Elena
había quedado embarazada, y era su deseo cuidar del bebé. A los 22 años había
dado a luz, y le había puesto Javier al pequeño. A pesar de que el bebé llevaba
los apellidos de sus padres, Elena jamás había recibido el apoyo de ambos. Era como
si hubiesen olvidado a su hija. A pesar de todo, seguía adelante. Un par de
amigas habían ayudado a la chica a conseguir dónde quedarse y, mientras se
recuperaba, también le ayudaban a cuidar al bebé. No tardó en conseguir un
trabajo, y cada tarde regresaba junto a su pequeño Javier a dormir en un sofá
viejo, cansada, pero feliz.
Una
noche de sábado, cansada del trabajo, Elena se llevó al pequeño bebé consigo a
la cama y se quedaron dormidos. Durante la madrugada, un extraño sonido la
despertó, aunque Javier seguía cómodamente dormido entre sus brazos. Venía de
la ventana: algo rascaba en el cristal. A pesar de que la luz de la calle
entraba directamente por la ventana, Elena no pudo ver nada. Tal vez había sido
un pequeño gato o un pájaro queriendo entrar, aunque no escuchaba nada más que
el rasguño incesante en la ventana.
Al
otro día, su amiga Martha le acompañó para cuidar al bebé y platicar. Mientras
Javier dormía en los brazos de Martha, Elena preparaba la comida.
-¿Has
descansado bien?-, le preguntó Martha a su amiga.
-Sí,
un poco. Anoche algo estaba haciendo ruido en la ventana pero no alcancé a ver
que era. Me quedé pensando en eso… ¿No crees que haya sido…?
Martha
sabía bien de quién se trataba. El innombrable padre de aquel hermoso bebé.
-No
lo creo. No sería tan idiota para entrar por la ventana en la noche. Además, ni
siquiera sabe dónde vives ahora. Perdería el tiempo yendo a buscarte a casa de
tus papás. Tú tranquila amiga…
Elena
sonrió, algo más tranquila. Se sentaron a comer, y aunque el pequeño Javier
lloró un poco, su mamá lo tranquilizó dándole leche de su pecho, y Martha se la
pasó contándole las novedades de sus amigas. Después de un día ameno, de risas
y comida, las amigas se despidieron. Martha había prometido volver en la
semana, sólo para ver cómo estaban.
El
martes, la señora a la que Elena le hacía la limpieza le dio el día, por ser el
día de las madres. Martha y las amigas de la chica salieron con ella, a pasear
y a tomarse fotos con el adorable bebé, que al menos estaba feliz por salir de
casa. Después del paseo y la comida, incluso de un par de mensajes de sus
papás, Elena regresó a casa. Tendría que descansar, pues al otro día volvía al
trabajo. Bañó al pequeño Javier y le dio más leche. Se quedó dormido casi antes
de las diez. Ella hizo tiempo viendo las noticias, donde aparecía una de un
maestro que, por seducir a su alumna, había cometido no sé qué crimen… Tenía
sueño cuando se fue a acostar junto con Javier, y sus ojos se cerraron casi de
inmediato.
Hasta
que aquel sonido en la ventana la volvió a despertar. Esta vez era
inconfundible: las patas o las garras de algún animal estaba arañando la
ventana, y quería entrar. Elena se levantó sin hacer tanto ruido para el bebé,
y se asomó quitando la cortina. Ahí afuera no había nada más que la calle
solitaria y un leve viento que soplaba. Abrió la ventana y se asomó. Nada: todo
estaba en silencio.
El
aleteo furioso de un pájaro rompió el silencio y el animal entró por la
ventana, haciendo que Elena soltara un grito. Cerró la ventana, pero el ave ya
estaba dentro. Escuchaba sus patas caminando por el suelo del cuarto, y los
pequeños gemidos de Javier, asustado. El ave soltó un gorjeo. Ni siquiera podía
ver en la oscuridad. Escuchaba sus alas, sus plumas rozando las paredes y la
cama, y luego el silencio, cuando el aleteo del ave se detuvo justo encima de
la cama.
Sus ojos, pensó
al instante Elena. Aterrada, se acercó lo más lento que pudo a la cama. Su
vista se iba adaptando poco a poco a la oscuridad. El miedo la atenazaba, y
pensó que vería a aquel pajarraco sobre su bebé, picándole los ojos. Pero el
pájaro se había ido: en su lugar, había una figura, una mujer grande, sentada
en la orilla de la cama, con el pequeño Javier entre sus brazos.
La
mujer le cantaba con voz dulce al pequeño, y lo calmaba con su arrullo. Sus
manos eran largas, con dedos delgados y afilados. Iba vestida completamente de
negro, con zapatos altos y una blusa cerrada hasta el cuello. Su rostro era
raro. Un cuello muy largo, y un rostro demasiado pequeño. Miraba a la chica con
ojos fijos, unos ojos color naranja que parecían brillar en la oscuridad.
-Mira
que precioso bebé. Tan lindo, tan suave, y tan delicioso…
La
voz de aquella mujer era rasposa, no como su canto. Tenía algo de animal, como
la de aquel pájaro…
-¿Quién
es usted?
La
mujer soltó una risita áspera, como si tuviese algo atorado en aquella larga
garganta.
-No
te preocupes. Me llevaré a este bebé, y me lo voy a comer. Eso es lo que
hacemos las de nuestra calaña…
Elena
siempre había escuchado historias: mujeres que se transformaban en ave para
entrar a las casas y llevarse a los bebés. Eran leyendas, pura fantasía. Pero
aquella mujer, su apariencia, y el ave…
-Por
favor, no se lo lleve…
La
mujer acarició la mejilla del bebé, quién se movió sólo un poquito.
-No
puedes detenerme. Esto es así. Escogí al bebé, y ahora debe alimentarme… Tengo
tanta hambre…
La
mujer abrió la boca, un enorme saco viejo sin dientes, una lengua marchita y el
aliento muerto, y la acercó al bebé. Elena gritó y se lanzó contra la mujer.
Alcanzó a golpearla en el rostro, y agarró una de sus manos largas y duras con
ambas suyas. La mujer de negro se detuvo, mirando a Elena con furia y
desconcierto.
-¡Deja
a mi bebé, es lo único que me queda, por favor…!-, gritaba Elena, sollozando,
mientras sus manos hacían un esfuerzo sobrehumano porque aquella mano soltara a
Javier, quién aún dormía, ajeno a lo que pasaba.
Aquella
mujer volvió a mirar a Elena, con aquellos ojos naranjas.
-¿Eres
su madre?
Elena
asintió, desesperada, con las mejillas llenas de lágrimas.
La
mujer se levantó, y se soltó de las manos de la muchacha. Colocó al bebé de
nuevo en la cama, tapándolo con su pequeña cobija. Lo miró un rato, y le
acarició el suave pelo castaño.
-Fui
madre alguna vez, muchacha. Ni siquiera deberías estar aquí, en esta situación.
Pero el pequeño es hermoso, y debe ser todo un manjar… Pero no le haré nada.
Las madres nunca están tan pendientes de sus hijos cuando nosotros llegamos,
pero tú lo has salvado. Cuídalo y protégelo siempre, que no le falte nada. O
volveré por él, cuando te descuides de su cariño…
La
mujer cruzó a largos pasos el cuarto, dejando a Elena de pie al lado de la
cama. Abrió la ventana, y en un instante, el aleteo de un pájaro cruzó el
umbral, perdiéndose en la noche. La muchacha corrió a la ventana, la cerró y
aún sollozando, se acercó a la cama. El bebé dormía plácidamente dentro de su
cobija, y ella no hizo más que abrazarlo, pensando toda la noche en lo que
pasaría, en si el futuro para ella y para su hijo sería hermoso.
Y así sería…
2 comentarios:
Me gustó le idea de tu cuento Luis. Gracias por compartirlo.
Gracias a ti por leerlo. Es algo sencillo, pero vendrán cosas mejores :)
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