La
barca de Andrés ya había dejado la costa, y la banda de guerra que se escuchaba
desde el malecón se hacía cada vez más lejana. El enorme barco de velas que
zarpó después de que los fuegos artificiales se dejaran escuchar en la plaza ya
iba aún más lejos que su pequeña embarcación. La celebraciones de la Revolución
no le importaban en lo más mínimo. Él se iba a pescar, como cada tarde, en
solitario, acompañado sólo de su caña y su red. En tierra no tenía nada, pero
en el mar, en aquel profundo mar azul casi negro, lo tenía todo…
Tomó
la caña y lanzó el anzuelo hacía el agua, sin importarle donde caía. La suerte
estaría con él y le ayudaría a sacar algo, tal vez un pez verdaderamente
grande. El hilo de la caña se tensó un poco, tal vez por efecto del agua que
corría bajo la barca, pero nada más. Los peces no parecían querer morder el
anzuelo. Tal vez estaban ocupados con sus asuntos de peces, aquellos que los
hombres no entienden y los peces olvidan en segundos. Tal vez las corrientes se
los habían llevado a todos. O tal vez ni siquiera los peces tenían antojo de
tan miserable carnada.
-Tranquilos,
tranquilos, ya les dará hambre. Porque yo tengo hambre también…-, decía Andrés,
mirando el agua con sus pequeños ojos, tratando de vislumbrar a través del agua
y los rayos del sol que se reflejaban en la superficie, buscando a los pequeños
peces. Sólo podía ver un tremendo azul intenso, que iba oscureciéndose conforme
se veía más al fondo. Era como una enorme cueva llena de agua.
Mientras
Andrés observaba atento el fondo del mar, algo golpeó el piso de la barca, como
si hubiese caído desde algún lugar del inmenso cielo azul. El muchacho se dio
la vuelta, acomodándose la gorra sobre la cabeza, para que el intenso sol no le
quemara tanto la cara.
En
el piso de la barca había un pez, que aún luchaba por no morir, golpeando la
madera de la embarcación y salpicando lo poco de agua que quedaba en su cuerpo
plateado. Era un pequeño atún, que no pasaba de los 15 centímetros. Abría y
cerraba su boca con desesperación, y sus agallas dejaban ver un interior rojo
lleno de branquias resecas.
-Mira
tú, que casualidad… ¡Les hablo y se suben!-, exclamó el solitario pescador.
Estiró su mano callosa, y antes de que pudiese tomar al pequeño atún entre sus
manos, algo le golpeó en la muñeca. En el fondo de la barca, una vez más, había
otro pez. Esta vez era un pez rojo, de un color rosado en el vientre, con ojos
igual de rojos.
-Por
favor, ¿qué significa esto? Si así son cuando los trata uno bien, lo voy a
hacer más seguido…
Otro
pez, pero esta vez, este lo golpeó en el rostro, como una bofetada azul y gris
que cayó atronadoramente en el suelo de la barca.
Andrés
miró al pez con extrañeza, mientras los tres animales se retorcían en el fondo
de la balsa. Frunció el ceño y trató de pisar a uno de los peces con su pie
descalzo, pero falló, porque el animal se escurrió rápidamente.
-¡Estúpidos
animales, malditos sean!
Pero
por más que pataleaba, no pudo pisar a ninguno. Andrés estaba desesperado, y no
se dio cuenta, hasta que fue demasiado tarde, que el mar alrededor de la barca
estaba hirviendo. El agua saltaba y formaba círculos, salpicaba gotas saladas
por todas partes. Andrés se quedó quieto, de pie en medio de su barca, cuando
los peces empezaron a saltar por el agua.
Eran
cientos de ellos, de todos los colores: amarillo apagado, grises que brillaban
como la plata, de color negro lustroso. Largos, pequeños y hasta hinchados con
picos, con forma de luna, con largos hocicos llenos de dientes afilados. Algunos
le daban a Andrés de lleno en el pecho, en las manos, en las piernas, y dos que
tres en la cabeza, y cuando caían al fondo de la barca, algunos hasta le
mordieron los dedos de los pies. Perdió el equilibrio, y cayó de sentón en el
piso de la barca, aplastando a algunos peces.
-¡Ya,
déjenme en paz, basta!-, gritaba el joven pescador, mientras los peces seguían
saltando, directo a él, o cayendo de regreso al mar.
Fue
cuando todo se calmó, aunque los peces en el fondo de la balsa seguían
saltando. Se escuchaba como un chapoteo bastante pegajoso, una sarta de golpes
viscosos contra la madera y el metal. Andrés se extrañó al ver la balsa llena
de peces luchando por no morir (algunos ya estaban tiesos), y de que el mar
estuviese tan tranquilo. Se incorporó un poco, haciendo a un lado los peces de
la balsa con sus pies y con sus manos.
Se
asomó por el borde de la balsa, de rodillas, con sus dedos bien aferrados al
madero. Ahí solo había algunas ondas de agua que aún chocaban contra su balsa,
y el profundo mar azul más al fondo. Fue cuando el pescador escuchó otro
chapoteo, un pez que había salido del agua directo a su balsa, con un potente
crujido al final, señal de que había aterrizado sobre otros peces.
El
muchacho volteó rápidamente. Ese golpe en la barca la había mecido incluso, y
se había escuchado como quién deja caer un fardo en el suelo. Ahí, en el suelo
de la barca, había un pez, aún más grande que todos los demás. Su cuerpo era
naranja, un naranja intenso, con un vientre blanco como pus. Su rostro era
ancho, como el de una persona sin nariz y con unas enormes agallas abiertas en
lugar de orejas. Su boca parecía querer respirar, y sus ojos enloquecidos
miraban a todas partes, independientes uno del otro. En vez de aletas tenía una
especie de garras, como unas largas manos llenas de venas y que terminaban en
uñas afiladas, que arañaban el suelo de la barca y a los peces. La cola era
larga, y se movía de izquierda a derecha.
No
fue la apariencia del pez lo que hizo que Andrés palideciese de terror, sino el
grito de aquella cosa. Sí, el pez había gritado, como lo haría un hombre
malherido. Se arrastró poco a poco hasta donde estaba el muchacho, soltando
alaridos estridentes y muy aterradores. Era como si lo torturaran, como si
caminar por ahí con aquellas aletas y agitando su cola le hiciese daño.
-¡Aléjate,
aléjate!-, decía el muchacho, soltando patadas que hacían que los peces muertos
saltaran. Pero no detuvo al pez que, poco a poco, se acercaba a él,
arrastrándose y gimiendo. Cuando ya lo tuvo casi entre las piernas, el pez se
detuvo. Empezó a respirar rápido, con aquellas agallas que parecían melena de
león, y sus garras se hundían en la madera.
Su
último grito fue horrible. Algo agudo al principio, y gutural después. Parecía
que aquella criatura se desinflaba, y quedó quieta en el fondo de la barca,
antes de que su cuerpo empezara a burbujear. El pez se deshizo, y su cuerpo se
diluyó entre los cadáveres de los demás peces.
Andrés
no tardó en reaccionar. Se lanzó al motor y lo hizo funcionar. La barca
avanzaba un poco más lento, por el peso de los peces muertos. El pescador
solitario estaba asustado, temblaba, quería dejar atrás el mar. Y aunque el
motor hacía un ruido infernal, aquel grito aterrador seguía retumbándole en la
cabeza…
2 comentarios:
Muuuuy interesante y muy buen, sigue asi.
Muchas gracias por el apoyo, seguimos a pie del cañón. Este año de relatos aún no termina...
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