Cuento 14: Run Boy Run
(Woodkid, 2013). https://www.youtube.com/watch?v=lmc21V-zBq0
Al
día siguiente, nadie había notado la presencia de una nueva vendedora en la
farmacia. “Otra chica”, dijeron algunos, pero nada más. No hubo preguntas, ni
saludos afectuosos. Simplemente ahí estaba, una presencia más en aquel lugar.
Al menos, María estaba tranquila con su disfraz: no había nadie de su época que
la recordara. Tal vez si algún cliente de años la visitase y la viera bien, ni
siquiera la recordaría.
Todo
el día pasó ella escondida, hasta que llegó la noche. Los vendedores que
quedaban iban haciendo sus cortes de caja, y entregando el dinero para ir a sus
casas. Uno de los que quedaban era Julián, quién se había distraído por algo
que había visto en el suelo de su departamento. Discretamente escondida, había
una mancha junto a la vitrina de las bocinas. Una mancha café, ya sucia, pero
que conservaba el aroma indiscutible.
-Sangre…-,
susurró el muchacho, tocando la mancha. Hacía ya días que no había bebido su
jugo especial, porque escaseaba la materia prima. Hace mucho que no se
concentraba en conquistar personas para llevarlas a casa, porque estaba
distraído.
Tenía
hambre.
Casi
frente a él, Susana, la chica de Tabacos, ya había acabado de hacer su corte.
Esperaba sólo la firma del gerente para salir, y que algún miembro de Seguridad
revisara sus valores para entregarlos. Desde lejos, a la chica se le podía ver,
a través de la cortina de cabello, su vena, palpitante, llena de aquel líquido
que todo lo cambiaba…
Julián
no iba a esperar mucho tiempo para volver a probar el dulce sabor de la sangre.
Susana
entregó al final sus valores, pues no tenía prisa de irse tan rápido a casa. la
chica de la caja general, llamada Ivette, incluso le hizo algunas bromas y
platicaron un poco. Ya no había nadie más con quien compartir los últimos
chismes.
Saliendo
de caja, caminando por el pasillo, Susana escuchó un ruido, como de quien tira
una caja o algo al suelo. No había nadie. Ni siquiera la gente de restaurante
que se quedaba hasta más tarde, haciendo ruido mientras lavaban los platos o
limpiaban las cocinas.
-¿Hola?-,
dijo la muchacha. Pero nadie le contestó.
Le
quitó importancia, y empezó a bajar las escaleras directo al andén de salida.
Al llegar antes de la mitad, vio la sombra de alguien, antes de doblar la
esquina al siguiente tramo de escaleras.
Susana
vio la sombra de aquel desconocido, que desde aquella distancia se distinguía
que era un hombre. Vio que de algún bolsillo en su pantalón sacaba algo, algo
largo que se reflejaba en la pared. Era un cuchillo. La chica no pudo
reprimirse, y soltó un gritito, suficientemente fuerte como para que aquel
sujeto la escuchara, girara la cabeza y empezara a subir las escaleras,
directamente hacía ella.
Sin
otra opción que volver a subir, Susana empezó su carrera directamente hacia
arriba, sin importarle si sus tacones resonaban en todo el lugar. Aquel loco ya
estaba a punto de alcanzarla, y cuando sintió al fin su presencia tras de ella,
se volteó para soltarle una patada con la zapatilla. Acertó en la espinilla,
mientras Julián se retorcía de dolor, agarrándose la pierna, sin soltar en
ningún momento el cuchillo.
-¡Maldita
perra…! ¡Ven aquí, estúpida!
Susana
echó a correr, tropezando unas cuantas veces con los escalones, hasta que llegó
al pasillo. Ahí, chocó de frente con Ivette, quién ya tenía su bolsa y su
chaqueta en la mano, y quién se sorprendió con la otra muchacha, quién estaba
pálida y asustada.
-¿Pero
qué pasó?
Susana
tardó en contestar, presa del pánico. Volteó para asegurarse de que Julián no
la seguía, pero nadie subió por las escaleras. Tomando aliento, la chica empezó
a hablar.
-Julián
está… ahí abajo… ¡va a matarme!
Ivette
se quedó pasmada, con los ojos abiertos, tratando de entender lo que Susana
estaba diciendo.
-No,
no, a ver… ¿Julián quiso matarte?
-¡Sí!
Le acabo de golpear allá abajo, en las escaleras. Va a venir y…
-Tranquila,
ya estás aquí. Tal vez me escuchó hablar y por eso no ha venido. Ven, te
acompaño con alguien para que nos ayude.
Ivette
tomó del brazo a Susana, quién temblaba de miedo. Pero en vez de dirigirla
hacía la tienda o las oficinas, la empujó de nuevo a las escaleras. Susana cayó
de espaldas, dando unas tres vueltas, con los escalones haciéndole daño cada
vez que bajaba, y al final, quedando en una de las intersecciones de los tramos
de escaleras. Como pudo, empezó a darse la vuelta para quedar de espaldas, y
ahí estaba Julián, mirándola desde arriba, con el cuchillo aún en su mano.
-¡Buen
provecho!-, dijo Ivette desde arriba, mirando al vacío.
Julián
se agachó, tomó el cuchillo aún con más fuerza, y lo clavó justo debajo del
brazo, cerca del pecho, atravesando el corazón. Al sacarlo, la sangre empezó a
salir, como si se tratara de un manantial. Susana no podía gritar: el dolor se
lo impedía. Poco a poco, la vida se le fue apagando, y Julián sólo hacía una
cosa: beber directamente del chorro de sangre, desperdiciando bastante en el
proceso, dejando que se escurriera en el suelo, y manchara su ropa.
Ivette
bajó algunos escalones, sólo para corroborar que la muchacha ya estaba muerta,
y el otro satisfecho.
-¿Te
ayudé bien? ¿Eso era lo que querías? Espero que sí. Ahora déjame en paz, ya
tuve suficiente de esto…
Julián
se le adelantó, antes de que ella pudiese bajar más escalones, y la tomó fuerte
del brazo.
-Te
voy a decir una cosa, maldita. Accedí a no matarte a cambio de que me ayudaras
a conseguir una presa más accesible. Ya probé su sangre, pero aún no estoy
satisfecho del todo. O me ayudas a esconderla, o tendré que seguir contigo,
¿entendiste?
Ivette
asintió, asustada, y se soltó de un jalón de los dedos manchados de sangre de
aquel muchacho. Como pudieron, entre los dos cargaron con el cuerpo de Susana y
lo subieron al pasillo.
-¿Y
dónde lo vas a esconder, genio?-, dijo ella sarcásticamente.
-Hay
un lugar donde, estoy seguro, el muchacho ese que atiende la farmacia guarda
cosas que nadie debería de ver. Ahí esconde sus cuerpos, los de los clientes a
quienes asesina. Una vez lo vi, sólo una vez, y desde ahí todo parece normal.
Por eso me gusta beber la sangre. Si a él le da la vida que tiene, ¿por qué a
mí no?
Siguieron
cargando el cuerpo, y mientras el pasillo estaba abierto, y la tienda
accesible, los dos entraron con sigilo, escondiéndose de vez en cuando en las
estanterías de los libros y tras las vitrinas. Ni el gerente ni los de
seguridad parecían estar ahí. Nadie más vigilaba las cámaras en la noche.
Con
mucho esfuerzo, lograron llegar hasta la farmacia, dónde Ivette, que ya no
podía más, dejó caer sin querer el cuerpo de la otra muchacha, haciendo que su
cabeza chocase contra el suelo.
-Lo
siento.
Julián
la miró, pero no dijo nada.
-No
importa. Deja abro la puerta y luego la ponemos ahí. Será su problema después.
El
muchacho dejó el cuerpo en el suelo, y caminó hasta la puerta de la rebotica,
pero alguien más ya estaba ahí. Una muchacha de largo cabello negro lo miraba.
Llevaba la bata del personal de la farmacia, y se veía bastante pálida, incluso
para una mujer viva.
-Oh,
creo que tenemos un problema-, dijo Julián, sin dejar de mirar a la chica,
mientras llamaba la atención de Ivette, quién se acercó para ver lo que estaba
pasando.
-¿Crees
que nos haya visto?
La
muchacha contestó a la pregunta de Ivette.
-Obviamente
que los vi. Pero no diré nada: no se preocupen.
-¿Y
el chico de la farmacia?-, preguntó Julián, limpiándose la sangre y el sudor de
la frente con la manga de su saco.
-Está
durmiendo. Se supone que no puede. Pero me dejó aquí, vigilando. ¿Qué se supone
que van a hacer con ella?-, dijo la chica, señalando el cuerpo.
-Bueno,
queríamos ver si podemos dejarla en el cuarto. Ahí es donde esconden todo, ¿no?
-Así
no funciona, Julián-, dijo el chico de la farmacia, quién parecía haber estado
ahí siempre, escuchando escondido.
El
asesino sonrió nervioso, y hasta Ivette estaba tensa, mirando a aquel curioso
muchacho acercarse hasta su compañera, quién no sonrió ni dijo nada.
-Escucha…
Tenemos que esconder el cuerpo de la muchacha, si no…
-¿Si
no qué? Tú la mataste, tú hazte cargo de ella. Yo no lo hice. No puedes dejarla
ahí abajo.
Julián
se estaba enojando, y se le notaba, con su vena roja palpitando en la frente.
-Eres
un mal agradecido. Yo guardé tu secreto y así me pagas…
El
chico de la farmacia sonrió, con verdadera satisfacción, sin siquiera entender
lo que era eso que sentía al hacerlo.
-No.
Tú viste por accidente lo que yo hacía hace tiempo, y te quedaste callado por
miedo. Intentaste hacer lo mismo, y no te ha resultado, por lo que veo. Siempre
tienes más y más sed. Además, no creo que a tu compañera le haga bien lo que
acabas de hacer con ella.
Detrás
de Julián estaba Susana, de pie, como irreal, pálida, con golpes en el cuerpo y
sangre en la ropa. Era un fantasma, el recuerdo de su horrible muerte, de pie
frente a su cuerpo real, muerto.
-¿Qué
fue lo que me hiciste?-, dijo el fantasma de Susana, componiendo un rostro
amargo, de dolor y de enojo. Julián palideció, e Ivette dio unos cuantos pasos
hacia atrás.
-Yo…
tenía hambre, muchísima. No tienes idea de lo que es no tomar sangre después de
mucho tiempo…-, decía Julián, con la voz entrecortada y con las manos
temblorosas.
Sin
que nadie lo viera, el chico de la farmacia abrió la puerta de la rebotica, e
instantáneamente se escuchó el silbido de muchas alas, de insectos que volaban
enloquecidos en el fondo del pozo.
-Mira,
María, lo que pasa cuando los seres humanos no respetan las fuerzas que nunca
llegarán a comprender-, dijo el chico, mientras María observaba a distancia lo
que estaba pasando.
Del
pozo profundo, empezaron a escucharse más y más aleteos, y en un instante,
millones de escarabajos de color café y rojo sobrevolaban el lugar, metiéndose
entre los productos de la tienda, y posándose en las paredes. Eran un enorme
torbellino de alas, patas y antenas, que silbaban sin pausa, cada vez más
fuerte.
Julián
vio aquella enorme nube de insectos que se cernía sobre la farmacia, y poco
tiempo le dio para correr. Los animales le empujaron de espaldas contra una de
las vitrinas de la farmacia, y rompiendo el cristal, el cuerpo de Julián empezó
a ser devorado vivo por millones de bocas, de insectos con afilados dientes que
buscaban ansiosamente carne y sangre.
Entre
los gritos de agonía de Julián y el silbido de los insectos, Ivette soltó un
grito agudo, y echó a correr de regreso al pasillo, tropezando con el cuerpo de
Susana, cayendo de boca cerca de su cara, con aquel rictus de muerte eterno.
-Échenla
al pozo-, dijo el chico de la farmacia, mientras María y el fantasma de Susana
se acercaban a Ivette, quién se levantó demasiado tarde, mientras las manos de
dos muertas la aferraban fuerte de los brazos, jalándola hacía la puerta
abierta. Los insectos aún no terminaban de comer, e Ivette aún podía ver el
cuerpo de Julián, que poco a poco se iba degradando a huesos.
-¡Déjenme
ir, por favor! ¡YO NO HICE NADA!
Nadie
dijo nada, ni tampoco se compadecieron de ella. Ivette vio el fondo del pozo,
aquel lugar sin fondo, donde se escuchaban lamentos, gritos de gente que habían
sido arrojadas ahí desde hacía años, para jamás salir.
-Vas
a tener el horrible honor de ser la primera persona que cae aquí sin heridas, y
con su vida íntegra. Adiós, Ivette…
Las
chicas arrojaron a la mujer hacía el pozo, escuchando su agudo grito al ir
cayendo, apagándose más y más, hasta escuchar el golpe en el fondo.
Cuando
los insectos terminaron de comer, y la puerta estuvo cerrada, el chico de la
farmacia se llevó el cuerpo de Susana también al pozo. Su fantasma miró aquel
acto como algo definitivo, algo con lo que poder descansar. Sonrió, le sonrió a
los dos presentes, y no dijo nada. Desapareció en una nube blanca, que se
desvaneció en el aire.
-Tenemos
que dormir, María. Mañana regresa tu amado. Le vas a dar una gran sorpresa…
Ella
sonrió, sin ganas, y se quedó sentada ahí, quieta, en el suelo de uno de los
pasillos de medicamentos, sin hacer ruido, sin que nadie la notara.
Raymundo
Pérez, el gerente más joven de la tienda, aún estaba revisando la tienda cuando
llegó a la farmacia. No había nada raro ahí, nada que mereciera hacer un
reporte al otro día. Todo estaba en orden, limpio, como siempre.
Su
celular empezó a sonar. Lo sacó del bolsillo del saco. En la pantalla se leían
dos letras: J.H.
-Jefa,
buenas noches-, dijo Raymundo, contestando lo más natural posible.
Una
voz de mujer, seria y muy potente, se escuchó del otro lado.
-Mañana voy a hablar con usted urgentemente.
Lo que pasó con la muchacha de Óptica no se va a quedar así. Necesito
respuestas y usted me las va a dar, Raymundo. Descanse…
La
mujer colgó el teléfono y Raymundo tragó saliva. En sus pensamientos, en sus
diversas imágenes mentales, aparecían más resplandecientes dos frases, sobre
todo lo demás.
Mañana va a venir la Distrital. Estoy en problemas.
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