Cuento 11: Duende
(Miguel Bosé, 1987). https://www.youtube.com/watch?v=5e7DwcVV6A4
En
una tienda como la nuestra, los monitoristas son los ojos en cada rincón del lugar.
Vigilan a la gente, que no desaparezcan las cosas, y alertan sobre posibles
ladrones. También checan a todo momento para que los vendedores hagan su
trabajo, o que no haya ningún percance entre el personal. Aunque no siempre ven
todo: nadie vio cuando Miguel desapareció, y cada cosa extraña parece no
grabarse. Como si algo escondiese lo que pasa ahí.
Después
de que la tienda cierra, un único monitorista se queda vigilando la tienda
vacía. No hay ninguna razón en específico, ya que no hay nadie. Pero muchas
veces, la gente es astuta: forzar la reja no puede ser difícil. Entrar a robar
después, mucho menos.
El
día que Miguel desapareció, el único monitorista al final de la jornada era
Roberto, un muchacho de rostro huraño y de una enorme estatura. Estaba incomodo
como siempre, ya que el cuarto donde están los monitores es algo estrecho.
Incluso para él. Siempre imponía con su estatura, y aunque su rostro pudiese
decir otra cosa, era un muchacho muy noble y también amable. Pero también
manipulable. Había veces en las que no recordaba ciertos pasajes de su trabajo,
como si grabar todo el día le quitara episodios de su memoria.
Pero
la verdad era otra: Roberto era el títere predilecto del chico de la farmacia.
Hacía muchas cosas a su favor: entre ellas, no ver las cosas raras. Dejarlas
fuera de las grabaciones. Pero Roberto no sabía eso: jamás lo sabría.
El
último vendedor ya se había ido a casa, y los últimos trabajadores del
restaurante también se habían retirado, cuando Roberto se había metido de nuevo
al cuarto de los monitores. Se acomodó como pudo en la silla, y puso su música
favorita: banda y corridos. Cantando entre susurros, miraba de repente las
pantallas, moviendo las cámaras a puntos específicos de la tienda. Todo estaba
a media luz, y vacío. Nada se movía. Era como un encanto. Movió la cámara de la
entrada para ver que no hubiese gente merodeando por la reja. Nada.
La
cámara de Relojería peinó la Farmacia, y ahí estaba: el chico de la farmacia de
pie, inmóvil en medio de los estantes, mirando fijamente hacía arriba. Roberto
se extrañó, pero regresó con el control la cámara hacia ese punto. Ya no había
nada. Sólo la tienda vacía.
-Maldita
sea. Necesito dormir más.
Pero
no podía darse ese lujo. Por eso trabajaba en la noche y dormía por la tarde.
Vigilar cosas muertas e inanimadas era su trabajo aquella semana. Pasó una y
otra vez la cámara hacia la Farmacia, percatándose varias veces para no
engañarse. Pero no, no había nada.
Decidió
abandonar su búsqueda, antes de que le doliese la cabeza.
Dos
horas después, ya eran las 3 de la mañana, y Roberto no cabeceaba, ni siquiera
parpadeaba. La música lo mantenía despierto, y encontraba algo de distracción
en su celular, sin dejar, claro está, de vigilar la tienda.
-Muy
bien, tengo antojo de un pastel…
Roberto
movió la cámara de Tabacos y Novedades hacía la Pastelería, enfocando la repisa
donde mostraban los pasteles, y las vitrinas ya vacías, donde por la mañana
exhibían el pan calientito.
Otra
vez su cabeza empezó a dolerle, porque pensó que su mente lo engañaba. Alguien
estaba saltando en la vitrina, y se acercaba a la repisa, para meterle dedo a
los pasteles. Regresó la cámara con el control, y casi se resbala de la silla.
En efecto, alguien, o “algo” estaba ahí, manoseando el glaseado y el chocolate.
Alguien pequeño, y borroso…
-¿Qué
chingados…?
Dejó
el celular sobre la mesa de los monitores, y revisó una vez más, para ver si
sus ojos no le mentían. Ahí había alguien, una figura oscura, pequeña, que se
estaba comiendo ya uno de los pasteles, agarrando con los dedos los pedazos de
masa con chocolate, y llevándolos a su boca.
El
procedimiento era sencillo: si había alguien en la tienda, Roberto tenía llaves
de la reja que cerraba la tienda del resto de los pasillos de personal. Se
levantó de la silla, salió del cuarto de monitores y subió las escaleras de dos
en dos, con sus largas piernas, jadeando más de miedo que de cansancio.
Llegando a los pasillos, encendió una linterna: ahí estaría oscuro, aunque las
pocas luces ayudasen un poco. Sacó las llaves de su pantalón, y abrió la reja,
haciendo ruido. Tal eso asustara a aquella persona, pero mejor así: estaba en
problemas, y sería mejor encontrarle antes que nada. Igual no tenía
escapatoria.
En
el cinturón, Roberto llevaba colgando un radio. Se comunicaría con los
vigilantes de la plaza, para que le ayudaran.
-Reporte
de intruso en la tienda, aquí el monitorista nocturno. Hay un intruso. Necesito
ayuda, cambio…
El
chirrido del radio le indicó que alguien iba a contestar.
-No se preocupe, monitorista. Vamos para allá.
Trate de negociar con el intruso, no haga nada hasta que lleguemos. Cambio y
fuera.
El
radio se apagó, mientras Roberto caminaba hacia la puerta del personal. La
abrió igual con las llaves, y sintió el frío de la tienda vacía, y el olor de
los libros cerca de ahí. La pastelería estaba a su derecha. Apuntó la lámpara
hacía allá, pero el haz de luz no llegaba tan lejos. Caminó con cuidado,
tratando de no tropezar con nada, sosteniendo la linterna lo mejor que podía.
-Quien
esté aquí, deje de hacer lo que está haciendo. La vigilancia ya viene para
llevárselo.
Sólo
se escuchó el eco de su voz, y sus pasos retumbando en la oscuridad. La luz
atravesó las torres de exhibición de Óptica, reflejando varios ojos de vidrio
vacíos. La Pastelería estaba más cerca, y con ayuda de la linterna, pudo ver la
silueta de algo que ya estaba bajando la vitrina, corriendo cuando sus pies
tocaron el piso. Roberto reaccionó rápidamente, corriendo para alcanzar al
intruso, pero ya no había nadie. Sólo estaba un pastel a medio comer, y huellas
de chocolate en el suelo. Huellas como de pollo: tres dedos apuntando hacia
delante, y uno más pequeños para atrás.
Roberto
se secó el sudor de la frente, cuando escuchó de nuevo los pasos de aquello,
que se movía entre la ropa de caballero y se metía en la isla de exhibición de
Tabacos. El monitorista se asomó, y apuntó la luz a través de la oscuridad. No
había nada. Escuchó como si alguien tirara cosas, y una risa traviesa, como la
de un niño.
-¿Quién
está ahí?
La
risita se hizo más fuerte, más chillona, ya no de niño, sino de algo con voz
aguda, pero muy extraña.
-¿Quién anda ahí, quién, quién?-,
canturreaba la voz, burlándose, soltando carcajadas y pedorretas.
Poco
a poco, Roberto le dio la vuelta a la isla, hasta donde estaban los cigarros.
Las cajas de tabacos volaban por el aire, cayendo fuera de sus exhibidores,
desgarradas y con los cigarros rotos.
Con
ayuda de la linterna, el monitorista apuntó hacía lo que estaba haciendo aquel
desastre: la figura de algo negro encorvado en el suelo, dándole la espalda.
Era delgado y no traía ropa. Sus extremidades eran flacas y largas, de dedos
largos y con garritas de gato. Su cabeza era abombada, con poco pelo y unas
orejas largas y puntiagudas que apuntaban hacia arriba.
-¡Carajo!-,
exclamó Roberto al ver aquella cosa destrozando las cajas de cigarros. La
criatura se dio la vuelta, y el miedo fue mayor: aquello tenía un rostro
pequeño y arrugado, con ojos saltones de color rojo, uno mirando hacía un lado
y el otro hacía otro, como si estuviese bizco. Su nariz estaba descarnada, y su
boca llena de dientes puntiagudos. La cosa soltó un chillido, y se lanzó hacía
Roberto, quien fue más rápido, y golpeó a la criatura con la linterna. El
monstruo salió volando y se estrelló de espaldas contra un exhibidor de vidrio,
quedando encajado entre los cristales rotos. Roberto apuntó de nuevo con la
luz, pero aquello no se movía.
Se
acercó a ver, y sacó el radio para anunciar lo que estaba viendo a los
vigilantes.
-Por
favor, dense prisa. No van a creer lo que…
De
repente, la criatura saltó de nuevo a su cara, pero no pudo reaccionar tan
rápido. Roberto sintió las garras y los dientes de aquella cosa haciéndole
daño, abriendo su piel y arañando su cuero cabelludo. Del dolor y la impresión,
Roberto se fue para atrás, y chocó contra un exhibidor de revistas, y luego,
contra uno de los muebles con discos, tirando algunos al suelo. Logró darse la
vuelta, quitándose al monstruo de encima, y tratando de arrastrarse de regreso
a la puerta, que ya no quedaba lejos. Cuando ya estaba cerca del pasillo,
sintió de nuevo aquella cosa subiéndose, primero por sus piernas, y luego por
su espalda. Siguió gateando, tratando de alejarse de ahí, pero la fuerza de la
criatura era más fuerte. El monstruo empujó la cabeza de Roberto contra una
vitrina donde se exhibían videojuegos, y así lo hizo una y otra vez.
De
la cabeza del monitorista brotaba sangre, y se clavaban los pedazos de cristal
con cada golpe, mientras la cosa aquella se reía y golpeaba más y más fuerte.
-Basta…
Una
voz se escuchó detrás de la criatura, y esta saltó asustada. No pudo salir
corriendo, porque el chico de la farmacia agarró al monstruo por el cuello, y
le arrancó la cabeza de un apretón. El cuerpo quedó sin moverse, y la cabeza
más allá, rodó por el suelo, con los dientes de fuera y los ojos estallados en
sangre.
El
chico miró a Roberto, quién aún estaba vivo, pero mal herido, y casi
inconsciente.
-Está
jugando con nosotros. Acabará por matar más gente si no lo detiene alguien. Yo
ya no puedo. Perdóname, viejo amigo.
El
chico soltó el cuerpo de la criatura, y se acercó al de Roberto. Lo tomó de una
pierna, le dio la vuelta, y empezó a arrastrarlo hasta la Farmacia, dejando el
rastro de sangre a lo largo del pasillo. Roberto trataba de enfocar su mirada,
pero todo estaba tan borroso que apenas podía ver algo claro. Pero podía
escuchar, y hablar. Su rostro era un alfiletero, con pedazos de cristal
encajados en todas partes, y sangre brotando de las heridas.
-¡Suéltame!-,
alcanzó a exclamar.
El
chico de la farmacia lo seguía arrastrando.
-Es
por tu bien. Estarás bien.
Al
llegar a la Farmacia, el chico abrió la puerta de la rebotica, el cuarto donde
escondían los cadáveres de los clientes que escogía para aquello.
-Vas
a estar bien.
Roberto
sintió cómo el chico le arrojaba hacía el cuarto, que en realidad era un enorme
agujero hacía abajo, como un pozo hecho de ladrillos viejos. Y al fondo se
escuchaba algo: el aleteo de miles de insectos, y sus patas caminando en las
paredes del pozo. El grito de Roberto retumbó con fuerte eco en el pozo, antes
de que se escuchara su cuerpo caer en el fondo. Los insectos se quedaron
callados un momento, y volvieron a aletear, pero hacía el fondo del pozo.
La comida estaba
servida.
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