Otra
mañana fría le daba la bienvenida a los muertos en su estancia en nuestro
mundo. La gente caminaba por la calle de Donceles como siempre lo habían hecho.
Algunas de las librerías de usado ya estaban abiertas, y el viento penetraba en
las puertas, haciendo volar las hojas de libros antiguos y carcomidos.
Siguiendo
derecho por aquella calle, se llega hasta el Museo del Templo Mayor, el cual se
encuentra a la derecha de dicha calle. Caminando un tramo de República de
Guatemala se llega a ver el conjunto de restos de piedra que alguna vez fueron
el templo más grande de la religión mexica, y uno de los edificios más grandes
de Mesoamérica, que desafiaba toda regla arquitectónica, gracias a estar
construido sobre una chinampa, flotando en un lago de agua salada.
Ahora
no era ni la mitad de su esplendor original, aunque muchos seguían visitándolo,
imaginándose el tamaño y la imponencia de aquel edificio, que incluso pudo
haber sido más grande que la Catedral Metropolitana, justo al frente de él.
Quién
no ponía atención caminaba directamente frente al templo, sin ver siquiera lo
que había en sus paredes, sin observar bien los detalles en sus paredes, en sus
figuras, en las líneas de las escaleras. Fue una mujer quién miró más de dos
veces dentro del terreno del museo. En la pared de calaveras, que representaba
un tzompantli, una larga línea roja
alteraba la apariencia blancuzca de aquella pared. Las calaveras del centro
estaban manchadas de algo escarlata que brillaba intenso con el sol que se
lograba colar por entre los edificios del Centro Histórico. Fue la segunda vez
que observó cuando notó que algo de verdad andaba mal. Y ya la tercera vez, con
un grito fuerte y alterado, fue cuando un policía que andaba por ahí acudió a
ver algo horrible.
Sobre
la pared de calaveras, en el tramo que le faltaba por encima, se encontraba el
cuerpo de una mujer. La cabeza no se alcanzaba a ver, y el cuerpo estaba
doblado por encima del borde de la pared, haciendo que sus piernas cayeran
encima de las calaveras de arriba. De entre sus genitales corría la sangre que
manchaba en una línea recta las calaveras justo debajo de ella, como una
cascada grotesca en miniatura sobre la piedra blanca. Donde la sangre hacía su
charco, había algo que no se veía muy bien, hasta que los policías decidieron
entrar al templo. A los pies de la pared de calaveras, lleno de sangre y polvo
blanco, había un feto. Se distinguían las piernas y sus manos, pero la cabeza
aún parecía la de un pequeño animal, una rana o un anfibio con ojos a cada lado
de la cabeza, la boca semiabierta y la mirada vacía.
Jacobo
Silver alcanzó a llegar rápido antes de que retiraran el cuerpo. Las fotos que
había tomado eran aterradoras, e incluso él se había puesto pálido. Esta vez,
el asesino no había tenido piedad, pero su creatividad parecía no conocer
límites. Estaba asqueado.
-No
me haga sospechar de usted, señor Silver.
Jacobo
volteó para ver al oficial Buendía acercarse a él. El policía se veía bastante
enfadado, pero también temblaba, como si alguien le manipulara las manos. Todo
lo que sostenía temblaba antes de caer al suelo. Su nerviosismo era evidente.
-Le
dije que esto pasaría. El asesino está siguiendo un patrón específico,
inspirado en la magia de estos días, o sólo lo hace para llamar la atención.
¿Ya habló el muchacho traumatizado?
Buendía
asintió.
-Dijo
que “el monstruo” le había dicho que no era digno de morir. Lo veía como un ser
enorme, delgado, con el rostro pintado con una línea negra atravesándolo
horizontalmente y sin el pie derecho. Iba acompañado de una mujer, toda vestida
de rojo, con el cabello negro suelto…
Silver
se quedó pensando un momento, antes de empezar a hablar.
-Hay
una leyenda azteca antigua, en donde los dioses se reúnen para crear al sol y
la luna. Dos de ellos, uno grande y hermoso, y otro pequeño y enfermizo, se
ofrecen como sacrificio. El día pactado, frente a una hoguera, ambos son
obligados a arrojarse al fuego. El dios enorme e imponente se acobardó ante la
hoguera, mientras que el dios enfermizo, llenándose de valor, se arrojó
primero, seguido del otro. El dios enfermizo salió primero transformado en el
sol, porque su valentía había encendido su alma, mientras que el otro dios, ya
envalentonado también, había surgido del mismo tamaño y esplendor que su
hermano. Sin embargo, Quetzalcóatl, enfurecido por ese hecho, tomó a un conejo
y lo estampó contra el segundo sol, convirtiéndolo en la luna, un astro que no
merecía brillar tanto por su falta de honor y valentía.
Buendía
se quedó en silencio un momento, analizando las palabras del reportero.
-No
entiendo. ¿Tiene algo que ver con los asesinatos?
-Al
menos con el primero sí, oficial. Un muchacho de buena posición, relativamente
guapo, que es rechazado por el asesino. En cambio, elige a un simple y pobre
vagabundo, a quién le saca el corazón, símbolo de la energía que necesita el
sol en su tránsito diario en el cielo.
-Bien,
señor Silver. ¿Pero la mujer qué culpa tenía? No entra en ningún plan divino o…
Jacobo
Silver volvió a sonreír.
-Se
equivoca, oficial Buendía. Si hablamos de sacrificios, en la época azteca, una
mujer embarazada muerta durante el parto era igual en importancia al mejor
guerrero muerto en combate. Se le enterraba con honores, en ceremonias tan
complejas que simulaban el sepelio de un guerrero, con cantos de batalla y
armas en la tumba, así como con su bebé si es que este también moría. El
espíritu de la mujer muerta en parto acompañaba al sol todos los días, y lo
recibía en el ocaso para dormir durante la noche. Si una mujer embarazada no
recibía los honores suficientes o no se le enterraba de acuerdo al ritual, su
espíritu vagaba durante las noches como una bella mujer, que se lamentaba por
aquellos hijos que la muerte le había arrebatado. Se le llamaba cihuacóatl, mujer serpiente…
-¿El
asesino estará recreando estas leyendas para infundirle miedo a la gente de la
ciudad? Es un pensamiento algo pesimista, ¿no, señor Silver?
-Tal
vez. O es alguien con mucha imaginación y ganas de hacer las cosas así. En todo
caso, el asesino está acompañado de una mujer que podría representar a la cihuacóatl. No va a ser difícil
encontrarle…
-¿Y
cómo sabe eso?
-El
hombre estará vestido de un dios prehispánico. Tezcatlipoca para ser exactos.
El Dios era delgado y escuálido, bastante aterrador, con garras en las manos,
el rostro surcado por una línea negra y con el pie amputado, del cual sólo
salía el hueso descubierto.
Buendía
fue el que sonrió esta vez.
-Que
original disfraz, entonces. No va a ser complicado encontrarle. Habrá que
disponer de agentes en toda la zona. No podrá ir lejos si…
Jacobo
Silver empezó a chistar al oficial.
-Ya
es demasiado tarde, oficial. El asesino ha tomado las víctimas que necesitaba
en estos días y no volverá a aparecer…
El
reportero se había quedado en silencio, pálido, con los ojos abiertos. La mujer
de la noche pasada, aquella a la cual no podía dejar de ver, en el restaurante…
Un presentimiento cruzó por su cabeza.
-Al
menos que haya aún más simbolismos, oficial Buendía.
Ambos
salieron caminando del Templo, mientras Buendía conducía al estupefacto
reportero a un lugar más apartado de la gente.
-¿A
qué se refiere? ¿Qué otras señales podría haber en esto? Ya tengo suficiente
con tres muertes como para que…
-La
señales. El asesino está inspirado en leyendas prehispánicas. Está matando en
la ciudad que era el centro religioso y político más grande de Mesoamérica. Un
lugar de gozo y alegría, donde la muerte no era temida, sino adorada como un
dios, o un camino directo a la gloria o al descanso.
-Sigo
sin entender…
Jacobo
Silver se tranquilizó.
-Yo
tampoco lo entiendo bien, pero hay algo que se me escapa… Tenemos que ir a
comer. Todo se hace más claro con la barriga llena, oficial. Además, falta que
pague la apuesta que ha perdido. ¿Sanborns?
Ambos
sonrieron, pero no dijeron nada.
Después
de la comida, el reportero y el policía se quedaron en la mesa apartada de toda
mirada y oído indiscreto. Ya no había comida, y faltaban las palabras.
-Quiero
que me explique lo que piensa de esto, señor Silver. Sin rodeos, sin mentiras.
Si usted está implicado en todo esto, será mejor que…
-¡Ay,
por favor! Ya le expliqué que no tengo nada que ver en este asunto. Es cuestión
de lógica, oficial. Llevo más de veinte años trabajando para la nota roja, que
uno aprende a ver las señales de los criminales, en especial de uno tan
específico como este. ¿Va a dejar de inculparme en algo que desconozco o
prefiere que le ayude?
Buendía
puso los ojos en blanco.
-Muy
bien, adelante. Quiero escuchar su teoría…
Jacobo
tomó un sorbo de refresco antes de continuar.
-El
Árbol de la Noche Triste…
-¿Dónde
Hernán Cortés lloró al verse derrotado?
-Sí,
ese mismo. Es un símbolo histórico de la derrota, no sólo de la momentánea que
sufrieron los españoles, sino también del imperio mexica en general. El árbol
aún se conserva, viejo y retorcido, en una plaza de la ciudad, no muy lejos de
aquí. Si el asesino busca una salida triunfal, será en ese lugar.
-¿Volverá
a matar?
-No
lo creo. Ya han sido bastantes muestras de horror y muerte por dos días. Tal
vez sólo va a dejar un mensaje, para aquellos que sepamos ver bien las señales.
El final de su camino es dónde inició el nuestro, al menos de manera simbólica,
como el lugar dónde el águila devoraba una serpiente, hace cientos de años.
Veamos… ¿Podremos ir ahí a averiguar si tengo razón?
Fue
como si alguien le hubiese picado el trasero al oficial Buendía con un fierro
candente.
-¿Está
usted loco? ¡Son puras suposiciones! ¿Cómo va a creer que el asesino se va a
presentar en el lugar que usted ha imaginado sólo porque sí?
Silver
se levantó, un poco más despacio que su compañero, a quién ya lo estaban viendo
los demás comensales.
-Primero
vamos a guardar la calma. Me adelantaré hasta el lugar que le he comentado. Es
una plaza pequeña, en Tacuba…
-Claro
que sé dónde es. ¿Por qué quiere ir usted solo?
-Cerciorarme
de mis propias teorías. Puede seguirme sin que nadie más se dé cuenta. Cuando
lleguemos y vea que estaba en lo correcto, creo que esta vez yo pago la comida.
Silver
guiñó y salió del restaurante casi trotando de la emoción, mientras una de las
meseras, de amplia falda a colores, se hacía a un lado para dejarlo pasar.
Buendía se acercó a la caja para pagar la cuenta y salió directo a su coche.
Después
de un rato, la tarde empezaba a caer en la ciudad, y el tráfico por la Calzada
México-Tacuba era casi interminable. Jacobo Silver, a bordo de un taxi
particular, no se había dado cuenta de que aquella misma avenida había sido
alguna vez uno de los caminos (específicamente, calzadas) que conducían al
centro del Lago, a Tenochtitlán. El taxi se detuvo frente a la plaza, un
pequeño cuadro vacío dentro de la ciudad, con un enorme árbol en el centro. Ese no es, pensó.
Caminando
a la plaza se dio cuenta que la gente ya estaba saliendo, aunque poco a poco.
Dentro de la plaza había una iglesia blanca, de donde salían las personas, y
algunos se quedaban admirando el verdadero espectáculo de aquella noche. Era
una ofrenda enorme, un camino de sal y tierra, bordeado por miles de pétalos de
cempasúchil, y el cual daba a una pequeña mesa donde se presentaban diferentes
platillos en distintos niveles, con un enorme pan de muerto al centro. Las
fotografías de personajes célebres adornaban el camino, el cual también estaba
iluminado con veladoras blancas. Aunque el viento mecía las llamas, no se
apagaban. Detrás del enorme altar se escondía, en parte, un tronco blanco, el
cual descansaba en la tierra tras una valla de metal.
El Árbol de la Noche
Triste. Jacobo admiró con cuidado el tronco, un pedazo
enorme de madera ya muerta que aún resistía al tiempo y a la contaminación, y
que a esa hora de la noche y a la luz de las veladoras parecía un enorme
fantasma, quieto en la inmensidad.
El
viento arreció un poco más, y la gente abandonaba la plaza más aprisa, como si
el aire enfurecido les trajese malas noticias, o una vibra inconfundible.
-Ya
viene-, murmuró Jacobo para sí.
Volteó
a la iglesia, pero ya no había nadie. La plaza estaba vacía, y el único árbol
frondoso dentro se mecía, haciendo crujir sus ramas y las hojas muertas que aún
colgaban de ellas. Cuando miró de nuevo a la ofrenda, ahí estaba ella, de pie,
en medio del camino de sal y tierra.
La
mujer del vestido rojo y cabello largo y negro le miraba fijamente. No se
movía, y el vaporoso vestido se mecía con el viento nocturno, mientras las
velas parecían avivarse más.
-Lo
sabía. Representa muy bien su papel, señorita. La mujer serpiente…
Ella
le sonrió, y abriendo la boca, su voz se convirtió en un sonido que a Jacobo le
heló la sangre: miles de sonajas, como los cascabeles de las serpientes.
Jacobo
Silver empezó a temblar y sintió el miedo circulando en sus venas. Aquello no
era normal, y mientras la mujer avanzaba lentamente hacía él, trataba de
retroceder, dando traspiés y casi tropezando.
-¿Dónde
está él? Quiero verlo-, exigió el
reportero, mientras la mujer seguía avanzando y emitiendo ese aterrador sonido.
Entonces,
la noche se calló. Los grillos dejaron de cantar, y hasta el sonido de los
cascabeles se detuvo. Ni las hojas del árbol ni el viento emitían sonido
alguno, y el frío devoraba todo. Jacobo sintió que sus huesos calaban y la piel
le quemaba con ese frío atroz.
Las
pisadas se escuchaban detrás de él. Un pie descalzo primero, un hueso después.
Jacobo se volteó presa del miedo y de la curiosidad. Ante él, se erguía aquel
personaje que el muchacho del callejón había descrito en sus delirios. Alto y
delgado, de piel oscura y pegada al hueso, con una línea en su rostro, y ojos
delirantes de pupilas contraídas en una mueca de locura. Llevaba un penacho de
plumas viejas y carcomidas, y su pie derecho había sido cortado. En su mano
larga de gruesas garras aferraba una especie de piedra negra pulida, un espejo
de obsidiana.
-Tezcatlipoca…
El
ser mostró sus afilados dientes y se relamió la boca con una lengua azulada
larga y viscosa.
-¿Cómo te atreves a
pronunciar mi nombre?-, dijo la criatura con una voz
espectral, gorjeante.
-Todos
te conocen. Eres un símbolo, un dios, una leyenda…
La
criatura enfureció, soltando un rugido potente al cielo.
-¡Nos han olvidado! Todos han sepultado en el
olvido a las fuerzas que dieron origen a este mundo. Ahora les ponen otros
rostros, los llaman “fuerzas de la naturaleza” o “leyes de la física”. ¡Somos
la burla! Y el agua del lago sagrado ha desaparecido. Los ideales de la ciudad
antigua se perdieron y ya no flotan hacia la gloria, sino que se pudren en la
tierra seca.
-No
se han olvidado. Están presentes. La noche de muertos es un ejemplo. Encienden
el camino de las almas al mundo de los vivos. Muchos de nosotros todavía
tenemos memoria.
Ahora
la criatura se reía, con un sonido como el del hielo o el viento frío.
-Mira más allá, siervo humano. Mira lo que
tengo preparado para ustedes…
Tezcatlipoca
levantó su espejo negro, y mostrándolo de frente a Jacobo, el reportero pudo
ver en él imágenes nítidas, como quién ve un vídeo en una pantalla de celular.
Imágenes del futuro, del agua, de los dioses, y del sol manchado de sangre…
-¡Alto
ahí!
La
voz del oficial Buendía retumbó en la plaza, haciendo que Jacobo apartara la
vista de aquel espejo. Tezcatlipoca miró al hombre quién empuñaba una pistola
con ambas manos, y vio en sus ojos el temor de enfrentarle.
-¡Suelte
eso o dispararé…!
La
criatura estaba a punto de abalanzarse contra el policía, cuando el reportero
se interpuso.
-¡Déjalo,
déjalo ir! No puedes contra su poder. Todos ellos ya se van, mira…
El
oficial Buendía bajó la pistola, y miró hacia donde Jacobo le apuntaba. El
árbol de la Noche Triste estaba abierto, como un portón de madera vieja, y el
camino de la ofrenda estaba repleto de gente, siluetas de personas que apenas
si se podían ver en la noche. Eran almas de muertos, de todas las épocas y
culturas, caminando hacia la puerta al más allá, mientras la cihuacóatl los recibía con un abrazo que
jamás podrían sentir, atravesando su cuerpo hasta la oscuridad.
Jacobo
y el oficial Buendía se quedaron apartados, viendo a las siluetas de hombres,
mujeres y niños atravesar el árbol hacía la oscuridad eterna. Tezcatlipoca
avanzó hacía el camino de flores, mirando como cada una de las almas transitaba
por ahí, como un depredador observa detenidamente a sus presas.
-Era
una lección, ¿no es así?-, preguntó Jacobo a la criatura. Esta lo vio
detenidamente.
-Para que nunca más nos vuelvan a olvidar. Y
si es necesario venir cada año, así lo haré, hasta que aprendan la lección.
Sangre y muerte es lo que somos, una para vivir, y la otra para seguir más
allá. Guarde en su corazón lo que ha visto, señor Silver, porque yo mismo
vendré por usted, cuando Mictlantecuhtli así lo disponga…
El
enorme ser se acercó a la mujer, y le susurró algo al oído. Ella le sonrió, y
lo tomó de la mano. Ambos avanzaron por el camino de las flores, la tierra y la
sal, mientras las veladoras se iban apagando a su paso. En el lugar dónde ellos
habían estado de pie se dibujaban unos extraños símbolos: una calavera
sonriente envuelta en dos tiras de papel con elementos prehispánicos.
-Ollin Miquiztli-, dijo Jacobo, sonriendo
al ver aquellos símbolos grabados en el suelo.
-¿Y
qué significan?-, preguntó el oficial Buendía, mientras las últimas veladoras
se apagaban, y el crujido del árbol indicaba que este se estaba cerrando al
fin.
-La
muerte en movimiento. Cuando morimos, no desparecemos mientras la gente nos
recuerde. Seguimos viviendo, en otro plano, con otra energía que los vivos no
comprendemos, pero que para los muertos es como un último pedazo de fuego al
cual aferrarse.
El
policía carraspeó.
-Y
acerca de lo que vio, puedo preguntar…
-No
le diré nada. Puede que aún vivamos para verlo. Mientras tanto, yo invito la cena…
-Pero…
-Le
dije que tendría razón después de todo. Era un presentimiento. Vámonos…
Ambos
salieron de la plaza, mientras el viento frío levantaba los pétalos del camino
de sal y tierra. El aire se perfumó con el olor del cempasúchil y el humo de
las veladoras apagadas.
Nadie se dio cuenta
que, bajo el símbolo de la muerte en movimiento, al pie del árbol de la Noche
Triste, empezaba a manar agua. Un chorro de agua fría, oscura y salada.