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viernes, 8 de julio de 2016

Nuestros Nuevos Miedos: La Tienda. Cuento 14.

Cuento 14: Run Boy Run (Woodkid, 2013). https://www.youtube.com/watch?v=lmc21V-zBq0



Al día siguiente, nadie había notado la presencia de una nueva vendedora en la farmacia. “Otra chica”, dijeron algunos, pero nada más. No hubo preguntas, ni saludos afectuosos. Simplemente ahí estaba, una presencia más en aquel lugar. Al menos, María estaba tranquila con su disfraz: no había nadie de su época que la recordara. Tal vez si algún cliente de años la visitase y la viera bien, ni siquiera la recordaría.
Todo el día pasó ella escondida, hasta que llegó la noche. Los vendedores que quedaban iban haciendo sus cortes de caja, y entregando el dinero para ir a sus casas. Uno de los que quedaban era Julián, quién se había distraído por algo que había visto en el suelo de su departamento. Discretamente escondida, había una mancha junto a la vitrina de las bocinas. Una mancha café, ya sucia, pero que conservaba el aroma indiscutible.
-Sangre…-, susurró el muchacho, tocando la mancha. Hacía ya días que no había bebido su jugo especial, porque escaseaba la materia prima. Hace mucho que no se concentraba en conquistar personas para llevarlas a casa, porque estaba distraído.
Tenía hambre.
Casi frente a él, Susana, la chica de Tabacos, ya había acabado de hacer su corte. Esperaba sólo la firma del gerente para salir, y que algún miembro de Seguridad revisara sus valores para entregarlos. Desde lejos, a la chica se le podía ver, a través de la cortina de cabello, su vena, palpitante, llena de aquel líquido que todo lo cambiaba…
Julián no iba a esperar mucho tiempo para volver a probar el dulce sabor de la sangre.

Susana entregó al final sus valores, pues no tenía prisa de irse tan rápido a casa. la chica de la caja general, llamada Ivette, incluso le hizo algunas bromas y platicaron un poco. Ya no había nadie más con quien compartir los últimos chismes.
Saliendo de caja, caminando por el pasillo, Susana escuchó un ruido, como de quien tira una caja o algo al suelo. No había nadie. Ni siquiera la gente de restaurante que se quedaba hasta más tarde, haciendo ruido mientras lavaban los platos o limpiaban las cocinas.
-¿Hola?-, dijo la muchacha. Pero nadie le contestó.
Le quitó importancia, y empezó a bajar las escaleras directo al andén de salida. Al llegar antes de la mitad, vio la sombra de alguien, antes de doblar la esquina al siguiente tramo de escaleras.
Susana vio la sombra de aquel desconocido, que desde aquella distancia se distinguía que era un hombre. Vio que de algún bolsillo en su pantalón sacaba algo, algo largo que se reflejaba en la pared. Era un cuchillo. La chica no pudo reprimirse, y soltó un gritito, suficientemente fuerte como para que aquel sujeto la escuchara, girara la cabeza y empezara a subir las escaleras, directamente hacía ella.
Sin otra opción que volver a subir, Susana empezó su carrera directamente hacia arriba, sin importarle si sus tacones resonaban en todo el lugar. Aquel loco ya estaba a punto de alcanzarla, y cuando sintió al fin su presencia tras de ella, se volteó para soltarle una patada con la zapatilla. Acertó en la espinilla, mientras Julián se retorcía de dolor, agarrándose la pierna, sin soltar en ningún momento el cuchillo.
-¡Maldita perra…! ¡Ven aquí, estúpida!
Susana echó a correr, tropezando unas cuantas veces con los escalones, hasta que llegó al pasillo. Ahí, chocó de frente con Ivette, quién ya tenía su bolsa y su chaqueta en la mano, y quién se sorprendió con la otra muchacha, quién estaba pálida y asustada.
-¿Pero qué pasó?
Susana tardó en contestar, presa del pánico. Volteó para asegurarse de que Julián no la seguía, pero nadie subió por las escaleras. Tomando aliento, la chica empezó a hablar.
-Julián está… ahí abajo… ¡va a matarme!
Ivette se quedó pasmada, con los ojos abiertos, tratando de entender lo que Susana estaba diciendo.
-No, no, a ver… ¿Julián quiso matarte?
-¡Sí! Le acabo de golpear allá abajo, en las escaleras. Va a venir y…
-Tranquila, ya estás aquí. Tal vez me escuchó hablar y por eso no ha venido. Ven, te acompaño con alguien para que nos ayude.
Ivette tomó del brazo a Susana, quién temblaba de miedo. Pero en vez de dirigirla hacía la tienda o las oficinas, la empujó de nuevo a las escaleras. Susana cayó de espaldas, dando unas tres vueltas, con los escalones haciéndole daño cada vez que bajaba, y al final, quedando en una de las intersecciones de los tramos de escaleras. Como pudo, empezó a darse la vuelta para quedar de espaldas, y ahí estaba Julián, mirándola desde arriba, con el cuchillo aún en su mano.
-¡Buen provecho!-, dijo Ivette desde arriba, mirando al vacío.
Julián se agachó, tomó el cuchillo aún con más fuerza, y lo clavó justo debajo del brazo, cerca del pecho, atravesando el corazón. Al sacarlo, la sangre empezó a salir, como si se tratara de un manantial. Susana no podía gritar: el dolor se lo impedía. Poco a poco, la vida se le fue apagando, y Julián sólo hacía una cosa: beber directamente del chorro de sangre, desperdiciando bastante en el proceso, dejando que se escurriera en el suelo, y manchara su ropa.
Ivette bajó algunos escalones, sólo para corroborar que la muchacha ya estaba muerta, y el otro satisfecho.
-¿Te ayudé bien? ¿Eso era lo que querías? Espero que sí. Ahora déjame en paz, ya tuve suficiente de esto…
Julián se le adelantó, antes de que ella pudiese bajar más escalones, y la tomó fuerte del brazo.
-Te voy a decir una cosa, maldita. Accedí a no matarte a cambio de que me ayudaras a conseguir una presa más accesible. Ya probé su sangre, pero aún no estoy satisfecho del todo. O me ayudas a esconderla, o tendré que seguir contigo, ¿entendiste?
Ivette asintió, asustada, y se soltó de un jalón de los dedos manchados de sangre de aquel muchacho. Como pudieron, entre los dos cargaron con el cuerpo de Susana y lo subieron al pasillo.
-¿Y dónde lo vas a esconder, genio?-, dijo ella sarcásticamente.
-Hay un lugar donde, estoy seguro, el muchacho ese que atiende la farmacia guarda cosas que nadie debería de ver. Ahí esconde sus cuerpos, los de los clientes a quienes asesina. Una vez lo vi, sólo una vez, y desde ahí todo parece normal. Por eso me gusta beber la sangre. Si a él le da la vida que tiene, ¿por qué a mí no?
Siguieron cargando el cuerpo, y mientras el pasillo estaba abierto, y la tienda accesible, los dos entraron con sigilo, escondiéndose de vez en cuando en las estanterías de los libros y tras las vitrinas. Ni el gerente ni los de seguridad parecían estar ahí. Nadie más vigilaba las cámaras en la noche.
Con mucho esfuerzo, lograron llegar hasta la farmacia, dónde Ivette, que ya no podía más, dejó caer sin querer el cuerpo de la otra muchacha, haciendo que su cabeza chocase contra el suelo.
-Lo siento.
Julián la miró, pero no dijo nada.
-No importa. Deja abro la puerta y luego la ponemos ahí. Será su problema después.
El muchacho dejó el cuerpo en el suelo, y caminó hasta la puerta de la rebotica, pero alguien más ya estaba ahí. Una muchacha de largo cabello negro lo miraba. Llevaba la bata del personal de la farmacia, y se veía bastante pálida, incluso para una mujer viva.
-Oh, creo que tenemos un problema-, dijo Julián, sin dejar de mirar a la chica, mientras llamaba la atención de Ivette, quién se acercó para ver lo que estaba pasando.
-¿Crees que nos haya visto?
La muchacha contestó a la pregunta de Ivette.
-Obviamente que los vi. Pero no diré nada: no se preocupen.
-¿Y el chico de la farmacia?-, preguntó Julián, limpiándose la sangre y el sudor de la frente con la manga de su saco.
-Está durmiendo. Se supone que no puede. Pero me dejó aquí, vigilando. ¿Qué se supone que van a hacer con ella?-, dijo la chica, señalando el cuerpo.
-Bueno, queríamos ver si podemos dejarla en el cuarto. Ahí es donde esconden todo, ¿no?
-Así no funciona, Julián-, dijo el chico de la farmacia, quién parecía haber estado ahí siempre, escuchando escondido.
El asesino sonrió nervioso, y hasta Ivette estaba tensa, mirando a aquel curioso muchacho acercarse hasta su compañera, quién no sonrió ni dijo nada.
-Escucha… Tenemos que esconder el cuerpo de la muchacha, si no…
-¿Si no qué? Tú la mataste, tú hazte cargo de ella. Yo no lo hice. No puedes dejarla ahí abajo.
Julián se estaba enojando, y se le notaba, con su vena roja palpitando en la frente.
-Eres un mal agradecido. Yo guardé tu secreto y así me pagas…
El chico de la farmacia sonrió, con verdadera satisfacción, sin siquiera entender lo que era eso que sentía al hacerlo.
-No. Tú viste por accidente lo que yo hacía hace tiempo, y te quedaste callado por miedo. Intentaste hacer lo mismo, y no te ha resultado, por lo que veo. Siempre tienes más y más sed. Además, no creo que a tu compañera le haga bien lo que acabas de hacer con ella.
Detrás de Julián estaba Susana, de pie, como irreal, pálida, con golpes en el cuerpo y sangre en la ropa. Era un fantasma, el recuerdo de su horrible muerte, de pie frente a su cuerpo real, muerto.
-¿Qué fue lo que me hiciste?-, dijo el fantasma de Susana, componiendo un rostro amargo, de dolor y de enojo. Julián palideció, e Ivette dio unos cuantos pasos hacia atrás.
-Yo… tenía hambre, muchísima. No tienes idea de lo que es no tomar sangre después de mucho tiempo…-, decía Julián, con la voz entrecortada y con las manos temblorosas.
Sin que nadie lo viera, el chico de la farmacia abrió la puerta de la rebotica, e instantáneamente se escuchó el silbido de muchas alas, de insectos que volaban enloquecidos en el fondo del pozo.
-Mira, María, lo que pasa cuando los seres humanos no respetan las fuerzas que nunca llegarán a comprender-, dijo el chico, mientras María observaba a distancia lo que estaba pasando.
Del pozo profundo, empezaron a escucharse más y más aleteos, y en un instante, millones de escarabajos de color café y rojo sobrevolaban el lugar, metiéndose entre los productos de la tienda, y posándose en las paredes. Eran un enorme torbellino de alas, patas y antenas, que silbaban sin pausa, cada vez más fuerte.
Julián vio aquella enorme nube de insectos que se cernía sobre la farmacia, y poco tiempo le dio para correr. Los animales le empujaron de espaldas contra una de las vitrinas de la farmacia, y rompiendo el cristal, el cuerpo de Julián empezó a ser devorado vivo por millones de bocas, de insectos con afilados dientes que buscaban ansiosamente carne y sangre.
Entre los gritos de agonía de Julián y el silbido de los insectos, Ivette soltó un grito agudo, y echó a correr de regreso al pasillo, tropezando con el cuerpo de Susana, cayendo de boca cerca de su cara, con aquel rictus de muerte eterno.
-Échenla al pozo-, dijo el chico de la farmacia, mientras María y el fantasma de Susana se acercaban a Ivette, quién se levantó demasiado tarde, mientras las manos de dos muertas la aferraban fuerte de los brazos, jalándola hacía la puerta abierta. Los insectos aún no terminaban de comer, e Ivette aún podía ver el cuerpo de Julián, que poco a poco se iba degradando a huesos.
-¡Déjenme ir, por favor! ¡YO NO HICE NADA!
Nadie dijo nada, ni tampoco se compadecieron de ella. Ivette vio el fondo del pozo, aquel lugar sin fondo, donde se escuchaban lamentos, gritos de gente que habían sido arrojadas ahí desde hacía años, para jamás salir.
-Vas a tener el horrible honor de ser la primera persona que cae aquí sin heridas, y con su vida íntegra. Adiós, Ivette…
Las chicas arrojaron a la mujer hacía el pozo, escuchando su agudo grito al ir cayendo, apagándose más y más, hasta escuchar el golpe en el fondo.
Cuando los insectos terminaron de comer, y la puerta estuvo cerrada, el chico de la farmacia se llevó el cuerpo de Susana también al pozo. Su fantasma miró aquel acto como algo definitivo, algo con lo que poder descansar. Sonrió, le sonrió a los dos presentes, y no dijo nada. Desapareció en una nube blanca, que se desvaneció en el aire.
-Tenemos que dormir, María. Mañana regresa tu amado. Le vas a dar una gran sorpresa…
Ella sonrió, sin ganas, y se quedó sentada ahí, quieta, en el suelo de uno de los pasillos de medicamentos, sin hacer ruido, sin que nadie la notara.

Raymundo Pérez, el gerente más joven de la tienda, aún estaba revisando la tienda cuando llegó a la farmacia. No había nada raro ahí, nada que mereciera hacer un reporte al otro día. Todo estaba en orden, limpio, como siempre.
Su celular empezó a sonar. Lo sacó del bolsillo del saco. En la pantalla se leían dos letras: J.H.
-Jefa, buenas noches-, dijo Raymundo, contestando lo más natural posible.
Una voz de mujer, seria y muy potente, se escuchó del otro lado.
-Mañana voy a hablar con usted urgentemente. Lo que pasó con la muchacha de Óptica no se va a quedar así. Necesito respuestas y usted me las va a dar, Raymundo. Descanse…
La mujer colgó el teléfono y Raymundo tragó saliva. En sus pensamientos, en sus diversas imágenes mentales, aparecían más resplandecientes dos frases, sobre todo lo demás.
Mañana va a venir la Distrital. Estoy en problemas.

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