Muerte en el
Museo
Luis Zaldivar
Agradezco
a todos mis lectores, y va dedicado al mejor detective del mundo, mi amigo
Javier Carrillo, quien ha inspirado este relato. ¡Gracias a todos y gracias a
la vida!
-Se nos acaba el tiempo, señorita Chávez, un
tiempo que lamentablemente era demasiado corto... ¿Tiene usted la información
requerida, verdad?-, dijo la voz en la computadora. Muchas veces las
charlas eran con sólo la voz y muy rara vez podía verle la cara a la otra
persona. Flor Chávez lo sabía, y ya estaba acostumbrada.
-No se
preocupe de nada señor. Tratamos de buscar lo necesario para hacer frente a
cualquier amenaza. Luis envió el informe de lo acontecido el 16 de septiembre y
las confesiones completas-, dijo Flor, rebuscando en sus archivos todo lo que
le fuera útil.
La voz en
la computadora esperó un poco.
-¿Ha visto últimamente al señor Carrillo?
¿Cómo está?
-Lo veo
aturdido, tranquilo, con mucho tiempo para pensar, tal vez. Pronto llegará el
momento justo para darle lo que usted le manda, señor...
-No deje la vigilancia, señorita Chávez. Él
es todo lo que tenemos, y no quiero errores. Nos dedicamos a salvar vidas, y
eso vamos a hacer.
Y la voz se
apagó. Flor resopló aliviada, y cerró la laptop. Tenía que mandar el nuevo
archivo pronto...
Empezaré
por decir que lo que tengo ha sido con esfuerzo, y que incluso la amistad con
Javier es el fruto de un esfuerzo compartido cómo ningún otro. Hace casi 1 mes
que vivimos esa mala experiencia en la casa Gomezcaña y ahora descansamos, por
un breve tiempo. Es en los días de noviembre próximo cuando hemos de cumplir 9
años de amistad sincera.
El hecho
de habernos conocido en circunstancias tan especiales me hace recordar que todo
ello nos llevó a ser lo que somos, y a asumir, en mi caso, el futuro incierto
de nuestros actos. Y ahora que estamos preparados para cualquier cosa, tenemos
que prepararnos mejor, para lo que sea.
¿Cómo nos
conocimos? Bueno, no fue gran cosa. Yo tenía que completar información para un
proyecto de la tesis, y me dirigí al único lugar disponible para mis
propósitos...
Luis
acababa de entrar a una pequeña oficina en lo alto del recinto. Una señora muy
bien vestida, con anteojos azules y las uñas haciendo juego con ellos, revisaba
unos papeles mientras él observaba. Estaba nervioso, pero no podía hacer nada
más que esperar.
La señora
por fin habló:
-Perfecto
señor Zaldívar. Ha sido muy específico con su petición y creemos que puede
obtener el permiso. Por lo que a mí respecta, la investigación filosófica de la
cultura azteca debe ser todo un reto...
Luis
asintió nervioso.
-Sí, y muy
complicado. Pero creo que será una excelente oportunidad de comenzar algo en
grande.
La señora
se quitó las gafas y sonrió de manera satisfactoria. Tomó todos los papeles y
los depositó de nuevo en la carpeta.
-Me parece
perfecto jovencito. Cómo sabe, mañana es primero de Noviembre, y el museo
permanecerá cerrado, pero la
Biblioteca estará a su disposición más o menos hasta las 9
p.m. Contamos con que encontrará la información deseada, ¿no es así?
-Eso creo,
pero más vale venir temprano para apresurarme. No es mucha información pero lo
que pueda hacer será suficiente.
-Entonces
bienvenido sea. Lo esperamos mañana para que comience con su investigación lo
más pronto posible. A la gente le damos una semana de prorroga para utilizar la
biblioteca, por lo que le sugiero no perder tiempo.
Los dos se
levantaron de sus respectivas sillas y se dieron la mano. Luis sonreía
tímidamente, y la señora esbozó una verdadera mueca de felicidad, incluso con
esos lentes un tanto ridículos.
-Por
supuesto, haré todo lo posible por aprovechar mi tiempo aquí…
Por otro
lado, Javier se encontraba en su trabajo cómo profesional del crimen. Cuando me
contó, nunca lo pensé de manera abierta, pero él desentrañaba algunos misterios
mucho antes de que nos asociáramos. Era sorprendente pensar en lo que hacía, y
más imaginar las posibilidades…
Aunque no
dejo de pensar siempre que mi amigo es un profesional para las cosas que hace,
es un trabajo algo asqueroso, y más tratándose de cadáveres. Lo bueno es que,
con los muertos que hemos tratado, no ha habido tanto problema. No están en
proceso de putrefacción…
La sierra
especial cortó el pecho con un crujido que retumbó en el espacio cerrado del
quirófano del área forense del Hospital General. Habían llevado tarde aquél
cadáver, y el único médico de guardia era Javier Carrillo, un profesional en el
área forense desde hacía ya unos 2 años. Trabajaba con los cadáveres de
crímenes, haciendo algunos ensayos primero y corrigiendo después. Era una
ciencia exacta, un trabajo que merecía buscar bien por todas partes.
Y el
desdichado que acababa de abrir había llegado con una urgencia inusual para ser
las 11 p.m. del 31 de octubre. Incluso los policías de la PGR habían puesto un monitor
con la imagen de un importante jefe de la policía, llamado “comandante Méndez”.
El hombre que veía desde el monitor tenía un rostro severo, y analizaba a cada
movimiento que daba Javier.
-¿Algún
problema señor Carrillo?, dijo el comandante Méndez, mirando con sumo cuidado
el trabajo del joven médico.
Javier
estaba viendo uno de los costados del hombre, y se había descuidado por
completo del pecho abierto cómo una extraña flor de carne y sangre. La cara inexpresiva
del hombre muerto miraba también hacía el monitor, con ojos vacíos y la lengua
de fuera. Había algo cerca de sus costillas.
-Acabo de
encontrar algo sumamente interesante, comandante. En primera, déjeme explicarle
los pormenores de lo que encontré primero. Hombre latino de alrededor de 45
años, al parecer con buena salud, ya que su piel no muestra otros rasgos que
nos indiquen enfermedades. El cadáver lleva dos días en estado de
descomposición, lenta, eso es obvio. No hay traumatismo craneal, y sólo tiene
ambas piernas rotas. Todos los órganos en orden, el corazón sin fallas, ni
siquiera hay apendicetomía ni una posible vasectomía. A excepción, obviamente
de lo que acabo de encontrar.
-¿Y de que
se trata, señor Carrillo? Me dijeron que su trabajo es algo que se aprecia de
verdad, no me decepcione.
Javier
esbozó una sonrisa detrás del cubre bocas, entrecerrando los ojos un poco por
detrás de los lentes cubiertos con gafas especiales de trabajo. Se ajustó aún
más los guantes.
-Para nada,
comandante. Lo único raro que he visto aquí es que el costado derecho presenta
un tipo de perforación… Efectivamente, son disparos…
Javier
revisaba con cuidado la piel casi mohosa de aquel hombre, y encontró al menos
tres agujeros de bala, de un calibre grande. Los agujeros tenían los pliegues
de la piel hacía dentro, cómo debían ser los disparos, por eso pudo
identificarlos.
-¿De qué
calibre piensa usted que pueda ser?-, dijo el comandante, sin quitar el ceño de
seriedad de su rostro.
-Entre 7 y
8 mm…
-Cuerno de
chivo. Señor Carrillo, está ante la víctima de un narcotraficante. Necesito que
me haga un informe y después…
Pero Javier
se levantó y metió la mano dentro del costado, por la abertura del pecho,
cuidando de no ensuciarse tanto con el pulmón y los restos putrefactos del
interior. Sacó de dentro las tres balas que nunca salieron, y de un tirón, una
costilla que crujió y se levantó con un buen trozo de piel y músculo necrosado.
El comandante se impresionó de inmediato.
-¿Pero qué
es lo que hace?
-Procedimiento
estándar, señor comandante. Esta costilla ya estaba rota y se encontraba
dentro, obstruyendo el paso hacía las balas. Esto no lo hizo el cuerno de
chivo, señor. A este hombre le dispararon después de una tremenda golpiza. Lo
torturaron rompiéndole las piernas, y cómo no confesó, lo asesinaron. Era fácil
ya con dos costillas rotas. Tal vez lo abandonaron a que se muriera lentamente…
-Eso no
concierne que lo investigue usted, señor Carrillo. Por favor, limítese a
entregarme un reporte sencillo con los detalles de la necropsia. Y con todo
respeto, si quiere ser detective, los exámenes empiezan la siguiente semana.
Pasarán a recoger el cadáver en una hora, así que le recomiendo que lo cierre
con cuidado. Muchas gracias…
Y el
monitor se apagó. Javier se quitó un momento el cubre bocas, a pesar de la
peste, y su rostro hizo un gesto de asco. No fue el olor del cadáver, sino la
forma en la que lo había tratado ese tal “comandante”.
Terminó de
arreglar el cadáver en menos de media hora. Después, se quitó todos los aditamentos,
y volvió a mirar el rostro sin expresión de aquel hombre.
-¿Qué fue
lo que les dijiste para que te trataran de esa forma? Ni siquiera traes
identificación, y tu cara se ve terrible, amigo narcotraficante. Espera…
En la mano
derecha, llena de moho y de lodo, había una extraña inscripción que no había
visto. Era un tatuaje, o algo así, hecho con tinta roja. Parecía una línea
horizontal, y sobre ella, una serie paralela de tres puntos. Eso también debía
memorizarlo para el informe final…
Cuando
comenzó el 1º de Noviembre, las calles ya se sentían con el festejo del día de
muertos. La gente iba y venía, niños con disfraces, adornos por todas partes,
música alusiva…
Lo que me
impresionaba más en esos días era el delicioso olor del pan de muerto, de
almendras o nueces; del dulce de calabaza, de las cocadas, de las paletas. Era
un sentimiento muy grande de pertenencia. Pero tenía que apresurarme, para
poder llegar temprano a la biblioteca.
Cuando
llegué en el autobús, cerca de Chapultepec, divisé el Museo de Antropología e
Historia, un edificio de más de 30 años de edad, de fachada gris y recta,
rodeado de árboles y de caminos a través del bosque. En la entrada principal
había una enorme estatua de Tlaloc, el dios azteca de la lluvia, que se veía
pesado y demasiado grande. Caminé hacía dentro, pasando una enorme fuente que
brotaba por encima del paso al estacionamiento. Delante estaba una puerta más
grande, coronada por un arco tallado con motivos prehispánicos, y dentro, el
gran atrio o vestíbulo.
Debía
tener cuidado de no mojarme, ya que el techo del vestíbulo era una enorme
fuente, llamada El Paraguas, sostenida por una columna gigantesca en el centro,
que estaba igualmente adornada con motivos aztecas, cómo si fuera un “árbol de
las almas”. Cruzando la fuente, estaban las puertas de cristal que daban
directamente a la recepción del museo.
Ahí ya me
esperaban, la señora que me atendió el día anterior, y un guardia del museo, al
parecer estaban revisando unos papeles o algo así…
-Bienvenido
señor Zaldívar, llegó muy justo a tiempo, por lo que veo es puntual cómo me
dijo.
-Así es,
señorita…
-Dígame
Glenda, por Glenda Lugo, por favor. Mire, necesito arreglar algunos asuntos
antes de poder acompañarlo. ¿Podría esperarme un momento por favor?
Luis
asintió, mientras Alma y el guardia de seguridad se iban caminando hacía una de
las oficinas, mientras discutían acerca de sus asuntos privados. Miró por
encima del cubículo circular de la recepción, hacía los jardines interiores del
museo, y se puso a pensar en lo que venía a continuación, cuando alguien le
tocó el hombro. Luis se asustó demasiado, volteó y miró a un hombre, enfundado
en traje negro, con un rostro amable y divertido, a pesar de ya tener alrededor
de unos 50 años.
-Buenos
días joven. Lo siento, pero el museo hoy no está disponible y…
-No, no se
preocupe, señor. Yo solo vine a usar la biblioteca, y mi semana comienza hoy.
Disculpe, Luis Zaldívar…-, dijo el muchacho, estrechándole la mano al hombre,
que la tomó, divertido.
-Mucho
gusto. Soy Daniel Ramírez, director general del museo…
Luis
palideció. No lo había reconocido inmediatamente, y mucho menos por haber sido
uno de los hombres del momento en las noticias en casi todos los medios.
Balbuceó un poco y luego dijo:
-Lo siento
señor Ramírez, no lo reconocí, pensé que…
-No te
preocupes muchacho. Creo que la señorita Glenda no va a venir pronto después de
todo. ¿Quisieras acompañarme por favor?
El señor
Daniel hizo un movimiento con su mano y le indicó el camino. Luis lo siguió un
poco apenado aún, y se dirigieron a las puertas de cristal que daban al museo.
El olor de
los jardines bien cuidados hizo que Luis pusiera más entusiasmo en lo que se
proponía, y más por que, de frente a ellos, bordeando un poco las áreas verdes,
se encontraba la entrada a la sala Azteca, la más imponente de todas. En la
entrada, un enorme tigre tallado en piedra gris recibía a los visitantes, con
sus enormes ojos y sus fauces abiertas. Y en la pared del fondo, puesta en un
pedestal enorme, e iluminada con cuidado, la Piedra del Sol, un calendario en forma circular
que se usaba, presumiblemente, para marcar los días y las fechas. En el centro,
y rodeado de varios símbolos que Luis no pudo identificar, había un rostro con
la lengua de fuera, y una mirada penetrante.
-Es
Tonatiuh, el dios del sol. Pensamos que es un calendario, y lo es, pero no
sabemos si ese era su uso correcto. De todas maneras, espero que encuentres
agradable todo el museo-, dijo Daniel.
-No se
preocupe señor director, ya lo conozco un poco a detalle, pero ahora que vendré
tendré tiempo para visitarlo. De todas maneras, dudo que pueda hacerlo. Es una
investigación un poco complicada…
Doblaron el
paso hacía la derecha, subiendo unas escaleras, haciendo caso del cartel que
indicaba las direcciones a la biblioteca, sanitarios y la sala de Etnografía.
-Y dime,
¿de qué se trata la investigación?-, dijo el director, mientras subían los
últimos escalones para llegar a la sala de Etnografía, aunque ellos se irían
derecho.
-Es acerca
de la forma de pensamiento en la cultura azteca. Me enfoco en la tesis para la
carrera de Filosofía.
-Eso suena
un poco complicado. Hay suficiente material, aunque te dejaré que lo hagas a tu
manera. Vamos, tengo que explicarte la mecánica de búsqueda…
Llegaron a
una puerta blindada al final del pasillo, dónde Daniel introdujo su llave
maestra. Dentro, Luis se encontró con un enorme recinto repleto de enormes
estanterías, llenas de libros de todos los tamaños, cajas, folios, y demás
objetos que se encontraban muy bien ordenados. Daniel se acercó a la central de
computadoras, que estaba sola, y encendió una. Buscó el programa para la
biblioteca, mientras Luis miraba asombrado hacía ambos lados, mirando tal
cantidad de libros.
-Como verá,
señor Zaldívar, tenemos un estricto orden temático para los libros. Esto quiere
decir que si quiere un libro en particular no lo encontrará en orden
alfabético, al menos no al principio. Los libros se dividen por culturas,
quiero decir, Maya, Azteca, Olmeca, etcétera. A partir de ahí, podrás encontrar
los libros por orden alfabético, siempre con la computadora. Te dejo solo,
tengo una reunión con algunos de los inversionistas para los recursos del
museo. Y espero verte pronto por aquí…
Otra vez
volvieron a darse la mano antes de que el director se dirigiera a la puerta.
-Disculpe…-,
dijo Luis, un poco alarmado. El hombre se dio la vuelta.
-¿Dime?-,
dijo Daniel, con una sonrisa.
-Muchas
gracias…
El muchacho
se la pasó buscando libros con títulos algo difíciles:
-Clases
sociales en la época prehispánica.
-Moctezuma
y el vínculo con el Sol.
-Sacrificios
antes del fin del mundo.
-La
serpiente emplumada.
Pero el que
más le hizo bien para lo que necesitaba era un libro llamado “Flor y canto”,
que contenía poemas de la cultura azteca, y en específico, del rey
Nezahualcóyotl. La poesía náhuatl llamada in
xóchitl, in cuícatl, literalmente “la-flor-y-el-canto”, era una expresión de reyes y
nobles de aquellas épocas, en donde se exaltaba a la naturaleza, a los dioses,
al mundo e incluso a las tristezas de la gente. Pero de ahí, de tan profundos
poemas, venía lo que Luis podía entender cómo “filosofía azteca”.
Pasando las 8 de
la noche, y después de haber comido en la cafetería y revisado un montón de
libros (con un poco de avance), Luis cerró la computadora. Las luces de la
biblioteca se habían encendido a las 6 p.m., por lo que dispuso de buena vista
hasta que se cansó. Miró el reloj de su celular, bostezó y decidió recoger las
copias que había sacado de los libros que revisó.
Caminó hasta la
puerta de la biblioteca, y no se preocupó por dejarla medio abierta, ya que los
guardias, o al menos el que se quedara, siempre revisaban el lugar para
acomodar lo que faltara. Miró hacía el suelo, y encontró una nota. Tenía 12
números, pero no decía nada más:
146237352346
-Qué raro, no es un número telefónico…
¿Alguien olvidó esto?-, dijo Luis a la oscuridad, seguro de que alguien todavía
estaba ahí. Pero nadie le contestó, ni siquiera un huichol que se asomaba en el
pasillo hacía Etnografía, que obviamente era un maniquí.
Luis se guardó
el papel en el bolsillo de la chamarra, seguro de que encontraría al dueño.
Mientras iba caminando hacía las escaleras, pensó en la noche de muertos, que
era en ese momento. Todos los niños felices pidiendo dulces en las casas de los
vecinos, los altares con velas, flores, comida y adornos para los difuntos, y
hasta las películas de terror mexicanas que habrían de estar pasando en esos
momentos. Ya le urgía regresar a casa.
Después de haber
bajado las escaleras, llegó de nuevo a la sala Azteca, que ya estaba iluminada
con las tenues luces ambarinas que suelen poner en los museos por las noches.
Vio el adorno de araña y de calavera en la recepción, allá a lo lejos después
de los jardines, y se alegró de haber terminado pronto. De repente, sintió una
presencia extraña detrás de él, cómo si alguien pasara justo a sus espaldas
corriendo. Se dio la vuelta, pensando que sería uno de los guardias. Pero sólo
estaba la piedra del Sol, redonda, de frente, con esa cara apuntándole directo,
cómo un vigilante nocturno que se dedica a atormentar a los incautos. Y a sus
pies, cómo un sacrificio, estaba Daniel Ramírez, el director del museo…
***
Luis retrocedió
lentamente, tratando de olvidar la escena grotesca. El director Daniel estaba
tendido boca arriba en el suelo, frente a la Piedra del Sol, con los ojos abiertos y la
garganta cortada. La camisa estaba abierta, mostrando su torso envuelto con una
toalla blanca. Los brazos y los pies estaban estirados hacía arriba y abajo
respectivamente, y había un inmenso charco de sangre en el suelo de la sala.
El muchacho
chocó con la puerta de cristal, y se volteó rápidamente para abrirla. Del
esfuerzo, ni siquiera se había dado cuenta que las copias habían caído al
suelo, pero la puerta no cedió. Tenía que buscar quien lo ayudara, y aunque golpeó
la puerta, nadie lo escuchó.
-Maldita sea…
Piensa, Luis, piensa. Esto no está pasando, vamos maldita sea, ¡piensa!
Y recordó que el
día que había ido a su entrevista inicial con Glenda, había un pasillo que
apuntaba directamente al museo, entrando por…
-¡La
Sala Maya! Sí, ya recuerdo, está al final
del museo…
Caminó hacía la
derecha, alejándose del pasillo que daba hacía la biblioteca, y entró en otras
salas. Pasó por la Tolteca,
con un enorme Atlante de Tula coronando el centro, frente a un ventanal. Luego
en la Zapoteca,
con muchas piezas de oro cubiertas en urnas de plexiglás. La Olmeca con una enorme
piedra circular con forma de rostro felino. Y al final la Maya, con figuras de piedra y
de colores de jade y ónix.
Y la encontró,
una puerta de metal que tenía el letrero de SOLO PERSONAL AUTORIZADO. Leyó la
advertencia, y se contagió de una risa nerviosa.
-Al diablo…
Empujó la
puerta, y con un chasquido, comenzó a sonar una tenue alarma, que llenó por
completo el espacio de todas las salas del museo. A esas alturas, alguien ya
debió haberse dado cuenta que una persona ajena había violado un punto de
seguridad, pero Luis no hizo caso. Reconoció casi al instante el pasillo, ya
que se había confundido al llegar a la cita ese día, pero al menos un guardia le
había dado razón para encontrar la puerta correcta.
Caminó
rápidamente, recorriendo el pasillo hacía las oficinas. Buscó la puerta de la
señorita Glenda, y la abrió.
Pensó que no
encontraría a nadie, y mucho menos que sólo estuviera Glenda sola. Ahí, junto a
la dueña de la oficina, había otras cuatro personas, vestidas muy elegantes,
charlando y platicando de cosas que el muchacho no pudo entender. Todos se
voltearon para verlo, pero sólo Glenda se levantó de su silla. Traía una taza
de té humeante en la mano derecha.
-Señor Zaldívar,
¿entró por la puerta de seguridad? Si se activó la alarma, los guardias no van
a estar muy contentos. ¿Por qué no salió por la puerta normal?-, dijo la mujer
con esa voz divertida que siempre tenía.
Los otros
invitados miraron al muchacho con consternación, eran tres hombres: Uno
demasiado alto, de espaldas gruesas y piel morena. Otro más menudo, fornido, de
rostro joven. Otro más alto, de piel blanca, cabello rizado y lentes, con
mirada severa. Y además, una mujer, de estatura corta, peinado espectacular y
un hermoso traje ejecutivo color azul mezclilla.
-La maldita
puerta no abría, señorita Glenda. Tiene que venir a ver algo, no sé quién lo
hizo, pero necesito que…
-¿De qué rayos
habla, señor Zaldívar? Más le vale no haber estropeado una pieza del museo por
que si no…
Pero en ese
mismo instante, uno de los guardias entró corriendo por donde Luis había
entrado. Era chaparrito, gordo, pero con cara de niño, amable. Pero ahora
estaba jadeando, y en sus ojos había miedo nada más. Todos los invitados de
Glenda se levantaron.
-¿Carlos? ¿Qué
pasó…?
El guardia no
respondió a la pregunta de Glenda, ya fuera por que le faltaba el aliento o
tenía miedo en serio. Luis sabía lo que pasaba: El guardia ya había visto todo.
-Tiene… Tiene
que venir… Todos…
El guardia salió
corriendo de nuevo, y todos lo siguieron, primero Glenda con Luis casi a lado,
y los invitados atrás. Llegaron a la sala Maya, y después de atravesar las
demás, y llegar a la sala Azteca, vieron lo que había pasado.
Ahí estaban los
dos guardias, Carlos y otro que Luis no pudo identificar, mirando más de cerca
el cadáver de Daniel. Le apuntaban con las linternas para poder ver más de
cerca. Glenda soltó un grito, pero no se movió. La otra mujer palideció y se
abrazó del hombre alto de cabello rizado. El más alto de todos, el moreno de
espaldas anchas, se acercó para ver, sin poder dar crédito a lo que pasaba.
Todos estaban consternados.
-¿Pero cómo pudo
pasar esto?-, dijo el hombre menudo, el que tenía cara de amabilidad, pero ahora
era de profunda tristeza. A Luis le empezaron a temblar las manos.
-Yo sólo lo
encontré, y cómo la puerta estaba cerrada, fui a buscar ayuda. De haber sabido
que había guardias aquí los hubiera buscado, pero nadie me vino a abrir. ¿Quién
le hizo esto?-, dijo Luis.
Todos lo
miraron, tratando de explicarse lo que pasaba. Los guardias retrocedieron, pero
ni siquiera ellos sabían la respuesta. Glenda dejó de sollozar, y decidió
actuar un poco. Caminó hacía el pasillo de las escaleras de la biblioteca, y abrió
una de las cajas que estaban puestas en las paredes de cada sala. Eran
teléfonos de emergencia, conectados con las líneas habituales de las oficinas.
Sacó el auricular, pero no se escuchaba tono de marcado.
-Lo intenté ya,
señorita Lugo. Por eso fui a avisarle a usted. Alguien cortó las líneas, no
podemos llamar a nadie desde afuera. Pero si hay alguien que tenga celular,
podemos…
Pero el hombre
más alto hizo que todos guardaran silencio. Nadie quiso hablar, y Luis pudo
escuchar un sonido que parecía lejano. Era cómo si alguien tocara una puerta,
llamando a alguien tal vez. Todos miraron hacía los jardines, menos Glenda, que
se quedó cerca del teléfono. Había alguien allá, en la recepción. Al parecer
Carlos y el otro guardia habían descuidado la puerta de entrada al museo.
-¿Quién es?-,
dijo la otra mujer.
-Vamos a
ver...-, dijo Luis, tratando de no parecer tan nervioso.
Alguien había
cometido un asesinato, eso era de esperarse. La verdad, yo estaba asustado,
pero también veía en esa oportunidad la forma de poder descubrir cosas que no
iban del todo bien. Era el primer crimen que veía en toda mi vida, y eso fue
algo estresante.
Pero mientras
iba a investigar quién era aquella persona, mi mente empezó a tranquilizarse.
¿Por qué el asesino tendría que quedarse en la entrada del museo y llamar a su
siguiente víctima?
En lo personal,
sabía que ese hombre era de fiar…
Javier estaba
vestido de bata blanca, con un maletín especial dónde tenía sus cosas en el
bolsillo de la bata estaba un gafete del SEMEFO que lo acreditaba apto para el
trabajo que desempeñaba. Esperó hasta que un muchacho alto y gordo salió de una
puerta que daba a las oficinas. Del otro lado, dentro del museo, había gente,
de pie, mirándolo.
-¿Quién es
usted? Esperaba a alguien de más categoría-, dijo Javier, mirando la pinta algo
desaliñada del muchacho.
-El que debería
preguntar primero soy yo, pero ya que se adelantó, espero poder contestar. Soy
Luis Zaldívar, soy estudiante. Tenemos un problema y no sé que es lo que hace
aquí…
-Javier Carrillo,
médico forense del SEMEFO. Recibí una llamada del director del museo para que
viniera inmediatamente. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
Luis se quedó
pensativo. El enorme visitante era tan alto cómo el hombre moreno que se quedó
en la sala Azteca, pero su rostro era más amable, y su cabello era castaño.
Detrás de los lentes, sus ojos parecían mirar a través de todo, pero eso no le
importó en absoluto.
-Yo sé dónde
está, y creo saber por qué lo llamó, ¿Es amigo suyo?-, dijo Luis, caminando de
regreso a las oficinas. Javier lo alcanzó con dos zancadas de sus enormes
piernas.
-Sí, fue amigo
de mi padre por muchos años. Creo que necesitaba ayuda profesional, si no, no
estuviera yo aquí.
Luis asintió, sn
siquiera voltearlo a ver. Javier se dio cuenta que estaba algo nervioso.
-¿Pasa algo,
señor Zaldívar?
-Sólo déjeme
decirle algo. Creo que el director sí quería sus servicios. Tal vez presentía…
¿Por qué no vino la policía con usted?
Javier se quedó
parado, en medio de la oficina de la señorita Glenda. Luis también se paró, y
se dio la vuelta. Su rostro era de enojo, o de verdadera confusión.
-No entiendo lo
que me dice. El señor Daniel me llamó para hablar conmigo, y me pidió que
trajera mis cosas, nada más. No entiendo por qué querría yo traer a la policía…
Luis se acercó
un poco más a Javier, y aunque le sacaba casi media cabeza de altura, no le dio
miedo.
-¿Sobré qué
platicaron? Tiene que decirme, por favor-, dijo Luis, un poco retador.
-Lo siento mucho
amigo, pero no le voy a decir, por que son cosas privadas. Así que, o me llevas
con el director, o ya veremos de qué puedo ser capaz. No necesito discutir…
Luis sonrió,
pero de nervios, con los ojos mirando a todas partes, desesperado.
-Ya veremos
señor Carrillo, si cuando vea lo que tengo que mostrarle no me dice a que vino…
Volvieron a
caminar, esta vez, Luis iba enojado, y Javier más confundido que nunca. Él
sabía que don Daniel lo requería para algo de suma importancia, y le había
pedido que llevara su material, ya que sería necesario. Ahora no entendía nada.
Llegaron a la
sala Azteca, y entre las piezas de museo, había gente mirando hacía el recién
llegado. Una mujer de tacones llegó caminando, para hablar con Javier.
-Glenda Lugo,
subdirectora del museo…-, dijo la mujer, dándole la mano. El médico vio que
tenía rostro de preocupación.
-Javier
Carrillo, SEMEFO. Me llamó el director Daniel hace una hora, ¿sabe donde está?
¿Sucede algo?
El rostro de
Glenda se puso más fúnebre, y señalo un camino entre la gente y las piezas.
Javier caminó justo a un lado de hombre alto, pero no le tomó importancia.
Todos lo miraban, algo expectantes, a través de la penumbra. Javier se acercó a
la piedra del Sol, iluminada por las lámparas ámbar, y recordó con sarcasmo las
enormes monedas de 10 pesos.
Los guardias
estaban ahí, vigilando el cuerpo del amigo de su padre, mutilado sobre el
suelo, con los ojos perdidos en el techo. Javier no pudo creerlo, mirando el
cadáver desde ahí, con esa nobleza, y sabiendo quién era, un hombre tan culto,
pero a la vez alegre, cómo un padre cuando el suyo faltó…
-Vine a verlo
por que él me lo pidió. Sabía que algo andaba mal cuando lo escuché, pero no
quise preguntarle. Pensé que no sería nada, el estrés obviamente. Dijo que
tenía que decirme algo, que tenía cosas que darme. Pero nunca creí que lo encontraría
así…
Nadie dijo nada,
mientras Javier se iba acercando, para mirar mejor el cuerpo. La sangre estaba
esparcida, el cuello cortado y la ropa manchada. La tolla en su pecho… No es
una toalla.
Tomó el maletín
y sacó unas pinzas. Se acercó para tomar lo que al principio le pareció una
toalla, pero no era eso. Tomó esa cosa de un extremo con las pinzas, y la
levantó, despegándola del pecho. Era una hoja, con letras de tinta negra.
-¿Pero qué
dice?-, dijo el hombre del pelo rizado, acercándose a mirar un poco más. Había
letras, algo cómo un poema. –No lo mueva, por favor. Déjeme leer:
QUE ALLÁ VAYA YO…
SI YO NUNCA MURIERA.
SI YO NUNCA DESAPARECIERA.
14
Todos empezaron
a cuchichear acerca de lo que decía el papel, hasta los guardias estaban
confundidos. Luis bajó la mirada, tratando de no confundirse más, y esperando
que lo que tenía en mente fuera lo correcto.
-Yo lo acabo de
leer, señor Carrillo. Es un poema prehispánico. Es…
-De
Nezahualcóyotl, ya lo sabemos-, dijo el hombre alto, con un tono de suficiencia
y autoridad. Javier lo miró, pero no le hizo caso.
-¿De qué trata
el poema, señor Zaldívar?-, dijo Glenda, sollozante aún.
-Se llama “Estoy
Embriagado”, si no me equivoco. Esperen.
Caminó hacía el
montón de papeles que había dejado caer, y encontró una copia de un pequeño
libro de poemas. Luego, comenzó a leer rápidamente:
Estoy
embriagado, lloro, me aflijo,
Pienso, digo,
En mi interior
lo encuentro:
Si yo nunca
muriera,
Si nunca
desapareciera.
Allá donde no
hay muerte,
Allá donde ella
es conquista,
Que allá vaya
yo…
Si yo nunca
muriera,
Si yo nunca
desapareciera.
Todos guardaron
silencio, apagando sus cuchicheos.
-No le encuentro
sentido, pero si el poema habla de la muerte, y hay un cadáver, bueno, eso es
evidente, creo yo…
Todos miraron al
muchacho. Después, a Javier.
-No soy
detective. Sólo reviso cadáveres, día y noche. Pero si quieren mi opinión, la
nota ni siquiera es de su asesino…
Otra vez las
expresiones casi silenciosas. ¿Cómo diablos podría haber dicho eso?
-¿Y en qué se
basa, señor, para decir algo así?-, dijo el hombre alto.
-Por que
reconocería la letra casi al instante. Esta carta la escribió el mismo Daniel,
pero dudo que lo que le hicieron lo hubiera hecho él mismo. Además, la carta
tiene un número, e 14 si no me equivoco. No tiene nada que ver con el poema, ¿o
sí?, dijo Javier, mirando otra vez a Luis, sin soltar la hoja con las pinzas.
-Nada.
-Perfecto,
entonces, necesito revisar el cuerpo. Y también pedirle un favor, señora Lugo.
La mujer se
acercó, sin querer ver la hoja que aún colgaba de la mano del médico.
-Dígame…
-Necesito que
cierren el museo, no importa nada más. Si el asesino sigue aquí, tendré que
descubrirlo…
-¿Pero no sería
mejor llamar a alguien más capacitado para eso?-, dijo la otra muchacha, que se
había quedado cerca del enorme jaguar de piedra.
-La policía se
va a tardar mucho más. Y pueden dejar salir al verdadero culpable sin que hagan
nada o se den cuenta. Creo saber lo que tengo que hacer. Primero déjenme
revisar el cuerpo, si gusta alguien quedarse, sería mejor tener testigos.
Todos se
apartaron, incluidos los guardias, para dejar que Javier trabajara con el
cadáver de Daniel. Se puso los guantes y lo revisó. El corte de la garganta,
las costillas, los pies… Pero cuando levantó una de las manos, vio algo que nadie
había visto. Se estremeció.
-¿Qué sucede?-,
dijo Carlos, el guardia gordito, abanicándose un poco con la gorra. Luis estaba
recogiendo sus papeles, pero se limitó a escuchar lo que pasaba.
-Le faltan los
dedos. ¿Podría alguien alumbrarme?
Carlos le hizo
una seña con la cabeza al otro guardia, un hombre un poco más viejo que él. El
hombre tomó la lámpara de su cinturón, y disparó el rayo luminiscente hacía
dónde indicaba Javier.
Y en efecto, al
cadáver le faltaban los cinco dedos de la mano izquierda, desde la segunda
falange. Del meñique al índice se veían unos muñones rojizos, pero el pulgar
había desaparecido. Glenda se aterrorizó, todos sufrieron escalofríos, y el
guardia más viejo corrió al baño, por que no aguantó la impresión de las
heridas.
-Creo que no hay
tanto tiempo como yo pensaba-, dijo Javier, dejando la mano de Daniel en su
lugar.
***
Teníamos el
tiempo en contra nuestra. Habían dado ya las 9 p.m. cuando Javier decidió
comenzar a interrogar a los presentes, seguro de que el sospechoso se encontraba
ahí, y de que cada pista sería pieza clave para resolver el misterio.
Recuerdo
perfectamente cada palabra, ya que Javier (a fuerza), me obligó a tomar nota de
lo que recababa. Creo que desde ahí se hizo la costumbre de poder hacer algo
por él, aunque fuera poca cosa.
Estábamos
nerviosos todos, pero al final de cuentas, me atreví a hacerlo, y a poner
atención. El viento soplaba allá afuera de manera incontrolable, y aunque
estábamos en la oficina de Glenda, todo se escuchaba perfectamente. La noche de
muertos nos tenía muchas más sorpresas.
Sospechoso #1: Glenda Lugo (La
Subdirectora).
Glenda
se sentó de manera imperiosa en su propia silla, mientras Javier la miraba,
recargado en una pared. Un poco alejado, Luis tomaba notas en la computadora de
escritorio, así se le hacía más fácil que a mano.
-Señorita
Glenda Lugo, ¿ese es su nombre completo?-, dijo Javier, cruzando los brazos.
-Es
Glendalis, pero es un poco largo, y más cuando se trata de firmar papeles
importantes…
-Perfecto.
¿A qué hora fue la última vez que vio al señor Ramírez co vida?
-Fue a
las 2 p.m. Asistí a la junta con todos los beneficiarios del museo, con la
gente más importante de aquí. Obviamente la mayoría se fueron ya, pero me quedé
con algunos en una reunión privada, recorriendo el museo, explicando sobre las
novedades…
-¿Y
cuales son esas novedades?-, preguntó Javier. Luis anotaba lo más importante, y
aunque aún le temblaban las manos, tenía que hacerlo para salir de ahí con
vida.
-No se
nos permite hablar de ello, al menos que sean objetos en exhibición. Pero
tratándose de un asunto como éste… Hasta hace un mes, un equipo especial de
antropólogos encontró en una vieja hacienda en el Estado de México un códice. Lo
llamamos Códice Sanctórum. Es una pieza de incalculable valor, el cual
resguardamos con los demás códices que hemos encontrado, y son de acceso
restringido. Puedo mostrarles algo…
Glenda
se acercó a un cajón de llave, lo abrió, y sacó un enorme folder con
fotografías del códice, dónde se veían las antiguas hojas de fibras de maguey
esmeradamente pintadas, donde se representaban hombres, mujeres, y eventos
diversos. Pero lo que le llamó la atención a Javier fue que la mayoría de las
escenas eran de sacrificios humanos.
-Son
escenas de sacrificios en honor al Sol, para mantener lo que los aztecas
llamaban un “equilibrio” en los ciclos, para apaciguar a los dioses, y que
estos no desencadenaran el fin del mundo. Pero, lo más interesante, era que en
gran parte, los sacrificios se hacían a una deidad en específico…-, dijo Glenda,
señalando el dibujo. Eran cuatro hombres, sosteniendo a una víctima encima de
una roca. La sangre brotaba cuando el sacerdote clavaba el cuchillo ritual en
el pecho, justo antes de sacar el corazón.
-Al dios
del Sol, ¿no?-, dijo Luis, mirando el dibujo de cerca, sin importarle las
notas.
-Eso
pensamos, pero no encontramos ninguna referencia a Tonatiuh. En contraste,
dimos con un nombre no tan común en los registros: Tloquenahuaque…
De
nuevo, las ideas regresaron a la cabeza de Luis. Javier lo notó cuando el
muchacho abrió los ojos y sonrió.
-¿Te
dice algo ese nombre, muchacho?-, dijo el médico.
-Por
supuesto. Tloquenahuaque fue un dios que causó controversia cuando fue nombrado
en la época moderna. Se cree que pudo haber sido una deidad creada por Nezahualcóyotl
cuando empezó su reinado en Texcoco, cómo queriendo imponer la adoración de un
dios único. El dios del rey era único, omnipotente y andrógino. Era perfecto
para ser adorado, aunque las referencias indican que no se le rendía mucho
culto…
-Exacto.
De alguna manera, señor Carrillo, este códice nos dice que se hacían
sacrificios a este dios por alguna razón que desconocemos. El rey
Nezahualcóyotl lo menciona en el poema que acaba de encontrar allá afuera: Allá
dónde ella es conquiste, Que allá vaya yo. Tal vez no quería morir, y los
sacrificios eran para poder vivir para siempre. Es una idea, pero puede que
ayude para resolver el homicidio-, dijo Glenda, sacudiendo un poco las fotos
del folder, entusiasmada.
-Tal
vez, pero no hay que aventurarnos. Al menos, con sus palabras, sé que usted no
pudo haber sido. Estaba demasiado impresionada con el cuerpo allá afuera.
¿Alguien de sus amigos sabía acerca del códice?
-Por
supuesto, señor Carrillo. Todo el comité de beneficencia lo sabe, y quieren
aportar ingresos para su investigación. Ese códice tiene la clave para
encontrar algo que estamos seguros que está más cerca de lo que podemos pensar.
Y sé quién puede decirle esos datos…
Sospechoso
#2: César E. Colín (El Restaurador).
-Siéntese,
señor Colín-, dijo Javier, indicándole al hombre alto el lugar cordialmente.
Los dos se miraron seriamente, pero parecía no haber rencillas entre ellos.
-¿En qué
puedo ayudar?-, dijo César, con voz potente, juvenil.
-Es
restaurador del museo. Glenda nos dijo que usted podía ayudarnos con una
cuestión, y creo que fue por lo que mataron al señor Ramírez: El Códice Sanctórum…
-Es un
descubrimiento reciente. Yo lo estuve examinando durante unos días antes de
llegar a la conclusión de que había algo extraño en la escritura, a excepción
de algunas partes que pudimos descifrar, la mayoría no ha podido saberse bien
lo que dice…
Luis lo
miró, un poco desconcertado. Esto iba más allá.
-Creo, y
estoy un poco seguro, de que alguien de los presentes quería el códice para
algo más. ¿Qué tiene ese códice de especial? ¿Hay algo en él para otros
propósitos?-, preguntó Javier.
César no
se inmutó.
-Meramente
académicos, señor Carrillo. Pero no sólo es el tesoro del conocimiento lo que
hemos encontrado ahí. Mire…
César
señaló exactamente una página de las fotos de Glenda, una dónde había un
sacrificio, y debajo, la imagen del cuchillo de ónix negro con mango verde. La
explicación que había debajo estaba en náhuatl, aunque había partes en otras
partes de la hoja que Luis no pudo leer.
-¿Qué es
eso?-, dijo Javier, analizando el dibujo del cuchillo.
-Se
llama el Cuchillo del Último Sacrificio. Hace treinta años que lo encontraron,
y hace treinta años que lo perdieron. Pero nosotros, al menos el comité de
siempre, sabemos dónde está. El director del museo, el de esa época, guardó el
cuchillo en una bóveda especial en este museo, la cual nadie sabe donde está,
ni siquiera Daniel. Lamento que con su muerte se haya llevado ese secreto.
Estábamos muy cerca de saber para qué utilizaban esa pieza…
Javier
lo miró, sin decir palabra durante un minuto.
-¿Notó
un comportamiento extraño en el señor Daniel últimamente?-, preguntó el médico.
Luis regresó a las notas.
-Solamente
lo vi un tanto ansioso, preguntando siempre por los avances del códice, nada
más. Creo que le hartaba no tener muchas noticias al respecto, pero al menos yo
hacía lo posible por buscar respuestas y no generar tantas preguntas. Después
de la junta de hoy, y de que uno de los miembros lo cuestionara severamente por
el trabajo realizado, no lo vi en todo el día. Se encerró en su oficina,
parece…
-¿Peleó
con alguien?
César
asintió, cruzando los enormes brazos.
Sospechoso
#3: Alejandro Cienfuegos (El Coleccionista).
-¿Peleó
usted con el director del museo, señor Cienfuegos?-, preguntó Javier, recargado
de nuevo en la pared. El hombre moreno de estatura media, y rostro de joven se
sentó, algo molesto. El hecho de que hubieran ventilado su discusión con Daniel
lo enojaba un poco.
-No
crea, señor Carrillo, que teníamos algo. No estaba en contra de él, más bien,
de lo que hacía. Siempre preocupado por el códice, pero había algo más
importante. No estaba poniendo empeño en la búsqueda del cuchillo.
-Pero
dígame, usted es coleccionista, ¿no es así?
-Pues
sí. Soy antropólogo de profesión, pero me dedico a coleccionar piezas que luego
buscan los mejores museos del país, en especial este. Soy beneficiario de
alguna manera, y el cuchillo hubiera sido de esas piezas de incalculable valor.
Obviamente hubiera sido algo que no hubiera podido poseer, ni en mis sueños…
Javier
se llevó la mano derecha a la cabeza, que ya empezaba a dolerle.
-¿Entonces
por qué reclamarle?
-Por qué
en verdad deseaba que encontraran esa pieza… Está bien, lo admito, yo quería
encontrarla primero, que hubiese algo de crédito en mi nombre. Nadie sabe dónde
está esa bóveda, pero al menos hubiera dado con ella tarde o temprano.
-¿Entonces
no tenía nada en contra de Daniel?
Alejandro
no dijo nada, se removió un poco en su asiento, y miró al techo, suspirando.
-Ya le
dije señor Carrillo, que no había sido nada personal. En todo caso, estaba algo
molesto, pero era por la lentitud de sus acciones. Fui parte del equipo que
trataba de descifrar el códice, pero hubo ciertas rencillas por el trabajo.
Cualquiera puede decirle eso, darle más pistas. La señorita Turrubiates podría
decirle cosas, pero yo no quería, al menos no quise nunca hacerle daño…
-¿Es la
muchacha de afuera, verdad?-, preguntó Javier.
-Así es,
es experta en la cultura azteca, una de las mejores, y parte del equipo del
códice. Yo sólo me enteré de ciertos problemas, pero nunca participé en todo.
Mi trabajo externo no me permitía asistir siempre aquí. Espero pueda dar con el
maldito que hizo esto…
Sospechoso
#4: Trilce Turrubiates (La
Experta).
-¿Podría
contarme acerca del trabajo que desarrollaban en torno al códice?-, dijo Javier
cuando invitó a sentarse a la señorita. Ella se acomodó el cabello, y metió sus
manos entre las rodillas. Luis seguía tomando notas, esperando encontrar más
pistas del asesino.
-Por
supuesto-, dijo Trilce, haciendo una pausa. –Básicamente me enfoqué en la
escritura, que en gran parte era de origen náhuatl, pero otra, y la que creemos
más importante, no ha sido traducida. No tenemos ni idea de lo que contiene o
de lo que dice. Por ejemplo, la parte dónde viene el Cuchillo del Último
Sacrificio creemos que es para la deidad Tloquenahuaque, una especie de
sacrificio que invierte el efecto, convirtiendo a los dioses en mortales, y al
hombre en un perfecto ser eterno. Aquí se sacrifica a una mujer no virgen…
Luis se
sorprendió de las palabras de Trilce, por que eso era un concepto nuevo, una
forma diferente del pensamiento.
-¿Hubo
problemas al emprender el proyecto, señorita?-, dijo Javier, seguro de que algo
había pasado para que sólo quedara César dentro del proyecto.
-Por
supuesto. Diferencias con el señor Colín, acerca del cuidado que se le debía de
dar al documento, las formas en las que se debían traducir los fragmentos que
aún no sabemos de que se trata. En fin, la mayoría de los miembros comenzaron a
obsesionarse, a faltar, cómo Alejandro, o a dar sus propias teorías fuera de la
práctica habitual…
Javier
frunció el ceño, y aunque ya no le dolía la cabeza, se sintió intrigado por eso
último: A dar sus propias teorías fuera de la práctica habitual…
-Me
imagino señorita Turrubiates que ustedes basan sus estudios en el método
científico.
-Así
es-, dijo ella, cruzando la pierna envuelta en unas extrañas medias de color
rosa, mostrando una de sus zapatillas.
-Lo
imaginaba, como médico forense siempre debo basarme en un ejemplo específico y
un método aún más exacto. ¿A qué se refería con la afirmación de que el equipo
no se basaba en los procedimientos habituales?
Trilce
puso cara de cansancio, pero a leguas se veía que estaba nerviosa.
-Algunos
de los compañeros decidieron interpretar el códice de una manera más literal.
Pensaban que tenía instrucciones específicas para realizar sacrificios
totalmente funcionales, que era más bien el manual para alcanzar la
inmortalidad. Y en verdad lograban convencer con sus teorías, sólo que decidí
no separarme de mis convicciones, y mucho menos cuando era un trabajo
encomendado por Daniel. Nunca quise fallarle en ese aspecto, y siempre fui
completamente profesional.
-¿Y
quiénes eran esos miembros del equipo?
-Personas
con poca profesionalidad. En especial una persona que no aportaba demasiado, a
excepción de su dinero…
Sospechoso
#5: Ricardo Flores (El Filántropo).
-Yo
aporto una buena cantidad a las actividades académicas del museo de vez en
cuando. Tengo estudios profesionales en historia y antropología, y he escrito
dos libros muy completos referentes a los temas que se tratan en el museo. He
tenido actividad en algunos países, y eso me ha hecho conservar cierta fortuna
para ayudar a las investigaciones, eso es todo-, dijo Ricardo, pasándose una
mano por el cabello rizado. A través de las gafas podían verse unos ojos que
analizaban todo a su alrededor.
Javier,
que se había sentado, lo miró un tanto divertido. Ricardo no tenía mucho de
intelectual, aunque lo fuera, y de todos los sospechosos, se veía algo
diferente. Hasta parecía divertirle un tanto la situación. Si lograba pescarlo
con el arma homicida, no se lo hubiera pensado dos veces.
-Entiendo,
señor Flores. Tengo unas cuantas dudas en relación a la credibilidad que le
daba al trabajo del equipo del Códice Sanctórum, en especial si Daniel ordenó
un trabajo serio en manos de la señorita Turrubiates. ¿Dudaba usted del trabajo
realizado?
Ricardo
frunció el seño, y con sus ojos claros tenía un semblante divertido.
-No
dudaba del trabajo de la señorita Turrubiates, al contrario, era un excelente
trabajo el que hacían. Pero hubo cierto cambio de planes en mi entendimiento de
las cosas, señor Carrillo. Recibí un correo electrónico anónimo acerca de la
verdadera naturaleza del códice. Aseguraba el contacto que ahí había
instrucciones para conseguir la inmortalidad. Por supuesto me llamó la atención
bastante, y me puse a pensar en lo que podía significar resolver la escritura.
La señorita Turrubiates me indicó que dejara mi obsesión, pero incluso César me
apoyaba, incluso mucho más que Daniel. Abandoné el proyecto por obvias razones,
pero nunca me importó realmente eso. El códice tenía mucha información
disponible, pero…
-Pero
sólo faltaba el cuchillo, ¿no es así?-, preguntó Luis, y hasta Javier se
sorprendió.
-Sí,
sólo faltaba eso. Doné un poco de dinero, lo admito, cómo soborno para que
Daniel comenzara a buscar esa pieza de incalculable valor, pero todos esos
fondos fueron a parar para restaurar la biblioteca. No me molestó en absoluto,
pero hubiera dado más por que encontraran ese cuchillo. Pero aún así, aunque
diera todo mi dinero, jamás lo hubiera hecho.
Javier
se quedó en silencio, tomó un bolígrafo, y empezó a manipularlo y girarlo entre
sus enormes dedos. Luis seguía apuntando en la computadora, tratando de anotar
todo con precisión.
-¿Por
qué cree que Daniel ya no quiso seguir con la búsqueda?-, dijo el médico.
-No sé,
nunca lo entendí. Y si le hubiera preguntado, seguro hubiera evadido cualquier
respuesta. Era un hombre misterioso, ¿sabe? Creo que usted también lo conocía,
tenía secretos tanto propios cómo de la gente que él conocía. No sería raro que
supiera cosas de la persona que lo asesinó, y al revés, que esa misma persona
supiera algo de él que no le pareció, o algo que estaba ocultando…
A Javier
se le encendió el foco imaginario encima de su cabeza, y abrió los ojos,
chascando los dedos.
-El
asesino de Daniel sabía algo del director. Creo que por eso no le quitó el
poema del pecho. ¡Se lo puso para llevarnos por las pistas! Debe de haber más,
de eso no estoy muy seguro, pero no es el único poema que hizo. Creo que de eso
se trataba nuestra cita. ¿Podría llamar al jefe de guardias cuando salga por
favor?
Ricardo
Flores asintió, sorprendido con las teorías de Javier, que se levantó, aún con
demasiadas dudas en su cabeza. Santo cielo, Daniel, ¿qué carajo hiciste?
Sospechoso
#6: Carlos (El Jefe de Guardias).
Carlos,
el Jefe de Guardias del museo, llevaba al menos 5 años trabajando ahí, a veces
rolando el turno de la guardia nocturna. Era algo que lo hacía feliz, ya que a
la vez que trabajaba, aprendía un poco más de la historia antigua, del legado
de las culturas.
Nunca
había pasado nada que lamentar. Al menos un par de niños perdidos, visitantes
extranjeros con dudas. Eran pocas las cosas que sucedían dentro de las paredes
de cada una de las salas. Pero esa noche, su percepción de las cosas había
cambiado. Nunca había visto un homicidio, y menos de esa naturaleza. Algo
cambió, y lo sabía.
Se sentó
frente a Javier, que se encontraba algo emocionado. El señor Ricardo les había
contado a todos de las teorías que el médico tenía, y al parecer, estaba más
cerca de su objetivo. Pero faltaba algo…
-Sé que
es el Jefe de Guardias del museo. ¿Por qué hizo la guardia esta noche?
Carlos
se quedó pensativo, pero debía contestar, antes de resolver sus dudas.
-Muchas
veces me quedo los días feriados, así le doy a los compañeros oportunidad de
que se diviertan. Y a veces hacemos reuniones en la caseta de vigilancia, o
cosas así. Hoy sólo me quedé con Emiliano, el señor que me ayuda a veces.
Cuando oímos la alarma de la puerta, fuimos a revisar, y encontramos el cuerpo.
No pudimos llamar a nadie, por que todas las líneas estaban desconectadas. Aprecio
su ayuda. Son cosas que usualmente nunca pasan…
Javier
asintió. Se acomodó los lentes, y sin hacerle caso a las teclas de la
computadora de Luis, prosiguió:
-Me
imagino que conocía al señor Ramírez…
-Tanto
cómo usted no. Pero sí, hablamos un par de veces, y obviamente asistía a
ciertas juntas del consejo. En especial a la del códice, para acordar la forma
en la que se iba a resguardar después de su estudio. No está en la biblioteca,
cómo podría creerse, sino en la oficina del director, aunque nadie más lo sabe.
Creo que fue una petición personal del señor Ramírez.
Javier
se puso de nuevo a jugar con el bolígrafo. Daniel guardaba muy bien sus
secretos, al parecer.
-¿Dijo
algo cuando le hizo esa petición?-
-Solamente
me comentó que estaba en su oficina, en una caja fuerte especial que usaba para
cosas importantes. No me dijo ninguna manera de abrirla ni mucho menos, pero
eso no importaba. A los miembros del consejo les dijo que estaba en la
biblioteca, incluso la señora Glenda lo cree así. Lo más extraño fue que el
señor Ramírez me dijo que esta vez había creído en la lotería y el azar,
y que así estarían a salvo sus secretos… Y acerca de eso, tengo una duda.
-¿De qué
trata?-, preguntó Javier. Hasta Luis Dejó lo que estaba haciendo, y se
concentró en la plática de ambos hombres. Carlos se acercó, cómo si fuese a
confesar un terrible pecado.
-El
poema que encontraron, ¿usted le preguntó al muchacho si no tenía nada que ver
el número 14, no es así…?
Javier
asintió, y Luis se acercó.
-No le
veo yo ninguna relación, señor Carlos. No encontré nada referente a ese número
en el poema, ni en ningún otro de Nezahualcóyotl. Si algo quería decirnos el
señor Daniel, se fue con su vida…
-Es que,
no sé si esto sirva de algo. Cuando escuché los fragmentos, sabía que hablaban
de la muerte. Y cuando vi el número 14 en la hoja, bueno fue inevitable…
-Vaya al
grano, por favor-, exclamó Javier, perdiendo un poco la paciencia.
-Lo
siento. Bueno, es que el día de la independencia, nos pusimos a jugar lotería
con unas planillas que compró Emiliano. Llevó hasta los frijoles y nos pusimos
a apostar, con monedas de 10 pesos. Jugamos toda la noche, pero recuerdo cada
carta, no exactamente, sino sólo las que más me llamaron la atención. Y ahora
que tomó usted la carta del pecho del señor Ramírez… La carta 14 de la lotería
es La Muerte,
precisamente…
En base a la
lotería y al azar…
Cuidar sus
secretos…
El número 14 y
el poema de la muerte…
Para
Javier, ahora todo tenía sentido. Se le cayó el bolígrafo, por que sus manos
empezaron a temblar. Luis lo observó, preocupado.
-¿Pasa
algo?
-Daniel
sabía guardar sus secretos de una manera original. Relacionó la lotería y un
poema para guiarnos hasta un lugar en específico. Quiere que busquemos algo, y
está de acuerdo en ello. Es un mapa del tesoro, pero no sé por qué nos quiere
llevar al códice si ya sabemos dónde está. En todo caso, el 14 es el primer
número de una serie, eso creo. La caja fuerte donde está el códice debe tener
una clave. Pero, ¿cómo llegamos a los demás números?
Luis se
había olvidado por un buen rato de lo que había pasado. Recordó todo como si
fuera una película en reversa, cómo si regresara en sus pasos, y se encontrara
de nuevo en el pasillo vacío de la biblioteca, con ese papel en la mano.
Sacó de
su bolsillo el papel que habían dejado en el suelo para él. Por que ahora
entendía que era para él. Lo desdobló y miró de nuevo la serie numérica:
146237352346
Lo
mostró a Javier, que reaccionó sorprendido. Se quedaron viendo un minuto, hasta
que el muchacho dijo:
-Creo
que Daniel no sólo pensó en ustedes para guardar sus secretos.
Por
alguna razón comprendí que estaba metido en un problema más grande. Al revisar
los motivos posibles de todos los sospechosos, Javier comprendió que esto
estaba yendo hacía un camino más peligroso, y nadie podía echarse para atrás.
Trataríamos
de comprender por qué Daniel guardó tan celosamente un secreto de tal magnitud,
por qué, al parecer, no creía en su equipo, en sus amigos más cercanos. Tenía
que buscar una salida más extraña a sus problemas, con gente ajena al problema,
pero que pudiera ayudar.
En lo
personal, no sabía lo que debía de hacer. Estaba completamente asustado en ese
momento para pensar en nada más, pero decidí ser fuerte, y seguir con el
misterio hasta el final…
***