Las calles de la Ciudad de México empezaban a recuperar su modo nocturno después del sismo. Muchos se habían dado a la tarea de revivir la vida noctámbula, y ahora que faltaba poco para el Día de Muertos, otra vez la cultura se adueñaba de los callejones del Centro Histórico. Muchos de ellos contaban con su leyenda: fantasmas de niños, risas macabras que salían de las paredes, monstruos y rituales, e incluso el diablo en persona, que se aparecía para cautivar a las mujeres y embaucar con promesas vacías a los hombres.
Uno
de los más hermosos y emblemáticos es sin duda el callejón de la Condesa,
llamado antes el Callejón de los Dolores. Está ubicado entre el Banco de México
y la Casa de los Azulejos, en contraste del estilo art decó de uno y el clásico
azul destellante del otro. De día es un perfecto paso peatonal, el cual sirve
para admirar ambos edificios mientras se da una caminata tranquila. Pero de
noche se convierte en un callejón más, una calle oscura y tal vez siniestra.
Se
dice que en una ocasión, cuando todavía servía como paso para los carruajes,
dos de ellos se vieron enfrentados, sin que ninguno de los dos pudiese pasar.
El orgullo de ambos señores los hizo permanecer ahí durante tres días,
esperando que el otro retrocediese para darle paso, hasta que la autoridad se
hizo cargo de la situación. Mientras el tramo entre el Banco y la Casa de los
Azulejos es breve, el otro tramo, entre el Palacio Postal y el Palacio de
Minería, es más largo, e incluye en el paseo varios puestos y locales donde se
pueden conseguir libros de usado a buen precio.
Sin
embargo, se dice que por las noches, como en todas las callejuelas perdidas de
la ciudad, un lamento triste y poderoso se deja escuchar, de una mujer que
busca a sus hijos entre los muertos, y asusta a los despistados. Los aztecas
conocían a un espíritu similar, al que llamaron Cihuacóatl (literalmente, “mujer serpiente”), una especie de
espectro que asustaba a los hombres durante la noche y los devoraba ahogándolos
en el lago. Después, el mito se complementó, con la historia de una mujer
engañada que, en su desesperación, ahoga a sus hijos y se suicida. La
Cihuacóatl se transformó, entonces, en la Llorona, el espíritu más conocido de
México.
Aquella
noche de Halloween, los niños aún no rondaban por las calles pidiendo dulces,
pero los adultos, en especial los jóvenes, estaban de plácemes. Aunque no fuese
una fiesta nacional, Halloween había tomado fuerza, en especial en varios
eventos en el Centro Histórico, con recorridos a pie o a bicicleta, donde se
mostraban las principales calles y callejones de la ciudad, y se contaban
historias macabras, de venganza, dolor y miedo.
Sebastián
no estaba tan convencido de todos aquellos tours nocturnos, pero no por ello
dejaría de disfrutar a su modo la noche. Aunque hacía frío, su rollizo cuerpo
le protegía un poco del clima. Se acomodó los lentes y siguió caminando, hasta
que llegó a la esquina de la Casa de los Azulejos, y se asomó por el Callejón
de la Condesa, oscuro, eterno, casi interminable.
Tomando
valor, Sebastián se internó en el callejón. No había dado dos pasos cuando
alguien le tocó el hombro, y le hizo gritar. Detrás de él estaba una muchacha,
quién empezó a desternillarse de risa.
-El
bebé gordito se asustó-, dijo la muchacha. Arely era la mejor amiga de
Sebastián, aunque él creía para sí mismo que ella era una hipócrita y poca
cosa. Nadie es mejor que yo, y menos esa
estúpida.
-Te
odio. ¿No que ya te ibas?-, dijo Sebastián, algo molesto.
-¿Y
por qué querría irme? No voy a dejar que el gordito se vaya solo a su casa.
¿Qué tal si se lo come el chupacabras o se le aparece el diablo entre los
callejones? Por cierto, hablando del diablo…
Sebastián
sabía que Arely insistiría con eso. El muchacho que Sebastián había conocido,
el cual le había robado el aliento… Y el cual había tenido que alejar, como a
un perro que ya no quería a su lado.
-No
voy a repetirlo. Además, es asunto olvidado. Además, creo que está bien, si
siempre ignora lo que le comparto en Facebook, es obvio que no quiere saber
nada de mí. ¿Vas a quedarte ahí parada o me vas a acompañar dentro del
callejón?
La
voz de Sebastián se había ablandado, como la de un niño tierno, y Arely se
soltó a reír otra vez.
-No,
olvídalo. Yo no entraré ahí a esta hora. Que tengas suerte, gordito…
La
muchacha se fue caminando, dando saltitos de repente. Sebastián puso los ojos
en blanco, y esperó a que la chica desapareciera en la esquina de la Casa de
los Azulejos. Se había quedado solo, y frente a él, el oscuro callejón.
Hace
cientos de años, aquel pasaje había servido como paso de carruajes, donde la
gente importante dejaba huella con su presencia. Condesas, curas, hombres de
gobierno e incluso el mismo Virrey habían cruzado aquel callejón, como un
símbolo de su poder. Sin embargo, en aquella fría noche de otoño, Sebastián
sólo sentía repulsión y miedo. El lugar estaba lleno de basura, con bolsas de
frituras que se movían con el aire de un lado al otro, e incluso, una rata que
cruzaba por ahí le hizo detenerse. En una de las paredes del Banco pudo ver una
cobija abandonada, tiesa y sucia, que había pertenecido tal vez a un indigente,
y que ahora descansaba ahí, a la intemperie, como la piel de un animal muerto
hace años.
Fue
cuando un grito, un lamento poderoso y doloroso le hizo detenerse una vez más.
Era el llanto desesperado y aullante de una mujer, que clamaba un desasosiego
sin igual. Sebastián se quedó petrificado, y aunque al principio el aullante
clamor de la mujer le hizo sentir escalofríos, sabía que sólo podía tratarse de
alguien.
-No
es suficiente, ¿sabes? No asustas a nadie. Parece como si te estuvieran…
Pero
lo que iba a decir se le quedó en la garganta, cuando volteó para regañar a
Arely. Pero su amiga no estaba ahí. Seguía solo en el callejón, y sólo un
pedazo de basura que rodaba por entre sus pies le hizo moverse de nuevo. Aquello
había sido extraño. Una mujer que gritaba casi detrás de él, y que se
escondiese tan rápido en un callejón sin puertas ni recovecos…
Cobarde. Era
la voz de él, aquella que recordaba a veces con anhelo. No es nada, sólo alguien que te quiere asustar. Sigue caminando y no
mires para atrás…
Su
mente le decía cosas, y su cuerpo trataba de cumplirlas, pero el miedo era más
poderoso. Se tropezó al menos dos veces y las manos le sudaban, a pesar del
frío que hacía aquella noche. Otra vez, el grito de la mujer se escuchaba, pero
era cada vez más lejano, como si aquella persona caminara hacia el lado
contrario, desapareciendo entre las sombras de los edificios.
Pronto,
el grito se convirtió en un eco lejano, que retumbaba en las paredes de la Casa
de los Azulejos. El frío le recorrió la espalda a Sebastián, y el muchacho se
detuvo. Temblando, se dio la vuelta poco a poco.
Ya
no estaba solo. Frente a él estaba una mujer, vestida de rojo, un vestido que
le cubría hasta los pies, y que arrastraba por el suelo sin preocuparle demasiado.
Su cabello, negro y suelto, caía como tres largas cascadas sobre sus hombros y
su espalda, y le llegaba casi por debajo de la cintura. Sus manos apuntaban al
cielo, como garras que se aferraran de algo invisible, justo antes de caer al
infierno. Sus ojos blancos parecían estar en trance, y su boca, abierta por
completo, aullaba con un gemido que parecía lejano, como si estuviese a varios
metros de ahí.
Sebastián
no podía moverse. El miedo le había clavado los pies en el pavimento del
callejón, y la mujer parecía no querer moverse. No podía correr, y sus brazos
se habían quedado tiesos a sus costados. Fue cuando una sombra aún más grande
se levantó por detrás de la mujer, que aún seguía en trance, con aquel grito
apagado en el fondo de su garganta.
El
muchacho sólo podía observar como una figura alta y esbelta caminaba justo por
detrás de la mujer, rodeándola. Uno de sus pies estaba normal, descalzo, y el
otro ni siquiera tenía pie: era un muñón abierto, de donde salía el hueso
limpio y blanco. Sus brazos largos colgaban en los costados, con enormes garras
en los dedos. La cabeza estaba tocada con plumas de aves, negras y marrones, ya
echadas a perder y bastante gastadas. El rostro de aquel ser era extraño.
Semejaba a una calavera con piel, delgada y angulosa, con los ojos abiertos
como los de un loco, y los dientes afilados como los de los felinos. En la
nariz, a la mitad del rostro, lucía una línea horizontal de color negro, en
contraste con su piel azulada, casi muerta. Sus ojos brillaban con un destello
amarillo muy peculiar.
-No, cihuacóatl. Este no merece el sacrificio. No siento la fuerza de los otros. Vamos a
buscar a alguien. Tenemos poco tiempo…
La
mujer se despertó del trance, y siguió con pasos firmes a aquel ser largo y
cadavérico, quién caminaba renqueando hacia el final del callejón, con un paso
firme en el pavimento, y otro que se escuchaba como una garra sobre la piedra.
Sebastián cayó de rodillas, mientras la orina mojaba sus pantalones. El enorme
monstruo desapareció en las sombras, mientras la mujer volteaba a ver al
muchacho, quien yacía en el suelo, impactado y asustado, sin poder hablar
siquiera.
-Nada
personal, jovencito. Vete a casa…
Sin embargo, el
muchacho se arrastró por el suelo, y se quedó recargado en la pared de la Casa
de los Azulejos, sin mover un músculo, y sin cerrar los ojos. Al amanecer, así
lo encontraron, con el miedo en sus pupilas y el frío en su piel, pero sin
decir palabra alguna…
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