El
Circo Metal Madness había llegado a la ciudad desde hacía una semana, y era la
última fecha antes de moverse a otra localidad. Aquella noche habría mucha
gente, todos mayores de edad que disfrutarían de un espectáculo delirante y con
la música más poderosa del planeta. Entre los asistentes se encontraba
Leonardo, un joven de 20 años que se había unido recientemente a una sociedad
en defensa de los animales. A pesar de ello, no había sido enviado por dicha
asociación, sino que había asistido por cuenta propia. Lo que nadie sabía, de
entre cientos de personas en el público, era que Leonardo tenía un don
especial, algo que le ayudaría con su misión personal aquella noche.
El
circo, por dentro, era gigantesco. Con una enorme carpa adornada con colores
oscuros, desde el negro hasta el violeta e incluso un rojo parecido al vino, el
recinto contaba con tres pistas. Los asientos estaban siendo ocupados tan
rápido que ya no había opción para aquellos que llegaban tarde. Sin embargo,
Leonardo había reservado con muchos días su asiento en la parte más cercana a
la pista principal, para así poder ver el espectáculo en todo su esplendor.
Justo
después de cerrar la carpa, las luces se apagaron, para dar paso a un
espectáculo de luces y pirotecnia sin precedentes. Al fondo de la pista, sobre
un escenario que salía detrás de una enorme cortina de humo, ya se encontraba
tocando una estridente banda de thrash metal, todos vestidos de cuero y con
adornos metálicos que sobresalían amenazantes desde los hombros, rodillas y
hasta de la cabeza, a modo de horrendas cabezas puntiagudas.
Desde
la pista de la izquierda retozaba una línea perfecta de caballos negros, y
delante de ellos, como su líder, un hermoso caballo blanco con un cuerno
postizo colocado en su cabeza con un arnés. Sobre este grandioso animal se
encontraba sentada, con las piernas a cada lado de los costados, una mujer de
apariencia ruda, con el cabello rubio crespo y levantado por todas partes. Su maquillaje
negro parecía corrido, escurriéndole por la cara y haciéndola ver más
amenazante.
-¡Espero
estén listos para este espectáculo! ¡PORQUE VAN A EXPLOTAR SOBRE SUS ASIENTOS!
Toda
la gente se puso a aplaudir y a gritar como posesos, mientras los caballos
seguían retozando, dando dos o tres vueltas más en la pista, antes de
desaparecer justo a un lado de la banda. Justo debajo del escenario, apareció
algo extravagante. Era una especie de carrito miniatura, como de un metro
cúbico, con cabezas de muñecas adornando los costados y el cuerpo de una de
ellas, decapitada, encima del capó del auto, abierta de piernas y amarrada. Sobre
el cuerpo de la muñeca descansaba una enorme serpiente de piel café manchada
con verde, una anaconda.
El
auto se detuvo en el centro de la pista, y la puerta del piloto se abrió
despacio. Del interior salió una figura aún más extraña que todas las que ya
habían surgido. Era un hombre, delgado y alto, vestido de negro pero a la
usanza de un cazador australiano, con un pantalón de mezclilla, botas, chaleco
y sin camisa debajo, y un sombrero hecho de piel de algún animal, que por las
escamas parecía de cocodrilo o de avestruz. También llevaba maquillaje, toda la
cara cubierta de blanco y los labios y ojos retocados de negro. Lo único que
contrastaba eran sus ojos, azules brillantes.
-Soy
su anfitrión, el Hombre Cocodrilo. Esta noche verán cosas que les helarán la
sangre y los dejarán atónitos de por vida-, dijo el presentador, tomando del
capó del coche a la enorme anaconda, y colocándosela como una bufanda por
encima de los hombros. Leonardo veía con atención, pero sin aplaudir, al
hombre, quién llevaba en la mano izquierda un enorme guante que le llegaba más
allá del codo, hecho de piel resistente.
-¡Ven,
precioso!-, dijo levantando el brazo enguantado.
Desde
uno de los extremos de la carpa, justo detrás del público en la última fila,
salió volando de su jaula un enorme buitre, que se posó en el brazo del Hombre
Cocodrilo. Todo el público aplaudió, mientras el ave reposaba ahí, con su
apariencia jorobada y las alas extendidas, aleteando sin parar. De otra parte
del escenario salieron dos asistentes, quienes se llevaron al buitre y al auto
miniatura, mientras la mujer del caballo, quién salía junto a ellos, tomaba a
la anaconda para enrollársela ella misma como el Hombre Cocodrilo lo había
hecho antes.
-Ahora,
necesito que guarden silencio. Aquí hay un enorme amigo que quiero que
conozcan, una criatura traída desde los confines del mundo para atemorizar a
los más valientes. Con ustedes, desde Australia, es Ozzy…
Con
un ademán muy teatral, señaló justo hacía arriba, hacía la enorme cúpula que
formaba la carpa levantada. Entre los andamios, sin que nadie la viera desde el
principio, había una enorme jaula, más larga que ancha, y no tan alta. Dentro descansaba
algo que hizo que muchos gritaran y otros miraran asombrados. Era un enorme
cocodrilo, de piel verde casi negra, de unos 8 o 9 metros de largo, con el
hocico abierto, mostrando su lengua plana y los enormes dientes. Sus ojos
inexpresivos se mantenían medio cerrados.
La
jaula fue bajada con unos andamios de cadenas hasta el centro del escenario. Cuando
estuvo completamente abajo, el Hombre Cocodrilo y otros ayudantes quitaron los
ganchos de las cadenas. Luego, haciendo que todos despejaran la pista, el
presentador se acercó a un pestillo que la jaula tenía justo arriba, y que la
hacía abrirse como el capullo de una enorme flor metálica. Alejándose después
de que las puertas de la jaula cayeran al suelo, la enorme criatura salió
caminando de su encierro, soltando un enorme silbido, que atrajo al público,
quienes no dejaban de aplaudir.
Mientras
el Hombre Cocodrilo sacaba de su cinturón un enorme látigo, Leonardo estaba más
concentrado en el animal que acababa de salir de la jaula. A pesar de que sólo
se encontraba a dos metros de él, Leonardo pudo sentir su piel, el tacto seco y
rugoso de sus escamas y la fuerza de su cuerpo al caminar lenta y pesadamente
sobre la pista del circo. Se concentró en su cabeza, en su diminuto cerebro de
reptil, en el dolor físico que sentía por no estar donde debería estar. Aunque el
animal no lo comprendiera, Leonardo lo entendía. Era como estar fuera de sí, en
otro mundo, sufriendo.
El
Hombre Cocodrilo levantó el látigo y lo soltó con la fuerza suficiente para
hacer que el animal se hiciera a un lado, abriendo amenazante las mandíbulas. Con
otros dos golpes del látigo, el presentador hizo que el cocodrilo completara
una vuelta en la pista, mientras el público vociferaba emocionado ante la
fuerza y obediencia de tan enorme criatura. La banda volvió a tocar música, y
el Hombre Cocodrilo, sin perder tiempo, se dio la vuelta para agradecer al
público con una reverencia un tanto ridícula.
-Vamos,
hazlo, vamos, ataca, ataca, muerde, ataca, tienes hambre, ataca…-, murmuraba
Leonardo, sin que nadie más se diera cuenta. Su atención se enfocaba solamente
en Ozzy, quién estaba mirando hacía otra parte, menos hacía el centro de la
pista. Inmediatamente, sin que nadie previera lo que iba a suceder, el animal
se dio la vuelta, tan repentinamente que todos solo pudieron ver sin hacer nada
más.
Con
la enorme cola tiró al Hombre Cocodrilo de bruces, quién se enredó con su
látigo. Sin poder levantarse rápidamente, y con la cara maquillada llena de
hollín, el presentador trataba de arrastrarse hasta la jaula del animal, para
aferrarse de los barrotes. Sin embargo, Ozzy fue más rápido: corrió torpemente
con sus patas cortas y su enorme vientre, y alcanzó a morder las piernas del
Hombre Cocodrilo, con una fuerza aplastante que incluso hizo que se escuchara
como se rompían sus tibias. La gente se levantó de sus asientos, aterrada, y
empezó a salir corriendo de la carpa.
Entre
gritos de dolor y tratando de zafarse de los dientes de la criatura, el Hombre Cocodrilo
miraba como la gente salía aterrorizada del circo, y como los ayudantes
trataban de impedir que Ozzy siguiera atacando, pero sin éxito. La criatura,
simplemente, obedecía a otro propósito.
Leonardo
seguía ahí, mirando al animal, controlando sus movimientos. Hizo que soltara al
presentador, quién al ya no sentir el lacerante dolor de los dientes en su
piel, empezó de nuevo a arrastrarse, esta vez, hacía los asientos de primera
fila.
-Ayúdame,
por favor, ayúdame-, le decía el presentador a la única persona que se había
quedado ahí, sentado, mirando todo con ojos atentos.
Leonardo,
con un ligero meneo de la cabeza, le dijo que no.
De
repente, Ozzy se abalanzó de nuevo hacía el Hombre Cocodrilo, pero esta vez,
alcanzó a darle una dentellada mortal en el vientre. El hombre trataba de
salir, pero era imposible. De su boca empezó a manar sangre, y el vientre le
estalló después de que el animal, sin importar su enorme tamaño, se diera una
vuelta, haciendo que el cuerpo de su carcelero se partiera por la mitad. Las vísceras
salieron como serpentinas, y la sangre se mezcló con el aserrín de la pista. Sin
que nadie lo detuviera, Ozzy empezó a darse un festín con las piernas de su
víctima, mientras la parte de arriba aún soltaba manotazos y trataba por
arrastrarse en la más lenta agonía.
Leonardo
se levantó, y caminó tranquilamente hasta la salida, con satisfacción en el corazón y el sabor de la
sangre entre sus encías.
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