Alicia
se encargaba de la vigilancia nocturna del Castillo de Chapultepec. Era la
monitorista del museo, y aunque nunca pasaba nada durante su turno, siempre
estaba al pendiente de las cámaras. No faltaba el atolondrado que podía rondar
por fuera del edificio, o alguien profesional dispuesto a entrar al edificio
para robar. Nunca había estado en una situación así, y siempre pedía a Dios
porque un día no sucediera.
Aquella
noche, el hermoso Castillo que alguna vez dio cobijo al emperador Maximiliano
de Habsburgo y a su esposa Carlota, se mostraba con la calma digna de un
hermoso sepulcro gigantesco en medio del Bosque de Chapultepec. La noche era
tibia, una señal de que el invierno estaba a punto de terminar.
Alicia
no trabajaba sola: afuera habían dos vigilantes haciendo rondines frecuentes en
todas las entradas del Castillo. Lo que ellos no podían vigilar, Alicia sí que
lo veía. Podía estar comiendo, escuchando música o haciendo cualquier otra
cosa, pero nada se le escapaba. En ese momento, mientras resolvía un crucigrama,
Alicia se dio cuenta, en un movimiento de la cámara, que frente a una de las
entradas principales había alguien. Ahí estaba la sombra de una persona, que se
limitaba a estar de pie frente a la entrada.
Alicia
se quedó observando el monitor al menos un minuto, antes de reaccionar y tomar
el radio.
-Catorce,
hay alguien en la entrada principal. ¿Me copias?
Un
traqueteo y luego, una voz masculina que le contestaba.
-Quince, afirma. Voy a averiguar. No estoy
muy lejos…
Efectivamente,
el vigilante que le había contestado se encontraba como a veinte metros de ahí.
Sólo era cuestión de rodear un poco el edificio y se encontraría en la entrada
que Alicia había indicado.
El
vigilante apareció unos cinco minutos después en la escena, y aunque Alicia
podía ver que su compañero se ponía a revisar el lugar, la sombra aún se
proyectaba en el suelo.
-Quince, aquí no hay nadie. ¿Desde dónde
viste a la persona?
-No
se ve a la persona como tal, catorce. Se ve la sombra exactamente dónde estás
tú. Está muy clara y… Se está moviendo.
El
vigilante exterior empezó a revisar, con la linterna en mano, pero no veía
nada. La sombra empezó a avanzar, pero algo raro pasó: aquella sombra cruzó la
reja, cómo si la persona pudiese atravesar la puerta. O tal vez, la persona ya
estaba dentro, y aquella sombra era producto de un reflejo raro de la luz.
-¿En qué dirección, quince?
Alicia
estaba mirando con cuidado la pantalla, mientras la sombra se alargaba y se
perdía dentro de los jardines.
-Viene
hacia el castillo. Voy a tratar de interceptarlo, catorce. Den la vuelta en la
entrada de empleados y yo los veo aquí, en la entrada principal. Con mucho
cuidado…
-Cinco, quince. Con cuidado tú también…
Alicia
se levantó y tomó su radio, además de un arma descargada. No tenía intención de
hacerle daño al intruso, pero si lograba intimidarlo sería mejor. Avanzó fuera
del cubículo de los monitores, y salió primero a un pasillo sencillo. Dio
vuelta y, a través de una puerta sencilla, llegó directo al castillo.
Era
un enorme vestíbulo, un recinto de donde colgaba un enorme candelabro y, frente
a Alicia, se levantaban unas escaleras blancas inmaculadas, revestidas con una
alfombra roja. Hacia arriba, las escaleras se dividían en dos partes, una hacia
la derecha y la otra a la izquierda. Los primeros escalones estaban flanqueados
por dos pequeñas columnas que sostenían otros candelabros con adornos de
flores.
Aquel
lugar estaba sumido en una oscuridad parcial, ya que una luz trémula se colaba
por uno de los ventanales, y aunque apenas podía ver, Alicia iba con cuidado,
con el radio en una mano y la pistola en la otra, escondida cerca de su pierna.
No
veía a nadie, ni por dentro ni por fuera. Aquel lugar lucía tan solitario, y
con aquella luz, semejaba a una enorme cueva tallada elegantemente por una fuerza
inteligente y desconocida. Sus pasos hacían eco en las paredes, y se escuchaban
como si cayeran enormes gotas de agua en el concreto. Caminó unos cuantos
metros hasta llegar a un largo ventanal, por donde se colaba la luz hacia el
interior, y cerca de donde descansaba una pieza importante del museo.
A
pesar de llevar el nombre de Museo Nacional de Historia, el Castillo de
Chapultepec aún conservaba muchas piezas originales de su pasado como
residencia real y, en tiempos posteriores a Maximiliano, como la residencia
presidencial oficial. Sin embargo, dentro de aquel nicho, cubierta con un
vidrio impoluto, descansaba una bandera, vieja y arrugada, quemada, rota. Era
la bandera mexicana de aquellos tiempos, con un águila diferente a la actual.
Presumiblemente, aquella bandera había sido con la que Juan Escutia se había
cubierto, antes de arrojarse por la ladera del castillo en la invasión del
Ejército de Estados Unidos en 1847.
Alicia
se asomó por la ventana, pero sólo pudo observar el pequeño balcón que daba al
vacío, a una de las laderas del cerro. Se había olvidado de ese detalle: los
vigilantes no podrían entrar por ese lugar. La entrada estaba al costado
contrario.
Fue
en ese momento cuando la vigilante escuchó los pasos. Eran débiles, como de
alguien que apenas quiere hacer ruido mientras sale por la noche a dar un paseo
o a comer algo a hurtadillas. Pero no se escuchaba nada más que los pasos.
Alicia
se cubrió escondiéndose tras el nicho de la bandera. No era un buen escondite,
pero al menos la oscuridad la mantendría oculta si no se movía tanto. Los pasos
se escucharon un poco más cerca, hasta que se detuvieron. Alicia pensó que
aquel sujeto se había quedado de pie en medio de aquel vestíbulo. Se asomó,
pero sólo alcanzó a ver la sombra, pero no a la persona dueña de la silueta.
Era un hombre, un joven tal vez, delgado y enjuto.
-¿Quién
está ahí?-, preguntó el muchacho, con una voz que sonó como un eco.
Alicia
se quedó agazapada un rato más ahí, sin decir una palabra, hasta que decidió
asomar solo la cabeza.
-No
puedes estar aquí, es allanamiento de recintos federales. Puedes ayudarnos a
salir de aquí tranquilamente o tendremos que hablar con las autoridades para
que te saquen. Por favor…
El
muchacho volvió a hablar, esta vez con un poco más de fuerza en la voz.
-Tú
eres una intrusa, tal vez seas una espía de ellos. ¡Déjame verte y lárgate de
nuestro hogar!
¿Nuestro hogar? Definitivamente,
Alicia estaba tratando con un demente.
-No
entiendo lo que dices, pero por favor, acércate a la ventana y acompáñame para
sacarte de aquí. No queremos problemas…
-¡No
voy a ir a ningún lado! ¡Váyase usted!
Otra
vez pasos, un poco más apresurados. Alicia se quedó quieta, escuchando
solamente. Otra vez se asomó, pero ya no había nada. Incluso la sombra había
desaparecido. Tal vez ahora estuviese subiendo las escaleras.
-Muy
bien muchacho, ya que no estás dispuesto a cooperar, te voy a pedir que me
acompañes a la fuerza. ¿Dónde estás?
La
voz del muchacho retumbó, esta vez más cerca.
-¡Qué
no me ve, aquí estoy!
Alicia
miró a su costado, donde descansaba la bandera. En la superficie de tela de
aquel maltrecho símbolo patrio se dibujó el rostro de un muchacho, apenas un
joven que parecía asustado, como una calavera. El instinto hizo que Alicia
reaccionara, y por puro miedo, golpeó el vidrio de aquella vitrina e hizo que
se hiciera añicos. Sintió como algo frío le recorría la espalda, traspasando
primero su pecho. Dio un mal paso, y al tratar de agarrarse de algo, tomó la
bandera entre sus manos y se fue de espaldas. Alicia sintió el tremendo dolor
de los vidrios de la ventana al quebrarse, y cómo sus pies tropezaban con aquel
balcón que la hizo caer hacia el abismo.
El
alarido de Alicia al caer fue desgarrador, y cuando su cuerpo se estrelló
contra las rocas, aún llevaba entre la mano la bandera de la cual se había
aferrado para no caerse.
Entre
las sombras de la noche, tras las hojas de un árbol que crecía cerca de donde
la mujer se había estrellado, un muchacho salió a observar. Traía entre sus
manos un reloj de bolsillo con un montón de manecillas que se movían en
distintas direcciones. Miró a Alicia durante un rato, y se lamentó.
-Demasiado
tarde. Por más que lo evito, no puedo contener el poder del destino sobre las
personas. Voy a volver…
Apretando un pequeño botón
en el costado de aquel reloj, el muchacho desapareció tan rápido como había
aparecido, sin hacer ruido, y sin que nadie pudiera verlo.
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