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martes, 20 de diciembre de 2016

Las cosas que no se dicen (Las cosas que se dicen): FINAL

Arturo levantó el frasco de veneno del suelo, mientras el anfitrión veía con descaro aquello, como si él no estuviese involucrado.
-¿Qué estaba haciendo?-, dijo el muchacho, con el frasco entre sus dedos, mirando el plato de comida que tenía delante. El hombre tardó un momento en hablar.
-Yo… No creo que sea de tu incumbencia hijo. Por favor, te pido que te retires y…
-¿Está envenenando mi comida? ¿A quién quiere hacer daño?
El anfitrión sudaba, y se puso rojo de vergüenza.
-El Gran Maestre ya tiene muchos años a la cabeza de esta asociación, muchacho. Mi deber es garantizar el bienestar de la sociedad que administramos y de los hermanos que se han acercado a pedirnos consejo. Ese hombre tiene que irse, y si es de esta manera, será mejor. Una nueva era nacerá de las cenizas de la anterior. Sangre nueva…
El muchacho se puso pálido, pero no dijo nada, dejando que el hombre siguiera hablando.
-No hemos tenido buenos resultados, muchos se quejan de la administración, de los ritos, de las cooperaciones y las causas de buena voluntad, que han disminuido con el paso de los años. Ese hombre no está haciendo nada bueno por nosotros y… quiero cambiarlo todo, ¿me entiendes? Si me dejas, es más, si me ayudas, podrás subir rápido entre nosotros. Te lo prometo…
-¿Dónde está su hijo?-, dijo Arturo. Se había percatado de la ausencia de su amigo durante la velada.
-Tiene sus asuntos y yo los míos. Ese muchacho es una vergüenza para mi familia, para mis costumbres. Tú puedes ser mi hijo, mi nuevo heredero, la mano derecha de esta sagrada familia cuando llegue al poder. Guarda mi secreto, ayúdame con eso y te prometo lo que tanto has anhelado…
Arturo se puso serio, pensando en las palabras de aquel desesperado hombre, y con su mano izquierda le tocó el hombro, sonriéndole.
-Ayudaré en lo que pueda. El único que podría tocar mi comida soy yo, el único que puede cambiarla, modificarla, juzgarla. Vaya a sentarse a la mesa, yo terminaré con esto.
-¿En serio? Esto es… Hijo, me llenas de orgullo. Prepara todo bien, y que sea éste el primer paso para tu inmortalidad.
El hombre abrazó al muchacho, y Arturo apenas si lo tocó, sin soltar el frasco del veneno de su mano derecha. El anfitrión se retiró, mientras Arturo se quedaba de pie frente al plato de comida a medio envenenar.
La fiesta seguía su curso, y los meseros empezaron su ronda, mientras Arturo salía de la cocina sin ser advertido, sentándose en su silla. Los meseros llevaban copas y botellas de delicioso champagne en charolas de plata. Le entregaron una a cada invitado, y dejaron una botella para que, al terminar la ronda, les sirvieran.
Cuando todos tuvieron su copa llena, uno de los meseros se acercó a la mesa de Arturo con un micrófono, y se lo entregó al muchacho. Este se levantó, y todos guardaron silencio para escucharlo.
-Agradezco la gentileza del Gran Maestre y del anfitrión de esta fiesta por invitarme esta noche tan especial para la cofradía que ambos tienen en buen recaudo. Espero que la comida que he preparado para ustedes sea lo mejor que sus paladares hayan probado jamás, y así lo creo, en especial para usted, Gran Maestre, quién por lo que sé es un experto en comidas exóticas. El sabor de lo que tengo para usted será excepcional…
Desde la mesa principal, el anfitrión le sonrió a Arturo, y este sólo respondió con una mirada seca.
-Ahora quiero brindar, por todos los invitados esta noche, y por quienes hacen que esta reunión tan maravillosa sea posible. ¡Salud!
Todos levantaron sus copas y bebieron a la salud de sus amigos, de sus superiores, del Dios en quién habían decidido creer, y del muchacho que les había preparado tan excelente comida. Esta vez, Arturo le sonrió al anfitrión, levantando su copa y bebiendo lento, observando todo.
Cuando hubo terminado el brindis, todos se sentaron para esperar la comida, la cual empezó a servirse desde la mesa principal. El anfitrión observó con cautela a su Maestre, viendo el plato que le estaban ofreciendo los meseros, y empezaron las toses. Su cuello se hinchó, y se cerró su tráquea. Sentía que no podía respirar. Algo estaba pasando.
Entre toses y manotazos en la mesa, el anfitrión empezó a desvanecerse, y todos lo notaron. Algunos se levantaron a ayudarle, incluso el Gran Maestre estaba detrás de su compañero, pensando que estaba ahogándose. Hasta que su saliva se convirtió en espuma, y sus ojos se pusieron rojos, todos se dieron cuenta de lo que estaba pasando. Alguien pidió auxilio, otro más una ambulancia, y el Gran Maestre susurró para sí:
-Lo han envenenado…
La gente se levantaba de sus sillas, algunos alarmados, otros gritando, unos más asustados, observando lo que pasaba en la mesa principal. El anfitrión observó a Arturo como pudo, mientras el muchacho se mantenía ecuánime, tal vez hasta fingiendo terror. La última mirada del hombre fue de miedo, y la del muchacho era de satisfacción, de que su meta estaba cumplida. El hombre cayó sobre el mantel de la mesa, salpicando su propia saliva espumosa bajo su mejilla, dando estertores terribles antes de morir, frío y pálido como un pedazo de hielo.
Nadie había visto nada, ni siquiera los atareados meseros. La comida envenenada fue desechada. Arturo había tomado el veneno y lo había mezclado con un poco de miel de maíz, embadurnando la copa del anfitrión con aquella mezcla. Había tirado el veneno por el lavabo, y enjuagado bien la tarja para eliminar todas las evidencias, tirando el frasco a la basura, no sin antes limpiarlo para quitarle las huellas de su crimen. A gritos, pidió que esa copa fuese entregada especialmente al anfitrión, con un poco más de champagne del que debería de servirse. Luego, salió de la cocina, para mezclarse con todos los demás, y disfrutar de aquella sencilla venganza.
De algún modo, Arturo se las tendría que ingeniar. Entre el barullo y la gente ansiosa y asustada, el muchacho salió del recinto, mientras algunos de los invitados también salían para alejarse de aquel espectáculo aterrador. Tenía que avisarle, tenía que advertirle a su amigo que su propio padre había muerto, porque su plan se había vuelto en su contra…

Ahí estaba, detrás de él: era el mismo John Wayne, con la misma ropa, aunque su fuerza era inconmensurable. Alrededor de él se podía sentir un calor tremendo, y su cuerpo parecía vibrar, como aquellas cosas que se ven sólo a través del calor del desierto. Era fuego, un fuego tan intenso como las llamas que inflamaban su corazón.
Sinner’s Prayer lo miraba, entre maravillado, asustado y contento. Una explosión de emociones inundó su pecho, el cual subía y bajaba tan rápido que, de no haberlo controlado, se hubiese ahogado.
-¡Sí, sí! El vaquero se ha liberado, ¡lo ha logrado! Créeme, amigo John Wayne, no me importaría morir ahora por tu culpa… Eres un dios completo, has roto las cadenas que te tenían aprisionado. ¡Estalla!
John Wayne estaba asustado. Miraba sus manos, y el calor que emanaba de su cuerpo no le lastimaba, pero distorsionaba su visión. El poder recorría desde la base de su espalda, subía por la columna y salía por todas partes. Sus manos, sus piernas, la cabeza. Su cabello era un hervidero de calor, volando hacia todas direcciones. Sus ojos no podía verlos, pero Sinner’s Prayer sí: eran de color anaranjado, con una furia indescriptible, como los de un animal nocturno acechando a su presa.
-No, esto no… Yo no quiero esto-, dijo John Wayne, asustado, tratando de controlarse, de inhibir aquel calor infernal de su ser. Pero era imposible.
-Eres eso y más. Destructor de mundos, arrebatas vidas… ¿No lo quieres entender? Eres un dios, tienes que comportarte como tal. Me tocó hacer tu trabajo esta vez, porque da la casualidad que te encontré débil y sin recuerdos en el desierto. Ahora te toca hacer lo mío, tienes que crear, aunque no lo quieras…
Todo aquello eran palabras, simples palabras que el viento se llevaría y desaparecerían. No había nadie para escucharlas. Sólo había una opción. Llenándose de valor, John Wayne se abalanzó contra su compañero, y le soltó un golpe contra el rostro, quemándole la piel. Sinner’s Prayer gritó, sintiendo que su piel se achicharraba, notando el ardor y el olor a muerte, a quemado.
-¡Cállate, ya cállate!
Soltando varios golpes y patadas, John Wayne se acercaba a Sinner’s Prayer, haciéndole más daño y quemando su ropa. El otro muchacho, al verse en peligro, se esfumó en el aire, y apareció detrás de su atacante. Lo tomó de los hombros, lo jaló y lo arrojó en el suelo. John Wayne yacía de espaldas en el suelo, quemando la piedra negra que se derretía como lava color café.
-¿Por qué haces esto…?-, preguntó adolorido John Wayne. Su cuerpo se sentía pesado, mientras el poder de su compañero lo mantenía en el suelo, cerrándole el paso. Sinner’s Prayer se agachó, y le besó en los labios. A pesar del dolor, del odio y la furia, John Wayne sintió una dulzura incomprensible, el calor de un beso que, a pesar de la maldad, era sincero.
-Acaba conmigo, John Wayne, te lo suplico…
El poder de Sinner’s Prayer empezó a menguar, y le dio tiempo a John Wayne de levantarse. Ambos estaban heridos, la sangre manaba de la frente del pelirrojo, y el muchacho panda tenía su ropa quemada, y su mejilla ardiendo como un carbón al rojo vivo. Sinner’s Prayer retrocedió, mientras su compañero se acercaba un poco. John Wayne miró detrás del hombro del otro muchacho, observando sombras difusas, que se dibujaban entre los escombros y el humo de la destrucción.
-Yo no quiero hacerte daño. Te quiero y… no quiero. Yo no…
Sinner’s Prayer se arrodilló en el suelo, derrotado, incapaz de seguir. Miró a John Wayne, de pie frente a él, y comenzó a derramar lágrimas, que dibujaban surcos sobre sus mejillas sucias y quemadas.
-¡Hazlo, cobarde, mátame!-, gritó Sinner’s Prayer, derrotado, llorando como nunca lo había hecho.
Las sombras a su espalda se dibujaron más claramente, y ahí estaban, caminando lentamente entre cuerpos muertos, heridos, y piedras. John Wayne palideció.
-No, yo no. Ellos sí…

El salón donde sería la presentación de Jacobo estaba lleno. Gente casi desconocida, algunos que hablaban con discreción, y miradas algo nerviosas. Muchos de los invitados ya se conocían, pero no lo demostraban. Porque se conocían más íntimamente de lo que pudiesen aceptar.
El lugar era maravilloso: una casa antigua, con un patio pequeño en el centro, y en el segundo piso, un espacioso salón de baile, donde ya estaban puestas las sillas para la presentación. Afuera, en los barandales del patio y los balcones, descansaban macetas con hermosas plantas y flores que adornaban aquel lugar mágico.
La puerta de la casa se abrió, y al sujeto de seguridad no le dio tiempo de impedir que entrara. El muchacho pálido y agitado llegó corriendo, empujó la puerta, cruzó el patio y subió las escaleras, tropezando una vez. No le importó el dolor de las rodillas. Se levantó una vez más y subió el segundo tramo de las escaleras.
En el salón, ya había gente grabando el evento, para hacer un vídeo especial. Amigos de Jacobo, los cuales ya sabían de sus planes, y querían que todo saliera. Las expresiones de cada invitado, la incomodidad, la cruda realidad del final. Uno de los camarógrafos ni siquiera se esperaba lo que pasó después. En la puerta abierta del salón apareció jadeante Jacobo, con la ropa a medio poner, sudando, agitado, pálido, con moretones en la cara. Y manchado de sangre, en el rostro y el pecho.
Todos lo vieron, cuando irrumpió en el lugar, caminando hacia el centro del recinto, con la sangre medio fresca, medio seca, el sudor escurriendo en su frente, y las manos blancas, una de las cuales aún empuñaba un desarmador lleno de sangre. Algunos exclamaron, y las mujeres que había ahí empezaron a gritar. Otros se quedaron mirando, mudos y conmocionados. El muchacho arrastró los pies a través del lugar, empujando a algunos de los invitados, hasta que llegó al podio, donde sería la presentación. Todas las cámaras estaban puestas en él, y las miradas de aquellos aún valientes para aguantar aquella horrible visión.
El muchacho se acercó al micrófono, y soltando el desarmador para poder hablar, se aclaró la garganta con una tos afectada. Aún le dolía el cuello, y las marcas eran más visibles.
-Acabo de sufrir un ataque en mi contra, y tuve que defenderme. Fui abusado, violado, golpeado y humillado por alguien que, como ustedes, posee muy pocos escrúpulos. El hombre que hizo todo esto, y del que me defendí, fue el marido de aquella mujer, al fondo…
Jacobo señaló a la mujer que estaba en la última fila, esperando a su esposo. Ella se levantó, con los ojos abiertos y un rictus de terror en el rostro.
-Su marido, señora, me violó, porque a él le gustan los hombres, muchos de los que están aquí, por cierto. Organizamos tríos, una orgía. Me veía con algunos por separado, en secreto de sus familias, de sus jefes en el trabajo, de sus propios hijos. Muchos sólo tenían curiosidad, otros morbo, y la mayoría esconden esta vida como un secreto terrible, que ya apesta a pus de la podredumbre que han acumulado con los años.
Todos guardaron silencio, un silencio sepulcral que se enmarcaba con las miradas acusadoras. Unos parecían echarse culpas, otros parecían engañados, y las esposas de aquellos que tuvieron la estupidez de llevarlas miraban a sus maridos, aún sin creerlo. Era como un sueño, o una amarga pesadilla, de aquellas donde uno tarda en despertar, y la agonía se alarga.
-Todos ustedes han arruinado mi vida, y ahora me toca a mí abrirles un poquito más los ojos. Dense cuenta de lo que han hecho con sus vidas, y de lo mucho que han perdido por no aceptarse. Tengo fotos de todos ustedes en actos sexuales comprometedores, y ya las he repartido por todas partes. Las grabaciones de este momento no tardarán en salir a la luz. Porque lo que quiero es que se acepten tal como son, y dejen atrás las apariencias que les atrapan en vidas sin sentido. Esta es la última vez: ese hombre me hizo daño, un daño que nada ni nadie podrán reparar. Es la última de ustedes, y la primera de mi parte…
Soltó el micrófono y salió del salón, mientras los murmullos y los gritos histéricos empezaban a inundar el lugar. Los camarógrafos no querían perderse nada: grabaron cada llano, cada grito, y hasta una pelea que fue evitada.
El celular del muchacho sonó. Lo sacó de la bolsa y contestó sin ver quién era. La voz se escuchaba lejana, difusa, pero la conocía.
-Sí… Estoy bien. Te veré aquí…
Le dio la dirección a la persona del otro lado, y tras colgar el teléfono, se sentó en las escaleras a esperar. Mientras, a lo lejos, ya se escuchaban las sirenas de la policía.
Vienen por ellos, tal vez… No, vienen por mí.

Los Vigilantes se acercaban, arrastrando algunos sus raíces, otros más furiosos, levantando sus extremidades como animales impacientes y hambrientos. Todos componían un bosque entero en movimiento, sonrisas perennes y ojos furiosos, una escena de pesadilla.
Sinner’s Prayer estaba en el suelo, y sintió que las ramas y las raíces lo rodeaban. Miró desesperadamente entre las hojas secas y verdes, y se sintió agobiado, más derrotado que nunca.
Aquellos seres le hicieron espacio a John Wayne, una especie de senda entre sus afiladas ramas. El muchacho observó con misericordia y lástima a su compañero, quién tenía las manos en el suelo, y se hacía daño con las piedras sueltas de aquella desagradable destrucción. Detrás de John Wayne iba caminando el Vigilante del Rey, algo maltratado por la destrucción.
-Su imprudencia causó muerte y horror. Los pocos que han vivido están asustados de sus dioses. El señor Creatividad debe morir. Y usted, señor Depresión, tiene que irse para siempre de aquí.
Las palabras del Vigilante del Rey dolieron como un cuchillo en la mente y el corazón de Sinner’s Prayer, y John Wayne lo entendía.
-Nos iremos los dos. Nunca volveremos. Encontraremos un lugar donde vivir hasta que el mundo se acabe-, dijo John Wayne. El otro muchacho lo vio desde abajo, agradecido.
Cuando trataba de levantarse, ocurrió algo que nadie hubiese previsto. Uno de los Vigilantes levantó su rama más afilada, y la clavó en la espalda de Sinner’s Prayer, la cual salió por su pecho. El muchacho soltó un ahogado grito, seguido por sangre que escapó por su boca, salpicando el suelo negro y la túnica aún brillante de John Wayne. Éste no pudo hacer nada: los demás Vigilantes se acercaron y empezaron a traspasar el cuerpo de su compañero con sus afiladas ramas.
-¡Te… te quiero…!-, alcanzó a gritar Sinner’s Prayer, antes de que las ramas asesinas de aquellos seres lo terminaran de matar. La sangre salía por su cuerpo, y formaba un charco incesante de sangre que corría entre las piedras, y se internaba en la tierra.
-¡Déjenlo, por favor, no…!
Era demasiado tarde. Ni los ruegos del muchacho pelirrojo detuvieron aquella carnicería.
En cuanto los Vigilantes acabaron con su trabajo, dejando el cuerpo de Sinner’s Prayer en el suelo, el Vigilante del Rey se acercó al otro muchacho, que estaba llorando amargamente, mirando desde arriba lo que había quedado de aquel tipo de gorra de colores que lo entendía bien.
-Un sacrificio necesario. Era justo para sus crímenes. Ahora, antes de que decidamos hacer lo mismo con usted, váyase…
John Wayne miró a los ojos a aquel Vigilante, y su mirada de fuego se llenó de furia.
-Ustedes nunca hacen nada por ellos ni por nosotros. Lo mataron, y yo iba a salvarlo. Ustedes…
-A veces, señor, la naturaleza exige un cambio, para que todo vuelva a…
El Vigilante ni siquiera terminó de decir lo que decía. Una mano ardiente, llena de fuego invisible, le traspasó el pecho, y sacó de su corazón aquel fruto dulce y amargo que daba la vida eterna. Las ramas y el cuerpo de aquel ser empezaron a arder, más no el fruto, que John Wayne extrajo de su cuerpo y lo observó antes de morderlo. Estaba insípido, como si mordiera un pedazo de tela o de aire.
-Mi castigo será vivir por siempre con la culpa de esto sobre mis hombros. Y ustedes, criaturas desagradables, tendrán que morir…
John Wayne sintió que su poder crecía, y que el fuego inundaba todo el lugar. Los Vigilantes empezaron a chillar, todos en sintonía, pero ni así pudieron evitar el fuego que los consumía. Pronto, las ruinas de la ciudad también empezaron a quemarse, y los pocos habitantes que habían sobrevivido se quemaron junto con sus pertenencias. Y el muchacho pelirrojo, a pesar del fuego, soltó lágrimas al ver que el cuerpo de Sinner’s Prayer se quemaba, y desaparecía entre cenizas.
Vagaría por el mundo solo, arrepentido por haber destruido, por la vida que había llevado antes. Peor: andaría por siempre solo por no haber salvado un alma que merecía vivir por siempre feliz. Ese sería su más grande pecado.
Mejor así.

Arturo se acercó al lugar donde su amigo le había dicho que acudiera. Estaba lleno de policías, y de gente que salía del lugar, muchos serios y pálidos, otros corriendo. En la banqueta, estaba su amigo, con la ropa llena de sangre.
-Hola-, dijo el pelirrojo, mientras miraba a Jacobo desde ahí. El otro muchacho volteó a verlo, y le contestó con una sonrisa.
-Intentó matarme. Me violó-, dijo Jacobo. Arturo sabía a quién se refería. Aún así, no imaginaba que había sido parte del plan de Jacobo. No sabía que su amigo era una falsa víctima.
-Fui a la cena. Tu padre fue envenenado. Creo que era un plan para deshacerse de él… Lamento traer malas noticias.
Jacobo soltó una lágrima solitaria.
-Estaba decepcionado de mí. Siempre lo decía, me lo echaba en cara desde que le dije lo que yo era. Creo que será mejor así.
Arturo jamás le diría a Jacobo que él había matado a su padre, antes de que una tragedia peor sucediera. Ambos tenían cosas que decirse, pero que jamás saldrían de sus bocas. Ninguno sabría lo que el otro había hecho.
El pelirrojo se sentó al lado de su amigo, y lo abrazó. Ambos se abrazaron, sintiendo el calor del otro. Luego hubo un beso, pequeño, discreto, casi sin nada de importancia.
-Vamos, yo te acompaño-, dijo Arturo.
-¿A dónde podría ir?-
Jacobo vio en los ojos de su amigo un fuego incomprensible, y Arturo, un poco de bondad y miedo entre las ojeras de su compañero.
-No sé. Sólo vamos…



Depresio: palabra en esperanto para “depresión”.
Kreivo: palabra en esperanto para “creatividad”.


19 de Diciembre de 2016.

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