Imagen de uno de los objetos luminosos fotografiados durante la oleada OVNI en Bélgica de 1989-1990. |
Los
niños gritaban mientras corrían por la calle. La imagen de la Virgen de
Guadalupe ya estaba adornada con escarcha, esferas y pequeñas luces de colores.
Hacía frío, y la tarde se convertía en noche rápidamente, por lo que las luces
de la Virgen lucían tan bonitas y relucientes.
Juan
Diego iba caminando por ahí, mientras los vecinos ayudaban a sacar y acomodar
sillas alrededor del nicho de la Virgen para la misa que se celebraría en media
hora. Acababa de salir del trabajo, y estaba cansado. Ni siquiera se fijó
cuando un pequeño niño se le atravesó y estuvo a punto de tirarlo.
Llegó
a casa, abrió la puerta y la cerró tras de sí. Las risas de los niños sonaban
como lejanas, pero el frío no se iba. Vivía solo en aquella pequeña casa, y el
silencio y la oscuridad reinaban en todo el lugar. Los pocos muebles que tenían
crujían por el frío. Iba a prepararse un buen café, a escuchar música y a no
dejar que nada lo molestara aquella noche.
Había
pasado casi una hora, y aunque los niños ya no gritaban, se escuchaba la
letanía del sacerdote que los vecinos habían traído para la misa. A pesar de la
música, Juan Diego escuchaba lo que el sacerdote decía, pero no prestaba
atención. La taza con café que sostenía entre sus manos le calentaba la
garganta, y la música lo relajaba un poco más. Aunque la casa era fría, eso no
le preocupaba.
Lo
había pensado detenidamente durante semanas. Aquella vida, solo siempre, en esa
casa fría y aburrida… No parecía una buena vida para él. Menos después de
enterarse de que la mujer que quería había tomado una decisión. Aún escuchaba
bien claras las palabras de ella en su mente, de hacía ya un mes, como si
hubiesen pasado horas apenas. Yo voy a
quedarme con él… Te quiero, pero necesito estar con él.
El
café tenía un sabor raro. En la mesita de la sala descansaba un frasco, un
diminuto frasco que antes contenía un polvo blanco, un veneno para rata. Tal
vez dolía, pero Juan Diego no lo sentía. Había tomado un calmante, y aunque
hacía frío, y su piel se erizaba, el dolor en el estómago era imperceptible.
¿Qué caso tenía estar vivo viéndola con otro? La decisión hubiese parecido algo
precipitada, un sinsentido. Y sin embargo, la razón por la que lo hacía era
poderosa. Aquella mujer lo había enamorado, le había entregado todo, a pesar de
que estuviese comprometida. Y después, sin más, se iba con aquel que no la
hacía feliz.
Su
mente divagaba ya, entre la conciencia de sus pensamientos, en los recuerdos
dolorosos, y en la pérdida gradual de la conciencia. Los secretos que se irían
con él a la tumba cruzaban por su mente como pedazos de tela rasgada que se
levantaba con el viento frío de afuera. La misa y los cantos se estaban
perdiendo en la inmensidad, y sólo escuchaba ecos de la música que llenaba su
casa fría y solitaria. Dos pensamientos solitarios rondaron por su cabeza.
Aquella mujer, la mujer
a la que amaba con locura y desesperación, era vecina suya, una de las mujeres
que estaba allá afuera, en misa.
Y…
La muerte no avisa.
La música siguió tocando, aún cuando la taza de café cayó al suelo, rompiéndose.
El frío no dejó de llenar cada rincón de la casa. Nadie afuera escuchó nada, ni
la taza, ni el café derramándose en el piso, ni el último aliento de Juan
Diego. Pero todos miraban hacia arriba. En el cielo nocturno, durante la misa
de la Virgen de Guadalupe de aquella calle, los vecinos vieron las luces,
volando sobre sus casas, silenciosas, sigilosas, como una advertencia…
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