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miércoles, 10 de mayo de 2017

#UnAñoMás: Mamá Valiente (Día de la Madre)



Elena había quedado embarazada, y era su deseo cuidar del bebé. A los 22 años había dado a luz, y le había puesto Javier al pequeño. A pesar de que el bebé llevaba los apellidos de sus padres, Elena jamás había recibido el apoyo de ambos. Era como si hubiesen olvidado a su hija. A pesar de todo, seguía adelante. Un par de amigas habían ayudado a la chica a conseguir dónde quedarse y, mientras se recuperaba, también le ayudaban a cuidar al bebé. No tardó en conseguir un trabajo, y cada tarde regresaba junto a su pequeño Javier a dormir en un sofá viejo, cansada, pero feliz.
Una noche de sábado, cansada del trabajo, Elena se llevó al pequeño bebé consigo a la cama y se quedaron dormidos. Durante la madrugada, un extraño sonido la despertó, aunque Javier seguía cómodamente dormido entre sus brazos. Venía de la ventana: algo rascaba en el cristal. A pesar de que la luz de la calle entraba directamente por la ventana, Elena no pudo ver nada. Tal vez había sido un pequeño gato o un pájaro queriendo entrar, aunque no escuchaba nada más que el rasguño incesante en la ventana.
Al otro día, su amiga Martha le acompañó para cuidar al bebé y platicar. Mientras Javier dormía en los brazos de Martha, Elena preparaba la comida.
-¿Has descansado bien?-, le preguntó Martha a su amiga.
-Sí, un poco. Anoche algo estaba haciendo ruido en la ventana pero no alcancé a ver que era. Me quedé pensando en eso… ¿No crees que haya sido…?
Martha sabía bien de quién se trataba. El innombrable padre de aquel hermoso bebé.
-No lo creo. No sería tan idiota para entrar por la ventana en la noche. Además, ni siquiera sabe dónde vives ahora. Perdería el tiempo yendo a buscarte a casa de tus papás. Tú tranquila amiga…
Elena sonrió, algo más tranquila. Se sentaron a comer, y aunque el pequeño Javier lloró un poco, su mamá lo tranquilizó dándole leche de su pecho, y Martha se la pasó contándole las novedades de sus amigas. Después de un día ameno, de risas y comida, las amigas se despidieron. Martha había prometido volver en la semana, sólo para ver cómo estaban.
El martes, la señora a la que Elena le hacía la limpieza le dio el día, por ser el día de las madres. Martha y las amigas de la chica salieron con ella, a pasear y a tomarse fotos con el adorable bebé, que al menos estaba feliz por salir de casa. Después del paseo y la comida, incluso de un par de mensajes de sus papás, Elena regresó a casa. Tendría que descansar, pues al otro día volvía al trabajo. Bañó al pequeño Javier y le dio más leche. Se quedó dormido casi antes de las diez. Ella hizo tiempo viendo las noticias, donde aparecía una de un maestro que, por seducir a su alumna, había cometido no sé qué crimen… Tenía sueño cuando se fue a acostar junto con Javier, y sus ojos se cerraron casi de inmediato.
Hasta que aquel sonido en la ventana la volvió a despertar. Esta vez era inconfundible: las patas o las garras de algún animal estaba arañando la ventana, y quería entrar. Elena se levantó sin hacer tanto ruido para el bebé, y se asomó quitando la cortina. Ahí afuera no había nada más que la calle solitaria y un leve viento que soplaba. Abrió la ventana y se asomó. Nada: todo estaba en silencio.
El aleteo furioso de un pájaro rompió el silencio y el animal entró por la ventana, haciendo que Elena soltara un grito. Cerró la ventana, pero el ave ya estaba dentro. Escuchaba sus patas caminando por el suelo del cuarto, y los pequeños gemidos de Javier, asustado. El ave soltó un gorjeo. Ni siquiera podía ver en la oscuridad. Escuchaba sus alas, sus plumas rozando las paredes y la cama, y luego el silencio, cuando el aleteo del ave se detuvo justo encima de la cama.
Sus ojos, pensó al instante Elena. Aterrada, se acercó lo más lento que pudo a la cama. Su vista se iba adaptando poco a poco a la oscuridad. El miedo la atenazaba, y pensó que vería a aquel pajarraco sobre su bebé, picándole los ojos. Pero el pájaro se había ido: en su lugar, había una figura, una mujer grande, sentada en la orilla de la cama, con el pequeño Javier entre sus brazos.
La mujer le cantaba con voz dulce al pequeño, y lo calmaba con su arrullo. Sus manos eran largas, con dedos delgados y afilados. Iba vestida completamente de negro, con zapatos altos y una blusa cerrada hasta el cuello. Su rostro era raro. Un cuello muy largo, y un rostro demasiado pequeño. Miraba a la chica con ojos fijos, unos ojos color naranja que parecían brillar en la oscuridad.
-Mira que precioso bebé. Tan lindo, tan suave, y tan delicioso…
La voz de aquella mujer era rasposa, no como su canto. Tenía algo de animal, como la de aquel pájaro…
-¿Quién es usted?
La mujer soltó una risita áspera, como si tuviese algo atorado en aquella larga garganta.
-No te preocupes. Me llevaré a este bebé, y me lo voy a comer. Eso es lo que hacemos las de nuestra calaña…
Elena siempre había escuchado historias: mujeres que se transformaban en ave para entrar a las casas y llevarse a los bebés. Eran leyendas, pura fantasía. Pero aquella mujer, su apariencia, y el ave…
-Por favor, no se lo lleve…
La mujer acarició la mejilla del bebé, quién se movió sólo un poquito.
-No puedes detenerme. Esto es así. Escogí al bebé, y ahora debe alimentarme… Tengo tanta hambre…
La mujer abrió la boca, un enorme saco viejo sin dientes, una lengua marchita y el aliento muerto, y la acercó al bebé. Elena gritó y se lanzó contra la mujer. Alcanzó a golpearla en el rostro, y agarró una de sus manos largas y duras con ambas suyas. La mujer de negro se detuvo, mirando a Elena con furia y desconcierto.
-¡Deja a mi bebé, es lo único que me queda, por favor…!-, gritaba Elena, sollozando, mientras sus manos hacían un esfuerzo sobrehumano porque aquella mano soltara a Javier, quién aún dormía, ajeno a lo que pasaba.
Aquella mujer volvió a mirar a Elena, con aquellos ojos naranjas.
-¿Eres su madre?
Elena asintió, desesperada, con las mejillas llenas de lágrimas.
La mujer se levantó, y se soltó de las manos de la muchacha. Colocó al bebé de nuevo en la cama, tapándolo con su pequeña cobija. Lo miró un rato, y le acarició el suave pelo castaño.
-Fui madre alguna vez, muchacha. Ni siquiera deberías estar aquí, en esta situación. Pero el pequeño es hermoso, y debe ser todo un manjar… Pero no le haré nada. Las madres nunca están tan pendientes de sus hijos cuando nosotros llegamos, pero tú lo has salvado. Cuídalo y protégelo siempre, que no le falte nada. O volveré por él, cuando te descuides de su cariño…
La mujer cruzó a largos pasos el cuarto, dejando a Elena de pie al lado de la cama. Abrió la ventana, y en un instante, el aleteo de un pájaro cruzó el umbral, perdiéndose en la noche. La muchacha corrió a la ventana, la cerró y aún sollozando, se acercó a la cama. El bebé dormía plácidamente dentro de su cobija, y ella no hizo más que abrazarlo, pensando toda la noche en lo que pasaría, en si el futuro para ella y para su hijo sería hermoso.
Y así sería…

2 comentarios:

Adilenkaiser dijo...

Me gustó le idea de tu cuento Luis. Gracias por compartirlo.

Luis Zaldivar dijo...

Gracias a ti por leerlo. Es algo sencillo, pero vendrán cosas mejores :)

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