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sábado, 24 de febrero de 2018

#UnAñoMás: Sombra del Pasado (Día de la Bandera)



Alicia se encargaba de la vigilancia nocturna del Castillo de Chapultepec. Era la monitorista del museo, y aunque nunca pasaba nada durante su turno, siempre estaba al pendiente de las cámaras. No faltaba el atolondrado que podía rondar por fuera del edificio, o alguien profesional dispuesto a entrar al edificio para robar. Nunca había estado en una situación así, y siempre pedía a Dios porque un día no sucediera.
Aquella noche, el hermoso Castillo que alguna vez dio cobijo al emperador Maximiliano de Habsburgo y a su esposa Carlota, se mostraba con la calma digna de un hermoso sepulcro gigantesco en medio del Bosque de Chapultepec. La noche era tibia, una señal de que el invierno estaba a punto de terminar.
Alicia no trabajaba sola: afuera habían dos vigilantes haciendo rondines frecuentes en todas las entradas del Castillo. Lo que ellos no podían vigilar, Alicia sí que lo veía. Podía estar comiendo, escuchando música o haciendo cualquier otra cosa, pero nada se le escapaba. En ese momento, mientras resolvía un crucigrama, Alicia se dio cuenta, en un movimiento de la cámara, que frente a una de las entradas principales había alguien. Ahí estaba la sombra de una persona, que se limitaba a estar de pie frente a la entrada.
Alicia se quedó observando el monitor al menos un minuto, antes de reaccionar y tomar el radio.
-Catorce, hay alguien en la entrada principal. ¿Me copias?
Un traqueteo y luego, una voz masculina que le contestaba.
-Quince, afirma. Voy a averiguar. No estoy muy lejos…
Efectivamente, el vigilante que le había contestado se encontraba como a veinte metros de ahí. Sólo era cuestión de rodear un poco el edificio y se encontraría en la entrada que Alicia había indicado.
El vigilante apareció unos cinco minutos después en la escena, y aunque Alicia podía ver que su compañero se ponía a revisar el lugar, la sombra aún se proyectaba en el suelo.
-Quince, aquí no hay nadie. ¿Desde dónde viste a la persona?
-No se ve a la persona como tal, catorce. Se ve la sombra exactamente dónde estás tú. Está muy clara y… Se está moviendo.
El vigilante exterior empezó a revisar, con la linterna en mano, pero no veía nada. La sombra empezó a avanzar, pero algo raro pasó: aquella sombra cruzó la reja, cómo si la persona pudiese atravesar la puerta. O tal vez, la persona ya estaba dentro, y aquella sombra era producto de un reflejo raro de la luz.
-¿En qué dirección, quince?
Alicia estaba mirando con cuidado la pantalla, mientras la sombra se alargaba y se perdía dentro de los jardines.
-Viene hacia el castillo. Voy a tratar de interceptarlo, catorce. Den la vuelta en la entrada de empleados y yo los veo aquí, en la entrada principal. Con mucho cuidado…
-Cinco, quince. Con cuidado tú también…
Alicia se levantó y tomó su radio, además de un arma descargada. No tenía intención de hacerle daño al intruso, pero si lograba intimidarlo sería mejor. Avanzó fuera del cubículo de los monitores, y salió primero a un pasillo sencillo. Dio vuelta y, a través de una puerta sencilla, llegó directo al castillo.
Era un enorme vestíbulo, un recinto de donde colgaba un enorme candelabro y, frente a Alicia, se levantaban unas escaleras blancas inmaculadas, revestidas con una alfombra roja. Hacia arriba, las escaleras se dividían en dos partes, una hacia la derecha y la otra a la izquierda. Los primeros escalones estaban flanqueados por dos pequeñas columnas que sostenían otros candelabros con adornos de flores.
Aquel lugar estaba sumido en una oscuridad parcial, ya que una luz trémula se colaba por uno de los ventanales, y aunque apenas podía ver, Alicia iba con cuidado, con el radio en una mano y la pistola en la otra, escondida cerca de su pierna.
No veía a nadie, ni por dentro ni por fuera. Aquel lugar lucía tan solitario, y con aquella luz, semejaba a una enorme cueva tallada elegantemente por una fuerza inteligente y desconocida. Sus pasos hacían eco en las paredes, y se escuchaban como si cayeran enormes gotas de agua en el concreto. Caminó unos cuantos metros hasta llegar a un largo ventanal, por donde se colaba la luz hacia el interior, y cerca de donde descansaba una pieza importante del museo.
A pesar de llevar el nombre de Museo Nacional de Historia, el Castillo de Chapultepec aún conservaba muchas piezas originales de su pasado como residencia real y, en tiempos posteriores a Maximiliano, como la residencia presidencial oficial. Sin embargo, dentro de aquel nicho, cubierta con un vidrio impoluto, descansaba una bandera, vieja y arrugada, quemada, rota. Era la bandera mexicana de aquellos tiempos, con un águila diferente a la actual. Presumiblemente, aquella bandera había sido con la que Juan Escutia se había cubierto, antes de arrojarse por la ladera del castillo en la invasión del Ejército de Estados Unidos en 1847.
Alicia se asomó por la ventana, pero sólo pudo observar el pequeño balcón que daba al vacío, a una de las laderas del cerro. Se había olvidado de ese detalle: los vigilantes no podrían entrar por ese lugar. La entrada estaba al costado contrario.
Fue en ese momento cuando la vigilante escuchó los pasos. Eran débiles, como de alguien que apenas quiere hacer ruido mientras sale por la noche a dar un paseo o a comer algo a hurtadillas. Pero no se escuchaba nada más que los pasos.
Alicia se cubrió escondiéndose tras el nicho de la bandera. No era un buen escondite, pero al menos la oscuridad la mantendría oculta si no se movía tanto. Los pasos se escucharon un poco más cerca, hasta que se detuvieron. Alicia pensó que aquel sujeto se había quedado de pie en medio de aquel vestíbulo. Se asomó, pero sólo alcanzó a ver la sombra, pero no a la persona dueña de la silueta. Era un hombre, un joven tal vez, delgado y enjuto.
-¿Quién está ahí?-, preguntó el muchacho, con una voz que sonó como un eco.
Alicia se quedó agazapada un rato más ahí, sin decir una palabra, hasta que decidió asomar solo la cabeza.
-No puedes estar aquí, es allanamiento de recintos federales. Puedes ayudarnos a salir de aquí tranquilamente o tendremos que hablar con las autoridades para que te saquen. Por favor…
El muchacho volvió a hablar, esta vez con un poco más de fuerza en la voz.
-Tú eres una intrusa, tal vez seas una espía de ellos. ¡Déjame verte y lárgate de nuestro hogar!
¿Nuestro hogar? Definitivamente, Alicia estaba tratando con un demente.
-No entiendo lo que dices, pero por favor, acércate a la ventana y acompáñame para sacarte de aquí. No queremos problemas…
-¡No voy a ir a ningún lado! ¡Váyase usted!
Otra vez pasos, un poco más apresurados. Alicia se quedó quieta, escuchando solamente. Otra vez se asomó, pero ya no había nada. Incluso la sombra había desaparecido. Tal vez ahora estuviese subiendo las escaleras.
-Muy bien muchacho, ya que no estás dispuesto a cooperar, te voy a pedir que me acompañes a la fuerza. ¿Dónde estás?
La voz del muchacho retumbó, esta vez más cerca.
-¡Qué no me ve, aquí estoy!
Alicia miró a su costado, donde descansaba la bandera. En la superficie de tela de aquel maltrecho símbolo patrio se dibujó el rostro de un muchacho, apenas un joven que parecía asustado, como una calavera. El instinto hizo que Alicia reaccionara, y por puro miedo, golpeó el vidrio de aquella vitrina e hizo que se hiciera añicos. Sintió como algo frío le recorría la espalda, traspasando primero su pecho. Dio un mal paso, y al tratar de agarrarse de algo, tomó la bandera entre sus manos y se fue de espaldas. Alicia sintió el tremendo dolor de los vidrios de la ventana al quebrarse, y cómo sus pies tropezaban con aquel balcón que la hizo caer hacia el abismo.
El alarido de Alicia al caer fue desgarrador, y cuando su cuerpo se estrelló contra las rocas, aún llevaba entre la mano la bandera de la cual se había aferrado para no caerse.
Entre las sombras de la noche, tras las hojas de un árbol que crecía cerca de donde la mujer se había estrellado, un muchacho salió a observar. Traía entre sus manos un reloj de bolsillo con un montón de manecillas que se movían en distintas direcciones. Miró a Alicia durante un rato, y se lamentó.
-Demasiado tarde. Por más que lo evito, no puedo contener el poder del destino sobre las personas. Voy a volver…
Apretando un pequeño botón en el costado de aquel reloj, el muchacho desapareció tan rápido como había aparecido, sin hacer ruido, y sin que nadie pudiera verlo.

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