El
Asesino de Pascua había desaparecido después del asesinato de Leonora.
Curiosamente, nadie había visto gran cosa. Algunos vieron como un monje se
perdía entre los árboles, pero ninguno le siguió el rastro. La confusión y el
miedo reinaban en el pueblo, y nadie parecía hacer nada para remediarlo.
Hasta
que Eduviges Lara, una solterona del pueblo, soltó lo que había visto. Y es que
era demasiado evidente que el muchacho de la hacienda, ese tal Arturo, se haya
visto antes con Leonora. Hace mucho que la pretendía, pero a ella no le
importaba en lo más mínimo. No tardó mucho hasta que empezaran a ver un alma
oscura y retorcida detrás de aquel rostro bonito.
Mientras
todos daban sus conclusiones, y mientras se celebraban los velorios, el Asesino
se escondía, en un lugar apartado, más allá de los límites del pueblo. Una
casucha abandonada, con nada más excepto un lugar seco donde dormir, aunque
fuese en el suelo, y bastante qué comer. Planeaba algo espectacular. El Jueves
Santo se celebraba la Eucaristía, el momento en que Jesús y los apóstoles
comieron y bebieron, en acto simbólico, para santificar a Dios en cuerpo y
alma. Carne y sangre, un sacrificio justo.
La
noche ya cubría el pueblo, y la gente regresaba temprano a sus casas, a
excepción de aquellos que eran lo suficientemente valientes para enfrentarse a
un loco asesino. Pero ni siquiera los más valientes podían compararse con los
devotos, aquellos hombres y mujeres que asistían a la misa nocturna para
celebrar aquella fecha tan especial. La policía también estaba atenta, con
gente rondando por el parque, alrededor de la iglesia y en las calles más
importantes, algunos a pie, otros a caballo.
Uno
de los hombre a caballo, el comandante Espinoza, iba hablando con uno de sus
oficiales, el señor Urrieta, que iba a pie. Ambos, caminando lentamente por
enfrente de la iglesia, mientras los rezos les llegaban hasta donde estaban. No
había viento, y el calor parecía apagar la voz del padre Miguel. “El momento de
un sacrificio llegaba, y Jesús, paciente y amoroso, entrega simbólicamente su
cuerpo y su sangre a los apóstoles, en símbolo de amor y redención de los
pecados del mundo…”
-¿Usted
cree en las palabras de la vieja loca, Urrieta?-, dijo el jefe Espinoza. El
otro hombre lo miró, algo extrañado.
-La
verdad, no. ¿Usted?
-A
estas alturas, ya no sé qué creer. Eduviges Lara es una mujer amargada. Yo
mismo la hubiese cortejado hace años, pero era creída. No tanto como la
muchachita, que Dios la tenga en su gloria. Si ese tal Arturo la mató…
-Aún
no sabemos si en verdad fue él, señor. Hay que seguir buscando antes de que se
nos pele…
El
comandante Espinoza miró a su subordinado con aire adusto y dudoso.
-Antes
me corto los huevos a que se me escape ese cabrón, Urrieta. Dudo que haga algo
esta noche.
La
gente empezó a salir de la iglesia cuando las campanas anunciaron las nueve de
la noche. Pero nadie se quedaba demasiado tiempo, porque el miedo podía más. Se
despedían, incluso algunos hablaban camino a sus casas, pero nadie se quedó. Ni
siquiera Felipe, un muchacho de 23 años que había sido elegido para representar
a Jesús al otro día en la procesión del Viernes Santo. Era un muchacho
agradable, amable y educado, que había concluido sus estudios en la
universidad, allá lejos del pueblo, y había regresado para ayudar a su
comunidad. Tanto era su buen porte que representar al Salvador del mundo le
había caído bien. No temía a nada, o al menos eso era lo que decían.
Después
de despedirse del padre, Felipe se encaminó a casa, listo para dormir y estar
preparado muy temprano al día siguiente. El padre Miguel lo veía partir,
mientras el comandante Espinoza se acercaba al párroco.
-Buenas
noches, padre. ¿Cómo estuvo la misa?
El
padre Miguel miró al comandante desde abajo, mientras sentía el calor del
caballo en su hombro y brazo.
-Todo
tranquilo, hijo. La gente tiene miedo y están tristes por lo que pasó con
aquella muchacha. Pensé que te vería en misa…
-Prefiero
hacer mi trabajo, padre. La gente prefiere sentirse segura antes de caer en el
miedo. Hemos estado vigilando bien las calles, pero no hay nadie sospechoso.
Trate de descansar, mañana será otro largo día.
-Gracias
hijo. La gente les debe mucho. Dios los bendiga, hasta mañana.
El
padre regresó a la iglesia, cerrando las puertas. Los policías siguieron
vigilando, ampliando un poco más el espacio por donde pasaban.
Eduviges
Lara caminaba rápidamente por uno de los callejones que iban justo detrás de la
iglesia, con el reboso entre las manos y la cabeza cubierta. Murmuraba cosas, o
tal vez rezaba, pero no había nadie ahí quién la escuchara.
Justo
a la mitad del callejón pudo divisar una silueta. Eran dos hombres, uno joven y
el otro un poco más alto. Parecían platicar, o hasta discutir…
-¿Ya
vieron qué hora es, muchachos? No es seguro andar aquí en la oscuridad.
Vámonos, a sus casas…-, decía la mujer, agitando el rebozo como si espantase
moscas.
El
muchacho se movió, pero en vez de caminar, cayó al suelo. La luz de la Luna
alumbraba un poco aquel lugar, y Eduviges abrió los ojos, aterrada. El muchacho
era Felipe, con la garganta cortada, o más bien cercenada. Había un agujero
ahí, de dónde brotaba sangre a chorros sobre su rostro y en el suelo. El otro
hombre se fue acercando, rápidamente, con la capucha echada en la cabeza, y
Eduviges alcanzó a ver que, entre los dientes, tenía carne sanguinolenta. Trató
de retroceder, pero sus pies la traicionaron, cayendo de espaldas. Cuando el
Asesino estaba frente a ella, Eduviges alcanzó a distinguir un rostro, el
rostro de la muerte que la hizo gritar…
Uno
de los que vigilaban las calles escuchó a lo lejos el grito de la mujer, y
empezó a tocar un silbato, para alertar a los demás. Tardaron casi media hora
en dar con los cuerpos de Felipe y Eduviges Lara, que estaba de espaldas, con
la garganta cortada y varias puñaladas en el vientre. Al chico le faltaba un
buen trozo de garganta, y uno que otro vomitó. Incluso el padre, vestido con un
pijama bastante austero salió corriendo de su recámara en la parte trasera de
la iglesia al escuchar los gritos de alarma y los caballos trotando.
El
comandante Espinoza miró primero al padre, y luego a los cuerpos. Se bajó del
caballo y se agachó para ver más de cerca.
-¿Qué
clase de monstruo haría algo así?-, exclamó el padre, asustado y al borde de un
colapso nervioso.
-No
es un monstruo, padre-, dijo con calma el comandante, acomodándose el sombrero.
–Y mis huevos están en peligro…
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