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lunes, 15 de mayo de 2017

#UnAñoMás: Deliciosa Asignatura (Día del Maestro)



A sus escasos 16 años, Sara era una muchacha muy linda. Sus ojos verdes, su piel apiñonada, y su cabello castaño claro, casi del color del chocolate, ondulado, que le caía por encima de los hombros. Con su uniforme de la preparatoria, cualquier muchacho podría decir que era una verdadera belleza, una chica “bien buena”, o “sabrosa”. Y lo decían, no temían que ella los escuchara, porque Sara se echaba a reír.
Los muchachos podían decir lo que fuera de ella, tratar de enamorarla, de llevarla en secreto a los árboles escondidos al otro lado de los salones, pero en específico, Juan Robles jamás podría decir algo así. Porque Juan era el profesor de historia, un hombre de edad media, que a pesar de la madurez, no perdía la complexión de un joven, con algunos músculos, el cabello negro veteado de canas bastante cuidado, y la voz experta de quien sabe más de la vida que cualquiera.
Y sí: Juan Robles estaba perdidamente enamorado de Sara.
El profesor trataba de hacerse notar, poniendo más atención en Sara que en cualquier otro alumno. Ella empezó a notar algo anormal, pero no decía nada. Simplemente se dejó llevar por las atenciones y las oportunidades que el profesor le estaba otorgando. Ella bien pudo haberse fijado en sus compañeros de clase, e incluso había empezado a andar con uno de ellos, el alto y guapo Marcos, pero la sutileza del profesor, sus ademanes, su galanura de hombre maduro… Terminó por ceder.
Aunque la muchacha le estaba poniendo mucha atención, Juan Robles también guardaba sus distancias. Era una menor de edad, eso estaba claro, y mientras menos gente se diera cuenta, más seguro sería. Tratar de ayudar a la chica con sus tareas, en alguna duda para el examen, asesorarla. Y aún así, tratar de dar la misma atención a los demás. Pero todos esos cuidados y precauciones terminaron el día que, mientras estaban en el comedor platicando del examen para finalizar el semestre, Sara le tocó la entrepierna al profesor con su propio pie. La última expresión de que ella, en su inocencia fingida, quería algo más de Juan Robles, que a nadie más podía ofrecerle. Y si alguien los vio aquella ocasión, nadie dijo nada.
Fue en una ocasión, después del examen, cuando el aula de historia se vaciaba antes del receso. Juan Robles estaba sentado tras el escritorio, tratando de acomodar sus propias ideas: entre exámenes que calificar, tareas pendientes y el hecho de ponerle gasolina al coche, la idea persistente de Sara flotaba entre todo lo demás, como un molesto mosquito al cual ha esperado con ansias. Sin duda, el hombre estaba perdiendo la concentración. Pensar siquiera en lo que la muchacha escondía bajo su falda, a lo que olía su cabello color chocolate, la sensación de sus senos entre los dedos… La erección era peor, porque le lastimaba dentro del pantalón.
La puerta se abrió, y ahí estaba ella, la pequeña muchacha de sonrisa grácil y piel suave, esperando a que el profesor le diera permiso para entrar. Ella no esperó: cerró la puerta tras de sí. El profesor sudaba frío, y se levantó de la silla, sin tratar de disimular la erección.
Fue ella la que se acercó tanto, que Juan Robles soltó un suspiro, el último que daría antes de que sus labios se tocaran. Suavemente la fue acercando a sí mismo, fue tocando sus curvas, sintiendo sus senos contra su pecho, y su erección buscando entrada bajo aquella falda. La fue colocando despacio sobre el escritorio, sintiendo que el calor entre ambos se hacía cada vez más y más fuerte, y se bajó el pantalón. Ella tampoco podía esperar más, y con ambas manos, sin dejar de besar a su profesor, se bajaba la trusa, levantando su falda…
Era como un sueño, una especie de orgasmo más mental que físico, porque Juan Robles podía escuchar, literalmente, los fuegos artificiales, las detonaciones de pasión dentro y fuera del salón, y Sara era suya, cada vez más, con sus piernas abiertas y el deseo de poseerla una y otra vez, como siempre había imaginado. El ruido de las explosiones estaba más cerca, cada vez más, y los gritos, aquellos malditos gritos…
Alguien abrió la puerta de manera estrepitosa, haciendo que el metal chocara contra la pared. Sara casi se cae del escritorio, y el profesor se dio la vuelta, con su pene al aire y los calzoncillos atorándole las piernas. No era un profesor, no era el director, o cualquier otro alumno despistado. El que los veía por el marco de la puerta era Marco, el chico guapo y alto que pudo haber sido el hombre afortunado de tener a Sara entre sus brazos. Llevaba el uniforme manchado de sangre, y en la mano una pistola. La gente gritaba allá afuera. El muchacho sonreía, como nadie más podría hacerlo, de la satisfacción que le daba encontrarlos a ambos así…
La bala le entró a Juan Robles directo en la cabeza, y aunque Sara gritó, no podía moverse, porque su amado profesor le había caído encima, manchándole las bragas y la cara de sangre. Marco se acercó a la muchacha, dando pasos lentos. Ella lloraba, tratando de levantarse, pero el miedo no la dejaba. El muchacho le acarició la mejilla, sin dejar de sonreír, mientras le ponía el cañón de la pistola directamente en la boca. La fantasía de la felación que jamás fue, antes de la detonación que le volaría los sesos.
Marco esperó sentado, frente al escritorio, mirando a los cadáveres, antes de que escuchara las sirenas de la policía, y antes, claro, de sentir una vez más los labios de Sara, de su amada muchacha de cabello chocolate. Aquellos labios impresos en la última bala de su pistola…

Las noticias llegaron rápido: más de cinco muertos y diez heridos. Un maestro entre los muertos, y el asesino, un muchacho del último curso, suicidándose al final. No había más detalles en las noticias, pero, a pesar de todo, una desgracia. Me estaba aburriendo, porque eso ya lo había visto. Las noticias siempre llegan antes a mi cabeza, y verlas de nuevo cuando pasan es tedioso. Apagué la televisión, y me fui a dormir…

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