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martes, 16 de octubre de 2012

Muerte en el Museo (PRIMERA PARTE)

Agradezco siempre a la gente que me lee, en verdad que un escritor no es nada sin ustedes, mis queridos lectores, los quiero mucho, y para siempre...


Agradezco a todos mis lectores, y va dedicado al mejor detective del mundo, mi amigo Javier Carrillo, quien ha inspirado este relato. ¡Gracias a todos y gracias a la vida!





















-Se nos acaba el tiempo, señorita Chávez, un tiempo que lamentablemente era demasiado corto... ¿Tiene usted la información requerida, verdad?-, dijo la voz en la computadora. Muchas veces las charlas eran con sólo la voz y muy rara vez podía verle la cara a la otra persona. Flor Chávez lo sabía, y ya estaba acostumbrada.
-No se preocupe de nada señor. Tratamos de buscar lo necesario para hacer frente a cualquier amenaza. Luis envió el informe de lo acontecido el 16 de septiembre y las confesiones completas-, dijo Flor, rebuscando en sus archivos todo lo que le fuera útil.
La voz en la computadora esperó un poco.
-¿Ha visto últimamente al señor Carrillo? ¿Cómo está?
-Lo veo aturdido, tranquilo, con mucho tiempo para pensar, tal vez. Pronto llegará el momento justo para darle lo que usted le manda, señor...
-No deje la vigilancia, señorita Chávez. Él es todo lo que tenemos, y no quiero errores. Nos dedicamos a salvar vidas, y eso vamos a hacer.
Y la voz se apagó. Flor resopló aliviada, y cerró la laptop. Tenía que mandar el nuevo archivo pronto...






Empezaré por decir que lo que tengo ha sido con esfuerzo, y que incluso la amistad con Javier es el fruto de un esfuerzo compartido cómo ningún otro. Hace casi 1 mes que vivimos esa mala experiencia en la casa Gomezcaña y ahora descansamos, por un breve tiempo. Es en los días de noviembre próximo cuando hemos de cumplir 9 años de amistad sincera.
El hecho de habernos conocido en circunstancias tan especiales me hace recordar que todo ello nos llevó a ser lo que somos, y a asumir, en mi caso, el futuro incierto de nuestros actos. Y ahora que estamos preparados para cualquier cosa, tenemos que prepararnos mejor, para lo que sea.
¿Cómo nos conocimos? Bueno, no fue gran cosa. Yo tenía que completar información para un proyecto de la tesis, y me dirigí al único lugar disponible para mis propósitos...

Luis acababa de entrar a una pequeña oficina en lo alto del recinto. Una señora muy bien vestida, con anteojos azules y las uñas haciendo juego con ellos, revisaba unos papeles mientras él observaba. Estaba nervioso, pero no podía hacer nada más que esperar.
La señora por fin habló:
-Perfecto señor Zaldivar. Ha sido muy específico con su petición y creemos que puede obtener el permiso. Por lo que a mí respecta, la investigación filosófica de la cultura azteca debe ser todo un reto...
Luis asintió nervioso.
-Sí, y muy complicado. Pero creo que será una excelente oportunidad de comenzar algo en grande.
La señora se quitó las gafas y sonrió de manera satisfactoria. Tomó todos los papeles y los depositó de nuevo en la carpeta.
-Me parece perfecto jovencito. Cómo sabe, mañana es primero de Noviembre, y el museo permanecerá cerrado, pero la Biblioteca estará a su disposición más o menos hasta las 9 p.m. Contamos con que encontrará la información deseada, ¿no es así?
-Eso creo, pero más vale venir temprano para apresurarme. No es mucha información pero lo que pueda hacer será suficiente.
-Entonces bienvenido sea. Lo esperamos mañana para que comience con su investigación lo más pronto posible. A la gente le damos una semana de prorroga para utilizar la biblioteca, por lo que le sugiero no perder tiempo.
Los dos se levantaron de sus respectivas sillas y se dieron la mano. Luis sonreía tímidamente, y la señora esbozó una verdadera mueca de felicidad, incluso con esos lentes un tanto ridículos.
-Por supuesto, haré todo lo posible por aprovechar mi tiempo aquí…

Por otro lado, Javier se encontraba en su trabajo cómo profesional del crimen. Cuando me contó, nunca lo pensé de manera abierta, pero él desentrañaba algunos misterios mucho antes de que nos asociáramos. Era sorprendente pensar en lo que hacía, y más imaginar las posibilidades…
Aunque no dejo de pensar siempre que mi amigo es un profesional para las cosas que hace, es un trabajo algo asqueroso, y más tratándose de cadáveres. Lo bueno es que, con los muertos que hemos tratado, no ha habido tanto problema. No están en proceso de putrefacción…

La sierra especial cortó el pecho con un crujido que retumbó en el espacio cerrado del quirófano del área forense del Hospital General. Habían llevado tarde aquél cadáver, y el único médico de guardia era Javier Carrillo, un profesional en el área forense desde hacía ya unos 2 años. Trabajaba con los cadáveres de crímenes, haciendo algunos ensayos primero y corrigiendo después. Era una ciencia exacta, un trabajo que merecía buscar bien por todas partes.
Y el desdichado que acababa de abrir había llegado con una urgencia inusual para ser las 11 p.m. del 31 de octubre. Incluso los policías de la PGR habían puesto un monitor con la imagen de un importante jefe de la policía, llamado “comandante Méndez”. El hombre que veía desde el monitor tenía un rostro severo, y analizaba a cada movimiento que daba Javier.
-¿Algún problema señor Carrillo?, dijo el comandante Méndez, mirando con sumo cuidado el trabajo del joven médico.
Javier estaba viendo uno de los costados del hombre, y se había descuidado por completo del pecho abierto cómo una extraña flor de carne y sangre. La cara inexpresiva del hombre muerto miraba también hacía el monitor, con ojos vacíos y la lengua de fuera. Había algo cerca de sus costillas.
-Acabo de encontrar algo sumamente interesante, comandante. En primera, déjeme explicarle los pormenores de lo que encontré primero. Hombre latino de alrededor de 45 años, al parecer con buena salud, ya que su piel no muestra otros rasgos que nos indiquen enfermedades. El cadáver lleva dos días en estado de descomposición, lenta, eso es obvio. No hay traumatismo craneal, y sólo tiene ambas piernas rotas. Todos los órganos en orden, el corazón sin fallas, ni siquiera hay apendicetomía ni una posible vasectomía. A excepción, obviamente de lo que acabo de encontrar.
-¿Y de que se trata, señor Carrillo? Me dijeron que su trabajo es algo que se aprecia de verdad, no me decepcione.
Javier esbozó una sonrisa detrás del cubre bocas, entrecerrando los ojos un poco por detrás de los lentes cubiertos con gafas especiales de trabajo. Se ajustó aún más los guantes.
-Para nada, comandante. Lo único raro que he visto aquí es que el costado derecho presenta un tipo de perforación… Efectivamente, son disparos…
Javier revisaba con cuidado la piel casi mohosa de aquel hombre, y encontró al menos tres agujeros de bala, de un calibre grande. Los agujeros tenían los pliegues de la piel hacía dentro, cómo debían ser los disparos, por eso pudo identificarlos.
-¿De qué calibre piensa usted que pueda ser?-, dijo el comandante, sin quitar el ceño de seriedad de su rostro.
-Entre 7 y 8 mm…
-Cuerno de chivo. Señor Carrillo, está ante la víctima de un narcotraficante. Necesito que me haga un informe y después…
Pero Javier se levantó y metió la mano dentro del costado, por la abertura del pecho, cuidando de no ensuciarse tanto con el pulmón y los restos putrefactos del interior. Sacó de dentro las tres balas que nunca salieron, y de un tirón, una costilla que crujió y se levantó con un buen trozo de piel y músculo necrosado. El comandante se impresionó de inmediato.
-¿Pero qué es lo que hace?
-Procedimiento estándar, señor comandante. Esta costilla ya estaba rota y se encontraba dentro, obstruyendo el paso hacía las balas. Esto no lo hizo el cuerno de chivo, señor. A este hombre le dispararon después de una tremenda golpiza. Lo torturaron rompiéndole las piernas, y cómo no confesó, lo asesinaron. Era fácil ya con dos costillas rotas. Tal vez lo abandonaron a que se muriera lentamente…
-Eso no concierne que lo investigue usted, señor Carrillo. Por favor, limítese a entregarme un reporte sencillo con los detalles de la necropsia. Y con todo respeto, si quiere ser detective, los exámenes empiezan la siguiente semana. Pasarán a recoger el cadáver en una hora, así que le recomiendo que lo cierre con cuidado. Muchas gracias…
Y el monitor se apagó. Javier se quitó un momento el cubre bocas, a pesar de la peste, y su rostro hizo un gesto de asco. No fue el olor del cadáver, sino la forma en la que lo había tratado ese tal “comandante”.
Terminó de arreglar el cadáver en menos de media hora. Después, se quitó todos los aditamentos, y volvió a mirar el rostro sin expresión de aquel hombre.
-¿Qué fue lo que les dijiste para que te trataran de esa forma? Ni siquiera traes identificación, y tu cara se ve terrible, amigo narcotraficante. Espera…
En la mano derecha, llena de moho y de lodo, había una extraña inscripción que no había visto. Era un tatuaje, o algo así, hecho con tinta roja. Parecía una línea horizontal, y sobre ella, una serie paralela de tres puntos. Eso también debía memorizarlo para el informe final…

Cuando comenzó el 1º de Noviembre, las calles ya se sentían con el festejo del día de muertos. La gente iba y venía, niños con disfraces, adornos por todas partes, música alusiva…
Lo que me impresionaba más en esos días era el delicioso olor del pan de muerto, de almendras o nueces; del dulce de calabaza, de las cocadas, de las paletas. Era un sentimiento muy grande de pertenencia. Pero tenía que apresurarme, para poder llegar temprano a la biblioteca.
Cuando llegué en el autobús, cerca de Chapultepec, divisé el Museo de Antropología e Historia, un edificio de más de 30 años de edad, de fachada gris y recta, rodeado de árboles y de caminos a través del bosque. En la entrada principal había una enorme estatua de Tlaloc, el dios azteca de la lluvia, que se veía pesado y demasiado grande. Caminé hacía dentro, pasando una enorme fuente que brotaba por encima del paso al estacionamiento. Delante estaba una puerta más grande, coronada por un arco tallado con motivos prehispánicos, y dentro, el gran atrio o vestibulo.
Debía tener cuidado de no mojarme, ya que el techo del vestíbulo era una enorme fuente, llamada El Paraguas, sostenida por una columna gigantesca en el centro, que estaba igualmente adornada con motivos aztecas, cómo si fuera un “árbol de las almas”. Cruzando la fuente, estaban las puertas de cristal que daban directamente a la recepción del museo.
Ahí ya me esperaban, la señora que me atendió el día anterior, y un guardia del museo, al parecer estaban revisando unos papeles o algo así…

-Bienvenido señor Zaldivar, llegó muy justo a tiempo, por lo que veo es puntual cómo me dijo.
-Así es, señorita…
-Dígame Glenda, por Glenda Lugo, por favor. Mire, necesito arreglar algunos asuntos antes de poder acompañarlo. ¿Podría esperarme un momento por favor?
Luis asintió, mientras Alma y el guardia de seguridad se iban caminando hacía una de las oficinas, mientras discutían acerca de sus asuntos privados. Miró por encima del cubículo circular de la recepción, hacía los jardines interiores del museo, y se puso a pensar en lo que venía a continuación, cuando alguien le tocó el hombro. Luis se asustó demasiado, volteó y miró a un hombre, enfundado en traje negro, con un rostro amable y divertido, a pesar de ya tener alrededor de unos 50 años.
-Buenos días joven. Lo siento, pero el museo hoy no está disponible y…
-No, no se preocupe, señor. Yo solo vine a usar la biblioteca, y mi semana comienza hoy. Disculpe, Luis Zaldivar…-, dijo el muchacho, estrechándole la mano al hombre, que la tomó, divertido.
-Mucho gusto. Soy Daniel Ramírez, director general del museo…
Luis palideció. No lo había reconocido inmediatamente, y mucho menos por haber sido uno de los hombres del momento en las noticias en casi todos los medios. Balbuceó un poco y luego dijo:
-Lo siento señor Ramírez, no lo reconocí, pensé que…
-No te preocupes muchacho. Creo que la señorita Glenda no va a venir pronto después de todo. ¿Quisieras acompañarme por favor?
El señor Daniel hizo un movimiento con su mano y le indicó el camino. Luis lo siguió un poco apenado aún, y se dirigieron a las puertas de cristal que daban al museo.
El olor de los jardines bien cuidados hizo que Luis pusiera más entusiasmo en lo que se proponía, y más por que, de frente a ellos, bordeando un poco las áreas verdes, se encontraba la entrada a la sala Azteca, la más imponente de todas. En la entrada, un enorme tigre tallado en piedra gris recibía a los visitantes, con sus enormes ojos y sus fauces abiertas. Y en la pared del fondo, puesta en un pedestal enorme, e iluminada con cuidado, la Piedra del Sol, un calendario en forma circular que se usaba, presumiblemente, para marcar los días y las fechas. En el centro, y rodeado de varios símbolos que Luis no pudo identificar, había un rostro con la lengua de fuera, y una mirada penetrante.
-Es Tonatiuh, el dios del sol. Pensamos que es un calendario, y lo es, pero no sabemos si ese era su uso correcto. De todas maneras, espero que encuentres agradable todo el museo-, dijo Daniel.
-No se preocupe señor director, ya lo conozco un poco a detalle, pero ahora que vendré tendré tiempo para visitarlo. De todas maneras, dudo que pueda hacerlo. Es una investigación un poco complicada…
Doblaron el paso hacía la derecha, subiendo unas escaleras, haciendo caso del cartel que indicaba las direcciones a la biblioteca, sanitarios y la sala de Etnografía.
-Y dime, ¿de qué se trata la investigación?-, dijo el director, mientras subían los últimos escalones para llegar a la sala de Etnografía, aunque ellos se irían derecho.
-Es acerca de la forma de pensamiento en la cultura azteca. Me enfoco en la tesis para la carrera de Filosofía.
-Eso suena un poco complicado. Hay suficiente material, aunque te dejaré que lo hagas a tu manera. Vamos, tengo que explicarte la mecánica de búsqueda…
Llegaron a una puerta blindada al final del pasillo, dónde Daniel introdujo su llave maestra. Dentro, Luis se encontró con un enorme recinto repleto de enormes estanterías, llenas de libros de todos los tamaños, cajas, folios, y demás objetos que se encontraban muy bien ordenados. Daniel se acercó a la central de computadoras, que estaba sola, y encendió una. Buscó el programa para la biblioteca, mientras Luis miraba asombrado hacía ambos lados, mirando tal cantidad de libros.
-Como verá, señor Zaldívar, tenemos un estricto orden temático para los libros. Esto quiere decir que si quiere un libro en particular no lo encontrará en orden alfabético, al menos no al principio. Los libros se dividen por culturas, quiero decir, Maya, Azteca, Olmeca, etcétera. A partir de ahí, podrás encontrar los libros por orden alfabético, siempre con la computadora. Te dejo solo, tengo una reunión con algunos de los inversionistas para los recursos del museo. Y espero verte pronto por aquí…
Otra vez volvieron a darse la mano antes de que el director se dirigiera a la puerta.
-Disculpe…-, dijo Luis, un poco alarmado. El hombre se dio la vuelta.
-¿Dime?-, dijo Daniel, con una sonrisa.
-Muchas gracias…

El muchacho se la pasó buscando libros con títulos algo difíciles:
-Clases sociales en la época prehispánica.
-Moctezuma y el vínculo con el Sol.
-Sacrificios antes del fin del mundo.
-La serpiente emplumada.
Pero el que más le hizo bien para lo que necesitaba era un libro llamado “Flor y canto”, que contenía poemas de la cultura azteca, y en específico, del rey Nezahualcóyotl. La poesía nahuatl llamada in xóchitl, in cuícatl, literalmente “la-flor-y-el-canto”, era una expresión de reyes y nobles de aquellas épocas, en donde se exaltaba a la naturaleza, a los dioses, al mundo e incluso a las tristezas de la gente. Pero de ahí, de tan profundos poemas, venía lo que Luis podía entender cómo “filosofía azteca”.
Pasando las 8 de la noche, y después de haber comido en la cafetería y revisado un montón de libros (con un poco de avance), Luis cerró la computadora. Las luces de la biblioteca se habían encendido a las 6 p.m., por lo que dispuso de buena vista hasta que se cansó. Miró el reloj de su celular, bostezó y decidió recoger las copias que había sacado de los libros que revisó.
Caminó hasta la puerta de la biblioteca, y no se preocupó por dejarla medio abierta, ya que los guardias, o al menos el que se quedara, siempre revisaban el lugar para acomodar lo que faltara. Miró hacía el suelo, y encontró una nota. Tenía 12 números, pero no decía nada más:

146237352346

         -Qué raro, no es un número telefónico… ¿Alguien olvidó esto?-, dijo Luis a la oscuridad, seguro de que alguien todavía estaba ahí. Pero nadie le contestó, ni siquiera un huichol que se asomaba en el pasillo hacía Etnografía, que obviamente era un maniquí.
Luis se guardó el papel en el bolsillo de la chamarra, seguro de que encontraría al dueño. Mientras iba caminando hacía las escaleras, pensó en la noche de muertos, que era en ese momento. Todos los niños felices pidiendo dulces en las casas de los vecinos, los altares con velas, flores, comida y adornos para los difuntos, y hasta las películas de terror mexicanas que habrían de estar pasando en esos momentos. Ya le urgía regresar a casa.
Después de haber bajado las escaleras, llegó de nuevo a la sala Azteca, que ya estaba iluminada con las tenues luces ambarinas que suelen poner en los museos por las noches. Vio el adorno de araña y de calavera en la recepción, allá a lo lejos después de los jardines, y se alegró de haber terminado pronto. De repente, sintió una presencia extraña detrás de él, cómo si alguien pasara justo a sus espaldas corriendo. Se dio la vuelta, pensando que sería uno de los guardias. Pero sólo estaba la piedra del Sol, redonda, de frente, con esa cara apuntándole directo, cómo un vigilante nocturno que se dedica a atormentar a los incautos. Y a sus pies, cómo un sacrificio, estaba Daniel Ramírez, el director del museo…

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