Dedicado a la memoria del señor Javier
Carrillo, padre de mis amigos Susana y Javier. Esa bella dama llegó, y se lo llevó,
pero entre nosotros, jamás será olvidado, si aprendemos a recordarlo bien.
A través de los años naturales del hombre,
desde la evolución misma del pensamiento racional, la muerte ha sido vista cómo
el final de una vida que no ha completado todas sus expectativas. La muerte es,
en todo caso, esa enemiga a vencer, tanto por la espiritualidad de las
religiones paganas y modernas, cómo de la ciencia actual para frenar sus
efectos. Incluso, dentro del
simbolismo metafísico del tarot, la muerte encuentra su lugar dentro del arcano
que no tiene nombre, numerado con el XIII. Es la muerte, dentro de las
predicciones, el final de algo que nos causa molestias, la culminación de un
buen ejercicio.
Pero, ¿y cómo entendemos la muerte? Hay, a
mi parecer, tres estados en los que la muerte se presenta. El primero, la
muerte natural a la edad indicada. Un hombre completo, que ha vivido de su
trabajo, ha viajado, conocido gente, y ha amado al ser más especial de su vida,
concluye su ciclo con la muerte a una edad tan avanzada cómo los 95 años
aproximadamente. Se siente completamente feliz, no le hace falta nada, y aunque
ha sabido sortear los problemas y obstáculos, ha hecho lo correcto siempre. Y ahora
se encomienda a esa vieja amiga, que ha esperado con tanto dolor y placer cómo
ninguno. Esa muerte es la muerte buena, la más especial y más hermosa de todas.
La segunda muerte aparece de manera natural
también, pero de manera súbita e indiferente. Un hombre de 30 años que acaba de
terminar sus estudios de maestría muere de un paro cardiaco. Un muchacho de
apenas 15 años que súbitamente se contagia de una enfermedad incurable. Un niño
de 6 que sucumbe ante los pies de la leucemia. O un recién nacido que fallece
por falta de oxígeno al momento del parto. Todas ellas y otras más inesperadas
son las muertes indiferentes, pero necesarias, las que ajustan cierto
equilibrio, y no son buenas ni malas, pero que todos toman por injustas.
Y la tercera muerte, la madre de todas las
demás, la única que entiende el ser humano de la mejor manera. Imaginemos una
mujer, que sale de compras después de haber dejado a su pequeño niño en la
escuela. Y al cruzar la calle, el inconsciente chofer de autobús no se da
cuenta del alto total, y la atropella, quitándole la vida. Otro: Un muchacho
que se resiste a un asalto a mano armada, y recibe un disparo que lo deja en
coma, y muere a los tres días de convalecer en el hospital. Ya sean causa de
accidentes sin preveer, o de una completa saña que envenena, la muerte
artificial es la que más dolor deja, la que más nos pone en un dilema en cuanto
a la naturaleza de esta entidad. Dentro de la muerte artificial, todo lo que
pase siempre será malo, enfermo, y retorcido.
¿Y qué se dice del suicidio? ¿Acaso no es
una muerte artificial, mala y ponzoñosa? Pues sí, en cierto modo lo es. Pero al
parecer, y aunque el causante sea el afectado, el suicidio no es un acto de
violencia, de muerte “mala”, sino de alivio, de solicitud propia de la vida
para dejar atrás el sufrimiento de toda una vida de tormentos. El suicidio se
castiga en la mayoría de las sectas y religiones con el tormento eterno del
alma. Pero ni siquiera el causante de tal tormento podría observar todo lo
implicado en la mente del suicida, que se entrega voluntario a los brazos de la
muerte, pero para ayudarse a sí mismo, y no cómo el sacrificio.
El sacrificio, cómo podemos observar, es
diferente del suicidio. En este último interfiere el deseo de acabar con la
vida para aliviar el sufrimiento, aunque este sigue para los deudos, cómo en
cualquier tipo de muerte. Pero en el sacrificio, el acto mismo se convierte en
el símbolo eterno del heroísmo, de salvar a una persona o a un grupo de gente
de un inevitable destino. No es coincidencia que en las películas y libros
modernos, el héroe se interponga entre la bala del villano y el cuerpo de su
amada. Tampoco es antinatural que en tiempos de los aztecas y otras culturas
similares, se escogieran a los guerreros más valientes y a las vírgenes más
puras para ser sacrificados de distintas maneras, entre las que destacaban
extirpación del corazón, en las brazas, ahogando niños, en los cenotes
sagrados. La muerte por sacrificio se intensifica entonces cuando aparece el
legado cristiano de su personaje más importante, Jesús el Nazareno, crucificado
por el pueblo al que pretendía salvar. Una paradoja de que, en el mundo
natural, quién se sacrifica y muere para salvar una vida, mucho más a costa de
la suya, es el héroe, y es a quién se le reconoce mejor.
De aquí puedo derivar que la muerte no es
mala, cómo un sentido natural de las cosas. Cuántas veces en la vida, en los
campos, en las praderas, incluso en los documentales, no hemos visto la muerte.
Leones que cazan gacelas, tigres devorando pájaros, osos polares comiendo
focas, y hasta pingüinos pescando, todo eso, siendo el acto más natural,
consiste en la muerte. Hasta las plantas, al momento de marchitarse, o de
atrapar una mosca en algunas especies, es la muestra fehaciente de que la
muerte está ahí. Para el ser humano, el concepto se vuelve más enigmático, más
florido, por que tememos que llegue ese momento. Sabemos que puede venir cuando
sea, dónde sea, y jamás podrá volver atrás todo lo que perdemos con ello. Que la
muerte sea la gran perra en nuestras vidas no significa que tenga que ser mala.
“Si te has portado bien cuando mueras, irás
al cielo, y si no, te irás al infierno”, o al menos así decían nuestras madres
o padres al momento de preguntar a dónde iba la gente cuando moría. Y de ahí
viene el miedo, y la desesperación a morir. No me considero el gran católico,
pero tampoco dudo de muchas cosas. Si la muerte viene, es para llevarnos a otro
plano que nuestra mente jamás entenderá, por que ella se esfuma con la
descomposición del cuerpo material, del cerebro. Se pone en marcha el mecanismo
de la muerte, y por muy adornada que esté (es decir, aunque se compre ataúd de
oro o se incinere en fuego purificado) el cuerpo se desintegra, se deshace, se
une de nuevo a la naturaleza entre bacterias y demás agentes que descomponen la
materia orgánica. La frase “polvo eres, y en polvo te convertirás”, podrá
decirse de la manera más religiosa posible, pero en todo caso, es cierta.
Muchos dicen que hay un túnel de luz, un
camino hacía otro plano material y de conciencia cuando se muere. Uno tendría
que morir para verificarlo, pero las creencias son más fuertes, y no desestimo
eso, tampoco lo ataco ni lo insulto. Las creencias personales van más allá de
todo lo que vemos. Vamos adornando la verdad de la muerte, de esa bella
visitante que nos entra por el pecho, y sale por la boca y por los ojos. ¿Quién,
entonces, no ha conocido de gente que dice que al morir, se les va el color de
los ojos? ¿O de aquellos que juran que el aliento sale de manera rápida y
contundente? Y de los más que podrían probar, sin temor a equivocarse, que al
morir, se pierden esos esenciales 21 gramos . Todo es posible en el mundo de la
muerte, por que, cómo he dicho antes, hasta no vivirlo, no saberlo.
Y el temor a la muerte, el miedo a
desconocer lo que viene, nos lleva, en el caso de los mexicanos, a vivir la
muerte cómo una especie de juego. Es el azar el que nos trae de la mano, y el
que decide en muchos casos el día en que nos va a llevar la chingada. Y lo digo
sin tapujos, y sin sonrojarme, por que así lo hemos dicho desde hace cientos de
años tal vez. Es la muerte en forma de catrina, de vivos colores morados,
naranjas y negros, que año con año nos visita. En México, la muerte es azar,
pero también es burla. Un hombre valiente que juega a la ruleta rusa con sus
compadres es un héroe, está desafiando a la pelona, le pela los dientes a la
muerte, y si le toca la bala cargada, se va cómo los pocos. Incluso el buen
hombre que reta a las fuerzas naturales y acaba sucumbiendo a ellas, y a sus
leyes, puede decirse que lo hizo de una manera valiente y con coraje.
En México, la fiesta de la muerte se
extiende sólo 2 días, visitando a los muertos, arreglando sus tumbas, cantando
canciones con ellos hasta la madrugada, poniendo altares y ofrendas, viandas de
comida, pan, sal y velas, que guían las almas para así romper el estado
natural. En nuestro país, la muerte invierte por unos días sus planes, y
regresa “simbólicamente” a nuestros muertos, para seguir festejando con ellos
lo que no pudimos en vida, recordar sus hazañas, sus vidas, sus alegrías, y
muchas veces, incluso para las madres, las tristezas de haber perdido hijos,
nietos, padres, abuelos, tíos, primos, conocidos…
¿Ahora debemos temer a la muerte? Lo dudo
mucho, siempre viene, nunca se va, y está ahí para enseñarnos que la vida puede
ser corta o larga, que la mitad de esa vida depende de nosotros, y la otra
mitad de corresponde a ella. Si habemos de irnos, por la buena, la indiferente,
o la mala, pasará, nunca se detendrá. Seremos héroes en sacrificios, o “cobardes”
que alivian sus penas en el suicidio. Podemos causar la muerte también,
torearla, atrevernos a retarla, pero nunca se irá. No hay nadie inmortal, pero
se puede ser así. La fiesta de la muerte en noviembre nos recuerda que, a pesar
de que el cuerpo se haya ido, ese alguien vive a través de los recuerdos, de
los sueños, y de la vida que nos atrevemos siempre a vivir para que ellos jamás
sean olvidados. Inclusive yo mismo, que ahora mismo nutro mis dudas en un tema
tan delicado con mis letras sinceras, he perdido, sin saber y sin querer, a
gente especial. No por algo llevo ese nombre, Luis y Luisa, mi abuelo y mi tía,
me acompañarán por siempre con sus nombres y sus recuerdos, recuerdos de gente
a quién nunca escuché, nunca vi, y nunca conocí. Vivo la vida de quiénes jamás debieron irse…
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