Durante
la mañana del sábado, una bruma cubrió el pueblo, que desde temprano ya
empezaba a mostrar señales de actividad. Los hombres salían a sus trabajos, y
algunas mujeres se despertaban temprano para comprar cosas para la comida. Pero
aquel sábado, no había nadie. Todos estaban en sus casas, y hasta el momento
del amanecer, la gente seguía sin salir. Solo unos cuantos caminaban
presurosos, y se perdían entre los callejones.
La
policía era la única que patrullaba en las calles. La tarde anterior, el
comandante Espinoza había desaparecido solo entre los árboles, buscando las pistas
de aquel caballo negro, pero sin éxito. Había regresado en la noche, cansado,
aterrado, y enfurecido. No había dirigido a nadie la palabra, pero él había
visto ese rostro, el de Arturo cabalgando entre el polvo, con el padre Miguel
inconsciente sobre el caballo.
Espinoza
había sido el primero en patrullar las calles por la mañana del sábado,
mientras los demás se dedicaban a buscar cualquier pista entre los callejones.
El comandante se bajó de su caballo, dejándolo frente a los escalones de la
iglesia. Entró, y sintió el vacío, la ausencia y la soledad. A pesar de que
afuera empezaba a hacer calor, ahí dentro hacía frío. Los santos lo veían desde
arriba, algunos ángeles en el techo observaban hacía arriba, hacia la cúpula,
buscando la luz. Al fondo, volvía a estar colgado el crucifijo, detrás del
altar. Alguien lo había rescatado del suelo, y le faltaba un brazo, y la mitad
de la cara, que había sido pisoteada por el caballo negro.
El
comandante se persignó, y se sentó en una de las bancas, apartado del altar. El
sonido de sus pasos era atronador, y retumbaba en las paredes y el yeso de las
columnas que adornaban todos los arcos. Miró hacia el crucifijo, buscando el
único ojo que le quedaba al Cristo.
-Ayúdame
a encontrar al padre con vida. Sé que no soy muy creyente. Sé que las cosas no
son cómo quisieras. Tal vez la gente esté perdiendo la fe, pero no todos tienen
que pagar el castigo. Si esto es tu voluntad, cambia de parecer. Perdona a los
inocentes. Salva a quienes no tienen la culpa de nuestros pecados…
Una
mano le tocó el hombro, y el comandante se dio la vuelta, asustado, porque un
hombre con un hábito negro apareció tras de él. Alcanzó a sacar la pistola de
la funda, pero se dio cuenta rápidamente que no era Arturo. Era uno de los
monjes del monasterio, aquellos que le ayudaban a los sacerdotes en la Semana
Santa y otras fiestas religiosas.
-Comandante,
lo siento mucho, pero vi su caballo y…
-¡Dios,
no…! No se preocupe, me asustó solamente. ¿Para qué soy bueno?
El
monje miró al comandante un largo rato, sin decir nada. El silencio era
incómodo.
-El
padre Miguel… Todos estamos preocupados por él. Las misas de hoy se cancelaron,
lamentablemente, porque nadie está capacitado para darlas. ¿Tienen alguna
pista?
El
muchacho del hábito negro tenía las manos entrelazadas bajo las mangas, y se
veía bastante nervioso. El comandante lo vio con precaución.
-No,
aún no. Vamos a buscar por grupos en el cerro. No se nos va a escapar.
-Eso
es bueno. Yo… Dios, comandante, mire…
Sacó
las manos de entre las mangas de algodón, y le mostró algo. Era una caja de
madera, bastante horrible, como si alguien la hubiese quemado. Se la extendió
al comandante, y este la tomó, algo desconfiado. Algo daba vueltas dentro, como
una piedra. Levantó la tapa con cuidado.
Aquello
no se lo esperaba. Era un dedo, la mitad de uno, cortado con algo mal afilado,
ya que tenía los jirones de carne ahí dónde le habían pasado el filo. El hueso
se asomaba entre la carne, astillado. El dedo había perdido su color, y
empezaba a ponerse morado. En el fondo de la tapa había algo, un papel lleno de
manchas de sangre y tierra, con una sola palabra escrita: BÚSQUEME.
-¿Quién
le dio esto?-, preguntó el comandante, aterrorizado.
-Lo
encontré en la mañana, cuando estaba limpiando. Alguien lo había dejado en el
altar. Entró en la noche. ¿Es del padre?
-No
lo sé…
El
comandante miró de nuevo el dedo. Tenía algo extraño. Le dio la vuelta con la
punta de sus propios dedos, y vio más a detalle. La uña estaba comida, como
desgastada, y la yema sucia, áspera…
-Tengo
que irme. Por favor, guarde esto. Volveré pronto.
El
comandante salió corriendo de la iglesia, dejando al monje con la caja entre
las manos, en silencio y bastante confundido.
Uno
de los compañeros de la policía se había detenido en la iglesia al ver el caballo
del comandante, y cuando vio a su jefe montándose en él, se apresuró a
acercarse a él.
-¡Llama
a cuatro o cinco de los muchachos, los de los caballos más rápidos! Vamos a
buscar al padre al cerro. Creo que sé donde está.
El
otro compañero llamó por el radio a los muchachos, y cuando se encontraron
todos en la avenida principal, cabalgaron hacía el camino de tierra por dónde
el jinete negro había aparecido. Cruzaron los árboles y matorrales, y se
adentraron en el cerro, espantando a algunos pájaros. El sonido de los cascos
de los caballos se apagó un poco por el zacate y el lodo, y los hombres
trataban de esquivar algunas de las ramas que se encontraban más abajo.
-¡¿A
dónde vamos?!-, preguntó uno de los policías. Los seis elementos iban siguiendo
al comandante, y este trataba de tomar la ruta más segura y con menos
obstáculos.
-¡Síganme
nada más! ¡Cuándo lleguemos, nos paramos y les daré instrucciones!
Cabalgaron
un rato más, amparados por las sombras de los árboles. Después de un momento,
se detuvieron, en un lugar amplio donde no había tantos árboles, pero si
piedras de río. Era algo parecido a un arroyo seco.
-Quédense
aquí. Voy a entrar por ese camino. Va hacia el viejo molino de Don Chema. Ya
está abandonado, pero si vamos todos, nos va a escuchar. Si hay problemas,
escucharán un disparo o más. Ahí podrán entrar. Quédense al pendiente…
Todos
los demás asintieron, mientras el comandante Espinoza se bajaba del caballo,
para caminar más allá de aquellas piedras secas.
El
camino antiguo que llevaba al viejo molino era ahora solo tierra y algunas
piedras rotas ocultas entre el pasto. Los árboles que crecían por ahí eran aún
más espesos y le daban al lugar una sensación horrible de claustrofobia. Era
como caminar en un largo pasillo encerrado. El comandante Espinoza llevaba la
pistola por debajo de la cintura, escuchando y mirando al frente, vigilando
todo a su alrededor. Sólo se veían las sombras de los árboles más pequeños, un
conejo que pasó saltando por ahí y algunos pájaros encaramados en las ramas, sin
prestar atención.
El
sonido de unos pasos a lo lejos lo hizo detenerse y vigilar. A parte de su
respiración, no podía verse nada. No había nada más que sombras, piedras y
ramas.
Siguió
caminando, mientras la tarde llegaba, añadiendo más oscuridad al paraje. A
pesar de que había dejado atrás el arroyo, cuando este aún fluía podía
extenderse mucho más, dando vueltas imprevistas. Pensó que otra vez había
regresado de dónde había partido, pero se dio cuenta que era otro segmento del
arroyo seco, este un poco más profundo y que ahora parecía una zanja o
trinchera rellena de piedras grises y moteadas de marrón.
A
unos metros, oculto entre zarzales y plantas de hiedra, estaba el viejo molino,
una pequeña casita con agujeros en las paredes, la ventana tapiada con maderas
y la vieja rueda aún en su lugar, flotando a casi medio metro dentro del arroyo
seco. Una lagartija grande corrió desde el tejado hasta el suelo, moviendo las
hojas de las plantas cuando saltó a una de ellas.
Otra
vez pasos, esta vez, de dentro de la casa. Alguien caminaba despacio, como
dando vueltas, aunque por la oscuridad y la ventana tapiada, no alcanzaba a ver
ni siquiera la sombra. Levantó el arma, y empezó a avanzar poco a poco,
tratando de no resbalarse con las piedras flojas o con alguna rama de los
viejos árboles que rodeaban en arroyo.
Cuando
volvió a subir por el otro lado, miró más de cerca la casa abandonada. La
puerta estaba a medio abrir, de lado, casi por caerse, y se mecía con el poco
aire que pasaba por entre las ramas de los árboles. Avanzó despacio, mientras
sus botas dejaban huellas profundas en la tierra.
Pasó
a través del umbral de la puerta, y a pesar del clima templado afuera, ahí
dentro hacía frio. Las paredes lucían negras, con moho y musgo en las esquinas.
Entró con cuidado, pero la madera del piso crujía. Cuando sus ojos se adaptaron
a la oscuridad, se dio cuenta que ahí no había nadie. Quien fuera se había
salido, o tal vez estaba escondido.
-¿Padre?-,
dijo el comandante, en un susurro. Nadie le contestó. Se escuchaba el murmullo
de los árboles allá afuera, y el caminar de ratas y cucarachas entre la madera.
-¿Padr…?
El
comandante tropezó con algo, una lata tal vez, por el sonido que había hecho, y
cayó de bruces. Alcanzó a sostenerse con ambas manos, soltando la pistola, que
salió dando tumbos en la oscuridad.
-Comandante…
La
voz era de alguien entre la oscuridad. Se escuchaba mal, como alguien enfermo.
Aún a gatas, el comandante Espinoza trató de buscar con las manos y su escasa
vista. Era un susurro que provenía de una de las esquinas de aquel lugar.
Pero
no tuvo que buscar a tientas o avanzar para ver el rostro de aquel que le había
hablado. En la esquina de la casa estaba Arturo, agazapado, herido y
agarrándose una mano ensangrentada con la otra. Una luz iba alumbrando todo
despacio, una luz que provenía detrás de él. No hubo tiempo para nada.
El comandante trató
de darse la vuelta, y en cuanto se levantó, algo le golpeó la cabeza. Cayó, y
todo fue de nuevo oscuridad.
0 comentarios:
Publicar un comentario