Omar
regresaba a su casa. Vivía solo, y no se preocupaba por si su familia estuviese
al pendiente de sus idas y venidas. Su familia ya no estaba. Con los viajes que
efectuaba, alguna vez ellos tendrían que desaparecer.
Saltar
a través de las dimensiones había sido algo maravilloso las primeras veces.
Poder observar las copias exactas del mundo en el que vivíamos era una aventura
nueva cada día, pero conforme pasaba el tiempo, sus expectativas se iban
complicando. Cada universo que visitaba era un paso atrás, un tramo cada vez
más lejano para regresar a casa. De repente, su familia dejó de existir, y él
se encontró solo en mundos que, sin duda se parecían al suyo en algunos
instantes, pero que nunca serían del cual había partido. La curiosidad de Omar
lo atrapó en un viaje sin salida, condenado a viajar a un nuevo mundo cada vez.
Y
toda la culpa de ello la tenía un brujo, o al menos, un hombre que sabía cómo
viajar. Cuando entró en su casa, lo vio ahí, sentado en el sofá.
-Quiero
volver-, dijo furioso el muchacho, azotando la puerta tras de sí.
El
hombre, vestido todo de negro y con las manos entrelazadas sobre su regazo,
negó despacio con la cabeza.
-No.
Tuviste tu oportunidad de regresar cuando sabías el camino. Ahora todo se
convirtió en un proceso sin fin, un círculo eterno de visitar mundos en donde
nunca perteneciste. Te dije que la curiosidad te iba a estancar en esto, y no
me hiciste caso. Es tu deber pasar cada día en un nuevo mundo, viendo las
maravillas que cada uno tiene que ofrecerte. ¿Qué viste en este?
Omar
no dijo nada por un rato, hasta que el enojo se le pasó, y pudo hablar.
-Una
mujer cayó desde el castillo de Chapultepec. Vio un fantasma o algo así…
-No,
no es eso. En este mundo, las almas de los que fallecieron de forma violenta se
manifiestan en forma de sombras. Tal vez ella no lo sabía, pero casi todos
conviven con esas sombras a menudo. Lo saben, lo enseñan en las escuelas. Dime
que más has visto, tengo la curiosidad.
Omar
no pudo más que sentarse en otro sillón, lo más apartado posible de aquel
hombre.
-He
visto cosas horribles. Hombres que se convierten en asesinos sin que ellos lo
sepan. Uno mató a una chica mientras la grababa, y su “yo” del pasado lo veía
todo.
-Döppelganger, si. Continúa.
-Había
monstruos que se escondían con forma humana y que mataban sin piedad a sus
víctimas, disfrazados de muchachos comunes y corrientes. Espectros que se
aparecían en los parques para cazar niños y adultos en las noches. Hombres muy
fuertes que podían destruir un edificio a golpes. Pero también había cosas
hermosas…
El
mago se acomodó en el sillón, al ver que la mirada del muchacho cambiaba.
-¿Eras
muy bellas?
-Sí.
Un hombre que podía ver el futuro trataba de salvar a sus hijos adoptivos. Una
madre que le arrebató con valentía a su hijo de las manos de una bruja. Amores
que se reencontraban más allá de la muerte y los sueños. Un detective muy hábil
que le hacía frente a un monstruo y a la muerte misma. Un abuelo y su nieto
jugando y siendo felices. Y un sueño aterrador de extraterrestres que se
disolvía con el nacimiento de un bebé. No todo era malo.
El
mago se levantó. Caminó hacia la ventana, y sonrió.
-No
todo es malo. En todos los mundos hay maldad, pero también hay cosas buenas que
envidiarles. Todos eso sueños, esos deseos. He visto cosas más allá de lo que
viste tú: aquel monstruo que devoraba gente disfrazado de un chico inocente
salvó a su mundo sacrificándose. El bebé que nació de un sueño apocalíptico
ahora es un hombre de bien. Y el muchacho que vio su futuro homicida se
convirtió en un gran cineasta.
El
hombre se acercó al muchacho, quién aún estaba sentado, y lo miraba con ojos
curiosos.
-Si
quieres regresar al lugar al que perteneces, tienes que hacer algo por mí
antes. Así como hay cosas buenas y malas, en el lugar del que vengo pasaron
cosas malas, cosas que me afectaron, y que era necesario arreglar. Mis poderes
no pueden solucionar nada, pero por eso te encontré, y te di la oportunidad de
ver las cosas más maravillosas. Sirenas y extraterrestres o seres sin
sexualidad no son lo único maravilloso. Aún más, la vida es importante también…
El
hombre alargó su mano blanca y huesuda hacía Omar, que no se movía.
-¿Qué
tengo que hacer?
-Acompáñame.
Te llevaré al final de tu viaje. No tendrás que ver un mundo nuevo nunca más,
sólo el tuyo, al cual perteneces. Ayúdame y volverás a tu hogar, con tu
familia. Lo prometo.
Omar
dudó un momento, y aunque estaba en ello por culpa de su curiosidad, tal vez
ese mismo espíritu de aventura lo salvaría esta vez. Asintió y le dio la mano
al hombre, y aunque apenas estaba a punto de levantarse de su asiento, sintió
como una fuerza extraña lo jalaba hacía arriba. Ambos estaban viajando a través
del espacio y quizá también del tiempo. Omar se sentía mareado, y el hombre
parecía estar a kilómetros de distancia, aunque su mano le apretaba
fuertemente.
Al
cabo de unos minutos de volar en el vacío, llegaron a un sitio desolado. Era un
paraje natural, durante una noche algo calurosa. Estaban rodeados de plantas
secas y cerca se erguía un árbol, que mostraba su frondosidad. A lo lejos se
podía ver una casa, con dos ventanas iluminadas.
-Aquí
es dónde yo vivía antes de dedicarme a la magia. Un lugar en donde se me
permite observar pero jamás actuar. Es un castigo por desafiar las leyes
naturales y tratar de cambiar el destino de alguien a quien yo amaba.
Omar
trató de entender lo que escuchaba. Aquel hombre había sido alguna vez como él,
un muchacho lleno de curiosidad que había perdido a alguien. Por intentar
recuperar a esa persona con la magia, algo ocurrió, y se quedó como él,
atrapado en un bucle interminable.
-¿Cómo
puedo ayudarte entonces? Tú mismo no pudiste cambiar nada, ni siquiera con el
poder que posees. ¿Qué te hace pensar que yo cambiaré algo?
El
hombre miró con seriedad al muchacho.
-Viniste
conmigo, eso es algo que nunca había pasado. Sólo yo podía venir aquí, como un
castigo hacia mi insolencia. Ver una y otra vez lo que pasó y arrepentirme para
nunca ser perdonado. Contigo aquí cambiaremos el curso de lo que sucedió. Tú no
deberías existir en este mundo, y acabas de cambiar para siempre las cosas con
tu presencia. Vamos…
El
hombre empezó a caminar directo hacia la casa, rodeando algunas plantas secas
en su paso. Omar tuvo que brincar sobre un hormiguero escondido entre dos
enredaderas. Un paso más, y hubiese metido el pie en donde no.
-La
persona a la que vamos a ver…
El
hombre suspiró, sin que el muchacho lo notase siquiera.
-Era
una muchacha hermosa. Amable, tierna, muy lista. En el pueblo todos la querían,
y muchos muchachos como yo la pretendían, aunque yo nunca me acerqué a ella.
Fue en esta noche cuando todo sucedió: ella tenía en su recámara un adorno,
algo que pretendía llevar al día siguiente en una ceremonia que en este mundo
es muy común cada año. Sin embargo, su suerte cambió cuando aquel adorno se
incendió con una vela que cayó por accidente. La luz que vez en la ventana es
de esa vela, ya que la energía eléctrica en su casa se ha ido. Fue algo
terrible…
La
cara del hombre se ensombreció, a pesar de que la noche era oscura y profunda.
Omar tenía calor, pero aún así seguía caminando, escuchando las palabras de
aquel hombre consumido por el dolor.
-Puedo
apagar la vela si así lo desea…
-No
servirá de nada. La vela y aquel adorno son elementos importantes. Si uno
falta, el otro terminará el trabajo que ambos no pudieron cumplir en el destino
de aquella joven. Ambos tienen que ser destruidos. La magia lo puede todo,
excepto cambiar el destino de alguien, y eso lo aprendí de la peor manera
posible. Mis poderes no pueden salvarla, pero tu curiosidad lo hará. Y como
recompensa te devolveré a tu mundo, sano y salvo: una promesa que la magia
cumplirá. Ve a su recámara, trae esos dos objetos y te ayudaré a destruirlos.
No podré regresar aquí, pero al menos sabré que ella está bien, y es feliz.
Llegaron
hasta la casa, dónde la luz de la vela aún titilaba intensamente, como una
estrella más en aquel oscuro cielo de primavera.
-Déjeme
dentro de la recámara, ayúdeme a subir…
-No
puedo. La magia no funcionará para ayudarte. Usa tu propia magia, la que tienes
en tu interior. Toma…
El
hombre estiró la mano, y con un corte invisible, hizo que su palma sangrara. La
cálida sangre roja escurrió en la palma del muchacho, quién primero se aterró,
pero al contacto con la sangre su cara era de asco.
-¿Está
loco o qué?
-Una
promesa de sangre. Haces esto, y te ayudaré a volver. No hay nada más sagrado…
Omar
asintió, y cerró el puño, guardando para sí la sangre que aún manchaba su mano.
La casa era enorme, y estaba rodeada por una reja que al muchacho no le fue
difícil de sortear. Con sus amigos ya trepaba árboles desde muy pequeño, así
que una cerca así de pequeña era relativamente fácil. Aunque la casa fuese muy
grande, solamente estaba levantada en una sola planta, por lo que sería fácil
entrar por la ventana.
Se
acercó tanto como pudo, y aunque la luz de la vela apenas iluminaba su rostro,
podía ver por dentro. Aquella era una imagen muy bella y tranquila: una
recámara cualquiera, con una cama solitaria en un rincón, y más allá, la vela
sobre una mesita, sobre la cual también descansaba el adorno del que hablaba
aquel hombre. Era una especie de abanico, algo hermoso que alguien con mucha
habilidad haría con sus propias manos. Estaba hecho con papel o palmas secas, y
era algo que Omar nunca había visto en su mundo. Tenía que entrar por él
sigilosamente.
Empujó
la ventana, y esta, para su sorpresa, se abrió despacio, chirriando un poco. El
aire cálido de afuera se coló hacia la recámara. Ahí dentro era más fresco. Y
no hacía calor. Puso sus pies descalzos en el interior de la recámara, y sintió
el frio suelo en su piel.
Omar
sentía curiosidad: cómo era la muchacha, qué la hacía tan especial para que
todos los que la vieran cayeran a sus pies. Se acercó a la cama, y la miró: era
bellísima. Su piel blanca y trémula a la luz de la vela, su cabello negro,
suelto, y aquellos ojos que, imaginó, eran como dos gemas preciosas cuando
estaba despierta.
Quería
tocarla, poder despertarla para ver su mirada, y mientras más se acercaba, en
su corazón nació un vacío, un espacio que se fue haciendo más y más grande.
Algo le faltaba, y era ella: una muchacha hermosa y su belleza que, a pesar de
la oscuridad, resplandecía desde el interior.
Sin
querer, su pie tropezó con el borde de una alfombra que se encontraba bajo la
cama, y sus manos toparon con la mesa, la cual se tambaleó, dejando caer la
vela sobre aquel hermoso abanico de palma. La llama no tardó en encenderse, y
el fuego empezó a quemar también la alfombra. Poco a poco, el fuego empezó a
crecer, y a iluminar el lugar.
La
muchacha se removió entre las sábanas, pero no se despertó. Omar no sabía que
hacer: el calor se volvía insoportable, y el fuego se interponía entre él y la
cama de la muchacha.
-¡Despierta,
despierta…!-, gritó el muchacho, tratando de despertar a la muchacha, quién
sólo se revolvió aún más en la cama, sin darse cuenta que, en pocos segundos,
las llamas devorarían sus sábanas, consumiéndola también a ella.
No
lo pensó más: armándose de valor, Omar saltó entre las llamas, aunque los pies
descalzos no soportaran el calor intenso del fuego. Fue su grito de dolor el
que hizo que la muchacha, por fin, se despertara, y también gritara.
El
fuego creció, y empezó a consumir también las sábanas. El muchacho alcanzó a
subirse a la cama antes de quemarse más, y agarró a la muchacha de ambos
brazos.
-¿Quién
eres? ¿Qué está pasando?-, gritó la muchacha, histérica y aterrada. El fuego le
quemaba un poco la cara. Omar la jaló, y ella tuvo que levantarse encima de la
cama para alejarse lo más que pudiese del fuego. Instintivamente, ella se
abrazó a su salvador.
-No
te preocupes, te voy a sacar de aquí.
Con
las fuerzas suficientes, e incluso pensaba que aún más, Omar cargó a la
muchacha, como quién carga a su mujer después de recién casados, y con más
arrojo que antes, brincó por encima del fuego. Aunque las llamas le quemaban
las plantas de los pies y más arriba, el miedo y su propio valor no le
impidieron seguir corriendo. La ventana estaba abierta, y con todas sus
fuerzas, soltó a la muchacha, quién salió despedida hacia afuera, cayendo en el
césped que crecía verde bajo su ventana. Omar tropezó, y el fuego se acercaba
cada vez más a él, pero se levantó, cojeando un poco, y salió por la ventana lo
más rápido que pudo. La muchacha ya no estaba ahí: había corrido, rodeando la
casa, mientras gritos de hombres y mujeres salían por todas partes.
El
muchacho salió corriendo lo más rápido que pudo, e incluso cuando volvió a
saltar la reja, su pie quemado, el izquierdo, le dolía bastante. El hombre, al
pendiente de todo lo que pasaba, había visto el humo saliendo de la ventana de
la muchacha, y estaba alerta. Al ver al muchacho acercarse, cojeando y
respirando como un animal herido, lo jaló hasta quedar bajo las hojas del árbol
solitario. Sacó de entre sus ropas un frasco con un ungüento color café, que
olía amargo y dulce a la vez. Se lo untó en el pie quemado, y aunque primero
ardía, Omar sintió como se le refrescaba la piel.
-¿Dónde
está? ¿Dónde está ella?-, preguntó el hombre, tratando de guardar la calma.
Omar
tardó un momento en responderle. El hombre pudo ver su rostro a la luz de la
Luna: estaba cansado, y su rostro estaba lleno de hollín del incendio.
-Ella…
corrió. Está a salvo, no le pasó nada…
El
hombre miraba a Omar con ojos bañados por las lágrimas, y asintió, nervioso
aún.
-Impediste
lo que parecía inevitable. Hiciste lo mejor, y salvaste la vida de aquella
mujer. Cuando murió, no hice más que estudiar lo que ahora sé, me enajené con
una fuerza tan poderosa que, al final, terminó conmigo, encerrándome en un
universo aparte para siempre. Sólo quiero verla feliz, vivir más, y podré morir
tranquilo algún día con aquel sentimiento de culpa ya desvanecido.
Omar
ya estaba más tranquilo, escuchando a aquel hombre. Después de un rato, se
animó a hablar.
-Ella
es hermosa. Es una muchacha preciosa. Tenía miedo, y aunque sus ojos eran como
las piedras más bellas de este mundo o de cualquiera, vi en ella el miedo a la
muerte. Ahora sé por qué estudiaste tanto para salvarla. De dónde vengo no le
tememos a la muerte, y aprendemos a vivir con ella. Pero ella no merecía eso,
creo que por eso la salvé…
Ambos
se quedaron mudos, y el hombre solamente asentía.
-Vamos
a casa. Prometí llevarte sano y salvo, y casi pierdes un pie. Aún así, tu
corazón valiente late más que nunca. Y el de ella también. Un último viaje te
hará bien…
Aunque
aún le escocía la quemadura, Omar sintió de nuevo el inevitable tirón a través
de la oscuridad. Iba a casa, por fin…
Llegaron,
y aún era de día. Se encontraban entre flores, hermosas flores de color naranja
que olían muy bien. Estaban a la orilla de un inmenso lago, uno tan grande que
la mayoría pensaría que era la orilla misma del mar. A lo lejos, el hombre y el
muchacho contemplaron la ciudad que se levantaba en medio del lago: enormes
edificios que tocaban la punta de las nubes, y en el centro de todo aquel
ajetreo se podía ver un enorme templo, una pirámide desde dónde la música de
una caracola ceremonial anunciaba la llegada de un nuevo día.
-Tienes
suerte de estar vivo, y de vivir en este mundo. Un mundo que no fue
conquistado. Ve a casa, y procura vivir como tú quieras-, dijo el hombre,
apoyando su mano en el hombro de Omar, quién ahora era el que lloraba por
volver al hogar. Sintió las hierbas entre los dedos de los pies, y la brisa de
aquel lago salado.
-Gracias.
También tú cuídate. Puedes venir a este mundo cuando quieras. Y te enseñaré
algo muy hermoso cuando…
Omar
se iba alejando del hombre, cuando, inesperadamente, algo salió del agua. No
era algo que el hombre esperaba, pero sí algo que ya había visto antes en
aquellos lugares. Era una especie de arácnido enorme, del tamaño de dos
hombres, el cual saltó desde el fondo del lago, hincando sus enormes patas en
el lodo, y chirriando por una boca babeante. Múltiples ojos se enfocaron en
Omar, quién no tuvo oportunidad de quitarse a tiempo, justo cuando las enormes
patas delanteras de aquella cosa se clavaban en su cuerpo, atravesando su pecho
y su vientre, en un estallido de dolor y sangre que lo mató al instante.
El
hombre se quedó quieto, de pie en la orilla de aquel lago, con la sangre del
muchacho en el rostro, y los ojos desenfocados, justo para ver como la criatura
regresaba al agua, jalando a su presa hacia el fondo del lago. Si tan sólo lo
hubiese salvado…
Una promesa de magia
que se rompe, puede cambiar todo lo que se ha hecho antes…
Omar
ya estaba muerto, pero recordó que, si no hubiese sido por él, su amada estaría
muerta también. El destino no podía cambiarse, ahora estaba seguro. Se
concentró, y en su mente la volvió a ver. Aquel hermoso rostro, su piel blanca,
su cabello castaño, y los ojos más hermosos de cualquier mundo…
Llévame hasta ella, llévame
hasta ella por favor. No dejes que muera…
Su
mente lo llevó hasta el lugar que él pedía. Reconoció el lugar: la plaza del
pueblo, en un día caluroso de domingo. El domingo de Ramos después de aquella
primavera dónde Leonora moriría.
La
buscó incesantemente, pero la gente se agolpaba en la plaza, tratando de entrar
a la iglesia.
-¡Leonora,
Leonora!-, gritaba, impaciente. Empujaba a la gente, y trataba de caminar entre
la multitud.
Inesperadamente,
fue cuando la vio, caminando directamente por el camino que llevaba al quiosco
del pueblo. Llevaba un hermoso vestido blanco, un rebozo rosa, y entre sus
manos, aquel adorno de palma. No: no era el mismo que se había quemado. Este
era más bonito, más verde. Algo nuevo.
Mientras
andaba por el camino hacía el quiosco, sintió que alguien rozaba la mano con la
que agarraba el rebozo. Volteó a su izquierda y se dio cuenta que era un monje,
alguien vestido de negro, con la capucha echada sobre la cabeza. Tal vez era
alguno de los monjes que ayudaban al sacerdote del pueblo en los días de la
Cuaresma.
-Ay,
lo siento…-, dijo Leonora con voz trémula, tratando de disculparse.
El
monje se detuvo, e hizo que ella también lo hiciera. Aquel extraño sujetó a la
chica del brazo, haciendo que soltara su ramo de palma, y clavó un cuchillo
entre los pechos de Leonora, que ni siquiera alcanzó a soltar un grito. El
dolor le aprisionaba el pecho, y la sangre le corría por la herida, manchando
su inmaculado vestido. El hombre que la atacaba no tenía rostro, escondido en
la penumbra de la capucha, mientras su sonrisa se delineaba entre las sombras.
Sacó
el arma del pecho de la chica, y soltándola, la muchacha cayó de espaldas,
empujando a varias personas, que se apartaron primero confundidas, y luego
gritando. Algunas de las mujeres gritaron aterrorizadas, corriendo y
tropezándose con los puestos de la comida. Leonora yacía en el suelo, con una
enorme mancha de sangre empapando su pecho, las manos caídas a los costados, y
entre las piernas, la palma que llevaba en la mano. Nadie vio como el monje se
alejaba entre los árboles, buscando cómo escabullirse entre la multitud para
llegar a salvo a su guarida.
El
hombre pudo verlo todo. Aquel monje le había arrebatado la vida a Leonora, y
reaccionó demasiado tarde. Con el poder que aún le quedaba, hizo que el
misterioso encapuchado se tropezara, pero aún así se levantó, y se escondió
entre la muchedumbre, y luego, entre los árboles.
La
gente estaba gritando, cuando por fin descubrieron el horror: la mujer a la que
había amado yacía en el suelo, cubierta de sangre, con su hermosa palma de
Domingo de Ramos en el pecho herido.
Fue
en aquel instante de desazón que, aunque la sintiera fluir en sus venas hasta
el día de su muerte, aquel hombre pudo darse cuenta que la magia lo había
abandonado para siempre…
“Aprendí que no se puede dar marcha atrás, que la
esencia de la vida es ir hacia adelante. La vida, en realidad, es una calle de
sentido único.”
Agatha Christie.
Luis Zaldivar, 02 de Enero de 2017 - 16 de Marzo de
2018.
Los dioses quieran
nos podamos ver un año más.