tantos otros
productos más novedosos. La chica caminó cautelosa, sintiendo aún más frío en
la piel. En la farmacia sólo había dos personas: un hombre delgado frente al
mostrador, y un chico del otro lado de la caja, vestido con una bata blanca
impecable y un peinado casi pulcro. Miraba al hombre delgado con ojos
penetrantes, y sonriendo.
-¡Te
pedí por favor que me trajeras a tu gerente! Quiero la devolución de esto, pero
ya…-, exclamaba el hombre, agitando una bolsa frente al muchacho.
-No
se preocupe, iré por él…
El
muchacho tenía una voz suave, y caminaba despacio, casi sin hacer ruido. El
hombre delgado le siguió, hasta estar cerca del muchacho. Cuando ambos se
encontraron tras la vitrina, Samantha se acercó también, para ver mejor.
El
muchacho estiró sus brazos por encima de la vitrina, y con las manos tomó al
hombre por la cabeza. El hombre dejó caer la bolsa al suelo, y empezó a patalear
y a dar manotazos.
-¡Ayuda,
ayuda…!-, gritaba el hombre, mientras el muchacho apretaba aún más fuerte.
-Shhh…
No grite. Nadie puede escucharlo. Además, el mundo tiene hambre…
El
hombre soltó un grito aterrador, antes de que el cráneo le estallara en pedazos.
La sangre escurrió en la vitrina y salpicó las blancas paredes, y uno de los
pedazos de cráneo, aún con el ojo moviéndose, fue a dar a los pies de Samantha,
quién ahogó un grito, escondiéndose tras un exhibidor.
Escondida,
la muchacha escuchó algo que se arrastraba por el suelo, y las pisadas de algo
que no era humano. Luego, el gruñido de un perro, como el de una criatura
devorando su comida favorita, arrancando trozos de carne. Samantha se dio
valor, y asomó la cabeza para ver aquello. El muchacho estaba sobre el hombre,
y lo estaba destrozando. Le arrancaba la piel a jirones, y con las manos le
rompía las costillas. Con un golpe hizo estallar el vientre y las vísceras
salieron por doquier. Un brazo se resquebrajó y fue lanzado contra los medicamentos
que había al fondo. No se lo estaba comiendo: lo estaba partiendo en pedazos, y
regando con ellos aquel lugar. Pronto, la sangre formó un enorme charco, que
empezó a manchar el suelo y a escurrirse entre los azulejos.
Samantha
salió de donde estaba escondida, y decidió enfrentar su miedo, a pesar de que
sus manos le temblaban y sentía que el piso se hundía bajo sus pies. Se acercó
lentamente y casi susurró:
-Tú…
Aquella
cosa, ese muchacho, sostenía su peso sobre las cuatro extremidades, y la miró
con sus ojos negros, y una sonrisa macabra llena de sangre. Al instante, se
movió tan rápido que parecía no sólo un animal, sino un insecto, algo que va
casi invisible. Samantha sintió como la agarraba por detrás, con la mano
rodeando su cuello, y la otra contra sus brazos, haciéndole daño. Podía oler la
sangre que aún escurría de la boca del muchacho, y que manchaba la blusa de la
chica. La respiración de aquello era pausada, pero se escuchaba furiosa, como
la de una criatura hastiada de carne.
-No.
Tú. ¿Cómo has podido verme?
De
algún lugar de la tienda salían insectos, que recorrían las paredes del lugar,
recogiendo con sus pinzas y sus patas los pedazos de carne y de hueso de aquel
desafortunado. Parecían pequeños campesinos que van recogiendo lo cosechado.
-Cuando
creen en ti, todos te ven. Por eso los matas. Ese hombre…
-Ese
hombre no creía en mí, no me conocía, y aún así murió. Cuando me ven, y cuando
soy compasivo, dejo que se vayan. Así más curiosos han venido, y más han muerto
por una buena causa. Este lugar necesita sangre, para que el mundo no muera…
Samantha
sólo podía escuchar, y el miedo le recorría por las venas.
-Vine
a buscarte.
El
muchacho soltó una carcajada, y la chica sentía su aliento cada vez más cerca
de la oreja. Tenía que fuese a arrancarle también un pedazo de carne, o a
hacerle estallar la cabeza.
-¿Para
qué querría ir contigo? ¿Qué puedes tener para mí?
Soltándose
de aquella mano fría y llena de sangre, Samantha sacó de su bolsillo una foto
impresa, que estaba algo arrugada por el pantalón. El muchacho la vio mientras
ella se la mostraba, temblorosa.
Era
la toma del vídeo de Alberto Esquer, donde aparecía aquella cosa bajando del
árbol en el parque. La cabeza de la mujer de blanco se veía muy clara. Era la
de un caballo, el hueso descarnado y los dientes afilados como los de un león.
El cabello negro extendido como las alas de un cuervo que devora vidas. Se veía
bastante clara.
-Esto
es lo que puedo ofrecerte. Déjame ir, y te llevaré con eso. Tienes mi
palabra…-, dijo Samantha, con un nudo en la garganta, y agarrando fuertemente
la foto con sus dedos temblorosos.
El
muchacho vio la foto, y aflojó su mano, soltando a la chica, quién se puso
frente al chico, quién tenía una enorme mancha roja y negra en su bata antes
impecable.
-¿Dónde
está?-, preguntó él.
-Tan
cerca de nosotros. Podría llevarte ahora…
El
chico negó con la cabeza. Sus ojos ya no eran negros, sino del mismo color café
de siempre.
-Iré.
Tengo asuntos pendientes. Cuando sea el momento, te buscaré, por tu olor, y la
encontraremos juntos. La he estado buscando durante muchos años…
Samantha
frunció el ceño, guardándose de nuevo la foto en el bolsillo.
-¿Quién
es? ¿Qué es esa cosa?
De
repente, el silencio de la ausencia se desvaneció, y la gente volvió a
aparecer. Todo estaba en orden, y nadie veía las manchas de sangre que aún
escurrían por las paredes de la farmacia. El muchacho miró a Samantha por un
momento, y sonrió.
-Iré
a verte. Corre.
La
muchacha salió corriendo, y salió de la plaza conmocionada, con el aire
escapándose de sus pulmones.
Llegó
a pie hasta el parque. Ni siquiera recordaba cómo había llegado ahí. Se sentó
en la banca del parque frente a la puerta de la reja y esperó. La gente iba
saliendo rápido, a medida de que oscurecía. La primavera aquel año era
calurosa, pero la noche se sentía fresca, con algo de viento helado y pequeñas
ráfagas de aire que helaban la piel de Samantha. Aún así se quedó esperando,
sentada, sin nada más que mirar a su alrededor, y hacia dentro de aquel lugar.
Sólo
hasta que la noche se llenó de silencio y el parque se sumió en la oscuridad
total, Samantha pudo escuchar los pasos retumbando en las baldosas del sendero.
Miró hacia su izquierda, y alcanzó a ver la bata blanca, impecable, mientras el
muchacho se acercaba con paso lento, con las manos en los bolsillos.
Ella
se levantó de la banca cuando él llegó hasta ella, pero no le dedicó más que
una sonrisa. Ella estaba incómoda, y no respondió a su gesto.
-Ahí
está. En algún lugar adentro. ¿Cómo me encontraste?-, preguntó la chica.
-Olí
tu miedo. Es lo primero que me llega de los humanos después de conocerme.
Vamos…
El
muchacho le extendió una mano a Samantha, y ella, temblando, se la tomó. Los
dos empezaron a caminar directo a la reja, y cruzando la puerta, se internaron
en el sendero de tierra. Ahí dentro el ambiente era diferente. Al igual que en
la tienda, Samantha notó que la temperatura había bajado, y que todo estaba
como lleno de aire, saturado de presión, que incluso le tapó los oídos. Se
sentía mareada, pero la piel fría de su acompañante la hizo, sin querer,
sentirse más segura.
-Se
siente su fuerza…
-Sí.
Es bastante poderosa, es casi infinita. Y eso que yo soy peor…
Samantha
no daba crédito a lo que escuchaba. Aquel muchacho, o lo que fuese, no tenía
miedo. Definitivamente no era humano.
-¿Qué
eres?-, le preguntó. El muchacho la miró y sonrió, sin perder el paso,
siguiendo aún el sendero.
-Somos
fuerzas de la naturaleza. Cómo la gravedad, como el calor o el viento. Ella
está a un nivel más grande que el mío, y aún así he logrado superarla. Ha
buscado un lugar dónde esconderse, y en tan poco tiempo ha logrado expandirse,
contaminar este lugar con su odio. Si pudieses ver lo que yo veo ahora,
querida. Este lugar es infinito: hay una aldea por ahí, y un lago, la costa de
un mar angosto, una montaña que sube más allá de las nubes, y un enorme hueco
infernal, lleno de fuego y brea. Pero nadie más lo ve, porque no lo quieren
ver. Nadie ha podido salir de aquí en cuanto ella se despierta, cada noche.
El
muchacho se detuvo, y Samantha tuvo que soltarle la mano porque se la estaba
apretando. Vio al chico, y notó que estaba nervioso. Ella miró hacia el frente,
sólo para encontrarse con algo parecido a una cada abandonada, una pequeña
cabaña en medio de árboles y hiedra.
-Esto
nunca ha estado aquí-, dijo Samantha, soltando un vaho de aliento frío. El
muchacho asintió.
-Todo
esto ha estado aquí desde que ella llegó. Y hay más, pero tú eres débil y no
podrás continuar. Además no me detuve por esto, sino por ellos…
El
muchacho señaló entre los árboles, y Samantha los vio. Era niños, o al menos
las imágenes de varios de ellos, paradas tras los árboles o entre los arbustos,
vigilando. Eran como fotografías a tamaño real, de niños pequeños y jóvenes,
casi transparentes, azules y grises, negras y con ojos blancos. Parecían
mantener la distancia, y sus rostros no eran felices como los del vídeo.
Parecían asustados.
-Son
como ratas. Temen al gato que ha aparecido en su cloaca y guardan distancia. No
te separes-, le dijo el muchacho a Samantha, quién se había soltado de él y
caminaba despacio hasta la puerta de la cabaña.
Arriba,
la luna brillaba con un extraño tono rojo, y parecía más una sonrisa que una
media luna. Una sonrisa macabra, llena de sangre. Entre los árboles se
escuchaban risas, tras las piedras algo se arrastraba y a lo lejos, entre las
copas de los árboles, algo aullaba. Había muchas cosas ahí dentro, y el
muchacho también estaba confundido.
-Tenemos
que salir de aquí. O al menos entrar a la cabaña. Esto no es normal…
-No,
querida. Si entras ahí, no saldrás jamás. Esto no existe, será como si entraras
directamente a sus fauces. Así que no entres, no toques nada…
Samantha
estaba cerca de la puerta, que rechinaba con el aire frío de la noche. De
repente, la madera crujió, y la puerta se soltó de los goznes, haciendo que
esta cayera hacía afuera. La chica soltó un grito y cayó de espaldas en la
tierra, mientras el muchacho ni siquiera se inmutó. Dentro, algo arañaba las
paredes y soltaba gritos. Eran gritos de mujer, ahogados. Se estaba golpeando,
como si algo le doliera y sólo pudiese calmarlo contra la pared.
El
muchacho se acercó a la cabaña, mientras a su alrededor los niños se iban
acercando más y más, y los rugidos y lamentos en el parque iban aumentando.
-Sal
de ahí. Te traigo comida…
El
muchacho miró a Samantha con ojos serios, y se quedó esperando, mientras la
muchacha, aterrada, trataba de levantarse del suelo, pero no podía. El miedo la
atenazaba ahí.
Me va a entregar a esa
cosa, pensaba Samantha, mientras por el borde de la puerta
se asomaban unas manos blancas, con enormes uñas negras que parecían de carbón.
Todo
pasó tan rápido. La mujer salió de la cabaña, caminando como un animal de
cuatro patas, con el camisón blanco arrastrando por el suelo, y el cabello
cubriendo parte de su enorme cabeza de esqueleto de caballo. Sus ojos vacíos y
negros la miraban directamente, mientras que de entre los dientes afilados
escurría baba, dejando un rastro en la tierra. Sus extremidades se movían como
las de una araña, y crujían. Samantha cerró los ojos, y trataba de no gritar,
aunque el miedo le estaba ahogando. Aquella cosa estaba frente a su rostro,
respirando y soltando un aliento putrefacto, caliente y asqueroso.
-¡No
dejes que me haga nada, por favor…!-, suplicaba Samantha, que cada vez estaba
más aterrada, y sentía como aquello le olisqueaba, y abría las fauces,
saboreando su carne.
-¿Quién
soy yo para desperdiciar su poder? No voy a alterar miles de millones de años
de evolución, sólo para salvar a una muchacha que ha desafiado su curiosidad.
¡Vamos, cómetela!
La
cosa con forma de mujer abrió las fauces, soltando un gruñido, y antes de
cerrarlas alrededor de la cabeza de Samantha, algo la detuvo. Detrás de ella,
encima de su espalda jorobada, estaba el muchacho, montando. La cosa se
encabritó y trató de tirarlo, pero era imposible. La fuerza de aquel muchacho
hizo que la mujer cayera de bruces, con las extremidades en el suelo chuecas
como ramas rotas. Samantha se levantó y se quedó lejos, con la espalda contra
un árbol.
La
mujer espectral soltó un alarido de terror, y de la cuenca vacía de su calavera
salió un ojo, uno color rojo, moviéndose enloquecidamente en todas direcciones.
Miró al muchacho, y continuaba rugiendo, a pesar de que el otro mantenía sus
manos en el cráneo, aplastándole contra la tierra.
-Hace
muchos años que te buscaba. Mi hermano está muerto. Sabes bien quién lo hizo.
Eres la última de tu estirpe, y tienes algo que yo nunca tuve, que no quisiste
darnos. Lo siento…
Con
una sola mano, el muchacho aplastó el cráneo de aquella cosa, que crujió con un
sonido de chapoteo, y arrancó el ojo de la criatura, comiéndoselo.
Samantha
se volteó, y solamente pudo escuchar todo lo que estaba pasando. Escuchaba la
carne desgarrarse y el líquido escurriendo. Ya no había gritos ni aullidos, y
algo parecido a un estallido retumbó a lo lejos. Después, todo estuvo en calma.
El
frío dio paso al calor, y ya no había viento. Incluso el aire estaba ligero, ya
no estaba viciado ni olía demasiado a pinos. Samantha pudo darse la vuelta y
vio al muchacho, de pie, junto a la calavera vacía de aquella cosa. Del cuerpo
y la ropa no quedaba nada.
-Disculpa
el desastre. Estoy sucio y manchado-, dijo el chico, mientras le tomaba de la
mano. Samantha sintió cómo un líquido le manchaba la mano, pero no había nada.
Solo era la sensación.
-No
veo nada…
El
muchacho soltó una risita. Samantha lo miraba confundida. Era más alto, y se
veía un poco más delgado. ¿Qué diablos
pasa aquí?
-Lo
sé. Los humanos no pueden ver los restos de algo más poderoso que muere de
forma violenta. Sólo ven lo elemental. Mira…
El
muchacho señaló hacía la reja. Samantha se dio cuenta que no habían caminado
demasiado. Estaban al menos a unos cinco metros de la entrada, y la reja lucía
quemada, como si algo hubiese salido por ahí con una fuerza y una velocidad
indómitas.
-¿Escapó?
-No,
ella yace dentro de mí ahora. Eventualmente morirá o se adherirá a mi alma.
Dejé que sus hijos escaparan. Miles de ellos rondan por el mundo ahora, así
como yo, que me he asentado. Debo regresar a la tienda, o se vendrá abajo…
Samantha
se quedó de pie, bajo la sombra del árbol. El muchacho empezó a alejarse, y
ella se acercó.
-Espera.
David te ha visto, yo también. Necesito respuestas. ¿Qué son ustedes? ¿Quién
era ella?-, dijo la muchacha señalando al suelo, a la calavera hueca que yacía
entre la tierra y el césped.
El
chico de la farmacia sacó de su bolsillo algo pequeño. Se lo dio a Samantha y
ella lo vio con cuidado. Era un gafete, antiguo, con la foto de una chica
hermosa de cabello negro. Se llamaba María.
-Dáselo a David. Y
dile que tiene cuentas pendientes conmigo. En cuanto a ella…-, dijo el
muchacho, mirando a la calavera. –Era mi madre, nuestra madre…