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viernes, 14 de abril de 2017

#UnAñoMás: El Asesino de Pascua (Viernes Santo)



La mañana traía las malas noticias. Dos muertos tras la iglesia, y un asesino suelto. El principal sospechoso, el muchacho Arturo, no aparecía. Y aún así, el padre Miguel no cancelaría nada. La fiesta de la Pascua tenía que celebrarse a pesar de todo. A las diez de la mañana, frente a la iglesia, ya estaba la gente reuniéndose para la procesión. Todos, incluyendo el comandante Espinoza, notaron que la gente escaseaba. Muchos habían preferido quedarse en sus casas, rezando para que ninguno de ellos fuese la siguiente víctima, y no precisamente por las fechas santas.
-¿Estarán seguros los feligreses, comandante?-, preguntó el padre, levantando un poco la voz entre el gentío. El hombre lo miraba desde su caballo, mientras los subordinados se disponían a rodear el contingente.
-No se preocupe, padre. Vamos a ir con ustedes en todo momento, vigilando alrededor. Presiento que el asesino se quiere lucir en este día. Usted dice cuando podamos empezar.
El padre asintió, persignándose.
-Qué Dios nos bendiga, hijo.
-Sí padre, ojalá.
El padre Miguel se puso al frente de la procesión, seguido de sus monaguillos, quienes sostenían un crucifijo, y empezaron a caminar. Las calles por donde pasaban estaban adornadas con guirnaldas de color blanco y púrpura, que cruzaban de lado a lado. La gente entonaba cantos y rezaba, mientras el padre anunciaba las caídas de Jesucristo durante el Vía Crucis, y se detenían en cada parada.
El comandante Espinoza notó que la gente en las orillas de la procesión estaba incómoda. Muchos no rezaban, y solamente miraban a su alrededor, esperando toparse con alguien que no debería de estar ahí.
Los policías a caballo vigilaban todo alrededor. Cada persona, cada hombre, incluso aquellos que llevaban una sombrilla para protegerse del calor. Pero nadie parecía verse sospechoso. Nadie llevaba una túnica, ni algo parecido a un arma. Fue cuando el grito de una mujer los alertó a todos, incluso el padre Miguel tuvo que detenerse para ver qué había causado aquella alarma.
-¿Alguien ve algo?-, decía el comandante a través de su radio.
-Al frente, justo detrás de usted…
En la pared que estaba a espaldas del comandante Espinoza, alguien había colgado un crucifijo de cabeza, empapado de sangre que aún escurría en el suelo. El Cristo iba vestido de forma grotesca con lencería, y sus ojos estaban pintados de negro. Sobre los pies rezaba una placa con una leyenda aterradora:
-“Para que vuelvan a creer, su pastor debe caer…”
La gente comenzó a alterarse, a gritar y a caminar en círculos. Los policías a caballo trataban de mantener el orden, pero no era suficiente. El galope incesante de un caballo llenó el ambiente de miedo. A lo lejos, por la calle subía un caballo negro, y sobre él, una persona vestida de negro, con la capucha puesta. Iba a toda prisa, acercándose a la multitud, mientras el animal soltaba relinchos furiosos.
En un instante, la gente comenzó a correr, escondiéndose en los callejones y tras las casas, y algunos se petrificaron. Dos chicas se desmayaron de la impresión, y los niños lloraban desconsolados. El caballo negro llegó hasta el frente de la procesión, y con una fuerte coz, derribó a uno de los monaguillos al suelo, haciendo que el crucifijo de la iglesia cayese al pavimento. El padre Manuel se quedó de pie, con un puño cerrado y la Biblia del otro lado.
-¡Aléjate de la gente, asesino! ¡No tienes poder aquí!-, dijo el sacerdote, con voz clara, sin temor.
El asesino se agachó, y con una fuerza tremenda, tomó al padre Miguel de ambos brazos y lo subió violentamente hacia el caballo. Aunque el sacerdote hacía lo imposible por soltarse, no surtía efecto. El que iba en el caballo era más fuerte, y de un bolsillo de la túnica, sacó una pistola. Todo fue rápido: con la cacha de la pistola, el asesino desmayó a su víctima. El padre Miguel colgaba del caballo como un fardo.
Los policías empezaron a acercarse, pero el caballo negro fue más rápido, alejándose de la multitud enardecida hacia las afueras del pueblo. Espinoza cabalgaba lo más rápido que podía, seguido de los otros elementos, pero era imposible. El otro caballo parecía ser llevado por una fuerza indómita, casi sobrenatural. El comandante arreó más fuerte al caballo, pero aún no le daba alcance al otro. El asesino se daba la vuelta en ocasiones para disparar, y eso hacía que los caballos de la policía se asustaran.
Llegando a los límites, el caballo negro y el del comandante Espinoza empezaron a vadear algunas pencas de nopales y árboles pequeños, soltando grandes nubes de tierra detrás de ellos. En un descuido, al asesino se le resbaló la capucha de la cabeza, y el comandante alcanzó a ver un rostro a través de la polvareda.
-¡Detente, cabrón!-, dijo el policía, deteniendo el caballo. Sacó su pistola, e intentó dispararle al otro caballo, pero sin resultado.
A lo lejos, Arturo y el caballo negro desaparecían entre los árboles del cerro.

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