Juan
había logrado escapar de aquel lugar que llamaba casa, después de aquel crimen,
y de inculpar a una chica inocente. No quería saber nada del asunto, ni
siquiera indagó en ello para saber en qué había terminado. Simplemente le había
dado la espalda a todo, y había llegado a Tlacotalpan, Veracruz. Un lugar
maravilloso, a la orilla del río Papaloapan. Un hermoso paisaje, mitad caribeño
y mitad colonial, un pueblo bañado por la luz del sol y que, por el bullicio de
gente, parecía que habría fiesta pronto. Juan revisó el pequeño teléfono que
llevaba en el bolsillo: efectivamente, al otro día sería 02 de Febrero, el día
de la Candelaria.
Había
música en vivo en las calles, y todo estaba hermosamente adornado con flores
blancas y guirnaldas. En la iglesia del pueblo, un hermoso edificio blanco y
azul muy claro, la gente acudía a misa, y otros más se paseaban por la
plazuela. Juan buscó un hotel donde pasar la noche, y aunque estuvo complicado
por la afluencia de turistas, al final encontró un sitio en una posada a la
orilla del río, un lugar pequeño llamado La Sirena de Tlacotalpan. Por 350
pesos, podía pasar ahí la noche y la mitad del otro día, pero en eso no había
problema. Pagó por toda una semana.
La
muchacha de la posada, morena, de estatura media y cabello largo, le acompañó a
su habitación, la cual era sencilla, y separada del edificio principal, al
estilo de las posadas que él ya conocía. La muchacha le sonrió cuando le
entregó las llaves después de mostrarle el cuarto.
-Y
si necesita algo, llame a la recepción. Gracias por visitarnos…
Juan
titubeó un momento.
-Por
cierto… ¿Cuál es tu nombre?
La
chica sonrió.
-Yolanda…
-Bueno,
Yolanda. ¿Hay algo interesante que hacer por aquí, ya sea hoy o mañana? Puede
que me quede durante mucho tiempo más y pues quisiera empezar a conocer este
lugar…
Yolanda
se quedó pensativa.
-Bueno,
mañana es el día de la Candelaria. El pueblo saca las barcas al río y llevan a
la Virgen de la Candelaria por el río, con adornos y guirnaldas de flores,
cantando alabanzas y con música. Y en la tarde entregan al Niño Jesús en el
templo. Y bueno, siempre es hermoso recorrer la orilla del río. Si se encuentra
a la sirena, podría pedir un deseo…
Esta
vez Juan fue quién se quedó pensativo.
-¿La
sirena?
-Sí,
es una vieja leyenda. Se dice que, a orillas del río, se deja ver una sirena de
vez en cuando, a los barqueros o a quién decida pasear por la orilla. Si es una
mujer la que pasea, la sirena desaparece, porque las otras mujeres le causan
envidia. Pero si es un hombre, hará lo que sea por llamar la atención. Cuando
ya la han visto, la sirena empezará a cantar, y el hombre caerá en su encanto.
Si es muy débil, se irá directamente a la orilla, a los brazos de aquella
mujer, y ella lo llevará al fondo, para ahogarlo y convertirlo en su amante
submarino por siempre. Pero si el hombre que la escuchase tuviese mucha fuerza
de voluntad para no caminar hacia ella, irremediablemente la sirena no tendrá
otra opción más que cumplir el capricho de su amor perdido.
-Vaya,
suena interesante…
Yolanda
soltó una carcajada.
-No
se precipite, no es real. Mi mamá y mi abuela siempre dicen que los deseos
siempre se cumplen cuando uno tiene convicción y ganas de hacer las cosas. Los
deseos mágicos son para gente huevona… O bueno, eso dicen ellas…
Yolanda
se sonrojó y Juan le sonrió.
-Muy
bien. Pues gracias por el relato y, si necesito algo, te llamo, ¿vale? Muchas
gracias…
Le
dio una buena propina y ella salió del cuarto, agradeciendo sus atenciones.
-Se
la va a pasar muy bien aquí, señor, ya verá.
Juan
se quedó solo en su habitación un par de horas. Se acercó a la ventana a ver el
día, como se apagaba el sol y se escondía en el horizonte. El agua del río se
veía plácida, con un brillo singular que se iba apagando, para luego volver a
refulgir con la luz de la luna.
Salió
de su habitación, llevándose las llaves consigo, y caminó hasta el centro de la
plaza. La música seguía, y los restaurantes estaban abiertos aún durante la
noche. Se acercó para comer un poco de pescado y tomar una cerveza fría.
Mientras estaba ahí, contemplado la plazuela de noche, con aquella gente
paseando bajo la noche fresca de Veracruz, pensaba en la vida que había dejado
atrás, el crimen que lo perseguía, pero del cual no se arrepentía. Un hombre
envenenado, y una muchacha culpada por su causa. Familias rotas, mentiras y
robo. Todo eso. Estaba consciente de lo que había hecho, y sólo esperaba que
nadie fuese a perturbar su paz en aquel rincón del mundo.
Al
siguiente día, el frío de la madrugada despertó a Juan, y aunque quiso volver a
dormir, nada lo logró. El sol empezó a filtrarse por la cortina de la ventana,
y ya que no podía volver a dormir, decidió salir de su habitación. Se calzó con
tenis, y se puso el pants, una sudadera, y se llevó consigo las llaves.
Caminó
hacia abajo, pasando una pequeña ladera que bajaba a la orilla del río, y
sintió que el frío aumentaba, y el olor del agua le llegó directo. Era extraño
ver tal cantidad de agua a sus pies, una corriente tranquila que se escuchaba
como un zumbido calmo y sereno. Pudo ver, a lo lejos, cómo las barcas ya
surcaban el río a lo largo. Varias embarcaciones coloridas y alargadas le
hacían escolta a una más grande, una inmensa barca cuadrada de color blanco,
adornada con guirnaldas de flores blancas y amarillas. En el centro se podía
observar un altar, y encima, la efigie de la Virgen de la Candelaria, ataviada
con un manto blanco y su corona dorada.
De
repente, en el agua se escuchó el chapoteo de algo que parecía un pez, algo
grande, que incluso dejó mojadas las piedras de la orilla, y una onda enorme en
medio de la corriente. Juan se asomó a la orilla, y solo vio el agua
alborotada, y la enorme onda circular que rebotaba en todas partes.
La
superficie del agua se abultó, y por encima de ella se asomaron un par de ojos
negros, como los de las ranas, grandes y abultados, y una cabeza redonda,
coronada con cabello negro, muy lacio y descuidado, verdoso por el agua y las
algas del fondo. Juan trastabilló un poco y dio un paso atrás. Aquel rostro se
dejó ver por completo, y lo que vio el hombre le aterró.
Por
debajo de la nariz era una hermosa mujer. Un vientre delineado, pechos enormes,
un cuello de cisne grácil y suave, con unos labios carnosos pintados de rojo y
hermosas mejillas sonrojadas. Pero no tenía nariz, y por detrás de lo que
debían ser sus orejas, se veían un par de branquias. Los ojos de rana y el
cabello lucían sobre la piel verdosa. Era como si alguien hubiese armado mal
una muñeca, y le hubiese pegado la mitad de una rana muerta llena de cabello
humano.
-No
puede ser-, se dijo a sí mismo Juan, mirando con asombro a aquella cosa,
mientras los escalofríos le recorrían la espalda.
A
pesar de aquellos ojos inexpresivos y las branquias aleteando, la sirena
sonrió, y abrió su boca, como los peces muertos. De su boca, sin articular
palabra, empezó a surgir un canto, una melodía hermosa que parecía un coro, la
voz de una hermosa mujer al fondo de una iglesia, o del fondo del mar.
Aquel
canto era tan precioso, algo maravilloso, que Juan olvidó sus problemas, y sus
crímenes se acallaban con el eco de aquella voz de las profundidades. Uno de
sus pensamientos fugaces fue el del deseo: someterse al canto de la sirena y
resistirse a él, para que ella pudiese cumplirle su más grande anhelo. Aunque sus
piernas se movían directo al agua, y sus zapatos ya chapoteaban en el lodo,
Juan logró resistirse, tratando de hacerse hacia atrás, y aunque la canción era
cada vez más hermosa, su instinto le pedía sobrevivir. La sirena se acercaba
más a la orilla, y aunque insistía, su canto no era suficiente.
Con
un impulso final, Juan se arrojó de espalda, cayendo entre las piedras, pero ya
liberado del encanto. La música de la caravana de canoas en el río se escuchaba
más cerca. La sirena seguía ahí, con medio cuerpo fuera del agua, ya sin la
boca abierta, y con una sonrisa en el rostro.
-Tú…
me debes un deseo. ¡Cumple mi deseo!
Juan
se levantó y se acercó a la orilla. Ya no le importaba que sus pies se mojaran
con el agua verdosa de la orilla, y sintió una especie de corriente eléctrica.
-¿Qué es lo que deseas? ¿Cuál es tu anhelo
más grande?-, dijo la criatura, con una voz pegajosa y bastante extraña.
Juan
se acercó un poco más, mirando aquellos enormes ojos.
-He
matado, y engañado, y robado. No puedo cambiar eso, no me arrepiento tampoco.
Pero quiero que se olviden que yo lo hice, que la gente olvide mis crímenes.
Que nadie sepa nunca que huí…
La
sirena sonrió una vez más, y estiró los brazos. Eran enormes, y terminaban en
gigantescas garras largas y afiladas. Con ambas manos, la sirena tomó de los
brazos a Juan, quién no podía soltarse de la tremenda fuerza de aquellos dedos.
Su cuerpo se hundió hasta la mitad en el agua, y quedó frente a frente con los
ojos de la sirena.
-Concedido.
La
enorme boca de la criatura se abrió, y los enormes dientes afiladas, parecidos
a espinas de pescado, se clavaron en la cabeza de Juan, quién alcanzó a gritar
de terror y dolor antes de ser hundido en el agua.
A lo lejos, las
barcas ya se alejaban, y sólo quedó sobre la superficie del agua un retazo de
tela, y las ondas de un último chapuzón.
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