Alicia
había escuchado, entre los alumnos más avanzados, que en el gran depósito de
los instrumentos musicales se aparecía un fantasma. Algunos hablaban más bien
de un monstruo, algo tan aterrador que mataba con sólo ver a su víctima. Lo
curioso era lo fácil que una leyenda había convencido a otros alumnos a
enfrentarse a lo desconocido, siempre con consecuencias: siempre que alguna
persona entrara al depósito sin el permiso necesario, firmado por uno de los
maestros, podía ser suspendido.
Sin
embargo, si la leyenda era cierta, de alguna manera habría que provocar al
fantasma para que se apareciera. Nadie lo mencionaba jamás, y sólo quedaba en
que cualquier persona que entrara al recinto podría verlo si era lo suficientemente
paciente. Alicia no lo creyó así. A pesar de que sus clases de piano iban muy
bien, y sus ensayos casi diarios no le quitaban tiempo en su vida social y en
la escuela, la muchacha de 16 años podría ponerse a investigar un poco más al
respecto. A través de varias páginas de Internet, empezó a buscar maneras de
hacer que las entidades fantasmales se apareciesen a quien lo quisiera.
Descartó
cosas como palabras mágicas, invocaciones con velas y otros materiales
químicos, e incluso la Ouija, ya que no quería gastar demasiado, o correr un
riesgo mayor de tratarse de una realidad. Sin embargo, en una página que dejó
al final de sus pesquisas, encontró el mejor método para atraer a una energía
oculta. Lo más asombroso es que el material que necesitaba lo podía encontrar
en la escuela de música. Alicia sólo tenía que pedirlo a la persona indicada.
-Necesito
tu diapasón-, le preguntó la muchacha a Tomás, su mejor amigo en la academia de
música, quién estudiaba guitarra acústica. Esto días después de sus investigaciones.
-Pero
si tú estudias piano, no necesitas un diapasón para afinar tu música-, le dijo
el muchacho, sonriéndole a su amiga mientras se acomodaba los lentes por encima
de la nariz. Ella le miró, casi rogándole.
-Vamos,
lo necesito. Si funciona lo que necesito hacer, te lo contaré a ti primero. Por
favor…
Tomás
se le quedó viendo un momento.
-Te
lo prestaré, si me enseñas lo que vas a hacer. Tengo curiosidad, y ya no puedes
echarte para atrás.
Alicia
tragó saliva. No quería decirle a nadie más acerca de su plan, y mucho menos
llevar a un alumno inocente a un castigo severo si no podían demostrar nada. Al
final, suspiró como si no tuviera más opción.
-Está
bien. Voy a salir al baño del segundo piso a los 15 minutos de clase. Te veré
ahí, y si no estás, regresaré al salón, ¿está claro?
Tomás
asintió, satisfecho. Sus clases iniciaban a la misma hora, así que no habría
problema si ambos salían, ya que estaban en salones diferentes. Se dieron la
mano y se despidieron.
Llegado
el momento, Alicia se detuvo en su práctica de una hermosa melodía, sintiendo
sus dedos engarrotados, no por el cansancio, sino por los nervios. El profesor Sánchez
le miró, un tanto extrañado.
-¿Sucede
algo Alicia?
-Necesito
ir al baño, profesor…
-Claro,
no te tardes mucho por favor-, dijo Sánchez, revisando el trabajo de su otra
alumna dentro de aquella enorme aula.
Alicia
se levantó y salió despacio hacía el pasillo. Ya que estaba prohibido correr
por ahí como si nada, caminó rápidamente hasta el final del pasillo, subiendo
las escaleras de dos escalones a la vez, y cuando llegó a su destino, ya estaba
Tomás esperándola.
-Tardaste
demasiado.
-Te
adelantaste. Además no quería correr. Tenemos que ser cautelosos. Ven.
Alicia
tomó a su amigo de la mano y juntos siguieron hasta el final del pasillo del
segundo piso. Se detuvieron frente a las puertas dobles del depósito de los
instrumentos. La muchacha vigiló que nadie más se acercara por ahí, y empujó la
puerta para entrar. Su amigo la siguió cauteloso.
-¿Qué
pretendes?
-Verificar
una leyenda.
Tomás
la detuvo del brazo, a través de las penumbras de aquél abandonado salón que
sólo tenía una pequeña ventana al fondo, que apenas iluminaba el lugar.
-Quieres
ver si lo del fantasma es verdad… Es una tontería. Y si nos cachan aquí, nos
van a castigar.
-No
creo que sea una tontería. Por eso te pedí tu diapasón. ¿Lo trajiste?
Tomás
vaciló un momento. Sacó del bolsillo de su pantalón un aparato de metal, que
parecía más bien una horquilla de metal. De su propio bolsillo, Alicia sacó una
varilla de metal sencilla.
-¿Qué
vas a hacer?
La
muchacha guiñó el ojo a su amigo.
-Ya
verás…
Tomó
el diapasón con la mano izquierda y lo golpeó en uno de los extremos gemelos,
haciéndolo vibrar. Ella sabía que el sonido hipnótico de las barras paralelas
del aparato no duraría mucho, aunque con la vara de metal que ella había traído
de casa haría magia. Tocó el diapasón con la varita y empezó a frotarlo, como
si estuviera prendiendo fuego con dos pedazos de metal. El sonido del diapasón,
además de perpetuarse, se intensificó, haciendo que a ambos les zumbaran los
oídos.
-¡Eso
es molesto!-, exclamó Tomás, con la voz un poco alta para que Alicia le
escuchara. Sin embargo, ella no se detuvo.
El
sonido del diapasón empezó a retumbar en las paredes del salón, entre los
metales de otros instrumentos, y bajo los anaqueles donde estos descansaban. De
repente, uno de los platillos que usaban para la orquesta cayó de su lugar,
haciendo su particular sonido estridente sobre el suelo de la estancia. Rodó
unos metros y se detuvo.
Alicia
dejó de frotar la vara de metal contra el diapasón, y el sonido del aparato se
hizo más débil. Tomás se quedó detrás de ella, y ambos escucharon con atención.
El sonido del platillo se había ido, y a pesar de que el diapasón seguía vibrando,
poco a poco el silencio ocupaba todo el lugar.
-¿Qué
fue eso?-, dijo Alicia, casi en un susurro.
-No
lo sé…
Lo
que vino fue tan repentino que hizo que los dos se quedaran petrificados, tan
cerca de la puerta pero sin poder moverse ni un poco. Varios de los
instrumentos cayeron estrepitosamente al suelo, haciendo mucho ruido. Sin embargo,
no parecía haber nadie ahí. De repente, un gemido muy fuerte empezó a
escucharse al fondo del recinto, que iba creciendo conforme parecía acercarse
más y más. Alicia no lo pensó mucho y salió corriendo dejando las puertas
entreabiertas.
Tomás
se quedó ahí, quieto, mientras la figura al fondo de la sala se iba dibujando
poco a poco contra la penumbra. Era una persona que él conocía muy bien. Se llamaba
Isabel, su novia, quién llegó caminando como si nada, riéndose. Tomás la tomó
de las manos y la acompañó con sus carcajadas.
-Se
la creyó. Hiciste bien en decirme lo que sospechabas. Al menos le metimos un
buen susto a tu amiguita-, dijo Isabel, mirando a su novio con ojos alegres y algo
de maldad.
-Ya
me había preguntado muchas cosas acerca de la leyenda. Qué mejor que hacerle
pasar un momento como ese…
-Muy bien por ustedes-, dijo una voz
detrás de ellos.
Isabel
y Tomás voltearon. Por un momento, pensaron que podría ser algún profesor que
los había descubierto y que ahora los castigaría. Sin embargo, lo que había
detrás no era siquiera humano. Tenía la apariencia de un felino apoyado solo en
sus patas traseras, con enormes manos con garras afiladas que arrastraban justo
a los costados. La cabeza era felina, sin embargo, los rasgos eran como los de
un reptil, con un hocico enorme y alargado del cual sobresalían un montón de
dientes putrefactos.
La
criatura abrió las fauces, escurriendo saliva sanguinolenta, y los dos
aterrados alumnos gritaron antes de sentir las afiladas garras en sus
gargantas. Al fondo del salón, como si viniera del fondo del abismo infernal,
el viejo piano de la escuela empezó a tocar sin que ninguna mano humana lo
manipulara.
2 comentarios:
aaaaaarrrgggg me gustó mucho!!!!, no logro imaginarme a la cosa esa, pero solo de leer de los dientes me dio ñañaras jajaja, excelente Luis
Gracias jeje lo iba a dejar hasta donde sale Isabel, pero pensé que sería muy tonto jeje
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