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sábado, 15 de abril de 2017

#UnAñoMás: El Asesino de Pascua (Sábado de Gloria)



Durante la mañana del sábado, una bruma cubrió el pueblo, que desde temprano ya empezaba a mostrar señales de actividad. Los hombres salían a sus trabajos, y algunas mujeres se despertaban temprano para comprar cosas para la comida. Pero aquel sábado, no había nadie. Todos estaban en sus casas, y hasta el momento del amanecer, la gente seguía sin salir. Solo unos cuantos caminaban presurosos, y se perdían entre los callejones.
La policía era la única que patrullaba en las calles. La tarde anterior, el comandante Espinoza había desaparecido solo entre los árboles, buscando las pistas de aquel caballo negro, pero sin éxito. Había regresado en la noche, cansado, aterrado, y enfurecido. No había dirigido a nadie la palabra, pero él había visto ese rostro, el de Arturo cabalgando entre el polvo, con el padre Miguel inconsciente sobre el caballo.
Espinoza había sido el primero en patrullar las calles por la mañana del sábado, mientras los demás se dedicaban a buscar cualquier pista entre los callejones. El comandante se bajó de su caballo, dejándolo frente a los escalones de la iglesia. Entró, y sintió el vacío, la ausencia y la soledad. A pesar de que afuera empezaba a hacer calor, ahí dentro hacía frío. Los santos lo veían desde arriba, algunos ángeles en el techo observaban hacía arriba, hacia la cúpula, buscando la luz. Al fondo, volvía a estar colgado el crucifijo, detrás del altar. Alguien lo había rescatado del suelo, y le faltaba un brazo, y la mitad de la cara, que había sido pisoteada por el caballo negro.
El comandante se persignó, y se sentó en una de las bancas, apartado del altar. El sonido de sus pasos era atronador, y retumbaba en las paredes y el yeso de las columnas que adornaban todos los arcos. Miró hacia el crucifijo, buscando el único ojo que le quedaba al Cristo.
-Ayúdame a encontrar al padre con vida. Sé que no soy muy creyente. Sé que las cosas no son cómo quisieras. Tal vez la gente esté perdiendo la fe, pero no todos tienen que pagar el castigo. Si esto es tu voluntad, cambia de parecer. Perdona a los inocentes. Salva a quienes no tienen la culpa de nuestros pecados…
Una mano le tocó el hombro, y el comandante se dio la vuelta, asustado, porque un hombre con un hábito negro apareció tras de él. Alcanzó a sacar la pistola de la funda, pero se dio cuenta rápidamente que no era Arturo. Era uno de los monjes del monasterio, aquellos que le ayudaban a los sacerdotes en la Semana Santa y otras fiestas religiosas.
-Comandante, lo siento mucho, pero vi su caballo y…
-¡Dios, no…! No se preocupe, me asustó solamente. ¿Para qué soy bueno?
El monje miró al comandante un largo rato, sin decir nada. El silencio era incómodo.
-El padre Miguel… Todos estamos preocupados por él. Las misas de hoy se cancelaron, lamentablemente, porque nadie está capacitado para darlas. ¿Tienen alguna pista?
El muchacho del hábito negro tenía las manos entrelazadas bajo las mangas, y se veía bastante nervioso. El comandante lo vio con precaución.
-No, aún no. Vamos a buscar por grupos en el cerro. No se nos va a escapar.
-Eso es bueno. Yo… Dios, comandante, mire…
Sacó las manos de entre las mangas de algodón, y le mostró algo. Era una caja de madera, bastante horrible, como si alguien la hubiese quemado. Se la extendió al comandante, y este la tomó, algo desconfiado. Algo daba vueltas dentro, como una piedra. Levantó la tapa con cuidado.
Aquello no se lo esperaba. Era un dedo, la mitad de uno, cortado con algo mal afilado, ya que tenía los jirones de carne ahí dónde le habían pasado el filo. El hueso se asomaba entre la carne, astillado. El dedo había perdido su color, y empezaba a ponerse morado. En el fondo de la tapa había algo, un papel lleno de manchas de sangre y tierra, con una sola palabra escrita: BÚSQUEME.
-¿Quién le dio esto?-, preguntó el comandante, aterrorizado.
-Lo encontré en la mañana, cuando estaba limpiando. Alguien lo había dejado en el altar. Entró en la noche. ¿Es del padre?
-No lo sé…
El comandante miró de nuevo el dedo. Tenía algo extraño. Le dio la vuelta con la punta de sus propios dedos, y vio más a detalle. La uña estaba comida, como desgastada, y la yema sucia, áspera…
-Tengo que irme. Por favor, guarde esto. Volveré pronto.
El comandante salió corriendo de la iglesia, dejando al monje con la caja entre las manos, en silencio y bastante confundido.
Uno de los compañeros de la policía se había detenido en la iglesia al ver el caballo del comandante, y cuando vio a su jefe montándose en él, se apresuró a acercarse a él.
-¡Llama a cuatro o cinco de los muchachos, los de los caballos más rápidos! Vamos a buscar al padre al cerro. Creo que sé donde está.
El otro compañero llamó por el radio a los muchachos, y cuando se encontraron todos en la avenida principal, cabalgaron hacía el camino de tierra por dónde el jinete negro había aparecido. Cruzaron los árboles y matorrales, y se adentraron en el cerro, espantando a algunos pájaros. El sonido de los cascos de los caballos se apagó un poco por el zacate y el lodo, y los hombres trataban de esquivar algunas de las ramas que se encontraban más abajo.
-¡¿A dónde vamos?!-, preguntó uno de los policías. Los seis elementos iban siguiendo al comandante, y este trataba de tomar la ruta más segura y con menos obstáculos.
-¡Síganme nada más! ¡Cuándo lleguemos, nos paramos y les daré instrucciones!
Cabalgaron un rato más, amparados por las sombras de los árboles. Después de un momento, se detuvieron, en un lugar amplio donde no había tantos árboles, pero si piedras de río. Era algo parecido a un arroyo seco.
-Quédense aquí. Voy a entrar por ese camino. Va hacia el viejo molino de Don Chema. Ya está abandonado, pero si vamos todos, nos va a escuchar. Si hay problemas, escucharán un disparo o más. Ahí podrán entrar. Quédense al pendiente…
Todos los demás asintieron, mientras el comandante Espinoza se bajaba del caballo, para caminar más allá de aquellas piedras secas.
El camino antiguo que llevaba al viejo molino era ahora solo tierra y algunas piedras rotas ocultas entre el pasto. Los árboles que crecían por ahí eran aún más espesos y le daban al lugar una sensación horrible de claustrofobia. Era como caminar en un largo pasillo encerrado. El comandante Espinoza llevaba la pistola por debajo de la cintura, escuchando y mirando al frente, vigilando todo a su alrededor. Sólo se veían las sombras de los árboles más pequeños, un conejo que pasó saltando por ahí y algunos pájaros encaramados en las ramas, sin prestar atención.
El sonido de unos pasos a lo lejos lo hizo detenerse y vigilar. A parte de su respiración, no podía verse nada. No había nada más que sombras, piedras y ramas.
Siguió caminando, mientras la tarde llegaba, añadiendo más oscuridad al paraje. A pesar de que había dejado atrás el arroyo, cuando este aún fluía podía extenderse mucho más, dando vueltas imprevistas. Pensó que otra vez había regresado de dónde había partido, pero se dio cuenta que era otro segmento del arroyo seco, este un poco más profundo y que ahora parecía una zanja o trinchera rellena de piedras grises y moteadas de marrón.
A unos metros, oculto entre zarzales y plantas de hiedra, estaba el viejo molino, una pequeña casita con agujeros en las paredes, la ventana tapiada con maderas y la vieja rueda aún en su lugar, flotando a casi medio metro dentro del arroyo seco. Una lagartija grande corrió desde el tejado hasta el suelo, moviendo las hojas de las plantas cuando saltó a una de ellas.
Otra vez pasos, esta vez, de dentro de la casa. Alguien caminaba despacio, como dando vueltas, aunque por la oscuridad y la ventana tapiada, no alcanzaba a ver ni siquiera la sombra. Levantó el arma, y empezó a avanzar poco a poco, tratando de no resbalarse con las piedras flojas o con alguna rama de los viejos árboles que rodeaban en arroyo.
Cuando volvió a subir por el otro lado, miró más de cerca la casa abandonada. La puerta estaba a medio abrir, de lado, casi por caerse, y se mecía con el poco aire que pasaba por entre las ramas de los árboles. Avanzó despacio, mientras sus botas dejaban huellas profundas en la tierra.
Pasó a través del umbral de la puerta, y a pesar del clima templado afuera, ahí dentro hacía frio. Las paredes lucían negras, con moho y musgo en las esquinas. Entró con cuidado, pero la madera del piso crujía. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, se dio cuenta que ahí no había nadie. Quien fuera se había salido, o tal vez estaba escondido.
-¿Padre?-, dijo el comandante, en un susurro. Nadie le contestó. Se escuchaba el murmullo de los árboles allá afuera, y el caminar de ratas y cucarachas entre la madera.
-¿Padr…?
El comandante tropezó con algo, una lata tal vez, por el sonido que había hecho, y cayó de bruces. Alcanzó a sostenerse con ambas manos, soltando la pistola, que salió dando tumbos en la oscuridad.
-Comandante…
La voz era de alguien entre la oscuridad. Se escuchaba mal, como alguien enfermo. Aún a gatas, el comandante Espinoza trató de buscar con las manos y su escasa vista. Era un susurro que provenía de una de las esquinas de aquel lugar.
Pero no tuvo que buscar a tientas o avanzar para ver el rostro de aquel que le había hablado. En la esquina de la casa estaba Arturo, agazapado, herido y agarrándose una mano ensangrentada con la otra. Una luz iba alumbrando todo despacio, una luz que provenía detrás de él. No hubo tiempo para nada.
El comandante trató de darse la vuelta, y en cuanto se levantó, algo le golpeó la cabeza. Cayó, y todo fue de nuevo oscuridad.

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