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martes, 20 de diciembre de 2016

Las cosas que no se dicen (Las cosas que se dicen): PARTE 1

-Levántate-, dijo una voz etérea más allá de su cabeza.
Estaba acostado, solo y abandonado, en un páramo seco, yermo y plagado de arena, con plantas secas y ásperas. Su mejilla ardía, y su cabello estaba seco, tieso. Le dolía todo.
-Vamos, levántate…
El muchacho se levantaba. Su largo cabello pelirrojo caía por el hombro y sus ojos tardaron en acostumbrarse a la luz de aquel lugar. Ahí, frente a él, estaba parado alguien, otro muchacho. Sólo podía distinguir su silueta.
-¿Quién eres?-, dijo, tartamudeando. Sentía hambre y sed, cansancio y dolor.
-Tú conciencia. Pero primero dime una cosa…
El pelirrojo sintió que le daban la mano, una mano suave y fría. Miró al rostro de aquel que le hablaba.
-¿Quién eres tú?
El otro le sonrió al pelirrojo.
-¿Quién eres tú, mejor dicho?

-Levántate-, dijo la voz electrónica a su lado.
El muchacho pelirrojo estaba acostado en su cama, con el lado más caliente de la almohada bajo su mejilla. Se sintió asustado por un momento, pero luego recordó. La alarma de su celular.
Tenía algo importante que hacer, pero no recodaba qué. Dormir durante tanto tiempo causaba muchas veces problemas con su memoria. Pero ese sueño que había tenido… En fin, cosas que no valían la pena recordar.
Se levantó y medio recogió su largo cabello en un moño poco elaborado. Su barba estaba despeinada, como si se tratara de un matorral. Trató de peinarla como pudo, mientras el reflejo en el espejo le devolvía una mirada cansada, y un tanto confundida.
-¿Qué tiempo hará hoy?-, dijo el muchacho en voz alta a su celular. Este podía interpretar la voz del usuario cuando le daban órdenes.
-Frío la mayor parte de la mañana, con tendencia de lluvias en la tarde.
-¿Y los pendientes?
El aparato tardó un momento en responder.
-Preparar la cena para la gala de los Masones. La cena será a las 9:45 esta noche…
Y mientras el aparato seguía con su cantaleta, Arturo sólo pudo exclamar:
-¡Verga, la cena!

El pelirrojo y el otro muchacho llevaban caminando cinco minutos por aquel paraje sin que el ambiente cambiara. El pelirrojo vio a su compañero: era un muchacho un poco más grande que él, en tamaño y edad. Tenía una silueta poco definida: de no haber escuchado su voz, hubiese dicho que era una chica. Se contoneaba, y su ropa era bastante ligera. Llevaba sobre su cabeza un gorro de lana (muy incómodo para aquel lugar desértico), de varios colores que parecían moverse.
-¿En qué piensas?-, dijo el muchachillo al pelirrojo, observándose con una sonrisa que parecía más bien perturbadora.
-Pendientes que debo terminar.
El muchachito se detuvo, y empezó a mirar alrededor de ambos. El pelirrojo también miró, pero su visión no le dejaba ninguna esperanza.
-Date cuenta dónde estamos. ¿Qué pendientes podría tener alguien como tú aquí? Ni siquiera sabes quién eres ni tampoco de dónde has venido. No debes tener esperanza alguna de saberlo pronto.
El muchachito hablaba con razón: ni siquiera sabía qué estaba pasando. Solamente había despertado ahí, abandonado a su suerte por qué sabe que horribles razones.
-Tengo un nombre-, dijo el pelirrojo.
El muchachito sonrió aún más.
-¿Ah sí? Entonces dímelo…
El pelirrojo dudó un poco lo que iba a decir. Era obvio que estaba mintiendo, pero no se le había ocurrido otro nombre.
-John Wayne…
Su compañero no sólo sonrió, sino que también soltó una sonora carcajada.
-¡Vaya que sí! ¡John Wayne, el vaquero más valiente del Oeste! Muy bien señor Wayne, camine…
Los dos reanudaron la caminata a través de aquel paraje yermo. John Wayne sólo pudo recogerse el cabello en una coleta. Aún así, el poco viento que de repente soplaba le alborotaba su burdo trabajo.
-¿A dónde vamos?
El muchachito tardó en responder.
-Eso lo sabrás cuando lleguemos, John Wayne.
El pelirrojo volvió a abrir la boca. La sentía seca.
-¿Cómo te llamas?
El otro sólo alcanzó a contestar:
-Sinner’s Prayer…

Jacobo miraba hacía el techo con aquellos ojos de café descafeinado. No buscaba una respuesta en el cielo, ni siquiera formas divertidas en las manchas que adornaban la superficie carcomida. Miraba al techo porque el enorme sujeto que estaba encima de él no le dejaba ver hacía otra parte. Y mientras el otro embestía, Jacobo fingía disfrutarlo. Era el quinto hombre al que se entregaba en la misma semana.
Siempre era en hoteles: nada en casas particulares. Así guardaba la discreción de aquellos que, en su gran mayoría casados, disfrutaban del amor de otro de los suyos. Pero usualmente Jacobo no hacía nada: solamente se quedaba quieto, recibiendo los enormes miembros de sus amantes masculinos. La semana anterior habían sido dos al mismo tiempo, una cosa dolorosa para no especificar más.
Esta vez era un hombre casado, un grandote con panza y algo calvo, buen amante por todo lo demás, pero bastante inseguro. Jacobo le había rogado, casi aprovechándose de la calentura de aquel hombre, y sin embargo, este le había dicho que despacio, “porque mi esposa puede enterarse y…” Habladurías solamente. El instinto animal hacía que aquellos hombres engañaran a sus esposas, les mintieran a sus hijos, y descuidaran un poco más sus trabajos. Pero quienes se engañaban, mentían y se descuidaban eran ellos mismos…
El muchacho lo sabía: ellos no eran sinceros con ellos mismos. Jacobo tampoco.
Ni siquiera lo sintió: el hombretón encima de él se vino dentro, y el semen escurría hacia las sábanas. A pesar de todo, Jacobo fue rápido. Abrazó a su amante, y le dio la vuelta para que quedara de espaldas contra la cama.
-¿A qué se debe tanta energía?-, preguntó el hombre.
Jacobo lo miró desde arriba, mientras con una mano se masturbaba. El semen salió a chorros, y le cayó en la cara a su amante.
-No sé, me siento creativo, creo-, decía el muchacho, jadeando, disfrutando, y odiando…

Siguieron caminando, hasta que una sombra se dibujó bajo el inclemente sol de la tarde. John Wayne se detuvo al ver aquella larga figura negra dibujándose en el suelo. El muchacho del gorro de colores observó atento la figura que tenían delante.
Era un enorme árbol, o al menos eso parecía. Parecía un pino seco, pero se trataba más bien de una persona, con enormes ramas por brazos y raíces profundas que semejaban pies. Su cabeza miraba hacía ellos, una cabeza normal, con dos ojos negros bastante oscuros y expresivos, y una sonrisa larga, llena de dientes amarillos. Solamente miraba con curiosidad a aquellos dos viajeros.
-¿Qué es eso?-, preguntó John Wayne. Sinner’s Prayer no dijo nada inmediatamente. Se acercó y rodeó al árbol. Este le seguía con la mirada, pero no podía seguirlo por todas partes. Parece que su mirada se limitaba sólo hacía el frente y los lados, como las personas normales.
-Se llaman Vigilantes. Este está seco, casi marchito. Si aún se mueve, es porque nos sigue observando…
John Wayne reflexionó un momento, olvidándose durante un momento del asunto de aquel árbol.
-¿Qué clase de nombre es Sinner’s Prayer?
Sinner’s Prayer miró divertido a su compañero.
-El mismo que John Wayne, supongo. También me dicen Panda: ¿ves las manchas alrededor de mis ojos? Por eso. La verdad es que mi nombre es más complicado. Traducido significa “creatividad”.
John Wayne le miró, y una idea le llegó a la cabeza. Aquel idioma del que Sinner’s Prayer hablaba, él también lo sabía, aunque no sabía cómo…
-Entonces mi nombre se traduce cómo…
-Así es, John Wayne. “Depresión…”
El árbol movió sus ramas, desenterrándolas del suelo, levantando polvo y arena. Miró a los dos viajeros.
-¿Están perdidos?-, dijo con una voz más etérea, lisa, robótica.
-No. Vamos al lugar que prometí llegar desde el principio. Sólo que John Wayne se niega a cooperar con sus recuerdos. Es ese de ahí…
El Vigilante miró a John Wayne, cuando Sinner’s Prayer lo señaló. Este se puso nervioso, con aquella sonrisa y esos ojos negros siempre observando.
-John Wayne… Un nombre que no se escucha mucho por aquí. Casi todos tienen nombres estúpidos como “Bondad Herida” o “Trauma”. Bienvenido a este paraje, John Wayne.
El árbol se agitaba, buscando un nuevo pedazo de tierra donde guardar sus ramas y raíces. Parecía que caminaba entre la tierra, levantando polvo cada que sus extremidades salían y entraban. Sinner’s Prayer jaló de la mano a John Wayne, y ambos lo iban siguiendo, dando pasos lentos.
-¿Y a dónde vas tú?-, preguntó John Wayne, tartamudeando un poco. Jamás había visto a una criatura similar, y eso le causaba una fuerte y aterradora primera impresión.
-Los que son como yo caminamos siempre a lugares más frescos. Cruzamos las tierras muertas hasta donde empezamos a oler la sangre fresca de la clorofila en nuestros hermanos más afortunados. Pero algunos como yo ya no podemos seguir más lejos…
El Vigilante se detuvo, volviendo a afianzar sus ramas en lo más profundo de la arena, quedando algo más encorvado que antes. Se veía viejo y cansado, a pesar de aquella sonrisa de madera amarillenta, maliciosa.
-Tu muerte se acerca, compañero viajero…-, dijo Sinner’s Prayer, solemne y un tanto pernicioso.
-Sólo un paso más hacia la eternidad, joven. Su amigo y usted merecen llegar a donde yo tenía planeado establecerme. Sigan las huellas…
El enorme árbol señaló hacía el suelo, donde enormes agujeros de ramas y raíces se dibujaban, con los bordes a punto de desaparecer por acción de la brisa que soplaba en aquel lugar.
-Vámonos, por favor…
La voz de John Wayne lo decía todo: tenía miedo. Sinner’s Prayer le echó una última mirada de consuelo al Vigilante, quién no dejaba de sonreír, y ambos siguieron aquel sendero de huellas.

Arturo se dio prisa a salir de su casa. Barba y cabello bien arreglado, y su gabardina tan elegante como siempre. Una ligera llovizna caía cuando salió del edificio donde vivía. Excelente, pensó el muchacho. Y no porque no le gustara, al contrario: la sensación suave de la lluvia sobre su blanca piel le causó una erección bastante bien disimulada.
Caminó un poco más apresurado hasta donde salía el transporte. No iba tan lejos, y el autobús lo dejaría en la entrada del centro comercial. Ya tenía la lista: distintas variedades de hongos y setas, hierbas de olor, algunas verduras, y carnes: algunos de los mejores cortes sólo para un grupo tan selecto como el de los Masones. Cincuenta personas solamente, pero aún así, el problema no era ese. La comida estaría lista para la noche, sí, porque tendría ayuda para hacerla.
Muchas veces el problema de la gente era el paladar. No todos estaban acostumbrados a ciertos sabores, y los de Arturo eran demasiado exquisitos, con sabores que nadie más se atrevería a probar habiéndose acostumbrado a los clásicos. Entre curry y guasave, paprika, tomillo y hasta chile fantasma de la India, Arturo no tenía porque conformarse con tan poco y tan sencillo.
Buscando entre los anaqueles del centro comercial, específicamente un frasco de aceitunas negras, se tropezó sin querer con uno de los dependientes de la tienda de autoservicio. El dependiente se dio la vuelta, y Arturo pudo ver a un hombre de mediana edad, algo calvo, con una sonrisa espantosa, y ojos que parecían vigilar siempre.
-¡Disculpe!-, dijo el dependiente con voz alta, bastante alarmado pero tratando de guardar la calma con su sonrisa, lo que incomodaba un poco al muchacho.
-No… Yo tuve la culpa en realidad, no me di cuenta por donde iba…
El dependiente se alisó su mandil.
-Parece que está desubicado. ¿Buscaba algún producto en especial?
Arturo sentía algo de temor hacia aquel sujeto, con aquella falsa mirada y su sonrisa que… Le recordó un sueño que tuvo alguna vez. Un monstruo, el sonido de las ramas que se rompían cuando aquello se movía a través de un lugar solitario. Y unos ojos cafés que lo miraban a lo lejos, invitándolo a caminar a la perdición.
-No-, dijo Arturo, aclarando su voz con una tosecita discreta. –Sólo andaba caminando y no vi por donde iba, disculpe…
El muchacho siguió caminando, sin siquiera mirar hacia atrás, como lo haría un colegial en su primer día de escuela, tratando de no mantener contacto visual con los chicos más grandes. El dependiente lo miró, y esta vez no sonreía. Sólo parecía algo confundido, y sin importarle demasiado lo que un cliente pensara, siguió acomodando las latas de atún en su lugar.
Después de una búsqueda algo cautelosa, Arturo encontró las aceitunas. Con todo en el carrito de las compras, se dirigió a la caja para pagar. Valía la pena gastar bastante para que una cena tuviese su propio toque personal.
Se van a morir con lo que prepararé, decía el muchacho en su mente, sonriendo de satisfacción ante la idea de las felicitaciones.
No tenía idea…

Ambos seguían caminando a través de aquel paraje, el cual ya no se veía tan abandonado después de todo. Los esqueletos de varios Vigilantes yacían de pie a su alrededor, como horrendos muñecos, mitad huesos secos, mitad ramas marchitas, que se pudrían al sol, con una sonrisa macabra que perduraba incluso después de la muerte.
-¿A dónde me llevas?-, dijo de repente John Wayne, sacando a Sinner’s Prayer de sus pensamientos. Ambos iban agarrados de la mano: eso los hacía sentir más cómodos.
-Es una sorpresa. Más bien, es como una prueba. Algo me decía que te encontraría aquí, en este lugar desolado, y que tenía que llevarte a donde vamos. Eso es todo…
John Wayne pensó un momento.
-¿Siempre dices lo que piensas al instante? Eso es bueno, pero…
-Te incomoda, lo sé. A dónde vamos, la gente ni siquiera piensa a veces. Son todos iguales, normales, cortados con la misma tijera. ¿Y sabes qué es lo mejor? Te van a considerar un dios, al verme contigo.
Sinner’s Prayer le apretó la mano a su compañero, y este no pudo más que sonrojarse. John Wayne estaba empezando a sentir algo por aquel muchachito que… No, eso no podía explicarse.
-Espera-, dijo el pelirrojo, quedándose parado. Sinner’s Prayer se detuvo, confundido.
-¿Qué pasa…?
John Wayne le hizo señas para que se callara. Su nariz olía algo. Su sentido del olfato era bastante bueno, tanto que podía oler el sudor de Sinner’s Prayer desde un poco más lejos, y aún así distinguir el olor de podredumbre de los Vigilantes muertos que se encontraban más apartados.
-¡Por allá!-, señaló el pelirrojo, y el muchacho de la gorra se sorprendió, aunque aún no sabía por qué.
Ambos corrieron hacia donde John Wayne había señalado, sin soltarse de la mano. Sinner’s Prayer tuvo que acomodarse la gorra de colores para que no se le cayera, y aún así, seguir corriendo al ritmo de su compañero.
-¡Qué diablos te pasa…!
Sin dejar de correr, jadeante, John Wayne le sonrió por un breve segundo, sin importarle que las ramas secas de un cadáver de Vigilante le rasguñaran la mejilla.
-¡Huele a…!

Vida.
La palabra que más le hacía a daño a Jacobo era esa. Anhelar siempre una vida normal era lo que quería, y aún así, no la tenía. Y eso no le preocupaba: lo “normal” nunca había sido su fuerte.
Estaba frente a la computadora, aquella noche después de dejarse llevar una vez más por la pasión y un deseo irresistible. Tenía que escribir. Una vocecita en su cabeza siempre le decía que “ese relato nunca iba a acabarse solo”. Sus dedos eran el medio ideal para continuar, para que las ideas se convirtieran en algo medio tangible.
La historia de sus últimos años, quizá. Acosado por su propia sexualidad y sus ganas de disfrutar. Y también de todos aquellos que habían pasado por encima de su cuerpo desnudo sin dedicarle palabras de amor. Ahí estaban plasmados ellos, con nombres y apellidos, carreras, deseos, y hasta direcciones. A cada uno iba a plasmarlo de la manera más fidedigna, con cada recuerdo, cada palabra…
Y luego lo iba a dar a conocer. Todo estaba planeado. Quería que el mundo supiera lo que esas personas le habían hecho sentir alguna vez, las decepciones y los miedos. A cada uno le iba a tocar su rebanada de pastel. Una invitación a cada quién, para que todos fueran testigos de algo que ni siquiera sabían de que se trataba. Sólo iban a estar presentes para el lanzamiento de un nuevo libro de Jacobo. Pero del tema nada se decía.
Todo estaba planeado…

(PARTE 2)

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