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jueves, 2 de noviembre de 2017

#UnAñoMás: Ollin Miquiztli [FINAL] (Día de Muertos)



Otra mañana fría le daba la bienvenida a los muertos en su estancia en nuestro mundo. La gente caminaba por la calle de Donceles como siempre lo habían hecho. Algunas de las librerías de usado ya estaban abiertas, y el viento penetraba en las puertas, haciendo volar las hojas de libros antiguos y carcomidos.
Siguiendo derecho por aquella calle, se llega hasta el Museo del Templo Mayor, el cual se encuentra a la derecha de dicha calle. Caminando un tramo de República de Guatemala se llega a ver el conjunto de restos de piedra que alguna vez fueron el templo más grande de la religión mexica, y uno de los edificios más grandes de Mesoamérica, que desafiaba toda regla arquitectónica, gracias a estar construido sobre una chinampa, flotando en un lago de agua salada.
Ahora no era ni la mitad de su esplendor original, aunque muchos seguían visitándolo, imaginándose el tamaño y la imponencia de aquel edificio, que incluso pudo haber sido más grande que la Catedral Metropolitana, justo al frente de él.
Quién no ponía atención caminaba directamente frente al templo, sin ver siquiera lo que había en sus paredes, sin observar bien los detalles en sus paredes, en sus figuras, en las líneas de las escaleras. Fue una mujer quién miró más de dos veces dentro del terreno del museo. En la pared de calaveras, que representaba un tzompantli, una larga línea roja alteraba la apariencia blancuzca de aquella pared. Las calaveras del centro estaban manchadas de algo escarlata que brillaba intenso con el sol que se lograba colar por entre los edificios del Centro Histórico. Fue la segunda vez que observó cuando notó que algo de verdad andaba mal. Y ya la tercera vez, con un grito fuerte y alterado, fue cuando un policía que andaba por ahí acudió a ver algo horrible.
Sobre la pared de calaveras, en el tramo que le faltaba por encima, se encontraba el cuerpo de una mujer. La cabeza no se alcanzaba a ver, y el cuerpo estaba doblado por encima del borde de la pared, haciendo que sus piernas cayeran encima de las calaveras de arriba. De entre sus genitales corría la sangre que manchaba en una línea recta las calaveras justo debajo de ella, como una cascada grotesca en miniatura sobre la piedra blanca. Donde la sangre hacía su charco, había algo que no se veía muy bien, hasta que los policías decidieron entrar al templo. A los pies de la pared de calaveras, lleno de sangre y polvo blanco, había un feto. Se distinguían las piernas y sus manos, pero la cabeza aún parecía la de un pequeño animal, una rana o un anfibio con ojos a cada lado de la cabeza, la boca semiabierta y la mirada vacía.
Jacobo Silver alcanzó a llegar rápido antes de que retiraran el cuerpo. Las fotos que había tomado eran aterradoras, e incluso él se había puesto pálido. Esta vez, el asesino no había tenido piedad, pero su creatividad parecía no conocer límites. Estaba asqueado.
-No me haga sospechar de usted, señor Silver.
Jacobo volteó para ver al oficial Buendía acercarse a él. El policía se veía bastante enfadado, pero también temblaba, como si alguien le manipulara las manos. Todo lo que sostenía temblaba antes de caer al suelo. Su nerviosismo era evidente.
-Le dije que esto pasaría. El asesino está siguiendo un patrón específico, inspirado en la magia de estos días, o sólo lo hace para llamar la atención. ¿Ya habló el muchacho traumatizado?
Buendía asintió.
-Dijo que “el monstruo” le había dicho que no era digno de morir. Lo veía como un ser enorme, delgado, con el rostro pintado con una línea negra atravesándolo horizontalmente y sin el pie derecho. Iba acompañado de una mujer, toda vestida de rojo, con el cabello negro suelto…
Silver se quedó pensando un momento, antes de empezar a hablar.
-Hay una leyenda azteca antigua, en donde los dioses se reúnen para crear al sol y la luna. Dos de ellos, uno grande y hermoso, y otro pequeño y enfermizo, se ofrecen como sacrificio. El día pactado, frente a una hoguera, ambos son obligados a arrojarse al fuego. El dios enorme e imponente se acobardó ante la hoguera, mientras que el dios enfermizo, llenándose de valor, se arrojó primero, seguido del otro. El dios enfermizo salió primero transformado en el sol, porque su valentía había encendido su alma, mientras que el otro dios, ya envalentonado también, había surgido del mismo tamaño y esplendor que su hermano. Sin embargo, Quetzalcóatl, enfurecido por ese hecho, tomó a un conejo y lo estampó contra el segundo sol, convirtiéndolo en la luna, un astro que no merecía brillar tanto por su falta de honor y valentía.
Buendía se quedó en silencio un momento, analizando las palabras del reportero.
-No entiendo. ¿Tiene algo que ver con los asesinatos?
-Al menos con el primero sí, oficial. Un muchacho de buena posición, relativamente guapo, que es rechazado por el asesino. En cambio, elige a un simple y pobre vagabundo, a quién le saca el corazón, símbolo de la energía que necesita el sol en su tránsito diario en el cielo.
-Bien, señor Silver. ¿Pero la mujer qué culpa tenía? No entra en ningún plan divino o…
Jacobo Silver volvió a sonreír.
-Se equivoca, oficial Buendía. Si hablamos de sacrificios, en la época azteca, una mujer embarazada muerta durante el parto era igual en importancia al mejor guerrero muerto en combate. Se le enterraba con honores, en ceremonias tan complejas que simulaban el sepelio de un guerrero, con cantos de batalla y armas en la tumba, así como con su bebé si es que este también moría. El espíritu de la mujer muerta en parto acompañaba al sol todos los días, y lo recibía en el ocaso para dormir durante la noche. Si una mujer embarazada no recibía los honores suficientes o no se le enterraba de acuerdo al ritual, su espíritu vagaba durante las noches como una bella mujer, que se lamentaba por aquellos hijos que la muerte le había arrebatado. Se le llamaba cihuacóatl, mujer serpiente…
-¿El asesino estará recreando estas leyendas para infundirle miedo a la gente de la ciudad? Es un pensamiento algo pesimista, ¿no, señor Silver?
-Tal vez. O es alguien con mucha imaginación y ganas de hacer las cosas así. En todo caso, el asesino está acompañado de una mujer que podría representar a la cihuacóatl. No va a ser difícil encontrarle…
-¿Y cómo sabe eso?
-El hombre estará vestido de un dios prehispánico. Tezcatlipoca para ser exactos. El Dios era delgado y escuálido, bastante aterrador, con garras en las manos, el rostro surcado por una línea negra y con el pie amputado, del cual sólo salía el hueso descubierto.
Buendía fue el que sonrió esta vez.
-Que original disfraz, entonces. No va a ser complicado encontrarle. Habrá que disponer de agentes en toda la zona. No podrá ir lejos si…
Jacobo Silver empezó a chistar al oficial.
-Ya es demasiado tarde, oficial. El asesino ha tomado las víctimas que necesitaba en estos días y no volverá a aparecer…
El reportero se había quedado en silencio, pálido, con los ojos abiertos. La mujer de la noche pasada, aquella a la cual no podía dejar de ver, en el restaurante… Un presentimiento cruzó por su cabeza.
-Al menos que haya aún más simbolismos, oficial Buendía.
Ambos salieron caminando del Templo, mientras Buendía conducía al estupefacto reportero a un lugar más apartado de la gente.
-¿A qué se refiere? ¿Qué otras señales podría haber en esto? Ya tengo suficiente con tres muertes como para que…
-La señales. El asesino está inspirado en leyendas prehispánicas. Está matando en la ciudad que era el centro religioso y político más grande de Mesoamérica. Un lugar de gozo y alegría, donde la muerte no era temida, sino adorada como un dios, o un camino directo a la gloria o al descanso.
-Sigo sin entender…
Jacobo Silver se tranquilizó.
-Yo tampoco lo entiendo bien, pero hay algo que se me escapa… Tenemos que ir a comer. Todo se hace más claro con la barriga llena, oficial. Además, falta que pague la apuesta que ha perdido. ¿Sanborns?
Ambos sonrieron, pero no dijeron nada.
Después de la comida, el reportero y el policía se quedaron en la mesa apartada de toda mirada y oído indiscreto. Ya no había comida, y faltaban las palabras.
-Quiero que me explique lo que piensa de esto, señor Silver. Sin rodeos, sin mentiras. Si usted está implicado en todo esto, será mejor que…
-¡Ay, por favor! Ya le expliqué que no tengo nada que ver en este asunto. Es cuestión de lógica, oficial. Llevo más de veinte años trabajando para la nota roja, que uno aprende a ver las señales de los criminales, en especial de uno tan específico como este. ¿Va a dejar de inculparme en algo que desconozco o prefiere que le ayude?
Buendía puso los ojos en blanco.
-Muy bien, adelante. Quiero escuchar su teoría…
Jacobo tomó un sorbo de refresco antes de continuar.
-El Árbol de la Noche Triste…
-¿Dónde Hernán Cortés lloró al verse derrotado?
-Sí, ese mismo. Es un símbolo histórico de la derrota, no sólo de la momentánea que sufrieron los españoles, sino también del imperio mexica en general. El árbol aún se conserva, viejo y retorcido, en una plaza de la ciudad, no muy lejos de aquí. Si el asesino busca una salida triunfal, será en ese lugar.
-¿Volverá a matar?
-No lo creo. Ya han sido bastantes muestras de horror y muerte por dos días. Tal vez sólo va a dejar un mensaje, para aquellos que sepamos ver bien las señales. El final de su camino es dónde inició el nuestro, al menos de manera simbólica, como el lugar dónde el águila devoraba una serpiente, hace cientos de años. Veamos… ¿Podremos ir ahí a averiguar si tengo razón?
Fue como si alguien le hubiese picado el trasero al oficial Buendía con un fierro candente.
-¿Está usted loco? ¡Son puras suposiciones! ¿Cómo va a creer que el asesino se va a presentar en el lugar que usted ha imaginado sólo porque sí?
Silver se levantó, un poco más despacio que su compañero, a quién ya lo estaban viendo los demás comensales.
-Primero vamos a guardar la calma. Me adelantaré hasta el lugar que le he comentado. Es una plaza pequeña, en Tacuba…
-Claro que sé dónde es. ¿Por qué quiere ir usted solo?
-Cerciorarme de mis propias teorías. Puede seguirme sin que nadie más se dé cuenta. Cuando lleguemos y vea que estaba en lo correcto, creo que esta vez yo pago la comida.
Silver guiñó y salió del restaurante casi trotando de la emoción, mientras una de las meseras, de amplia falda a colores, se hacía a un lado para dejarlo pasar. Buendía se acercó a la caja para pagar la cuenta y salió directo a su coche.
Después de un rato, la tarde empezaba a caer en la ciudad, y el tráfico por la Calzada México-Tacuba era casi interminable. Jacobo Silver, a bordo de un taxi particular, no se había dado cuenta de que aquella misma avenida había sido alguna vez uno de los caminos (específicamente, calzadas) que conducían al centro del Lago, a Tenochtitlán. El taxi se detuvo frente a la plaza, un pequeño cuadro vacío dentro de la ciudad, con un enorme árbol en el centro. Ese no es, pensó.
Caminando a la plaza se dio cuenta que la gente ya estaba saliendo, aunque poco a poco. Dentro de la plaza había una iglesia blanca, de donde salían las personas, y algunos se quedaban admirando el verdadero espectáculo de aquella noche. Era una ofrenda enorme, un camino de sal y tierra, bordeado por miles de pétalos de cempasúchil, y el cual daba a una pequeña mesa donde se presentaban diferentes platillos en distintos niveles, con un enorme pan de muerto al centro. Las fotografías de personajes célebres adornaban el camino, el cual también estaba iluminado con veladoras blancas. Aunque el viento mecía las llamas, no se apagaban. Detrás del enorme altar se escondía, en parte, un tronco blanco, el cual descansaba en la tierra tras una valla de metal.
El Árbol de la Noche Triste. Jacobo admiró con cuidado el tronco, un pedazo enorme de madera ya muerta que aún resistía al tiempo y a la contaminación, y que a esa hora de la noche y a la luz de las veladoras parecía un enorme fantasma, quieto en la inmensidad.
El viento arreció un poco más, y la gente abandonaba la plaza más aprisa, como si el aire enfurecido les trajese malas noticias, o una vibra inconfundible.
-Ya viene-, murmuró Jacobo para sí.
Volteó a la iglesia, pero ya no había nadie. La plaza estaba vacía, y el único árbol frondoso dentro se mecía, haciendo crujir sus ramas y las hojas muertas que aún colgaban de ellas. Cuando miró de nuevo a la ofrenda, ahí estaba ella, de pie, en medio del camino de sal y tierra.
La mujer del vestido rojo y cabello largo y negro le miraba fijamente. No se movía, y el vaporoso vestido se mecía con el viento nocturno, mientras las velas parecían avivarse más.
-Lo sabía. Representa muy bien su papel, señorita. La mujer serpiente…
Ella le sonrió, y abriendo la boca, su voz se convirtió en un sonido que a Jacobo le heló la sangre: miles de sonajas, como los cascabeles de las serpientes.
Jacobo Silver empezó a temblar y sintió el miedo circulando en sus venas. Aquello no era normal, y mientras la mujer avanzaba lentamente hacía él, trataba de retroceder, dando traspiés y casi tropezando.
-¿Dónde está él? Quiero verlo-, exigió el reportero, mientras la mujer seguía avanzando y emitiendo ese aterrador sonido.
Entonces, la noche se calló. Los grillos dejaron de cantar, y hasta el sonido de los cascabeles se detuvo. Ni las hojas del árbol ni el viento emitían sonido alguno, y el frío devoraba todo. Jacobo sintió que sus huesos calaban y la piel le quemaba con ese frío atroz.
Las pisadas se escuchaban detrás de él. Un pie descalzo primero, un hueso después. Jacobo se volteó presa del miedo y de la curiosidad. Ante él, se erguía aquel personaje que el muchacho del callejón había descrito en sus delirios. Alto y delgado, de piel oscura y pegada al hueso, con una línea en su rostro, y ojos delirantes de pupilas contraídas en una mueca de locura. Llevaba un penacho de plumas viejas y carcomidas, y su pie derecho había sido cortado. En su mano larga de gruesas garras aferraba una especie de piedra negra pulida, un espejo de obsidiana.
-Tezcatlipoca…
El ser mostró sus afilados dientes y se relamió la boca con una lengua azulada larga y viscosa.
-¿Cómo te atreves a pronunciar mi nombre?-, dijo la criatura con una voz espectral, gorjeante.
-Todos te conocen. Eres un símbolo, un dios, una leyenda…
La criatura enfureció, soltando un rugido potente al cielo.
-¡Nos han olvidado! Todos han sepultado en el olvido a las fuerzas que dieron origen a este mundo. Ahora les ponen otros rostros, los llaman “fuerzas de la naturaleza” o “leyes de la física”. ¡Somos la burla! Y el agua del lago sagrado ha desaparecido. Los ideales de la ciudad antigua se perdieron y ya no flotan hacia la gloria, sino que se pudren en la tierra seca.
-No se han olvidado. Están presentes. La noche de muertos es un ejemplo. Encienden el camino de las almas al mundo de los vivos. Muchos de nosotros todavía tenemos memoria.
Ahora la criatura se reía, con un sonido como el del hielo o el viento frío.
-Mira más allá, siervo humano. Mira lo que tengo preparado para ustedes…
Tezcatlipoca levantó su espejo negro, y mostrándolo de frente a Jacobo, el reportero pudo ver en él imágenes nítidas, como quién ve un vídeo en una pantalla de celular. Imágenes del futuro, del agua, de los dioses, y del sol manchado de sangre…
-¡Alto ahí!
La voz del oficial Buendía retumbó en la plaza, haciendo que Jacobo apartara la vista de aquel espejo. Tezcatlipoca miró al hombre quién empuñaba una pistola con ambas manos, y vio en sus ojos el temor de enfrentarle.
-¡Suelte eso o dispararé…!
La criatura estaba a punto de abalanzarse contra el policía, cuando el reportero se interpuso.
-¡Déjalo, déjalo ir! No puedes contra su poder. Todos ellos ya se van, mira…
El oficial Buendía bajó la pistola, y miró hacia donde Jacobo le apuntaba. El árbol de la Noche Triste estaba abierto, como un portón de madera vieja, y el camino de la ofrenda estaba repleto de gente, siluetas de personas que apenas si se podían ver en la noche. Eran almas de muertos, de todas las épocas y culturas, caminando hacia la puerta al más allá, mientras la cihuacóatl los recibía con un abrazo que jamás podrían sentir, atravesando su cuerpo hasta la oscuridad.
Jacobo y el oficial Buendía se quedaron apartados, viendo a las siluetas de hombres, mujeres y niños atravesar el árbol hacía la oscuridad eterna. Tezcatlipoca avanzó hacía el camino de flores, mirando como cada una de las almas transitaba por ahí, como un depredador observa detenidamente a sus presas.
-Era una lección, ¿no es así?-, preguntó Jacobo a la criatura. Esta lo vio detenidamente.
-Para que nunca más nos vuelvan a olvidar. Y si es necesario venir cada año, así lo haré, hasta que aprendan la lección. Sangre y muerte es lo que somos, una para vivir, y la otra para seguir más allá. Guarde en su corazón lo que ha visto, señor Silver, porque yo mismo vendré por usted, cuando Mictlantecuhtli así lo disponga…
El enorme ser se acercó a la mujer, y le susurró algo al oído. Ella le sonrió, y lo tomó de la mano. Ambos avanzaron por el camino de las flores, la tierra y la sal, mientras las veladoras se iban apagando a su paso. En el lugar dónde ellos habían estado de pie se dibujaban unos extraños símbolos: una calavera sonriente envuelta en dos tiras de papel con elementos prehispánicos.
-Ollin Miquiztli-, dijo Jacobo, sonriendo al ver aquellos símbolos grabados en el suelo.
-¿Y qué significan?-, preguntó el oficial Buendía, mientras las últimas veladoras se apagaban, y el crujido del árbol indicaba que este se estaba cerrando al fin.
-La muerte en movimiento. Cuando morimos, no desparecemos mientras la gente nos recuerde. Seguimos viviendo, en otro plano, con otra energía que los vivos no comprendemos, pero que para los muertos es como un último pedazo de fuego al cual aferrarse.
El policía carraspeó.
-Y acerca de lo que vio, puedo preguntar…
-No le diré nada. Puede que aún vivamos para verlo. Mientras tanto, yo invito la cena…
-Pero…
-Le dije que tendría razón después de todo. Era un presentimiento. Vámonos…
Ambos salieron de la plaza, mientras el viento frío levantaba los pétalos del camino de sal y tierra. El aire se perfumó con el olor del cempasúchil y el humo de las veladoras apagadas.
Nadie se dio cuenta que, bajo el símbolo de la muerte en movimiento, al pie del árbol de la Noche Triste, empezaba a manar agua. Un chorro de agua fría, oscura y salada.

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