He
aquí un caso curioso: Dante, de 18 años, había nacido y crecido sabiendo que en
su vida pasada había sido alguien más. Un sueño de libertad le había despertado
una mañana, para descubrir que algo había, en aquellas imágenes sin sentido, de
alguien que antes había ocupado su mente y su cuerpo. Fotografías de años ya
olvidados: un hombre y su esposa, una feliz familia que esperaba un hijo, el
momento del nacimiento y un bebé hermoso recostado en una cuna blanca, con
cobijas blancas y una luz casi propia. Y la muerte del padre… El padre…
Dante
había sido el padre. Después del
infarto, había llegado el sueño: un alma perdida en un mundo de colores que
iluminaban el cielo otoñal, buscando a la muerte entre el bosque, mientras ella
le marcaba el paso de regreso al inframundo. Una petición, el renacimiento, el
amor y la guerra interna. Después, su alma, depositada en un cuerpo nuevo, un
bebé que crecería con recuerdos de un pasado un poco neblinoso. En plena
madurez, el joven Dante estaba seguro de que su vida había sido interrumpida, y
que su alma ahora era parte de un nuevo destino.
El
destino se presenta ante él ahora, con la imagen hermosa de una chica de blanca
piel y el cabello negro, largo y sedoso, con ojos negros casi fríos. Tan
terrible y hermosa como la muerte misma. Se llama Beatriz: una muchacha que es
dulzura, amabilidad y calidez eterna, al contrario de su imagen exterior, que
es estoica, pero brutalmente hermosa. Y Dante se ha prendado de esta Beatriz,
como el recuerdo del pasado, de aquel poeta que sucumbió ante una mujer a la
que apenas conocía.
Pero
Dante conoce bien a Beatriz, porque ambos van en la misma escuela. Se ven
diario en las clases y platican juntos. Es una maravilla ver a dos almas
jóvenes tratando de encontrarse a sí mismas, platicando y compartiendo sus
vidas por completo. Por un lado, la joven Beatriz, quien apenas cabe de
felicidad por haber encontrado a un chico atento y generoso. Y por otro, Dante,
quién ha visto en ella algo que después de su primera muerte había olvidado:
una persona considerada, bella y amable. Fue entonces cuando el amor volvió, y
los estaba uniendo de una manera que ni ellos se podían imaginar.
Pasaron
al menos dos años para que Dante y Beatriz se dieran cuenta que aquello no era
sólo una amistad. Salían casi a diario, a veces hasta por la noche, a comer, al
cine, a pasear. Incluso habían planeado acampar junto a unos cuantos amigos,
aunque todavía no decidían la fecha para salir. Sin embargo, ambos con veinte
años, habían experimentado cada una de las demostraciones de amor que cualquier
pareja da: besos sinceros, hasta robados; caricias, abrazos, algunos juegos
bruscos y hasta sensuales, hasta peleas y reconciliaciones ocasionales. Y el
sexo: lo hubo, hasta tres veces, y siempre fue una maravilla: algo fuera de
este mundo.
Un
día, caminando por la calle, agarrados de la mano, se encontraron con una mujer
que iba caminando de lado contrario. Era una mujer madura, con un cuerpo
hermoso envuelto en un vestido rojo, con un chal negro envuelto encima de sus
hombros. El cabello, negro veteado con canas, lo traía recogido en un chongo
por detrás de la nuca. Ni siquiera se veía tan grande: el maquillaje la
favorecía, y la hacía ver incluso hasta sensual.
Miró
a la pareja mientras ellos caminaban, y se detuvo para sonreírles. Se agarraba
el chal con la mano derecha, y con la izquierda los señalaba.
-¡Son
una hermosa pareja! Mírense nada más: un apuesto muchacho y una lindísima
chica, caminando por las calles de esta vieja ciudad como en los tiempos de
antaño… Me alegra verlos así.
Beatriz
sonreía, y Dante también, aunque por dentro él se sentía extraño. Por una parte
orgulloso, de que una perfecta desconocida notara lo feliz que ambos estaban
como pareja. Y por otro, tenía miedo: como si aquella mujer pudiese ver dentro
de su alma.
-Es
una lástima… En estos tiempos, el amor se ha vuelto tan poca cosa. Todos creen
que en el mundo importa más el dinero y el prestigio. Pero ustedes perdurarán…
hasta que el padre quiera.
Después
de eso, la mujer se alejó, haciendo sonar fuerte sus tacones. La última mirada
que le había dedicado la mujer a Dante le había dicho todo: ella sabía algo,
algo de su vida pasada. Beatriz se le quedó viendo, y no fue hasta que él
sintió el suave apretón de su mano entre la suya que Dante reaccionó.
-¿Te
sientes bien?-, preguntó ella. Él la besó y le sonrió.
-Sí.
No te preocupes. Por cierto, ¿ya me vas a decir a dónde me llevas? No te pongas
tan misteriosa…
Ella
soltó una carcajada.
-Vamos
con mi mamá. Quiere conocerte por fin, porque la tienes en suspenso. Y bueno,
si no nos apuramos, se va a hacer tarde…
Volvieron
a caminar por la calle, y aunque Beatriz se veía feliz y despreocupada, Dante
intentaba parecerlo. La verdad es que sentía una inquietud aberrante, como algo
que no encajaba en su día, y tal vez en su vida.
Cuando
llegaron a casa de la muchacha, Dante se detuvo antes de estar siquiera frente
a la puerta. Beatriz le miró, y se asustó. Estaba pálido, como si se fuese a
desmayar. Ella lo abrazó, sin que le diese tiempo a él de responder.
-Vamos
amor, es sólo mi mamá. No te va a comer…
Ambos
se soltaron a reír, tan descontroladamente, que las risas hicieron que la
puerta se abriera, o algo por el estilo. En realidad, la madre de Beatriz había
abierto la puerta en cuanto escuchó a los dos muchachos reírse.
-¡Vaya,
pensé que se iban a tardar una eternidad más! Dejen de reírse y pasen, que ya
quiero conocer a mi yerno…
Beatriz
soltó a Dante y le dio la mano para conducirlo a la casa.
-Amor,
te presento a mi mamá…
Mientras
se reponía de la risa, Dante se limpiaba las lágrimas de los ojos, y se dirigió
a la madre de Beatriz. Aquello fue tan rápido e intenso, que después de todo,
nadie podía asegurar qué había pasado. Dante reconoció aquel rostro,
avejentado, algo triste pero también esperanzador. La casa era diferente,
porque no era la misma que recordaba en sueños. Pero sí ella, su preciosa
mujer, la que antaño había amado tanto como a Beatriz. La que había dejado en
el momento de su muerte, con aquel precioso bebé aún en brazos. Y Beatriz,
ella…
Dante
sonrió, pero no con cortesía, sino con una mueca enloquecida. Le dio la espalda
a la madre de Beatriz, y salió caminando apresuradamente hacía la calle. Todo
fue tan rápido, porque en cuanto el muchacho saltó al asfalto, un camión que
pasaba lo embistió, y él ni siquiera se apartó, no se inmutó como para hacerse
a un lado. En el suelo quedó el cuerpo, destrozado, y la sangre, que ya se
filtraba por una alcantarilla…
Las
gotas de sangre viajaron entre las cañerías, y cayeron justo en la frente de la
mujer de rojo, quién se hallaba meditando, sentada en aquel cuarto oscuro
plagado de velas, un siniestro escondite en las entrañas de la ciudad. Sintió
el goteo de la sangre en su piel, y con sus dedos la limpió. La probó, como un
gato que lame la leche de los dedos de su dueño. Se quedó seria, sin moverse.
-Ya
se dio cuenta. Así tan débil es la condición humana ante su destino. ¿Qué va a
ser de mí, que tengo que ver todo esto cuando nadie más lo ve?
La
voz de la mujer retumbaba en aquella cripta oculta, cuando escuchó el caminar
de las garras tras de ella. Era su amo, su señor, una criatura que se escondía
bajo las vidas de todos en la ciudad, y que se mantenía, vigilando.
-Tú ya lo has visto, poderosa cihuacóatl.
Ahora verás como la Ciudad del Lago va a
arder, y retumbará la tierra antes del anochecer…
Aquella tarde, tembló
en la Ciudad de México.
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