El
comandante Espinoza yacía en el suelo, con una mejilla pegada a la madera
húmeda del suelo de aquella casa. Su vista regresaba poco a poco. Todo se veía
borroso, y poco iluminado. Las sombras se reflejaban en el suelo y las paredes
con un temblor incesante. La cabeza le dolía demasiado y sentía todo el cuerpo
aún más adolorido. Trató de mover las manos, y aunque le respondieron, sentía
cómo si las hubiesen aplastado con las llantas de un camión.
Cuando
pudo incorporarse, a pesar del dolor de cabeza, encontró a Arturo en la silla,
sentado y amarrado. La mano le sangraba, y el líquido carmesí le escurría por
detrás, formando un pequeño charco bajo la silla. Tenía cara de asustado, a
pesar de su tamaño. El comandante tardó un poco en levantarse para acercarse al
muchacho y tratar de liberarlo.
-Lo
comprendí muy tarde… Tú, tú no…
Una
voz resonó al fondo de la casa vieja. Se escuchaba como apagada, un susurro.
-Arturo
no hizo nada que yo no le dijera, comandante. Preferible que salvase su alma a
que pensaran cosas malas de él. Pero si la gente deja de creer, ¿qué le queda a
Dios para este mundo más que purificarlo?
De
entre las sombras apareció el padre Miguel, aún vestido con su sotana,
despeinado, casi cansado, pero tranquilo. El comandante Espinoza se quedó ahí,
de pie, observando a aquel hombre con detenimiento. Ni siquiera llevaba un
arma. ¿Cómo podía…?
-Tengo
la duda, comandante. ¿Cómo supo la verdad?-. Las manos del padre estaban
entrelazadas en su espalda, y hablaba con la misma serenidad que siempre.
-El
dedo que dejó en la iglesia. A pesar de todo, ese dedo mutilado tenía la
textura de alguien que trabaja. Áspero, lleno de callos y cicatrices. No podía
ser de usted. El hombre del hábito negro que mató a Leonora, Eduviges y Felipe
muertos justo detrás de la iglesia… Al ver aquel dedo, todo estaba un poco más
claro, a excepción de…
-El
Viernes, sí. Hace tiempo que había hablado con Arturo. Todos creían que él
había matado a la pobre muchacha porque la habían visto con él. Pensé que
podría ayudarme, acabando el trabajo que se supone debe de culminar. Arturo
debe acabar conmigo, matarme, y después huir, esconderse para nunca más volver
al pueblo. Tiene instrucciones necesarias para salvarse, para que nadie lo
encuentre.
El
comandante Espinoza miró primero al muchacho, que seguía atado a la silla,
muerto de miedo y perdiendo sangre. Luego miró al padre, aún más confundido.
-¿Por
qué hizo todo esto?
-Vivimos
en un pueblo donde las tradiciones son importantes, comandante. Algo que ha
perdurado años y años. Pero cada vez la gente cree menos. Dios está en todas
partes y aún así no lo aprecian en sus ritos. No creen en el sacrificio, en la
eucaristía, en el perdón de sus pecados. Sólo creen en sí mismos, y eso los
lleva al egoísmo, a actuar por inercia y torpemente, sin encaminar sus
pensamientos a nuestro Padre Celestial. Leonora murió para que la gente pudiese
empezar a creer que alguien estaba tras de ellos, para que tuviesen temor y se
acercaran más a Dios. Felipe murió por sacrificio, sangre y carne, el pan y el
vino que necesita el hombre para vivir eternamente. Eduviges sabía demasiado, y
había que acabar con su sarta de mentiras, antes de que la gente empezara a
creerlas. Cuando vi que los fieles se asustarían, no me quedó otra alternativa.
Tenían que perder al único hombre en el pueblo que aún cree en Dios…
-Por
eso fingió el secuestro. Por eso Arturo le estaba ayudando. ¿El muchacho iba a
matarlo para que el pueblo volviese a creer? Eso es enfermo…
El
padre Miguel se acercó despacio hasta ambos, haciendo que el comandante se
pusiera tenso.
-No
es locura, comandante. La gente volverá a creer cuando el cuerpo de su querido
padre Miguel aparezca en medio de la iglesia esta mañana. Se habrá consumado
todo el plan, cada cosa que debía hacerse estará hecha. Y el pueblo sabrá que Dios
los acompaña aún en los momentos difíciles. Arturo no pierde nada. Tengo
bastante dinero para que se vaya de aquí. Todo estará bien, comandante, todo…
Cuando
el padre Miguel ya estaba bastante cerca, el comandante sacó de su cinturón
otra pistola, algo muy pequeño, que escondía siempre justo detrás de su
espalda. El sacerdote dio un paso atrás, levantando las manos, sorprendido.
-No,
padre. Ya no más locuras. Si la gente quiere creer en Dios, que sea por
voluntad. Creo que el que debe irse es usted…
La
pistola apuntaba al pecho del sacerdote, y ninguno de los dos se movía. El
padre Miguel ni siquiera iba armado: había estado listo para morir, pero esa no
era la forma.
-Hijo,
entiende por favor…
-No
quiero hacerle daño, padre. Será mejor que tome lo que tiene, y se vaya.
Trataré de esconder sus acciones, y que nadie le haga daño. Pero por favor,
detenga esta locura y márchese…
El
padre Miguel bajó las manos. Se quedó quieto un momento, mirándolos a ambos sin
decir nada. Después, se dio la vuelta y caminó directo hasta la puerta
destartalada de aquel lugar abandonado.
-Hay
cosas peores en este mundo, de las cuales sólo Dios mismo podría salvarnos,
aparte del pecado. Cuide bien a su pueblo, comandante Espinoza. Lo van a
necesitar…
El
padre salió por la puerta, directo a la oscuridad penetrante de la madrugada.
Sus pasos se escucharon entre la maleza y los árboles, y se detuvieron. El
comandante se dio la vuelta, guardó su arma y empezó a ayudar al muchacho, que
estaba pálido.
-Vámonos
antes de que regrese. ¿Te sientes bien?
Arturo
negó con la cabeza.
-No
mucho… tengo nauseas…
-Es
normal. Vamos a llevarte con el médico y…
Arturo
ya estaba suelto, y cuando se levantó, algo se escuchó desde afuera. Ambos
guardaron silencio para escuchar mejor.
-¿Quién
es usted? ¿A qué ha venido?-, decía el padre Miguel, con voz trémula, asustado.
Alguien más se movía entre las hojas de los árboles, alguien o algo…
-¡Aléjate,
no…!
El
sacerdote empezó a gritar, mientras se escuchaba el crujir de ramas, un
forcejeo, un rugido en la noche, y los gritos de un hombre que agonizaba.
Después, todo cesó. Algo se arrastraba de regreso entre la maleza, directo a
esconderse en el cerro, entre los árboles más viejos.
-¿Qué
fue eso?-, dijo Arturo, apoyándose en el hombro del comandante. Espinoza no
supo que decir. Estaba más asustado, y temblaba.
-Tal
vez Dios nos ha abandonado, muchacho. Vámonos de aquí…
Los
hombres del comandante esperaban aún en el paso del arroyo seco. No querían
moverse, y aunque pronto amanecería, esperaban ahí, acurrucados dentro de sus
chamarras, cerca de los caballos. Urrieta estaba de pie, entre las sombras de
los árboles. Los otros muchachos habían hecho una pequeña fogata entre las
piedras secas. Así se aseguraban de que no quemaran nada por accidente.
-Ya
se tardaron. Tal vez le pasó algo, o se perdió…-, empezó a decir Urrieta,
preocupado por su comandante.
-No
pasa nada. Si se perdió, tendremos que buscarlos cuando amanezca. Nos
perderíamos también nosotros.
Urrieta
conocía bien a ese muchacho. Era Juan Palomares, un muchacho que apenas sabía
cómo se llamaba, pero que aún así era buen elemento.
-Sí,
tienes razón. Aún así, se me hace estúpido esperar a que regresen… Estamos aquí
como pendejos sin hacer nada. ¿Y sí…?
-¡No
se preocupe, Urrieta! ¿No ha escuchado las leyendas de este cerro? Eso sí sería
peor que ese tal Arturo…
Urrieta
lo miró, frunciendo el ceño.
-¿Y
qué leyendas te contaron?
Juan
Palomares miró a todos sus compañeros. Los tenía bien atentos.
-Duendes,
brujas, esas cosas…
Todos
empezaron a reírse del pobre muchacho, incluso Urrieta dibujó una sonrisa
discreta en su rostro.
-Así
que duendes y brujas. ¿Alguna vez los has visto muchacho?
-Sí,
claro que sí, ¡no es broma! Ronda por aquí una mujer, la reina de los duendes,
que puede verse tan hermosa, pero cuando se da la vuelta es un demonio, algo
horrible que se come a la gente. Muy pocos se han salvado y…
Un
crujir de ramas hizo que todos saltaran y guardaran silencio. El único que
reaccionó rápido fue Urrieta, sacando la pistola de su cinturón. Entre los
árboles algo se había movido. Las hojas se mecían, y hasta una rama se había
roto, cayendo al suelo con un sonido hueco.
-¿Qué
es eso?-, exclamó Juan Palomares, pero nadie le respondía.
-Tal
vez un mapache, o algo así. No se acercan nunca si hay una fogata.
Tranquilos…-, decía Urrieta, mientras apuntaba a los árboles. Nada salió, ni
las ramas volvieron a moverse. Volvió a guardar su pistola en el cinturón.
-Tal
vez sea ella, la mujer duende…
Todos
rieron, pero ahora más nerviosos. Juan no sabía que decir, porque estaba aún
más asustado que los demás.
-Las
brujas no existen, muchacho. Ahora voy a orinar, y espero todos sigan vivos
cuando regrese…
Pero,
al darse la vuelta, no sólo vio el camino de piedras secas delante de sí. Más
allá, donde el arroyo seco se perdía entre los árboles, estaba una mujer, una
figura envuelta en un camisón blanco, con el largo cabello negro cubriéndole el
rostro. Descalza, caminaba despacio entre las piedras.
-¿Y
usted quién es? ¿Está herida?-, dijo Urrieta, acercándose poco a poco a la
mujer. Juan Palomares temblaba y todos los demás habían notado el miedo. Hasta
los caballos se encabritaban.
La mujer se acercó, y
su cabello se apartó del rostro. Los dientes afilados de un lobo, y aquellos
ojos enloquecidos se abalanzaron contra Urrieta. Pronto amanecería…
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