La
mañana traía las malas noticias. Dos muertos tras la iglesia, y un asesino
suelto. El principal sospechoso, el muchacho Arturo, no aparecía. Y aún así, el
padre Miguel no cancelaría nada. La fiesta de la Pascua tenía que celebrarse a
pesar de todo. A las diez de la mañana, frente a la iglesia, ya estaba la gente
reuniéndose para la procesión. Todos, incluyendo el comandante Espinoza,
notaron que la gente escaseaba. Muchos habían preferido quedarse en sus casas,
rezando para que ninguno de ellos fuese la siguiente víctima, y no precisamente
por las fechas santas.
-¿Estarán
seguros los feligreses, comandante?-, preguntó el padre, levantando un poco la
voz entre el gentío. El hombre lo miraba desde su caballo, mientras los
subordinados se disponían a rodear el contingente.
-No
se preocupe, padre. Vamos a ir con ustedes en todo momento, vigilando
alrededor. Presiento que el asesino se quiere lucir en este día. Usted dice
cuando podamos empezar.
El
padre asintió, persignándose.
-Qué
Dios nos bendiga, hijo.
-Sí
padre, ojalá.
El
padre Miguel se puso al frente de la procesión, seguido de sus monaguillos,
quienes sostenían un crucifijo, y empezaron a caminar. Las calles por donde
pasaban estaban adornadas con guirnaldas de color blanco y púrpura, que
cruzaban de lado a lado. La gente entonaba cantos y rezaba, mientras el padre
anunciaba las caídas de Jesucristo durante el Vía Crucis, y se detenían en cada
parada.
El
comandante Espinoza notó que la gente en las orillas de la procesión estaba
incómoda. Muchos no rezaban, y solamente miraban a su alrededor, esperando
toparse con alguien que no debería de estar ahí.
Los
policías a caballo vigilaban todo alrededor. Cada persona, cada hombre, incluso
aquellos que llevaban una sombrilla para protegerse del calor. Pero nadie
parecía verse sospechoso. Nadie llevaba una túnica, ni algo parecido a un arma.
Fue cuando el grito de una mujer los alertó a todos, incluso el padre Miguel
tuvo que detenerse para ver qué había causado aquella alarma.
-¿Alguien
ve algo?-, decía el comandante a través de su radio.
-Al frente, justo detrás de usted…
En
la pared que estaba a espaldas del comandante Espinoza, alguien había colgado
un crucifijo de cabeza, empapado de sangre que aún escurría en el suelo. El
Cristo iba vestido de forma grotesca con lencería, y sus ojos estaban pintados
de negro. Sobre los pies rezaba una placa con una leyenda aterradora:
-“Para
que vuelvan a creer, su pastor debe caer…”
La
gente comenzó a alterarse, a gritar y a caminar en círculos. Los policías a
caballo trataban de mantener el orden, pero no era suficiente. El galope
incesante de un caballo llenó el ambiente de miedo. A lo lejos, por la calle
subía un caballo negro, y sobre él, una persona vestida de negro, con la
capucha puesta. Iba a toda prisa, acercándose a la multitud, mientras el animal
soltaba relinchos furiosos.
En
un instante, la gente comenzó a correr, escondiéndose en los callejones y tras
las casas, y algunos se petrificaron. Dos chicas se desmayaron de la impresión,
y los niños lloraban desconsolados. El caballo negro llegó hasta el frente de
la procesión, y con una fuerte coz, derribó a uno de los monaguillos al suelo,
haciendo que el crucifijo de la iglesia cayese al pavimento. El padre Manuel se
quedó de pie, con un puño cerrado y la Biblia del otro lado.
-¡Aléjate
de la gente, asesino! ¡No tienes poder aquí!-, dijo el sacerdote, con voz
clara, sin temor.
El
asesino se agachó, y con una fuerza tremenda, tomó al padre Miguel de ambos
brazos y lo subió violentamente hacia el caballo. Aunque el sacerdote hacía lo
imposible por soltarse, no surtía efecto. El que iba en el caballo era más
fuerte, y de un bolsillo de la túnica, sacó una pistola. Todo fue rápido: con
la cacha de la pistola, el asesino desmayó a su víctima. El padre Miguel
colgaba del caballo como un fardo.
Los
policías empezaron a acercarse, pero el caballo negro fue más rápido,
alejándose de la multitud enardecida hacia las afueras del pueblo. Espinoza
cabalgaba lo más rápido que podía, seguido de los otros elementos, pero era
imposible. El otro caballo parecía ser llevado por una fuerza indómita, casi
sobrenatural. El comandante arreó más fuerte al caballo, pero aún no le daba
alcance al otro. El asesino se daba la vuelta en ocasiones para disparar, y eso
hacía que los caballos de la policía se asustaran.
Llegando
a los límites, el caballo negro y el del comandante Espinoza empezaron a vadear
algunas pencas de nopales y árboles pequeños, soltando grandes nubes de tierra
detrás de ellos. En un descuido, al asesino se le resbaló la capucha de la
cabeza, y el comandante alcanzó a ver un rostro a través de la polvareda.
-¡Detente,
cabrón!-, dijo el policía, deteniendo el caballo. Sacó su pistola, e intentó dispararle
al otro caballo, pero sin resultado.
A lo lejos, Arturo y
el caballo negro desaparecían entre los árboles del cerro.
0 comentarios:
Publicar un comentario