Amigos
del Pasado.
Hace tiempo que Daniel no
recordaba las circunstancias que lo habían llevado a pararse en México desde
hacía un poco más de 10 años. El vivía demasiado tranquilo en Boston, buscando
un pretexto con el cual vivir siempre el día a día, a pesar de que su vida era
un maldito basurero. Se miraba en los reflejos de los aparadores de ropa, con
aquel cuerpo joven, delgado, no tan atlético, y la piel blanca, algo cetrina. Y
esas horribles manos, de dedos alargados, y uñas mordidas por los nervios…
Siempre regresaba a la pocilga
que él llamaba su “casa”, y la cual compartía con un montón de mocosos de su
edad, vestidos con harapos. Olía siempre a marihuana, y nunca a café. El café
siempre había sido su delirio y obsesión, pero ahí no había de eso, y el
trabajo en la dulcería del cine no daba para demasiado café. Se sentó en el
diván viejo, lejos del humo de la hierba quemándose, y miró hacía el techo,
buscando en el bolsillo ese nuevo esmalte de uñas, de un color negro
apergaminado.
-¿No tienes nada mejor que
hacer?-, le dijo uno de los muchachos, aguantando la enorme bocanada de humo del
cigarrillo casero de una manera casi sobrehumana.
-El que no tiene nada que hacer
eres tú, Damon. Solamente ahí, aspirando esa cosa que te hace sentirte más
especial, según tú. Prefiero verme bien…
Damon se levantó y tiró de un
manotazo el frasco de esmalte de uñas, manchando el suelo de linóleo de un
negro muy viejo.
-Eso es lo que le pasa a los
idiotas como tu cuando quieren estar en lo más alto, ¿comprendes, basurita?
Ahora, cállate y déjame hacer mis cosas en paz…
Las palabras de Damon y las risas
de todos los demás envueltos en nubes de marihuana quemada, hicieron que Daniel
reaccionara mal. Se levantó del diván, y del bolsillo de su pantalón, sacó una
lima para uñas. Todo pasó tan rápido que nadie pudo haber reaccionado, entre
risas y burlas. Daniel empuñó la lima y la clavó en el cuello de Damon, quién
compuso una mueca de dolor y sorpresa, algo que no se esperaba. Daniel perforó
las arterias con la lima, lo suficiente como para hacerlo con ambas manos.
La sangre se mezcló con el barniz
para uñas en el suelo, y la ropa de Daniel estaba salpicada de ella. Se veían
las manchas de sangre sobre la tela, y algunas gotas escurriendo por su
mejilla, mientras Damon se retorcía por momentos en su agonía final. Todos los
muchachos dejaron caer sus cigarrillos, e incluso una botella de ron se rompió
sobre el suelo.
Olía a sangre, barniz y ron
barato.
-Lárguense de aquí, escóndanse…
Nadie se movió. Solo miraban a
Daniel, y luego al cuerpo de Damon, ya sin vida.
-¡Qué se vayan o los mato!
Todos salieron corriendo, algunos
con un paso más acelerado. Daniel se quedó solo en esa estancia sucia, con olor
a hierba y a muerte. Dejó la lima para las uñas en el cuello de Damon, ya no la
necesitaría. Tenía que hacer algo, algo pronto.
Se limpió las manos en el
fregadero de la pequeña cocina, mientras sus ojos empezaban a ponerse rojos,
aguantando las ganas de llorar. Miró la estancia, y encendió la música en la
pequeña grabadora, a todo volumen. Para ser un aparato viejo y pequeño tenía
muy buena definición. También encendió la televisión, sin buscar un canal en
particular, y también a todo volumen.
Daniel comenzó a buscar entre el
montón de cosas algo que le sirviera.
-Uno de estos idiotas debió dejar
uno al menos… Aquí estas…
Entre sus manos, deslumbraba un
encendedor de plástico amarillo, con algo de líquido aún. Hizo la prueba, con
aquel chasquido de metal, y una pequeña flamita salió a deslumbrar.
Tomó unos pedazos de tela, y los
empapó con el ron sobre el suelo. Después, les encendió fuego, una llamarada
leve y tenue al principio, pero que luego se convirtió en una gigantesca
llamarada.
Daniel salió a tiempo por la
puerta del callejón, esperando que su plan funcionara, y que tarde, muy tarde,
lo descubrieran.
Daniel caminó sin rumbo fijo por
las calles de Boston, viendo a la gente reír. Afortunadamente esa gente no vio
la mancha de sangre bajo su chaqueta, si no, la felicidad se hubiera esfumado.
Ya escuchaba a lo lejos las sirenas de los bomberos, aunque por la altura de
los edificios del centro no podía distinguir el humo de su crimen.
Faltaba media hora para las 11 de
la noche, y el cielo oscuro no le ofrecía ningún escondite asegurado. Siguió
caminando, sin rumbo, sin esperanza de poder enmendar las cosas. Las lágrimas
nunca salieron.
Y recordó que había un lugar al
que podía asistir sin causar tanto escándalo. Se llamaba “El Callejón
Bisexual”. Era un nombre tonto, pero funcionaba para describir aquel lugar. Era
un simple callejón, con la entrada de un bar, en donde se podían dar
encuentros, sexuales o no, de diversa gente, tanto heterosexual, como
homosexual o bisexual, según fuera el caso. El hecho era que todos podían estar
ahí sin hacer nada más que tomar o fumar, y eso podía ser algo divertido.
Daniel encontró el Callejón
Bisexual quince minutos después de las 11, cuando sus pies ya no aguantaban
aquel paso apresurado que llevaba. Fuera, las guirnaldas con focos alumbraban a
los presentes: Un par de lesbianas platicando, con una cerveza en la mano; un
chico y una chica en un encuentro pasional, cual pulpos peleando, y un
solitario, mirando al fondo del callejón, cerca de la puerta del bar, esperando
tal vez una conquista.
-¿Qué tal muchachito? ¿Buscas
algo más que acción…?
Daniel se quedó de piedra, a
medio camino de abrir la puerta del bar. Miró a aquel hombre de mirada lasciva.
-Lo siento. No creo que sea tu
tipo.
Daniel entró al establecimiento,
lleno de mesas, con una barra al fondo. Parecía oscuro, pero era el efecto de
las lámparas rojas. Nadie se percató de la presencia del muchacho, ni siquiera
cuando se sentó en una mesa apartada de todos. Miró sus manos, que temblaban de
los nervios.
-¿Te sirvo algo?-, dijo una bonita
muchacha de senos grandes, con una libreta y una pluma. Daniel la miró.
-Sólo agua. Tengo sed.
La chica frunció el ceño, y se
alejó, caminando pesadamente. Volvió a los diez minutos con el vaso de agua, y
sin más cortesía, Daniel empezó a beber.
La puerta del bar se abrió otra
vez. Era un hombre, no tan alto, muy joven, con cabello corto, barba de
candado, y unos lentes oscuros. Con la mano libre se los quitó, y los puso en
uno de los bolsillos de su gabardina negra. Miró el espacio donde ahora se
encontraba, con total indiferencia, y se encaminó a la mesa donde estaba
Daniel. Como si no le prestara atención, el chico se limitó a tomar su vaso de
agua, y a mirar al techo, nervioso. Si era un agente de la policía, tendría que
afrontar las consecuencias de sus idioteces.
-Este lugar parece perfecto… ¿Puedo
sentarme, no es así?-, dijo el recién llegado. Daniel detectó un acento
extranjero en la voz de aquel sujeto, y no pensó que fuera de la policía, cuyos
miembros tenían un extraño tono de voz a la irlandesa.
-Para nada…
El hombre se sentó, y le pidió a
la misma chica un whisky, del mejor que tuviera. Después, colocó su maletín
sobre la mesa, estirando un poco los dedos de la mano izquierda.
-No pensé que un chico de tu edad
rondara estos lugares. Te ves muy joven…
Daniel miró al hombre más de
cerca. Esa noche no era para tener sexo con un desconocido, y menos en ese
ánimo.
-No soy tan joven como tú crees. Me
llamo Daniel, Daniel Greene…
Los dos intercambiaron saludos de
mano.
-Viktor Kunnel. Vine a cumplir un
pequeño encargo de unos amigos aquí en Boston. No conozco casi a nadie, y pues
la ciudad es enorme…
-¿No eres de por aquí, verdad? Me
refiero al país, eres extranjero.
La chica trajo el whiskey.
-Sí, Alemania. Pasé trabajando
algunos años por mi cuenta, haciendo encargos para investigaciones privadas y
algunas más personales. Es mi primera vez en los Estados Unidos.
Daniel lo miró, pensando qué era
lo que buscaba aquel hombre en Boston. Por su forma de hablar, tan calmada y
calculadora, se imaginaba que podría ser algo más grande que una simple junta
de negocios.
-¿Y qué clase de investigaciones?
Viktor sonrió, todavía con el
borde del vaso de whisky en los labios.
-Se llama ciencia marginal. Casi nadie
la conoce, y esperemos que nadie más se interese en ello, sinceramente. Es una
especie de estudio en donde la ciencia convencional no entra, sólo admite
reglas que no estaban contempladas. La criptozoología, la invisibilidad, los
viajes en el tiempo, combustión espontánea, levitación, poderes mentales…
-Espera, ¿no todas esas cosas son
consideradas como irreales?
Viktor soltó una carcajada, leve
y sincera.
-Sí, todas son irreales, por eso
no pueden demostrarse a través de la ciencia verdadera. Hay cosas tan pequeñas
en el mundo que no se puede decir con exactitud si existen y es ahí donde
entramos nosotros…
Otro sorbo de whisky, y Daniel ya
pensaba que eso era algo extremo de escuchar. Se miró las manos por debajo de
la mesa, y sintió que aquella podría ser la oportunidad de oro…
-Quisiera ver todo lo que haces
para tu trabajo en la ciencia marginal. Digo, si no te molesta.
Viktor dejó el vaso vacío sobre
la mesa, y lo miró, de nuevo, como si hubiesen sido amigos toda la vida.
-Está bien. Solamente quiero advertirte
una cosa. Las cosas que hacemos no son muy bien comprendidas por muchos, y
menos las que yo hago. Es la primera vez que pienso hacer una cosa similar, y
no me llena de agrado, pero es necesario. Y si me permites confesarte algo,
será la primera vez que puedas presenciar algo nuevo, algo que cambiará para
siempre tu comprensión de la vida…
A Daniel le brillaban los ojos. Sentía
que las cosas no podían ir mejor.
-Está bien. ¿Podría pasar la
noche en tu casa o donde te alojes? No tengo a donde ir. No es una proposición
indecorosa, aclaro…
-¡Para nada compañero! No te
preocupes, creo que será mejor que vengas conmigo.
Daniel despertó al otro día, en un
sofá ajeno al suyo, con un techo completamente desconocido. Viktor estaba en la
cocina, preparando unos waffles.
-¿Dónde…?
-No te preocupes, amigo. Es mi
departamento aquí en Boston. Anoche te vi demasiado agotado como para que te
dieras cuenta. Ven a desayunar algo, y luego nos iremos…
Daniel se levantó como pudo, y se
sentó a la mesa, para empezar a comer. No se dio cuenta que la playera, llena
de sangre, se veía con todo su esplendor. Se miró, y cuando se dio cuenta,
trató de escapar.
-No te vayas Daniel. No sé qué
fue lo que hiciste, no me interesa saberlo. Ahora sé que eres una persona muy
parecida a mí. La ciencia que yo manejo nunca se ha hecho así, simplemente. Hay
algo más que se debe sacrificar en pos del conocimiento. Come, ya verás de lo
que hablo…
Daniel regresó a su silla, y
Viktor asintió, con una mirada de orgullo y tranquilidad.
Al filo de las 4 de la tarde,
Daniel y Viktor se acercaron a la avenida principal en Boston. Había más gente
de lo normal en los callejones y calles aledañas, y Daniel se acordó de pronto.
-¡Cómo pude ser tan idiota…!
-¿Qué pasa?-, preguntó Viktor,
cuya mirada no se despegaba del camino que tenía delante.
-Hoy es el Maratón…
Y era cierto, era la fecha
primaveral en la que se efectuaba el maratón, a mediados de abril. Por eso
había mucha gente, pero aún Daniel no entendía de lo que se trataba.
-Es perfecto para nuestro
experimento. Ahora dime, amigo, ¿qué es lo que más marca a las personas en una
sociedad como la nuestra?
-La muerte, ¿quizá?
Los dos habían pasado cerca de un
montón de gente que se dirigía a las gradas colocadas en las acercas de la
avenida. Ya se escuchaban los gritos de algunas personas que empezaban a cruzar
la línea de meta, después de haber recorrido kilómetros corriendo. Viktor y
Daniel llegaron al pie de una escalera de incendios al costado de uno de los
edificios.
-Tenemos que subir…
Daniel se adelantó primero,
aunque Viktor le indicó que no subiera hasta la cima de la escalera. Él subía
más lento, por llevar el maletín.
Se quedaron en uno de los
descansos de la escalera, frente a una ventana cerrada, con las cortinas
puestas. Desde ahí se veía mejor la carrera, y la gente celebrando tras unas
banderas, en las gradas del otro lado.
-La muerte es un punto sin
importancia para los hombres y mujeres, porque todos saben que van a llegar
ahí, de alguna u otra forma. La muerte ni siquiera es un obstáculo… Mira el
punto de allá…-, señaló Viktor, haciendo que Daniel se acercara al barandal de
la escalera. Mientras el muchacho buscaba, Viktor sacó algo del maletín.
-¿Qué hay allá? Solo veo las
gradas y la gente…
-Contratamos a dos chicos del
M.I.T., creo que son hermanos, para que colocaran el aparato que nos hará medir
la reacción de las personas. ¿Ya sabes lo que marca a la gente en nuestra
sociedad?
Daniel no escuchó, pero siguió
mirando. En un momento repentino, Viktor apretó el botón de su mando a
distancia.
La bomba explotó entre las gradas
y con la gente presente. Primero una, luego otra más lejana. El humo se
levantó, y la gente empezó a correr, o al menos la que no estaba herida. Algo había
en las bombas que la gente no alcanzó a reconocer, y que hacía que sus
miembros, heridos o amputados, sangraran por todo el camino. El caos y la
confusión reinaron durante un momento.
-¿Qué diablos hiciste…? ¿Qué había en esas cosas?-, dijo Daniel,
encarando a Viktor, quién empezaba a guardar el mando a distancia en el
maletín.
-Clavos en una olla de presión con explosivos. Sentiste miedo, ¿no es así?
-¡Estoy a punto de cagarme en los
pantalones y tú preguntando eso!
Viktor sonrió.
-Esa era la idea. El miedo es la
fuerza natural que corroe más a la humanidad, pero a veces, hay que hacer
sacrificios para generarlo, modos artificiales para darle rienda suelta a lo
peor en la mente de una persona. Ahora, te recomiendo sentir lo que la gente
sienta, necesito tu empatía para con estos desgraciados…
Mientras caminaban por las
calles, Daniel sintió todo el dolor de aquellas personas en la explosión. Había
helicópteros y patrullas en las calles, pero nadie les dijo nada, nadie los
detuvo. Comenzaron los rumores de ataques terroristas, de que cerrarían el
centro de la ciudad, o de que incluso habría un éxodo masivo. Miró a Viktor,
desde la espalda, y comprendió que no tenía opción más que seguirlo.
El pensamiento de Daniel regresó
de nuevo al presente, mirando a lo lejos el Palacio de Bellas Artes en llamas,
con el caos de las personas allá abajo, en el suelo, corriendo. Ahora él era el
que sostenía el control, con aquellos dedos rematados en uñas de metal, que se
había puesto un año después de haber dejado Boston. Las amaba, y le recordaban
lo que había pasado. Eran el miedo mismo de la gente que había caído en ellas,
todas aquellas gargantas cortadas y todos los vientres desgarrados.
Miró fijamente el fuego que su
bomba había comenzado, y pensó que vendrían más como esa.
-Ahora me tocó a mí, maldito
desgraciado…
3 comentarios:
Extraordinario amigo, me encantó, hasta ahorita lo pude leer pero lo supiste llevar muy bien, ME ENCANTÓ :)
Excelente, te felicito, estupendamente bien. =)
Muchas gracias, ahí vamos poco a poco enfilándose al final, algo que jamás había escrito :D
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