Cuento 12: Velo de
Novia (Hello Seahorse!, 2010). https://www.youtube.com/watch?v=WHeICN8Nxnk
Una
semana había pasado, sin que los horrores se desataran en la tienda. Aún así,
los vendedores estaban ansiosos. Nadie sabía nada de Miguel ni del monitorista
de la noche. Aún así, sabiendo que algo andaba mal, nadie decía nada. Todos
seguían trabajando normalmente.
Una
tarde lluviosa alguien llegó al departamento de Óptica, buscando un examen de
la vista, los cuales se hacían gratis, y con los aparatos más sofisticados. La
responsable del departamento se llamaba Dolores, pero todos sus compañeros y
amigos le decían Lola. Era una mujer de estatura media, de cabello muy largo y
negro, veteado con algunas canas. Siempre iba muy elegante, con su falda, sus
tacones y su bata, impecable y con el nombre de la tienda bordado a un costado.
Lola
era una mujer muy amable, de voz profunda y siempre enfocada a su trabajo, no
seria, pero sí muy divertida cuando se lo proponía. Aquella tarde, en la hora
de la comida, Lola no tenía con quién hablar. Sin embargo, esperaba a que sus
compañeros regresaran, atendiendo a todo cliente que se acercara a los
departamentos más cercanos. Hasta que nadie más llegara, ella no podría ir a
comer.
Los
clientes se fueron, y la tienda quedó vacía, a excepción de la presencia
constante de la música, y de los miembros de seguridad, vigilando todo a su
alrededor.
Fue
cuando entró aquella mujer a la tienda. Lola la vio acercarse hasta el
mostrador de la Óptica. Nunca había visto a alguien así: vestida elegantemente
con un abrigo blanco, unas zapatillas acorde al color y falda negra. Iba bien
peinada, con un enorme chongo en su cabello negro, y caireles cayéndole a los
hombros. Sin embargo, pese a la gallardía de la mujer y de su elegancia tanto
al vestir como al caminar, aquella dama estaba triste. Y se le notaba en los
ojos.
Lola
era experta en miradas: podía apreciar los sentimientos de la gente con tan
sólo mirarles directamente. No importaba si los ojos eran grises o azules,
pequeños o grandes, rasgados o muy abiertos, ella distinguía cosas que ninguno
más podría, incluyendo claro está los trastornos y enfermedades comunes. Sabía
cuando una persona estaba triste por lo apagado de su iris, o cuando estaba
feliz porque sus ojos brillaban, como si quisieran llorar y expresar lo mejor
de sus corazones. Aún así, era demasiado discreta: jamás preguntaba. Sólo
observaba, fijamente, y dentro, su corazón sonreía, o también lloraba.
La
mirada de aquella mujer era de tristeza extrema, como si algo la lastimara en
serio, o como si hubiese perdido a alguien recientemente.
-Buenas
tardes señorita. ¿En qué puedo ayudarla?-, dijo Lola, preguntando de manera
profesional, aunque imprimiendo un poco de su empatía en cada palabra. La mujer
sonrió un poco, cambiando de brazo su bolso.
-Me
he sentido con la vista un poco cansada, y quisiera descartar cualquier cosa.
¿Qué puedo hacer?
-No
se preocupe, señorita. Le puedo hacer su examen gratis, y podemos descartar
cosas. Tal vez solo sea la vista cansada, por lo que me dice. Acompáñeme.
Lola
llevó a la mujer al cuarto al fondo de la Óptica, donde hacía los exámenes con
una máquina extraña, la cual colgaba de un soporte, directamente sobre una
silla de dentista. La mujer dejó su bolso en una silla desocupada, y sin
quitarse el abrigo, se recostó en la silla. Lola manipuló el aparato, lleno de
lentes de diferentes graduaciones, y lo colocó sobre el rostro de la mujer,
para empezar a medir las graduaciones que necesitaba para ver las letras que
estaban sobre la pared, en el clásico poster con letras mayúsculas que iban
descendiendo en tamaño.
-E…
C… F… M… M…-, decía la mujer, mientras Lola señalaba con una regla las letras
en la pared. Después de eso, la optometrista quitó el aparato del rostro de la
mujer, quién miraba aún hacía la pared, relajada, sin decir nada.
-Lo
que puedo ver es que ve con naturalidad las letras, pero tarda un poco en
distinguirlas, y en decírmelas también. Pienso que puede ser vista cansada
solamente, y no tendríamos que hacer unos lentes tan complicados para su condi…
Lola
se quedó pasmada, al ver el rostro de aquella mujer, que indudablemente estaba
sufriendo. Sus ojos ahora estaban rojos, con el brillo sutil de las lágrimas a
punto de caer sobre su regazo y sus mejillas.
-¿Sucede
algo, señorita?
La
mujer soltó a llorar. De sus ojos cayeron las lágrimas más amargas que Lola
jamás había visto, ni en sus amigos ni en su familia.
-Ay
Dios, permítame por favor, tranquila…
Lola
sacó del bolsillo de la bata un pañuelo y se lo ofreció a la mujer. Esta lo
tomó con ambas manos, para secarse las lágrimas de los ojos y limpiarse el
maquillaje, que se había corrido con la humedad.
-¿Puedo
ayudarle señorita?
La
mujer seguía sollozando, y negó con la cabeza, sin quitarse de los ojos el
pañuelo.
-No
puede, nadie puede. Treinta años he estado aquí… No puedo salir, ¿sabe?
Lola
no entendía nada.
-Podría
ayudarla si tiene problemas en su casa, o si alguien la está acosando…
La
mujer se quitó el pañuelo de la cara. No había maquillaje corrido en el papel,
y tampoco lágrimas. Era sangre. Sus ojos manaban sangre…
-¡Nadie
puede, nadie! ¡Él me mató…!
Las
luces del lugar empezaron a parpadear, y Lola perdió el equilibrio,
palideciendo y aguantando el grito en su garganta. Su pie tropezó con el otro y
su espalda golpeó la pared donde estaba el poster de las letras. Cuando las
luces dejaron de parpadear, la mujer ya no estaba. Su bolso había desaparecido,
y el aroma de su perfume tampoco podía sentirse.
De
pronto, Lola sintió el aliento de alguien a su lado, como si le respirara
directamente en el oído derecho. Cerró los ojos: alguien había visto a aquella
cosa a través de la puerta, y estaba ahí para ayudarla.
Pero
al voltear, no había más que un rostro aterrador en la pared, saliendo desde
dentro, como si hubiese estado ahí todo el tiempo. Sus ojos eran negros,
completamente oscuros, como si estuvieran llenos de petróleo. Distinguió aquel
rostro orgulloso y hermoso que había atendido hacía apenas minutos.
-Él me mató…-, decía el rostro, como si
quisiera salir de la pared, haciendo un esfuerzo incontenible. Lola estaba
demasiado aterrada para moverse. Habló despacio.
-¿Quién
te mató?
El
rostro empezó a arrastrarse sobre la pared, guiando a la mujer hacía la salida
del cuarto, hacía la tienda. Lola trataba de seguirlo, a distancia y
discretamente. El rostro podía seguirse viendo incluso con la intensa luz de la
tienda, a través de las vitrinas que sostenían los armazones que ella vendía.
Entonces, desde el suelo, e incluso en el techo, se dejaron ver más rostros.
Mujeres y hombres, algunos niños. Todos sufriendo, todos tratando de salir de
ahí.
-¿Quiénes
son ellos?-, decía Lola, con la voz temblorosa, y los ojos a punto de salir de
sus cuencas. El rostro de la mujer le miró, y luego apuntó con sus siniestros y
muertos ojos negros hacía el otro extremo de la tienda.
-Nos saca la sangre, nos deja vacíos, nos
hace daño, y desaparece nuestros cuerpos marchitos. Es él, el que está en la
farmacia… ¡Es él!
Lola
no podía creer las palabras de aquel espectro. El chico de la farmacia siempre
había sido agradable, desde que ella había entrado ahí a trabajar y…
-Jamás
envejece-, dijo la optometrista, volteando de nuevo a la pared, a la espera de
una revelación.
Pero
los rostros desaparecieron. Todos se habían ido. De pronto, sintió un tirón de
su brazo, que la hizo darse la vuelta. Ahí estaba de nuevo la mujer, con el
abrigo blanco lleno de sangre, la piel seca y arrugada, y los ojos vacíos. Soltando
un grito aterrador con su boca chueca y sin dientes, aquel fantasma del pasado
se desvaneció en polvo, estallando en un llanto tan fuerte que nadie escuchó,
más que Lola, quién se desplomó de la impresión al suelo, desmayada. Alguien la
encontró después, ayudándola a levantarse, mientras ella gritaba incoherencias,
sobre muertos y un monstruo, desesperada, arañándose el rostro, y llorando
desconsoladamente.
Del
otro lado de la tienda, en las oficinas, la secretaria de la tienda, el apoyo
del gerente para varias tareas, tenía a un visitante. El chico le había
mostrado sus papeles: un increíble currículum, buenos estudios, y excelentes
referencias laborales.
-Bueno,
me impresionaron tus referencias. Tenemos un puesto en el departamento de
Farmacia. Podría interesarte, aunque tu experiencia en el ámbito no sea muy
grande. ¿Tú qué dices, eh, Christopher?-, dijo la secretaria, revisando de
nuevo los papeles del muchacho.
El
chico, delgado, alto y de cabello rizado le miró desde la silla, esbozando una
enorme sonrisa.
-Claro. Sería
interesante…
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