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martes, 23 de octubre de 2012

Muerte en el Museo (PARTE 3)


Javier, Carlos y Luis se quedaron un momento en la oficina, tratando de entender todas las pistas. Luis imprimió las hojas con las notas, y se las dio a Javier para que las repasara. Leyó cómo si no hubiera un mañana para hacerlo. Después de analizar un poco, respondió:
-Los miembros del equipo del códice estaban en tensión. Por un lado, la señorita Turrubiates quería sacar el proyecto para darle una credibilidad mejor al museo, junto con el señor Daniel. Por otro lado, el señor Colín argumentando que los fondos del señor Flores serían mejor aplicados a la búsqueda del cuchillo de la mentada profecía…
-Hasta ellos pueden ser cómplices, ¿no lo crees?-, dijo Luis. Javier asintió sin mirarlo.
-Puede ser, pero prefiero creer que es cuestión de una sola persona. En todo caso, César se mantuvo un tanto escéptico, y Ricardo era más creyente, por ello también pidió un poco de clemencia para invertir en el cuchillo, pero Daniel no le hizo caso a ninguno de los dos.
Luis asintió, tratando de entender mejor lo que Javier decía. Buscaba una respuesta, jugueteando con las yemas de sus dedos sobre la mesa.
-¿Y Alejandro Cienfuegos? Eso de tener “trabajos pendientes” fuera del proyecto dudo que sea algo real. Es antropólogo, se dedica a buscar reliquias. Tal vez aprovechó un momento de debilidad para buscar el cuchillo por sí mismo…
-Tal vez, pero pensemos que también Ricardo es antropólogo, y no necesariamente está haciendo una búsqueda…
-Por que él espera que la hagan otros, por eso dona su dinero, y podría darlo todo para que la causa sea efectiva. Pero Daniel no quiso, se quería reservar un secreto más además de los que tenía, por eso lo mataron. Pero si quería decirme algo, con el poema es suficiente. Lo importante es saber, con exactitud, el significado de los números que encontraste, Luis. ¿Nos enseñas el papel?
Luis volvió a sacar de su bolsillo el papel, entregándoselo al médico en la mano extendida. Carlos se acercó para volver a ver los números en el orden correcto. Eran cifras pares, por lo que decidió separarlas mentalmente, aunque, después del 14, algo no cuadraba.
-Si se supone que eran cartas de la lotería, está mal. El juego varía de número de cartas, pero la mayoría usan 54. La que jugamos tenía 50. Y aquí está el número 62, y por eso está mal. No hay ninguna carta marcada con ese número, estoy seguro-, dijo el jefe de guardias.
Javier volvió a mirar, tratando de entender cómo era el procedimiento mental de Carlos. Había 14, La Muerte, 62, 37, 35, 23 y 46, de eso no había duda. Pero Carlos había dicho que las cartas del juego no llegaban después del 54 o 50. Miró un tanto confuso el papel de nuevo, tratando de buscar alguna cifra mal escrita, o que estuviera confundida. Pero no había nada, la caligrafía de Daniel siempre había sido perfecta. Y de pronto, vino la idea, la simple idea de que no era una sola cifra. Te enseñaron a separar el hígado de la vesícula, tonto médico, no a tratarlos cómo uno sólo. ¡Qué tonto soy!
-Hay que separar las cifras en este número. No es 62, sino un 6 y un 2. No contamos tan bien cómo esperaba. Y Daniel no puso ceros por temor a que alguien encontrara toda la cifra completa. El número 6 en la lotería, ¿qué figura representa?-, dijo Javier.
Carlos cerró los ojos, concentrándose y repasando mentalmente sus cartas. Hasta que, por fin, recordó que los guardias en turno ese día le habían hecho burla, por que le habían dicho que la chica de la carta 6 podría hacerle sentir mucho placer…
-Es La Sirena, señor Carrillo.
Javier asintió sorprendido. Recordó la carta, con el ser sobrenatural, mitad pez, mitad mujer, con una cola escamosa color rojo, sumergida en el agua, y con el torso de mujer saliendo a la superficie, con largo pelo negro ondulado cayendo a sus espaldas, una mano al aire, y los pechos descubiertos.
-Pero otra vez la Sirena no se relaciona con nada que haya leído en poemas prehispánicos. No le veo sentido, en serio-, dijo Luis, buscando desesperadamente la razón de todo eso.
-Yo menos, pero tengo una teoría. Carlos, ¿hay alguna pieza en el museo que simbolice a la sirena o algo parecido?-, dijo Javier. Antes de que Carlos contestara, Luis interrumpió, con un tono de voz demasiado exagerado.
-¿Y eso en qué nos va a ayudar? Sabemos dónde está el códice, el mapa que Daniel quería que siguiéramos ya no sirve de mucho. Además, la pista de La Muerte no la encontramos en ninguna pieza de museo que tuviera que ver con ello.
-No precisamente. Tal vez Daniel estaba a punto de esconder la carta en una pieza clave, y no alcanzó a hacerlo. Entonces, el asesino cometió el crimen…
-Y dejó el poema para que alguien lo encontrara por él. El asesino sabía que llegarías, Javier.
Las palabras de Luis causaron conmoción en la felicidad de Javier, que ya estaba más que minada, a punto de destrozarse. Los planes de Daniel estaban a medio terminar, pero era mejor, ya que de otra manera hubiera sido imposible seguir el rastro.
-Muy bien, es hora de actuar. Carlos, necesito dos favores: Que me digas si hay una pieza relacionada con la sirena o el mar, y aparte quiero que nos conduzcas a la caja fuerte dónde está el códice cuando terminemos de recorrer el camino, así no causaremos sospecha. Y tu, muchachito, guarda ese papel, o memoriza los números, sería mejor.
Los otros dos asintieron, pero Carlos tomó la palabra.
-Hay una pieza que parece estar relacionada, más que ninguna. No es del mar, pero es algo que vive en el agua. Está en la sala del Preclásico, después de la sala de los Orígenes, detrás de la Sala Azteca
-Perfecto, vamos entonces, pero ni una palabra, es cómo si apenas hubiésemos descifrado parte del misterio.
Y Javier tenía razón. Dejaron la oficina, y Luis empezó a pensar que sería mala idea contarles a las personas de afuera lo que habían descubierto, al menos la parte más importante. El asesino buscaría la forma más cruel de presionarlos para descubrir la verdad.
Cuando llegaron a la sala Azteca, encontraron a todos los invitados, menos al otro guardia de seguridad. Se oían pasos lejanos, de quién busca poco a poco.
-¿Dónde está el otro guardia?-, dijo Javier, revisándolos a todos. Se veían algo asustados.
-Fue a revisar, se escuchó un ruido, pero tal vez no sea nada. ¿Descubrió algo, señor Carrillo?-, preguntó Glenda, sentada en un taburete especial para las visitas cansadas.
-Es una teoría, pero ahora lo vamos a descubrir. Quiero que nadie se separe, ni por un momento. Carlos, llévanos por favor.
El guardia asintió, con la gorra ya puesta y la linterna encendida, caminaron hacía el fondo, hasta llegar a una intersección entre la sala de Teotihuacan y un pasillo oscuro. En una de las paredes del pasillo decía ORÍGENES, con letras amarillas, y un párrafo que explicaba algo que nadie pudo leer.
Dentro, la perspectiva del museo cambiaba. Había un apartado para conocer el trabajo general de la Antropología, con un mural que representaba mujeres de distintas etnias. Más allá, un mapa que explicaba la división de México en Mesoamérica, cuna de las civilizaciones precolombinas, y Aridoamérica, un vasto lugar sin vestigio importante.
Luis alcanzó a ver la sala de Orígenes, dónde había piezas de piedra, puntas de lanza, cráneos y huesos adornados, una maqueta de la caza del mamut, que a Javier le pareció aberrante a esas horas de la noche, y una especie de suelo de cristal. Todos se asomaron, para mirar un conjunto de huesos de mamut genuinos, enterrados ahí debajo. Era espectacular, a pesar de las luces ámbar.
Carlos los guió más allá, hacía la entrada de la sala del Preclásico. Fue cuando, inesperadamente, escucharon un grito de dolor, proveniente de aquella sala. Retrocedieron un poco, hasta escuchar que algo golpeaba el suelo con un sonido hueco.
Carlos y Javier se asomaron primero, a ver si por el borde de la entrada alcanzaban a ver algo. Afortunadamente, la linterna alcanzó a alumbrar por completo un buen trozo de la sala. No había nadie, no que fuera de peligro. Luis alcanzó a ver, junto con los demás miembros de aquella fiesta macabra, el cadáver del otro guardia, en el suelo.
Javier corrió primero, alumbrado con la linterna de Carlos, que se acercó consternado, poco a poco. Miró el cuerpo del otro guardia, en el suelo, boca abajo, lánguido. En la nuca tenía una especie de pico cómo los que usan los escaladores para fijarse a las piedras de la montaña. Estaba formándose un charco de sangre alrededor de su cabeza.
-¿Per quién lo hizo? Se supone que todos estábamos juntos, ¿no?-, dijo Trilce, sin dejar de mirar el cuerpo sin vida, con el rostro aplastado contra el suelo.
-Tiene un hilo, mire. Es una trampa, colgada desde el techo para el que tuviera la estupidez de entrar a la sala. Tal vez haya otras, o sea la única, no lo sé. Alguien nos está cazando, eso creo…
Javier dejó de analizar el cuerpo, para ver hacía el techo, desde provenía el hilo casi invisible que sostenía al pico. ¿Quién pudo haber sido tan hábil para montar una trampa similar? Descartó a Glenda y a Trilce. Ahora sólo quedaban dos arqueólogos, un restaurador muy antipático, y un guardia con una extraña afición al misterio. Y obviamente Luis, aunque se le hacía demasiado patético para que él cometiera una estupidez similar.
-Si le interesa, señor Carrillo, ahí está la pieza que venimos a buscar-, dijo Carlos, haciendo que el médico bajara la mirada y entornara los ojos hacía donde apuntaba la linterna. En una urna de plexiglás, a unos dos metros, estaba una extraña vasija negra, una especie de jarrón hecho de barro, que tenía la forma de un pez, sostenido en la cola, con la boca abierta. Tal vez Carlos tenía razón, ni siquiera parecía fauna marina, más bien era de un lago.
-¿Quién conoce esa pieza?-, dijo Javier, tratando de que alguien se delatara. Pero había olvidado que todos eran expertos, y que conocían perfectamente cada pieza. Alejandro se acercó y la examinó con cuidado, poniéndose unas gafas que sacó del bolsillo de su saco.
-Periodo Preclásico, es de los remanentes de la cultura olmeca que vivieron en el centro del país, en especial en Morelos y el Estado de México. Está hecha de arcilla, eso creo. Así que la convierte en una pieza demasiado frágil…
-Gracias, señor Cienfuegos. ¿Alguien me ayudaría a quitar la protección, por favor?
César asintió y se acercó a Javier, poniéndose cara a cara, para levantar la urna. No parecía demasiado pesada, pero tenía seguros especiales, que activaban las alarmas del museo en caso necesario.
-No se preocupe, las alarmas suenan en la central de guardias nada más, nadie va a venir-, dijo Carlos, cuando salió el contenedor, y dejó libre la pieza de barro. Luis se acercó, sin tocar, para mirar su contenido. Había algo al fondo de la vasija, pero no podía alcanzarla con sus dedos cómo salchicha.
-Está al fondo, eso creo. ¿Tienes algo con qué sacarla, médico?-, dijo el muchacho, mientras Javier y César ponían en contenedor sobre el suelo.
-Claro, apártate…
Sacó de su maletín unas pinzas similares a las que había usado con el primer poema, pero un poco más largas. Carlos le iluminó el fondo de la vasija para que no se equivocara. Había algo de forma rectangular ahí abajo, y con un movimiento leve de las pinzas, logró sacarlo.
Glenda advirtió que era otro papel, pero sin sangre, y doblado perfectamente orilla con orilla, para que cupiera en la vasija.
-¿Qué dice?-, dijo Ricardo, acercándose para saber qué era. Luis seguía observando, de repente al papel, de repente a César o a Trilce, y de nuevo al papel, que se abría por acción de los dedos de Javier.
Efectivamente, era otro poema, relacionado con el agua, y con otro número:

Que sean puestos ya
Los collares de flores.
Nuestras flores del tiempo de lluvia…
6

-Otra vez Nezahualcóyotl… Del poema “Alegraos”. Es una especie de oda a la primavera, a la naturaleza siempre naciente-, dijo César, antes de que Luis pudiera contestar.
-¿Pero cómo supo que estaba precisamente ahí, señor Carrillo?-, dijo Ricardo.
Todos miraron al médico, pensando que podía estar pasando algo raro.
-En el primer poema, el 14 tenía que ver con la Muerte de acuerdo con las cartas de la lotería. Carlos y Luis me dieron la idea de que tal vez había un orden a seguir.
Javier estaba atorado en un problema. Debía de recordar algo más, lo que fuera, cómo pretexto y no mostrar el papel de Luis. Vamos, piensa en algo, lo que sea…
-Así es, bueno, Carlos dio la idea de las cartas de la lotería, que estuvo bien. Y yo di otra. Pienso que Daniel dejaba las pistas en un orden cósmico, ya saben, cómo estaban ordenados los mundos sobrenaturales para los aztecas. Primero el mundo de la muerte, luego el mar y las aguas de Tláloc, y después los cielos. Y entre todos ellos, la tierra, el hogar de los hombres. Bueno, creo que no me voy equivocando, vamos bien, ¿no?
La respuesta de Luis pareció aliviar la tensión de todos. César y Ricardo se miraron algo nerviosos, y Trilce asintió. Alejandro no dejaba de mirar el papel que tenía Javier entre manos.
-Bueno, ¿y qué sigue?-, dijo Glenda.
-Pensamos que si viene algo del cielo, tiene que ser una entidad sobrenatural que venga en la lotería. Afortunadamente sólo nos queda una, ya que la mayoría de las cartas son de cosas y animales que existen. ¿Alguien conoce otra pieza, ahora relacionada con el infierno?
-¿De qué carta se trata?-, dijo Alejandro.
-Es la carta del El Diablo, es la única que parece tener las características especiales…
-Pero el diablo es malo, ¿por qué tendría que estar en el cielo?-, dijo Glenda a Luis. Pero antes de que contestara, alguien la interrumpió.
-Creo saber qué sigue, vengan…-, dijo Ricardo.

Estábamos más que atorados en un problema de proporciones gigantescas. Al menos el pretexto que propuse sirvió para que no hubiera más muertes, pero aún así, seguíamos cuidándonos las espaldas.
Ricardo Flores nos hizo regresar a la sala Azteca, ahora más allá del jaguar gigantesco y de la piedra del Sol, que aún seguía adornada con el cuerpo de Daniel sobre el suelo.
Miré la pieza enorme de museo a donde nos habían conducido. Parecía un monolito, cuadrado, con extrañas formas parecidas a calaveras y corazones humanos, con dos cabezas de serpiente en la parte superior, y unas garras asomando por arriba y abajo. Era una especie de deidad, demasiado horrible, que imponía su terror en toda la sala, a esa hora de la noche.

-Es Coatlicue, la diosa de la tierra. Tiene un collar de corazones y calaveras. Parece más un monstruo que una verdadera diosa de la fertilidad. ¿Ven sus garras? Por eso los conquistadores pensaron que era una imagen del diablo, de la maldad encarnada. Al menos no la destruyeron. Busque con cuidado señor Carrillo-, dijo Ricardo al pie de la estatua, cómo cuando un padre responsable deja que su hijo maneje el auto por primera vez.
Pero no era necesario. En la base de la estatua, entre un pie y la cabeza de serpiente que salía del vientre hacía el suelo, había otro papel, igual doblado cuidadosamente. Javier lo tomó, pensando que tal vez si jalaba muy fuerte la estatua se desmoronaría.
Ahora, cuando salió el papel, Luis lo tomó y lo leyó en voz alta para que todos los presentes pudieran escuchar. No era algo sumamente especial:

Nos dejaste sin provisión en la tierra,
Por esto, a mí mismo me desgarro.
2

-Otra vez tuvo razón, señor Carrillo. Poema “Estoy Triste”, de nuevo de Nezahualcóyotl. Daniel no dejó nada a la imaginación, me parece. Sí lo quería conducir a una pista una y otra vez. ¿Y ahora qué sigue?-, dijo César.
-Tiene que haber algo más. Tal vez ya hayamos llegado al final, no lo sé, aún nos falta el nivel terreno, dónde vivían los hombres…
Sin saber la carta, Javier ya sabía lo que venía. Tal vez Luis se había inventado su mentira a la perfección sin darse cuenta. Miró a Carlos, que estaba pensando también en lo mismo, ya que el sabía el siguiente número. Es el 37…
Pero, justo cuando se retiraban a “pensar”, un silbido casi imperceptible llenó la sala durante un segundo, y el grito de dolor fue de Ricardo. Otra trampa se había activado, y su mano derecha había sido atravesada por un cuchillo serrado, de la palma al dorso.

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