La
plaza de la iglesia lucía llena, con gente entrando y saliendo de aquel
edificio, con aquellos ramos de palma entre las manos. Algunos grandes
parecidos a abanicos, otros más pequeños, encadenados, entrelazados, con forma
de crucifijo, de color verde o amarillo. Los niños llevaban algunas pequeñas,
los adultos un poco más grandes, todo dependiendo de su economía.
Entre
los que iban saliendo de la misa del mediodía estaba Leonora, una muchacha
menuda, con un bonito vestido blanco y una palma pequeña, con forma de un
abanico. El ambiente era bastante caluroso, y a pesar de ello, la muchacha
llevaba sobre los hombros un rebozo de color rosa. Todos admiraban su belleza,
de piel clara y cabello castaño, con hermosos ojos verdes. Decían algunos que
su madre era un ángel, o que había sido concebida una noche de luna. A Leonora
le gustaba pensar que podían ser ambas.
Hacia
ella se acercaba un hombre, un muchacho bien parecido, fornido, vestido de
jornalero. Su sombrero negro se destacaba de entre todos los demás. En su mano
llevaba un churro envuelto en papel estraza, mientras lo mordía despacio.
Leonora lo conocía bien: se trataba de Arturo, uno de los muchachos que
trabajaban en la granja de Don Eusebio, que sin duda, no era el más sencillo.
Arturo
se adelantó, empujando a unos niños a su paso. La muchacha ni siquiera parecía
hacerle caso. Se quedó de pie en medio de la plaza, mirando hacia arriba.
-¿Por
qué tan solita?-, dijo el muchacho, sonriendo. A pesar de su desagradable forma
de ser, nadie podría negar que era un chico apuesto.
-Nada.
¿Y tú, ya te ibas?
Arturo
soltó una carcajada.
-Pasaba
por aquí, de pura casualidad. Más bien… quería invitarte a comer a la casa. Mi
mamá preparó capirotada…
Leonora
no parecía tan interesada.
-Qué
bien. Tal vez pase por mi cachito un día. ¡Qué calor hace…!
Él
no era tonto, y entendía bien las indirectas.
-Está
bien. Nos veremos después.
Mientras
Arturo se iba, Leonora sonreía, caminando hacía el quiosco, donde la gente se
acumulaba más, rodeando los pequeños puestos de comida que ofrecían ricos
platillos. Alcanzó a oler las quesadillas, los sopes, y hasta pozole o elotes
cocidos.
Mientras
andaba por el camino hacía el quiosco, sintió que alguien rozaba la mano con la
que agarraba el rebozo. Volteó a su izquierda y se dio cuenta que era un monje,
alguien vestido de negro, con la capucha echada sobre la cabeza. Tal vez era
alguno de los monjes que ayudaban al sacerdote del pueblo en los días de la
Cuaresma.
-Ay,
lo siento…-, dijo Leonora con voz trémula, tratando de disculparse.
El
monje se detuvo, e hizo que ella también lo hiciera. Aquel extraño sujetó a la
chica del brazo, haciendo que soltara su ramo de palma, y clavó un cuchillo
entre los pechos de Leonora, que ni siquiera alcanzó a soltar un grito. El
dolor le aprisionaba el pecho, y la sangre le corría por la herida, manchando
su inmaculado vestido. El hombre que la atacaba no tenía rostro, escondido en
la penumbra de la capucha, mientras su sonrisa se delineaba entre las sombras.
Sacó
el arma del pecho de la chica, y soltándola, la muchacha cayó de espaldas,
empujando a varias personas, que se apartaron primero confundidas, y luego
gritando. Algunas de las mujeres gritaron aterrorizadas, corriendo y
tropezándose con los puestos de la comida. Leonora yacía en el suelo, con una
enorme mancha de sangre empapando su pecho, las manos caídas a los costados, y
entre las piernas, la palma que llevaba en la mano. Nadie vio como el monje se
alejaba entre los árboles, buscando cómo escabullirse entre la multitud para
llegar a salvo a su guarida.
Desde ese día, el
Asesino de la Pascua, como se le conocía en el pueblo, ya tenía trazado su
plan. Y la muerte lo acompañaría toda aquella semana…
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