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domingo, 16 de abril de 2017

#UnAñoMás: El Asesino de Pascua (Domingo de Pascua)



El comandante Espinoza yacía en el suelo, con una mejilla pegada a la madera húmeda del suelo de aquella casa. Su vista regresaba poco a poco. Todo se veía borroso, y poco iluminado. Las sombras se reflejaban en el suelo y las paredes con un temblor incesante. La cabeza le dolía demasiado y sentía todo el cuerpo aún más adolorido. Trató de mover las manos, y aunque le respondieron, sentía cómo si las hubiesen aplastado con las llantas de un camión.
Cuando pudo incorporarse, a pesar del dolor de cabeza, encontró a Arturo en la silla, sentado y amarrado. La mano le sangraba, y el líquido carmesí le escurría por detrás, formando un pequeño charco bajo la silla. Tenía cara de asustado, a pesar de su tamaño. El comandante tardó un poco en levantarse para acercarse al muchacho y tratar de liberarlo.
-Lo comprendí muy tarde… Tú, tú no…
Una voz resonó al fondo de la casa vieja. Se escuchaba como apagada, un susurro.
-Arturo no hizo nada que yo no le dijera, comandante. Preferible que salvase su alma a que pensaran cosas malas de él. Pero si la gente deja de creer, ¿qué le queda a Dios para este mundo más que purificarlo?
De entre las sombras apareció el padre Miguel, aún vestido con su sotana, despeinado, casi cansado, pero tranquilo. El comandante Espinoza se quedó ahí, de pie, observando a aquel hombre con detenimiento. Ni siquiera llevaba un arma. ¿Cómo podía…?
-Tengo la duda, comandante. ¿Cómo supo la verdad?-. Las manos del padre estaban entrelazadas en su espalda, y hablaba con la misma serenidad que siempre.
-El dedo que dejó en la iglesia. A pesar de todo, ese dedo mutilado tenía la textura de alguien que trabaja. Áspero, lleno de callos y cicatrices. No podía ser de usted. El hombre del hábito negro que mató a Leonora, Eduviges y Felipe muertos justo detrás de la iglesia… Al ver aquel dedo, todo estaba un poco más claro, a excepción de…
-El Viernes, sí. Hace tiempo que había hablado con Arturo. Todos creían que él había matado a la pobre muchacha porque la habían visto con él. Pensé que podría ayudarme, acabando el trabajo que se supone debe de culminar. Arturo debe acabar conmigo, matarme, y después huir, esconderse para nunca más volver al pueblo. Tiene instrucciones necesarias para salvarse, para que nadie lo encuentre.
El comandante Espinoza miró primero al muchacho, que seguía atado a la silla, muerto de miedo y perdiendo sangre. Luego miró al padre, aún más confundido.
-¿Por qué hizo todo esto?
-Vivimos en un pueblo donde las tradiciones son importantes, comandante. Algo que ha perdurado años y años. Pero cada vez la gente cree menos. Dios está en todas partes y aún así no lo aprecian en sus ritos. No creen en el sacrificio, en la eucaristía, en el perdón de sus pecados. Sólo creen en sí mismos, y eso los lleva al egoísmo, a actuar por inercia y torpemente, sin encaminar sus pensamientos a nuestro Padre Celestial. Leonora murió para que la gente pudiese empezar a creer que alguien estaba tras de ellos, para que tuviesen temor y se acercaran más a Dios. Felipe murió por sacrificio, sangre y carne, el pan y el vino que necesita el hombre para vivir eternamente. Eduviges sabía demasiado, y había que acabar con su sarta de mentiras, antes de que la gente empezara a creerlas. Cuando vi que los fieles se asustarían, no me quedó otra alternativa. Tenían que perder al único hombre en el pueblo que aún cree en Dios…
-Por eso fingió el secuestro. Por eso Arturo le estaba ayudando. ¿El muchacho iba a matarlo para que el pueblo volviese a creer? Eso es enfermo…
El padre Miguel se acercó despacio hasta ambos, haciendo que el comandante se pusiera tenso.
-No es locura, comandante. La gente volverá a creer cuando el cuerpo de su querido padre Miguel aparezca en medio de la iglesia esta mañana. Se habrá consumado todo el plan, cada cosa que debía hacerse estará hecha. Y el pueblo sabrá que Dios los acompaña aún en los momentos difíciles. Arturo no pierde nada. Tengo bastante dinero para que se vaya de aquí. Todo estará bien, comandante, todo…
Cuando el padre Miguel ya estaba bastante cerca, el comandante sacó de su cinturón otra pistola, algo muy pequeño, que escondía siempre justo detrás de su espalda. El sacerdote dio un paso atrás, levantando las manos, sorprendido.
-No, padre. Ya no más locuras. Si la gente quiere creer en Dios, que sea por voluntad. Creo que el que debe irse es usted…
La pistola apuntaba al pecho del sacerdote, y ninguno de los dos se movía. El padre Miguel ni siquiera iba armado: había estado listo para morir, pero esa no era la forma.
-Hijo, entiende por favor…
-No quiero hacerle daño, padre. Será mejor que tome lo que tiene, y se vaya. Trataré de esconder sus acciones, y que nadie le haga daño. Pero por favor, detenga esta locura y márchese…
El padre Miguel bajó las manos. Se quedó quieto un momento, mirándolos a ambos sin decir nada. Después, se dio la vuelta y caminó directo hasta la puerta destartalada de aquel lugar abandonado.
-Hay cosas peores en este mundo, de las cuales sólo Dios mismo podría salvarnos, aparte del pecado. Cuide bien a su pueblo, comandante Espinoza. Lo van a necesitar…
El padre salió por la puerta, directo a la oscuridad penetrante de la madrugada. Sus pasos se escucharon entre la maleza y los árboles, y se detuvieron. El comandante se dio la vuelta, guardó su arma y empezó a ayudar al muchacho, que estaba pálido.
-Vámonos antes de que regrese. ¿Te sientes bien?
Arturo negó con la cabeza.
-No mucho… tengo nauseas…
-Es normal. Vamos a llevarte con el médico y…
Arturo ya estaba suelto, y cuando se levantó, algo se escuchó desde afuera. Ambos guardaron silencio para escuchar mejor.
-¿Quién es usted? ¿A qué ha venido?-, decía el padre Miguel, con voz trémula, asustado. Alguien más se movía entre las hojas de los árboles, alguien o algo…
-¡Aléjate, no…!
El sacerdote empezó a gritar, mientras se escuchaba el crujir de ramas, un forcejeo, un rugido en la noche, y los gritos de un hombre que agonizaba. Después, todo cesó. Algo se arrastraba de regreso entre la maleza, directo a esconderse en el cerro, entre los árboles más viejos.
-¿Qué fue eso?-, dijo Arturo, apoyándose en el hombro del comandante. Espinoza no supo que decir. Estaba más asustado, y temblaba.
-Tal vez Dios nos ha abandonado, muchacho. Vámonos de aquí…

Los hombres del comandante esperaban aún en el paso del arroyo seco. No querían moverse, y aunque pronto amanecería, esperaban ahí, acurrucados dentro de sus chamarras, cerca de los caballos. Urrieta estaba de pie, entre las sombras de los árboles. Los otros muchachos habían hecho una pequeña fogata entre las piedras secas. Así se aseguraban de que no quemaran nada por accidente.
-Ya se tardaron. Tal vez le pasó algo, o se perdió…-, empezó a decir Urrieta, preocupado por su comandante.
-No pasa nada. Si se perdió, tendremos que buscarlos cuando amanezca. Nos perderíamos también nosotros.
Urrieta conocía bien a ese muchacho. Era Juan Palomares, un muchacho que apenas sabía cómo se llamaba, pero que aún así era buen elemento.
-Sí, tienes razón. Aún así, se me hace estúpido esperar a que regresen… Estamos aquí como pendejos sin hacer nada. ¿Y sí…?
-¡No se preocupe, Urrieta! ¿No ha escuchado las leyendas de este cerro? Eso sí sería peor que ese tal Arturo…
Urrieta lo miró, frunciendo el ceño.
-¿Y qué leyendas te contaron?
Juan Palomares miró a todos sus compañeros. Los tenía bien atentos.
-Duendes, brujas, esas cosas…
Todos empezaron a reírse del pobre muchacho, incluso Urrieta dibujó una sonrisa discreta en su rostro.
-Así que duendes y brujas. ¿Alguna vez los has visto muchacho?
-Sí, claro que sí, ¡no es broma! Ronda por aquí una mujer, la reina de los duendes, que puede verse tan hermosa, pero cuando se da la vuelta es un demonio, algo horrible que se come a la gente. Muy pocos se han salvado y…
Un crujir de ramas hizo que todos saltaran y guardaran silencio. El único que reaccionó rápido fue Urrieta, sacando la pistola de su cinturón. Entre los árboles algo se había movido. Las hojas se mecían, y hasta una rama se había roto, cayendo al suelo con un sonido hueco.
-¿Qué es eso?-, exclamó Juan Palomares, pero nadie le respondía.
-Tal vez un mapache, o algo así. No se acercan nunca si hay una fogata. Tranquilos…-, decía Urrieta, mientras apuntaba a los árboles. Nada salió, ni las ramas volvieron a moverse. Volvió a guardar su pistola en el cinturón.
-Tal vez sea ella, la mujer duende…
Todos rieron, pero ahora más nerviosos. Juan no sabía que decir, porque estaba aún más asustado que los demás.
-Las brujas no existen, muchacho. Ahora voy a orinar, y espero todos sigan vivos cuando regrese…
Pero, al darse la vuelta, no sólo vio el camino de piedras secas delante de sí. Más allá, donde el arroyo seco se perdía entre los árboles, estaba una mujer, una figura envuelta en un camisón blanco, con el largo cabello negro cubriéndole el rostro. Descalza, caminaba despacio entre las piedras.
-¿Y usted quién es? ¿Está herida?-, dijo Urrieta, acercándose poco a poco a la mujer. Juan Palomares temblaba y todos los demás habían notado el miedo. Hasta los caballos se encabritaban.
La mujer se acercó, y su cabello se apartó del rostro. Los dientes afilados de un lobo, y aquellos ojos enloquecidos se abalanzaron contra Urrieta. Pronto amanecería…

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